“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Nochevieja: tarea para el año entrante.

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“Luego dijo Dios: haya lumbreras

en el firmamento del cielo, que separen el día

de la noche y sirvan de señales y marquen

las estaciones, días y años”

Gén 1, 14.


Para San Agustín, el tiempo es uno de los conceptos más difíciles de definir.


“…Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo al que me pregunta, no lo sé; pero sin vacilación afirmo saber, que si nada pasase, no habría tiempo pasado; si nada hubiera de venir, no habría tiempo futuro; y si nada hubiese, no habría tiempo presente…” (Cf. Confesiones, Lib. XI, cc 14, 15 y ss)


Medida del movimiento, según un antes y un después, diremos con la escolástica; paso de una forma de ser a otra.


Cualquier tiempo, del que el mismo Agustín, no puede llamarse “largo”, sólo puede ser medido cuando va pasando ya que “sintiéndolos es como los medimos: mas los pasados que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién puede medirlos? A no ser que alguien ose decir que puede medirse lo que no existe. Cuando pasa, pues, el tiempo es posible sentirlo y medirlo; mas cuando ya pasó, no puede serlo, porque ya no existe”


Según nuestra medida, una vuelta acabada en torno al astro rey, nos pondrá en pocas horas al comienzo de una nueva rotación, a partir del momento en que adquirimos la medida –que es humana y fundada en el movimiento- y que contamos desde el instante de la aparición del Sol que nace de lo alto: el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.


Por ello creemos con toda propiedad, que la plenitud de los tiempos se inicia con el advenimiento de Cristo.

Ella nos ha mostrado el misterio escondido desde toda la eternidad en el seno de Dios.

A un día de la Octava de Navidad, despedimos la así llamada Nochevieja o fin del año solar.


Al cambiar de agenda, remozar nuestras casas, ordenar lo más que se pueda nuestros asuntos materiales y espirituales, sentimos en nuestro interior esta fugacidad y levedad de la vida, lo efímero de nuestras acciones, pensamientos y proyectos.


Una nostalgia por el tiempo desperdiciado, un vértigo por el implacable transcurrir de este gran maestro de la vida que termina quitándosela a quienes aprendieron de sus enseñanzas.


Por él se prueban, como en un crisol, la autenticidad de nuestros ideales, deseos, promesas y palabras.


Efectivamente, el tiempo es el gran maestro.

En su transcurso se decide nuestra eternidad.


Este año que ya expira, tal vez se haya llevado consigo a varios seres queridos: familiares, amigos y muchos de nuestros conocidos.


Una antigua leyenda refiere que esta noche un ángel sacude las ramas del árbol de la vida y caen muchísimas hojas: en cada una de ellas está escrito el nombre de los que el año entrante dejarán el tiempo para volar a la eternidad.


Pidámosle a Dios ser avaros de nuestro tiempo, no desperdiciarlo; ser sus administradores cuidadosos.


¡Cuántos buscan cómo matar el tiempo, cuántos no tienen conciencia de su valor y su pérdida!

No sabemos si éste será nuestro último año.

A cada uno de nosotros se nos ha entregado este talento que es el transcurso que durará nuestra existencia terrena. Debemos hacerlo rendir cuanto nos dé nuestra inteligencia y nuestras fuerzas.


Démosle un momento en esta Nochevieja a una mirada retrospectiva que nos lleve a pensar lo poco que hemos avanzado en la virtud y a un sincero acto de contrición por el desperdicio de nuestro tiempo y todo aquello que durante su transcurso ha ofendido la sabiduría y la bondad infinitas del Dios Eterno, Vivo y Verdadero.


Meditemos con el salmista:


“En el principio cimentaste la tierra,

y obra de tus manos es el cielo.

Ellos van pasando,

mas Tú permanecerás;

todo en ellos se envejece

como una vestidura;

tú los mudarás

como quien cambia de vestido,

y quedarán cambiados”

(Salmo 101, 26)


A nuestros queridos lectores y seguidores,

mi más cordial y afectuosa bendición.


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P. Ismael

La rosada ansiedad del Adviento

un gozo anticipado…

 

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Jesús, dulce fruto de María, flor de la Raíz de Jessé

(ícono moscovita)

 

Período de santa confianza y recogimiento, el Adviento difiere del tiempo de Cuaresma en muchos aspectos, por más que con el transcurso de los siglos, especialmente en el VII, por influencia monástica haya querido equiparse a ésta en cuanto a los rigores del ayuno y la austeridad.

Por el contrario el tiempo del Adviento es el de una contenida respiración del alma ansiosa por la llegada de Aquel que ha de venir y no tardará…

 

El más destacado de los domingos de Adviento es el III, llamado Gaudete, por las palabras del Introito de la Misa que pone la clave del espíritu de este gozoso día:

Gaudete in Domino semper, iterum dico, gaudete…

Alegraos siempre en el Señor, otra vez os lo digo, alegraos.

Es pues este misterioso espíritu de alegría que se mixtura con las inquietudes humanas de la sociedad y de los individuos, inmersos como estamos en las cosas de este mundo tambaleante.

 

Sobradamente conocida es la nota del tono rosáceo de los ornamentos que junto con el IV domingo de Cuaresma, se usa solamente dos veces al año.

Un rubor inocente de la Iglesia virgen, que ya sabe lo que viene…

El rosado, un morado atenuado, anticipa la alegría por lo que ha de venir y nos animan a vivir el espíritu de sacrificio que a pocos días imprimirán las Témporas del Adviento, siendo éstas en la antigüedad las más importantes del año. Tanto que aún muchos ministros sagrados (subdiáconos, diáconos y presbíteros) reciben en estos días las Sagradas Ordenes.

