“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Hermana muerte

Omnes feriunt, ultima necat 

(todas -las horas- hieren, la última mata)


bouguereau angels


Temida. Solemne. Rígida. Implacable. Universal. Esperada. Inútilmente evitada. Maquillada. Disfrazada. Eufemizada. Innombrable.

La lista de adjetivos, según las épocas, ideologías y conciencias, podría hacerse indefinida cuando se trata de calificar a esa realidad, la más cierta –más cierta que el nacer- de las realidades humanas: la muerte.


Inicio del filosofar del hombre y su búsqueda de todas las respuestas que, después de la existencia de Dios, está en la base de todas las preguntas, la muerte seguirá, hasta que se extinga la especie humana (si se extingue, como dice mi amigo Conrado) suscitando las más intrincadas evasivas.


Ella tiene un efecto impactante (un shock que diríamos) con una duración o efecto prolongado de algunas pocas semanas en los no afectados por ella, sobre todo si el tocado por su huesuda mano no pertenece más que a sus inmediatos deudos.


Es lo que suelo llamar “efecto velatorio”.

El “no somos nada”, comentario obligado –y por otro lado sincero- de las comadres presentes, no tiene demasiado efecto residual en la vidas de los que salen con obligado rostro de entierro de las exequias del finado…


“Tranquilo, hombre, ya se te pasará”


Y así hasta el próximo entierro.

Entretanto, a seguir viviendo como si los que se muriesen, como dice mi supradicho amigo, siempre son los otros.


También la muerte tiene, entre sus multifacéticas funcionalidades la de hacer mejor, ¡y hasta santos! a los políticos y farsantes y a los ateos militantes.

A casi todos les mejora la imagen.

Y como Dios quiere que todos nos vayamos de este mundo con un buen recuerdo, a todos nos nivela con la muerte…


Culturas cristianas anteriores a la nuestra, más pensantes, más sabias, más humanas, supieron hacer de la muerte, no sólo un interrogante filosófico, sino también una serena fuente de piedad para aquellos que han creído en la vida que comienza con la muerte.


El culto a los muertos


Notemos de entrada que la Iglesia Católica no rinde culto a la muerte, sino a los muertos.

Es cosa bien distinta.

Lejos de la tanatolatría de algunos pueblos de la antigüedad o el actualísimo culto a esparcir cenizas por bucólicos o agrestes parajes caros al difunto, el culto a los muertos tiene, para la Iglesia un sentido profundamente enraizado en la Revelación.

Y ese sentido primero es doble:


a) En cuanto al cuerpo.

Él ha sido el instrumento de toda comunicación del alma con el mundo en el que Dios ha puesto al hombre: mediante él aprehendió la realidad creada, expresó amor u odio a sus semejantes, obró, en definitiva, el bien o el mal.

Y conforme a ello, como enseña el Apóstol, será juzgado el hombre: tal como obró mediante su cuerpo.

También ese cuerpo fue templo del Espíritu y honrado con sus dones y gracias y ungido con los Sacramentos.


b) En cuanto al alma

Sin detenernos demasiado, digamos que es dogma de fe católica definida que las almas de los fieles que salen de este mundo con reliquias de pecados por purificar, son detenidas en ese estado que llamamos Purgatorio, a la espera de su completa purificación e ingreso a la visión facial de la misma esencia divina en la eterna bienaventuranza. (Cf. Const. Ap. “Benedictus Deus” de Benedicto XII)


Desde la más remota antigüedad cristiana se ha dado culto a los difuntos principalmente cumpliendo con la piadosa obra de misericordia de darles sepultura y ofrecer por ellos constantes sufragios mediante el Santo Sacrificio de la Misa que se ofrece –según la enseñanza confirmada por Trento- por los vivos y por los difuntos.


La institución de la celebración


La Conmemoración del 2 noviembre (atraída hacia este día por la fiesta de Todos los Santos, de la que es su complemento) fue establecida por San Odilón, Abad benedictino de Cluny (+1049) en los monasterios dependientes de la orden, desde donde se extendió a la Iglesia universal.


Los difuntos que no tienen padres o hijos que oren por ellos, dice San Agustín, tienen las preces de la Iglesia que se porta con ellos como una madre solícita (Cf. De cura pro mort.c. vi)


La celebración tradicional de la Misa de Requiem omite el Gloria, el Credo, el ósculo de paz, la bendición final y otros cuantos detalles que le confieren una forma de mayor severidad.