 

A partir del 17 de diciembre, la Iglesia hace resonar en el Oficio de Vísperas las llamadas “Antífonas Mayores”, o antífonas “O”, por comenzar todas ellas con la piadosa exclamación O (Oh!) a modo de gemidos que el Espíritu pone en el corazón de los fieles para apurar la llegada del Deseado de las Naciones.

Para Amalario de Metz, estas antífonas, probablemente datan del siglo VII y son de origen romano, fueron hasta 10, pero San Pío V fijó el número septenario.

Cada una de ella hace referencia a un título cristológico, constituyendo verdaderas piezas de poética teología bíblica.

 

Son las siguientes:

O Sapientia = sabiduría……. Veni   (Ven)

O Adonai = Señor poderoso Veni…

O Radix Jesse= raíz, renuevo de Jesé (padre de David) Veni…

O Clavis David = llave de David, que abre y cierra… Veni…

O Oriens = oriente, sol, luz… Veni…

O Rex Gentium = rey de paz Veni….

O Emmanuel = Dios-con-nosotros. Veni…

 

Puede encontrarse el texto completo y la traducción castellana en

http://es.wikipedia.org/wiki/Ant%C3%ADfonas_de_Adviento

 

 

Como dijimos, comienzan a recitarse desde el 17 al 24 de diciembre.

Invirtiendo su orden se forma un curioso acróstico:

ERO CRAS

“Estaré mañana”

Es la respuesta de Cristo a Su Iglesia que clama por su pronto advenimiento.

 

En España principalmente, desde el siglo VII, se celebra a Nuestra Señora de la “Expectación”, o María de la O, teniendo su oficio mucho en común con el de la Anunciación y habiendo dado a populares composiciones del alegre cancionero español.

 

En fin, que el Domingo Gaudete nos ayude a examinarnos sobre el sentido de la verdadera alegría, mejor digamos GOZO. Porque la traducción adecuada es GOZAOS.

Que es cosa bien distinta. Uno puede estar gozoso (que es un estado interno del alma que posee un determinado bien) y no necesariamente “alegre” que tiene más bien una connotación externa.

Cuántos tendrán en estos días pocos motivos para la manifestación externa de su gozo, pero a nadie ha de faltarle el gozo interior por la proximidad de la salvación que, por voluntad divina, a todos quiere alcanzar.

 

El misterio del Adviento, no es otra cosa que el traspaso a la liturgia de la presente vida del hombre: una constante tensión esjatológica por la llegada de Aquel que ha de juzgar a este mundo y sabemos que ya vino en la humildad de nuestra carne.

 

Entre las Antífonas O, señalemos la que llama al Señor que viene “Raíz de Jessé”

Entre otras consideraciones notemos la importancia que le asigna toda la Escritura Santa al origen de Cristo “secundum carnem”.

El no es un alienígena. Proviene de una raza y una familia humana.

Una familia que aguarda la plena realización de las promesas en la Persona Adorable del Mesías, verdadero hijo de David, de Jessé.

 

De allí que durante este tiempo resuena constantemente en la liturgia el clamor de la Iglesia a su Divino Esposo:

Rorate coeli desuper…

Aperiatur terra, et germinet salvatorem…

 

Se trata de dos acciones:

La de Dios, significada por el fecundante rocío celestial que podemos relacionar con la sombra del Espíritu que hizo Madre a la Virgen Santísima.

La humana, sublimemente encarnada en María, que como tierra fecunda, aportando la Santísima Humanidad de Cristo, germina al Salvador: la flor de la humanidad redimida.

 

Por ello ningún otro tiempo litúrgico podría considerarse más “humano” que este: es propio del hombre esperar la realización de las más preciadas promesas.

Y Dios es siempre fiel. A pesar de las infidelidades del hombre.

En las genealogías del Jesucristo no se oculta la existencia de personajes que tuvieron sus serios defectos.

Y ello es garantía de redención.

 

Siglos y siglos de expectación brotaron en el rosado seno de Nuestra Señora…

Muchos quisieron ver ese día y no lo vieron…

Dichosos nuestros ojos, porque ven y nuestros oídos, porque oyen.

 

Aunque nuestra vida de cada día no siempre se vista de rosa. Y ya mañana volvamos al morado de la renuncia del discípulo de Cristo, en permanente estado de Adviento.

P. Ismael

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NOTA:

El color rosado no fue abolido por el Novus Ordo. Cf. nº 308, f) “Normas Generales del Misal Romano”

Quien tenga complejos con el rosa, pero se sienta bien hombre por dentro, no deberá tener respeto humano.

soleares de mi sacerdocio

Sante Francisce, qui conscius puritatis

ac sanctitatis ad sacerdotium requisitae,

ab eo pro reverentia abstinuisti: ora pro me:

Ut et ego munus tam sanctum et sublime

condigne aestimare ac honorare studeam.

 

(Letanías eucarísticas)

 

 

 

 

QUO VADIS painting-annibale-carracci-1602

Quo vadis?”

A. Carracci

 

 

 

 

Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro
y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro.


Tal vez el alma con temor retiro,
tal vez la doy al amoroso llanto,
que, arrepentido de ofenderos tanto,
con ansias temo y con dolor suspiro.


Volved los ojos a mirarme humanos,
que por las sendas de mi error siniestras
me despeñaron pensamientos vanos;
no sean tantas las desdichas nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras.

 

(Lope de Vega)

 

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Si a nacer volviera,

ten seguro Señor Paciente

que ni un ángel me convenciera

de no ser otra cosa en la vida

que un poeta penitente…

 

En el dolor y el amor de un nuevo aniversario de mi indigno sacerdocio. Queriendo escapar y temblando ante el Señor que me sale al encuentro y me dice:

Quo vadis, Petrus?”

 

P. Ismael

 

 

 

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y siga el baile…

Si a un diablo del infierno

“se le hubiese encomendado

la ruina de la liturgia,

no hubiera podido hacerlo mejor”

Dietrich von Hildebrand

(The Devastated Vineyard)


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Sta. Cecilia, Virgen y Mártir


Cuando con perplejidad y dolor, nuestros padres y abuelos comenzaban a decir “nos han cambiado la religión” hacían algo más que una simple declaración nostálgica, como ha querido insidiosamente presentarse la confusión y el pensar del sentir de los fieles y el sentir de la fe.


Cada día vemos que se instala más cómodamente en su cátedra la abominación de la desolación, anunciada por Daniel y confirmada por Nuestro Señor Jesucristo.


Dolor, pena, profunda decepción vamos experimentando día a día los católicos ante la irrefrenable avalancha de abusos litúrgicos, que, a pesar de la claridad de los documentos y disposiciones recientes tendientes a poner un freno, son cometidos impunemente por sacerdotes y obispos pastoralistas y liturgos de un culto que ya hace tiempo desfiguró el rostro santo del auténtico culto católico.


Nos vamos encontrando día a día con una religión que cambia al gusto de la moda que impone una ya no tan minoría paranoica para consumo de jóvenes aborregados, advenedizos a la Iglesia, que con la aquiescencia de sus pastores va desplazando con una furia diabólica (encubierta de sensibilidad pastoral o falsa inculturación) la verdad dogmática, fundamento de todo culto legítimo que debe tener a Dios como destinatario, para trasladar su objetivo a la dimensión antropológica que se concibe como complacencia del gran público ignorante y superficial.


En estos últimos días nos venimos (iba a decir sorprendiéndonos, pero en los que todavía reside algo de sensatez, sería hipócrita decirlo) enterando por los medios, no ya de tímidas experiencias de laboratorio litúrgico, sino de manifiestas muestras de impiedad y sacrilegio.


En la Instrucción “Redemptionis Sacramentum” Sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía”, de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, de marzo de 2004, hacia el final del documento (Capítulo VIII) se dice entre otras cosas:


169. “Cuando se comete un abuso en la celebración de la sagrada Liturgia, verdaderamente se realiza una falsificación de la liturgia católica. Ha escrito Santo Tomás ‘incurre en el vicio de falsedad quien de parte de la Iglesia ofrece el culto a Dios, contrariamente a la forma establecida por la autoridad divina de la Iglesia y su costumbre(Cf S.Th II, 2, q 93, a 1)”.


170. “…donde los abusos persistan, debe procederse en la tutela del patrimonio espiritual y de los derechos dela Iglesia, conforme a las normas de derecho, recurriendo a todos los medio legítimos”.


171. “Entre los diversos abusos hay algunos que constituyen objetivamente los graviora delicta, los actos graves, y también otros que con no menos atención hay que evitar y corregir…”.


177. “Dado que tiene obligación de defender la unidad de la Iglesia universal, el Obispo debe promover la disciplina que es común a toda la Iglesia, y por tanto exigir el cumplimiento de todas las leyes eclesiásticas.. Ha de vigilar para que no se introduzcan abusos en la disciplina eclesiástica, especialmente acerca del ministerio de la palabra, la celebración de los sacramentos y sacramentales, el culto de Dios y de los Santos”.


183. “De forma muy especial, todos procuren, según sus medios, que el santísimo sacramento de la Eucaristía sea defendido de toda irreverencia y deformación, y todos los abusos sean completamente corregidos. Esto, por lo tanto, es una tarea gravísima para todos y cada uno, y excluida toda acepción de personas, todos están obligados a cumplir esta labor”.


Véase también el capítulo V en el que se hace referencia a puntos de capital importancia tales como, el lugar de la celebración, los vasos sagrados y las vestiduras litúrgicas.


Basten los textos citados para darnos cuenta de la gravedad que suponen las irreverentes iniciativas, de las cada vez más numerosas “misas rockeras” que están siendo no sólo mostradas, sino avaladas por obispos locales, con la ilusa esperanza de llenar el vacío que la desacralización interna y el paganismo universal han causado en nuestras iglesias.


Diríjase el amable lector a los siguientes vínculos que le ofrecerán una comprobación visual y auditiva de dos (entre las miles que hay) modelitos de celebrantes y celebraciones. Ambas con el efusivo placet episcopal.


El primer caso en el viejo mundo: Catedral de Tortosa (o tortuosa), España, con el P. Reverté, fundador del conjunto The Seminary Boys.

http://www.youtube.com/watch?v=4jG8LhBvEp4&feature=fvwk


 El segundo, en la prometedora América Latina, tan absurda en rechazar lo viejo de Europa y estar tan corrompida como ella. Un padrecito de una diócesis de Argentina con más pinta de conquistador de señoritas que de almas para Cristo.

http://www.youtube.com/watch?v=msQzrMYsEL4


¿Se lo habrán creído en realidad? ¿Son unos pobrecitos? ¿O trabajan horas extras para el Anticristo?


Cuando uno mira el contraste dramático entre esas catedrales góticas con sus retablos cargados de misticismo y piedad con la figura y el show representado por el ministro del altar (si es que así se reconoce el animador ordenado in sacris) no puede menos que ver la profunda fractura que se ha producido en uno de los elementos constitutivos de toda religión: el culto.


Sabemos que son tres los elementos que conforman toda religión:


1) Un dogma. Lo que se debe creer: el Credo o conjunto de verdades reveladas.

2) Una moral. El cuadro ético en el que se desenvuelve la vida del creyente: los Mandamientos.

3) Un culto, o liturgia. La expresión “plástica”, antropológica y sobrenatural de lo anterior.


Cuando los cambios sufridos en cualesquiera de estos componentes revisten por una parte un vaciamiento de los contenidos de fe (porque ya sabemos lex orandi, lex credendi) y la liturgia deviene en un espectáculo conforme a modelos no sólo profanos, sino manifiestamente anti-cristianos, como el rock u otras formas de esta cultura de la muerte que vivimos; ¿nos puede parecer exagerada la afirmación antes enunciada de encontrarnos con una religión cambiada?