Todos los textos han sido extraídos de antiguos Sacramentarios.

Especial mención merece la impresionante Secuencia “Dies irae”, que ya aparece en un manuscrito del siglo XIII, teniendo como muy probable autor al franciscano Tomás de Celano, amigo y biógrafo de San Francisco de Asís.


Dicho sea de paso la Misa de Requiem ha sido a lo largo de la historia del arte una pieza obligada para los grandes de la música: Lassus, Claude le Jeune, Carpentras, Mozart, Verdi, etc.


Los sentimientos


Al Divino Redentor se le arrasaron los ojos en lágrimas ante la tumba de su amigo Lázaro y la tradición nos muestra a Su Santísima Madre, lacrimosa, de pie junto a la Cruz.


No podremos nunca en aras de una espiritualidad monofisita o jansenista reprimir el dolor, el más humano de los dolores, que produce el misterio de la muerte.


No podremos creernos que la pascua comienza ipso facto para el que acaba de cerrar los ojos para siempre.


¿Dónde queda la oración por el perdón de sus pecados?


Una falsa espiritualidad pascualizante, de la que en otra ocasión hemos hablado, querrá quitar a la muerte su tan humano dolor y vestirla de Caperucita Roja.


Nosotros la vestimos y nos vestimos de negro.

Aún las normas generales del Misal Romano (Novus Ordo) prevén el color negro para la celebración de las Misas de Difuntos)

Tras la negra oscuridad de la muerte, vendrá la blanca luz de la gloria, que sólo a Dios le compete otorgarla cuando Él lo decida.


“Ex umbris et imaginibus, in veritatem” “De las sombras y las imágenes, hacia la verdad”

Así rezaba el epitafio de la tumba del recientemente beatificado Cardenal John Henry Newman.

Desde esa sombra en la que dejamos a nuestros seres queridos cuando besamos por última vez su rostro marmóreo y lo cubrimos con el último velo, como una madre arropa a su pequeño una noche de invierno, se descubrirá para ellos el lugar del refrigerio, la luz y la paz.


Sabemos, creemos, que tras el prolongado, y sólo conocido por Dios, invierno de sus cuerpos en el seno de la tierra, resurgirán gloriosos y reinarán con el mismo Resucitado.

Entre tanto, sea que sus almas estén purificándose, o ya gocen de la visión de Dios, nuestro sufragio tendrá siempre valor, porque para Él el tiempo no existe.

Costosa y dolorosamente salimos de este mundo al que vinimos por una incomprensible y libérrima decisión de Dios.


Contrariamente a la idea de una cañada oscura por la que atravesaremos, me aferro al epitafio newmaniano: vamos en realidad de las sombras hacia la luz verdadera.


Por eso, entre las exequias carnavalescas de ciertas liturgias inculturadas y las respetables consideraciones de San Alfonso sobre la preparación a la buena muerte, me quedo con humanísima teología de San Francisco en su Cántico de las Criaturas:


Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén.


Así debiera ser nuestra muerte.

Como en los brazos de nuestra madre, como en los brazos de la más dulce de las hermanas.


No habiendo llegado por poco (por esas cosas que sólo Dios conoce) al tiempo de entregarle mi madre a Dios su alma, y dándose cuenta que llegaba su hora, con toda la ternura de que siempre fue capaz, le dijo a la religiosa que la asistía en el aquel momento y le aseguraba que ya llegaba su hijo sacerdote: “No, abrázame tú ahora, hermanita, porque me muero”


Si es hermana, mi muerte, la tuya, querido lector, nos abrazará justo en el instante en que mejor sabrá tratarnos, aunque algo nos duela, porque nos lleva al gran encuentro de nuestra vida.


Si es hermana, la muerte nos irá acostumbrando cada día a su compañía, porque vivir es un morir cara hora. Cotidie morior, dice Pablo: cada día muero a mi orgullo, a mi desenfrenado deseo de vivir lo que no es de Dios…


Si es hermana me entiende, está cerca, es de mi misma sangre, no me es ajena y su abrazo, cualesquiera sean las circunstancias naturales que lo acompañen, no será otra cosa el que el mismo abrazo del Crucificado que nos dirá: “En verdad te digo que hoy estrás conmigo en el Paraíso”…


Requiem aeterman dona eis Domine

Et lux perpetua luceat eis.


P. Ismael


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