El credo se nos predica mutilado, con selección de elementos doctrinales que no causen escándalo al hombre contemporáneo.

La moral se reduce al enunciado de dos mandamientos: no matar, no robar.

El culto, sufre las consecuencias de lo anterior: empobrecido, mutilado, mixturado, improvisado. Ridículo.


¿Hacia dónde vamos?


 Si la copa ya está hasta el borde, la caridad habrá de enfriarse (es decir se hará imposible la convivencia) y la abominación de la desolación está por enseñorearse del lugar santo, poco falta para que los verdaderos católicos busquen con angustia una lamparilla que señale la Presencia y no la encuentren. O bien sospechen sobre qué cosa sea eso que el hippie celebrante ha guardado allí…


Y no olvidemos que el sacerdote ha de tener la intención de hacer lo que hace la Iglesia cuando confecciona cualquier sacramento.


Supuesta que hubo intención de consagrar la Eucaristía; ¿en medio de qué irreverencias se hizo presente y se obliga a quedarse al Sufriente Prisionero del Sagrario?


Con independencia del juicio benévolo que harán mis amigos para quienes todo tiene que ver con la buena intención de tales celebrantes (por no decir payasos) y yendo más arriba, de los grandes cerebros que fueron destruyendo la liturgia desde hace más de cuarenta años, cualquiera que haya leído el Evangelio y conozca la teología de la liturgia, podrá ver que todo árbol se conoce por sus frutos.


¿Creen ustedes que tales excentricidades atraerán rectamente a la gente joven a nuestros templos cada vez más vacíos?


Hoy están. Mañana seguramente mudarán de salón bailable.


Una alianza mistonga –por usar un argentinismo- sin ningún fundamento y efímera durabilidad.


Entre tanto no hay lugar para los fieles que desean mantener la tradición.


Ocurrirá como en tiempos de San Atanasio, quien se atrevió a disentir de todo un episcopado enredado en el error del arrianismo.


En el año 360 San Gregorio Nacianceno describe aquellos momentos:


“Sin ninguna duda, la actitud de los pastores fue indefendible, pues, a excepción de un muy pequeño número que o bien no dejaron rastro, a causa de su insignificancia, o bien resistieron valientemente y desaparecieron como simiente y raíz de una primavera futura y de un renacimiento de Israel bajo la influencia del Espíritu, todos contemporizaron, no diferenciándose unos de los otros sino por el abandono más rápido o más lento. Algunos eran los campeones y jefes de la impiedad, los otros seguían en segundo rango, cediendo por miedo o por interés o por adulación o, más excusables, por su propia ignorancia” (Orac. XXI, 24).


¿Qué hacen hoy los obispos? ¿en qué piensan?


Muchos, con ignorancia afectada de los claros deseos del Santo Padre por la recuperación de la Misa Gregoriana –codificada desde los tiempos de S. Gregorio Magno y consagrada por S. Pío V, no inventada- o han declarado que no ven conveniente autorizar su celebración, o en algún caso verdaderamente malicioso la han prohibido, con manifiesto abuso de autoridad y desaliento de muchos católicos.


¿Adónde van a parar los eruditos y convincentes estudios y exposiciones de peritos en materia de liturgia, música y arte sacro que vemos publicar con más profusión que eficacia por vías oficiales y oficiosas?


Resulta que hoy nuestra Iglesia, tan abierta, tan respetuosa de las libertades, tiene un lugar para todos.


Para todos, menos para aquellos que desean usar los templos para la finalidad por la que fueron levantados.


Cualquier parecido de esta realidad con los tiempos del arrianismo, es absoluta y deliberadamente procurada.


Y no lo digo yo.


El Beato Cardenal Newman (“Los fieles y la Tradición”) , citando a San Hilario en su carta a Constancio, escribía:


“vuestra clemencia debería escuchar la voz de aquellos que gritan tan fuertemente: soy un católico, no deseo ser un hereje”.


P. Ismael


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Libros comidos

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San Juan Evangelista


Días atrás reflexionábamos sobre la lenta digestión que sufre nuestra Iglesia de los principios magisteriales y su difícil asimilación a causa de diversas voluntades que entorpecen la llegada a todos los ámbitos de la buena simiente sembrada por Cristo y cuidada por Su Vicario en la tierra.


Quien tenga un mínimo conocimiento de la vocación profética de los vates del Antiguo Testamento y los mismos Apóstoles de Cristo, podrá recordar las penas, vicisitudes y resistencias de los mismos ante una misión que, amén de desinstalarlos de su pequeño mundo doméstico, los lanzó a situaciones más que incómodas: martiriales casi siempre.


Hoy se habla mucho de la denuncia profética en un sentido absolutamente unilateral, direccionado y tendencioso.


La denuncia del profeta (en la Escritura Santa) siempre tendrá que ver esencialmente con la infidelidad del pueblo a la Alianza que el Señor estableció con él.


Denuncia que podríamos sintetizar en el término idolatría.


Con perdón de los peritos biblistas y siendo necesaria una elemental “aclaración de términos” para el lector de sola buena voluntad; recordemos que, mejor que la acepción medieval (que deriva el término de phaino= mostrar con anticipación), la definición de profeta convendría derivarla de phemi= aquel que habla por otro.


Y también señalamos que muchos profetas, incluyendo los más tardíos, pertenecían a la clase sacerdotal y muchas veces el contenido de sus anuncios tenían que ver con el culto.


Y por añadir una última distinción elemental, digamos con Bouyer que, la continuidad de las más diversas profecías, constituye el signo más sensible de su autenticidad. Véase el cap. XII de Ezequiel sobre los falsos profetas.


El profeta es personalmente una víctima.

Víctima escogida por Dios, que sabe que Dios lo llama, pero no precisamente para qué y con la terrible carga de ir diciendo, en nombre de ese Dios, cosas que generalmente serán de difícil aceptación por parte de los destinatarios, cuando no de un rechazo absoluto de mensaje y mensajero.


El mayor riesgo del profeta será devenir en un perro mudo.


El profeta será también el hombre del Libro.

Sea que tenga que escribirlo o leerlo.


Consideremos dos episodios muy similares al respecto. Y también con sus variantes.

En ambos casos se trata de la vocación profética.


En primer término el de Ezequiel.


“Él me dijo: Hijo de hombre, come lo que tienes delante: come este rollo, y ve a hablar a los israelitas. Yo abrí mi boca y él me hizo comer ese rollo. Después me dijo: Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que yo te doy. Yo lo comí y era en mi boca dulce como la miel” (Ez 3, 1-3).


Luego encontramos el de San Juan.


“Y la voz que había oído desde el cielo me habló nuevamente, diciéndome: "Ve a tomar el pequeño libro que tiene abierto en la mano el Ángel que está de pie sobre el mar y sobre la tierra". Yo corrí hacia el Ángel y le rogué que me diera el pequeño libro, y él me respondió: "Toma y cómelo; será amargo para tu estómago, pero en tu boca será dulce como la miel". Yo tomé el pequeño libro de la mano del Ángel y lo comí: en mi boca era dulce como la miel, pero cuando terminé de comerlo, se volvió amargo en mi estómago. Entonces se me dijo: "Es necesario que profetices nuevamente acerca de una multitud de pueblos, de naciones, de lenguas y de reyes" (Ap 10, 8-11).


San Jerónimo entiende por este “comer” el libro, una tarea del sacerdote, el cual ha de rumiar y asimilar las Sagradas Escrituras para instruir a los fieles.


En ambos casos, el gusto del libro resultará dulce al paladar.

La Palabra de Dios será siempre más dulce que la miel que fluye del panal.


“Cuando yo hallé tus palabras,

me alimenté con ellas;

y tus palabras me eran el gozo

y la alegría de mi corazón,

porque llevo el nombre tuyo,,

oh Señor, Dios de los ejércitos”

(Jer 13, 16)


Desde el comienzo de nuestra vida intelectual creyente, y hasta el final de la existencia, la lectura de los libros Santos, resultan para todo sacerdote (que es profeta por el sacramento) un bocado dulce para el alma.


Quienes nos hemos pasado la vida, por gracia de Dios, saboreando la Palabra de Dios, sabemos bien lo que hemos comido.


No demoremos demasiado el notar el contraste de ambas visiones proféticas.


Siendo para ambos dulcísimo al paladar, en el caso del Vidente de Patmos, esa dulzura se transforma en fuertísima amargura.


Algo así como los dulces en muchos estómagos nuestros.

Pasado el placer de las papilas, ¡pobre estómago!

Debemos reconocer que la Palabra de Dios no es un mero regalo del paladar.


El Apóstol quería que los cristianos fuesen capaces de alimentos fuertes.

Los que comimos los Libros Santos, no los comimos para nuestro gusto y lustre personal.

No hemos recibido el conocimiento de las Escrituras y el ministerio de la predicación para nuestro chupeteo afectivo o investigación erudita.


Si en esto nos quedamos, estamos a mitad de camino: con la digestión a medio hacer.

De nada nos sirve el conocimiento si no transmitimos lo que Dios quiere.


Generalmente, el profeta no termina sus días gozando de una confortable jubilación que corone sus años de vida académica en los que disputó sutilmente entre logia, midrash, ágrapha, ipsissima verba, traspolaciones, etc.


Los que así concluyen “viven en los palacios de los reyes”, o en los palacios vaticanos…


El profeta, el sacerdote, que ha digerido esa Palabra, vivirá muchas veces con las entrañas amargadas porque ve qué lejos se encuentra el mundo – y también nuestra Iglesia- de asimilar la savia que la Vid quiere comunicar a sus sarmientos.


¡Cuánta amargura por contrastar cada día la infinidad de herejías, abusos litúrgicos, verdaderas profanaciones y demás ultrajes que padece nuestra Religión!


Aunque se nos amargue la vida, lo que hemos gustado de Dios, lo que Él nos ha dado gratuitamente, deberemos –hasta el último aliento- profetizarlo; esto es: hablar en nombre Suyo.


Día a día nos sorprenden quienes alegremente, o ignorando las Escrituras, o tergiversándolas a su gusto, buscan palabras (y gestos, y signos) “más cercanos a la sensibilidad contemporánea” y ensayan experiencias antropológicas parciales y subjetivas. (Cf Informe sobre la Fe, “Una catequesis hecha añicos”)


Y todo por agradar toda clase de paladares y estómagos espirituales.

No sea que al delicado hombre contemporáneo le resulte pesada, le caiga mal, la Palabra de Dios…


No debemos esperar otra cosa.

Los que se hacen violencia arrebatan el Reino.


No canonizo a los amargados, pero hay amarguras que garantizan que comimos bien: que estamos en la verdad, porque como decía Chesterton,


“…la historia se nos contará falsamente si dejamos de lado la tradición…

el único problema real es si nosotros vamos a entregar una tradición pura,

o una tradición corrupta”


P. Ismael


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La hija de Jefté

Un voto impugnable


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El odio a los enemigos, al igual que muchos de los episodios de violencia narrados en la Escritura Santa del Antiguo Testamento, en su marcado contraste con la doctrina de Cristo sobre el amor, siempre ha constituido materia de dificultad y de escándalo para muchas conciencias cristianas.


Unos de los mayores obstáculos que encontró Simone Weil, hebrea de sangre, en el Testamento de sus mayores, fue precisamente este cuantioso cúmulo de historias violentas, imprecaciones, odio en definitiva, lo que le llevará al rechazo del Antiguo Testamento y su exclusiva adhesión (a su modo ebionita) al Evangelio de Jesús, que tanto la sostuvo en su predicación de la no violencia, pero que no bastó, de facto, para que abrazase sacramentalmente el cristianismo.


Ciertamente este lenguaje contrasta con el espíritu de amor predicado por Jesús y como apunta con cuidado Giorgio Castellino “las tentativas de solución de los exégetas antiguos y de algunos modernos, si resolvían el problema moral, no resisten en la actualidad al análisis histórico y ambiental”


Pero teniendo en cuenta que todas estas estas historias han sido escritas a Spiritu Sancto dictante, para nuestra edificación y que nada de lo se contiene en las Sagradas Escrituras es vano y deja de anunciar el gran misterio de piedad que ha de revelarse en Jesucristo, consideramos que también de esta piedra dura, podemos nosotros sacar el óleo de la piedad y la verdad que, teniendo en cuenta la así llamada pedagogía divina, Dios, Autor de ambos Testamentos ha permitido –teniendo en cuenta las edades del hombre- entrañen siempre una lección de vida.


El texto bíblico sobre el que vamos a meditar es el tremendo episodio de la historia de Jefté, contenido en el capítulo 11 del libro de los Jueces.


Una lectura superficial y atea de las que podemos encontrar tantísimas en el mundo actual vuelto de espaldas a Dios, encuentra en estas páginas (como lo podemos comprobar por la abundancia de opiniones que van desde la blasfemia hasta la hilaridad, de la superficialidad burlona) la tan buscada respuesta que derribe la afirmación de la existencia de Dios.


O en todo caso la solución maniquea (Manes no ha muerto…) de adjudicarle a Dios el origen de buena parte o la totalidad del mal del mundo.


Ni siquiera faltan imágenes (literarias y visuales) de un Dios al modo del Cronos devorando a sus hijos de Goya, en las que es presentado como un monstruo saciándose de la carne y la sangre humanas.


Vayamos de una vez al texto.


Jefté de Galaad, guerrero esforzado de origen adulterino, vino a ser constituido por razones de conveniencia a favor de Israel en Juez.


Honesto y cumplidor de su palabra recibe la encomienda de negociación con los ammonitas y como lo podremos comprobar por la lectura de los vv 14 al 27, sus razones presentadas al rey de los hijos de Ammón, se encuentran en completo acuerdo con los libros de Moisés, fundamentalmente las que se refieren a la prescripción a favor de Israel por posesión de la tierra durante los últimos 300 años.


No encontrándose en otra alternativa (como era lo corriente) que entablar la guerra ante la negativa de los ammonitas el texto narra desde el v. 29 al 40 la escalofriante historia:


El espíritu del Señor descendió sobre Jefté, y este recorrió Galaad y Manasés, pasó por Mispá de Galaad y desde allí avanzó hasta el país de los amonitas.


Entonces hizo al Señor el siguiente voto: "Si entregas a los amonitas en mis manos, el primero que salga de la puerta de mi casa a recibirme, cuando yo vuelva victorioso, pertenecerá al Señor y lo ofreceré en holocausto". Luego atacó a los amonitas, y el Señor los entregó en sus manos. Jefté los derrotó, desde Aroer hasta cerca de Minit —eran en total veinte ciudades— y hasta Abel Queramím. Les infligió una gran derrota, y así los amonitas quedaron sometidos a los israelitas.


Cuando Jefté regresó a su casa, en Mispá, le salió al encuentro su hija, bailando al son de panderetas. Era su única hija; fuera de ella, Jefté no tenía hijos ni hijas. Al verla, rasgó sus vestiduras y exclamó: "¡Hija mía, me has destrozado! ¿Tenías que ser tú la causa de mi desgracia? Yo hice una promesa al Señor, y ahora no puedo retractarme".


Ella le respondió: "Padre, si has prometido algo al Señor, tienes que hacer conmigo lo que prometiste, ya que el Señor te ha permitido vengarte de tus enemigos, los amonitas". Después añadió: "Sólo te pido un favor: dame un plazo de dos meses para ir por las montañas a llorar con mis amigas por no haber tenido hijos".


Su padre le respondió: "Puedes hacerlo". Ella se fue a las montañas con sus amigas, y se lamentó por haber quedado virgen. Al cabo de los dos meses regresó, y su padre cumplió con ella el voto que había hecho. La joven no había tenido relaciones con ningún hombre. De allí procede una costumbre, que se hizo común en Israel: todos los años, las mujeres israelitas van a lamentarse durante cuatro días por la hija de Jefté, el galaadita.”


Nuestro intento es aproximarnos con espíritu de fe y piedad a este relato tan desconcertante como rico en disparadores hacia una lectura cristiana del mismo y posibles consideraciones para la vida espiritual.


La Carta a los Hebreos (11, 32-33) cita a Jefté como ejemplo de fe, lo que de significa que su autor presupone la intención recta que tuvo de obligarse con un voto ante Dios.


Mas ese voto fue, como lo dice tajantemente San Jerónimo imprudente y necio.


La nota al v 29 de la Biblia de Straubinger cita el comentario de Schuster-Holzammer:


“El Espíritu del Señor vino sobre él sólo para libertar a su pueblo, y no le preservaba –como no preservó a Gedeón, Sansón, David, etc. de los pecados personales de la ignorancia e irreflexión, ni le elevaba sobre las ideas erróneas y costumbres depravadas de aquel tiempo, no sobre todo aquello que pudo quedarle de los años de merodeador… Acaso se dejara arrastrar… por el ejemplo de los pueblos paganos vecinos, los cuales ofrecían a la las divinidades los seres más queridos cuando a ellas acudían en demanda de algo importante”.


Nos parece de suma consideración esta aclaración que nos ilustra de la ignorancia que el mismo Jefté pudo tener de la lección final del sacrificio exigido por Dios mismo al padre Abraham.


Seguro el Señor de la rectitud del padre por quien se bendecirían todas las naciones de la tierra, detiene la mano temblorosa del anciano interiormente destrozado, cuando se disponía a cumplir la voluntad divina.


Ubicados en la postura planteada al principio, también se estará pronto a condenar a Dios por semejante exigencia y al mismo Abrahán por ser tan mal padre


Sabemos que en la sustitución del sacrificio de Isaac por el carnero con sus cuernos atrapados en la zarza, se muestra el rechazo explícito del Dios de Israel de todo sacrificio humano, más que suficientemente condenado en la Torá.


Esto se vinculará luego en la legislación mosaica con la prescripción de redimir al recién nacido mediante la inmolación de un animal, como lo vemos también en el Nuevo Testamento (cf Lc 2, 22-24).


Un voto


Vinculado con la virtud de RELIGIÓN, el voto, según el Aquinate implica cierta obligación de hacer u omitir algo (cf 2-2 q.88 a 1 – 12).


Tres cosas se requieren necesariamente en el voto:

1) La deliberación

2) Un propósito de la voluntad

3) La promesa, en que se consuma la esencia del voto.


El mismo Sto. Tomás enseña que, en casos, se añaden otros dos elementos que confirman el voto: la fórmula oral (“cumpliré los votos que pronunciaron mis labios”) y la asistencia de testigos.


Así Pedro Lombardo definirá (In Sent. 4 d38 q.I a.I q 2) al voto como “Testificación de una promesa voluntaria que debe hacerse a Dios y que versa sobre algo que le concierne”.


En el siguiente artículo, Sto. Tomás se preguntará si el voto debe hacerse siempre de un bien mejor, y en las dificultades (2) citará el episodio de Jefté:


“Jefté es enumerado en la Epístola a los Hebreos en el catálogo de los santos. No obstante, sabemos que mató a su hija inocente en cumplimiento de un voto. Si tenemos en cuenta que la occisión del inocente no es un bien mejor, pues es intrínsecamente ilícita, parece deducirse que el voto puede hacerse no sólo de un bien mejor, sino también de cosas ilícitas”.


Jefté pudo muy bien no hacer el voto.


En el sed contra del artículo que estudiamos, Tomás cita al Deuteronomio:

“Si no haces voto, no cometes pecado”.

De nada ilícito o indiferente debe hacerse voto, sino tan sólo de un acto virtuoso.


Por ello lo que no supone necesidad absoluta ni condicionada a un fin tiene toda la razón de voluntario y constituye la materia más propia del voto. A ello es a lo que se le llama bien mayor en comparación al bien necesario para la salvación. Por lo tanto, en términos propios, debe decirse que el voto es de un bien mejor ( q 88 a 2, resp.).


Aclaremos, por otro lado, que no sería sujeto de voto o promesa, aquellas cosas que debemos cumplir por tratarse de Ley Divina positiva, como por ejemplo, los Mandamientos.


Yo debo cumplir los mandamientos sin voto alguno…


Muy lejos de las sutiles precisiones del Aquinate encontramos a Jefté con toda su genética oriental y bastante supersticiosa.


No pudo hacer semejantes distinciones y al igual que Herodes, aunque en nada similar a su cobardía y lascivia, a causa del juramento y por los testigos (Mc 6, 27), su palabra era su palabra, máxime que el destinatario de la promesa era Dios mismo y no una concubina con corazón de serpiente.


Hacia el final de la segunda solución a la objeción planteada más arriba, Sto. Tomás, analiza el desafortunado voto de Jefté.


“…Esta promesa ciertamente podía tener un desgraciado desenlace si le salía al encuentro un ser no inmolativo, un asno o un hombre, como así sucedió.


Con esto se aclara el que San Jerónimo diga que ‘obró insensatamente al hacer el voto –por falta de discreción- e impíamente al cumplirlo’.


“Sin embargo, la Escritura observa que ‘el Espíritu del Señor fue sobre él’… por la victoria que obtuvo y también porque, con mucha probabilidad se arrepentiría de su iniquidad, que, a pesar de todo figuraba un bien”.


Imprudencia y necedad sentencia el gran Jerónimo.


Ello no le resta por otra parte nada al manifiesto dolor y profunda angustia de Jefté quien, al ver aparecer a su hija querida seguramente se deseó la muerte.


Queriendo salvar a su pueblo mediante una costosa y a su juicio, sublime ofrenda a Dios, humanamente arruina dos vidas: la suya propia y la de su hija, cuyo nombre desconocemos y cuya actitud, conforme a la mentalidad de su tiempo, nos estremece.


Muchas veces he pensado si acaso, aprovechando los dos meses de plazo para el llanto por su virginidad en los montes, no pudo la joven intentar la huída, con lo que desobligaba a su padre y salvaba su vida.


¿Pudo hacerlo de hecho?

Tal vez sí.


Abandonada a su suerte en el desierto, o tal vez rescatada por alguna caravana, quizás el final de la historia, desde nuestro modo de seguir una novela, nos hubiese gustado más.


Pero para la joven el voto de su padre tenía el mismo valor divino.


Ella se sintió igualmente obligada por un voto que no formuló.


La misma Simone Weil, de la que hablamos al comienzo, hizo su elección inmolativa y seguramente, lloró en tierra extranjera, no concretar su impresionante oblación.


La historia de la hija de Jefté está cerrada, pero no el camino de nuestras consideraciones.


Nuestros votos


Todo lo que se ofrece a Dios, supuesto como hemos dicho, el bien mejor, bajo la forma obligante del voto, adquiere una dimensión de vínculo sagrado que atrae del Señor especiales gracias para quien realiza tal ofrenda.


Así se comprende en su profundidad más excelsa la emisión de los votos de un religioso u otra suerte de consagración que comprometa la vida en servicio de Dios, la Iglesia y las almas.


Y también se comprende cuan grave sea su quebrantamiento y qué lamentables consecuencias tiene para toda la Iglesia el tomar a la ligera los votos que se pronunciaron ante ella.


Más imprudente y necia que Jefté se muestra la sociedad humana contemporánea incapaz de sostener para siempre sus promesas, sus decisiones y hacerse cargo de sus consecuencias.


Cuando algo comienza a molestar (y los ejemplos extenderían nuestra exposición más allá de lo conveniente) los votos se botan: ¡al pozo con ellos!


Valieron mientras se sintió el cosquilleo del supuesto amor a Dios o al prójimo en el corazón.


Y junto a la triste e innumerable colección de votos o promesas incumplidos (religiosos, sacerdotales, matrimoniales, amicales) podríamos señalar finalmente otra incontable cantidad de promesas vanas, absurdas, estériles, inútiles…


Es propio de sujetos de mente corta hacer votos de esta índole.


Como aquel compañero mío que hizo voto de silencio y en la mesa parecía un mono cuando quería que le alcanzáramos la sal…


Porque, como termina risueña y magistralmente la cuestión Santo Tomás,

“Vota vero quae sunt de rebus vanis et inutilibus sunt magis deridenda quam servanda”

“Los votos de cosas vanas o inútiles, son más que otra cosa, dignos de risa”


P. Ismael


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Futurologías

liturgia y algo más…


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Daniel revela el sueño de Nabucodonosor


El turbador sueño del rey Nabucodonosor y su impactante interpretación por el joven judío deportado Daniel (cf. Dan 4) me hacen pensar en estos días –más bien en estos últimos tiempos- del feliz reinado de nuestro Sumo Pontífice el Papa Benedicto XVI, en un cuadro de la Iglesia contemporánea y futura.


Siendo bastante conocido el texto, remito a la lectura de los vv. 1 al 19 del citado capítulo 4 del libro de Daniel; que como bien sabemos pertenece al género apocalíptico.


Quienes incursionan a diario por la blogósfera católica (curioso y acertado neologismo para designar el hábito frecuente de postear – españolización de "to post" : enviar, publicar, mandar) sienten, junto con el vértigo informático que produce la noticia recién parida y la infinidad de ventanas que pueden abrirse hacia los más diversos vínculos, que la información les desborda por todas las costuras.


Gente muy bien capacitada, con informaciones generalmente oficiales, o a lo menos oficiosas, traduce, copia, divulga, alienta, esperanza, se proyecta en el deseo de una ya tan necesaria reforma y vuelta de timón que desde la mejor diócesis de mundo, su Augusto Capitán (con sobrenaturales fuerzas para sus manos de anciano) logre por fin una ruta certera, sin sobresaltos y sobre todo la querida por el Dueño de la embarcación que ha comprometido su Divina Autoridad para guiarla hasta la consumación de los siglos, más allá de las tempestades del mundo y del alboroto de la tripulación.


Todo este vértigo salutífero (por decirlo de alguna forma) generado en el espíritu de las almas católicas súper informadas, me parece, junto a las informaciones desalentadoras que nos cuentan lo que vienen haciendo los demoledores de la Iglesia, produce una oscilación constante entre el ya pero todavía no de no sabemos qué tiempos de esperada restauración católica, que en verdad necesitamos; cada uno verá desde qué altura de la pared (ya que no de los cimientos) debe comenzarse…


Por centrarnos siquiera brevemente en el punto de las mejoras litúrgicas del actual pontificado, siento que el vértigo informático al que me refería más arriba –tan mixturado como está- pone a muchos en el falso sueño de una inmediata sanación de los excesos, abusos, y demás manifestaciones ya casi paganas en las que deviene el culto católico en tantísimas partes del mundo.


Aparecen, aquí y allá, acciones absolutamente aisladas de prelados francotiradores que (como no podía ser de otra manera en el sentir católico) desean secundar y emular –en los casos mas jugados- el accionar del Papa.


“¿Sabe padre, que ya se viene la ‘reforma de la reforma’ impulsada por Benedicto?… ”  Me comenta el fervoroso navegador católico…


Pero ello no soluciona, por lo que vemos el problema de digestión intelectual de lo que brilla en la cabeza y casi no pasa por la garganta.


Al vértigo supuestamente esperanzador de la instantánea informática, se contrapone, innegable, la lentitud de circulación de la buena sangre cerebral al resto del cuerpo, en sectores ya agangrenado.


Por decirlo en términos digestivos: la Iglesia sufre de tránsito lento. Hoy más que nunca…


Lento para las cosas de las verdades católicas, expresadas en la lex orandi, ya que en otras muchas materias, cuando los obispos quieren que las cosas bajen, bien que las hacen bajar, a toda costa…


La cabeza de la estatua onírica de Nabucodonosor era totalmente de oro.


Por jugar con alguna libertad en la analogía que me ofrece la visión de Daniel 4, no me cuesta demasiado ver en esa cabeza (visible, en el sueño de esta vida, porque la vida es sueño, como diría Calderón de la Barca) el pensamiento pontificio: coherente, estructurado, purísimo y con la irrenunciable intencionalidad de informar la totalidad del cuerpo.


El problema, y tal vez esté diciendo algo que me merezca el adjetivo de perogrullada, está en la materia que está por debajo de esta cabeza de oro: plata, bronce, hierro, arcilla.


Si el cuerpo todo, por la acción de quienes hacen de conexión entre cabeza y miembros (e insisto que estoy refiriéndome a la estructura humana de la Santa Iglesia) digiriese el producto pensante y obligante del Papa, no dudaríamos que todo este cuerpo iría adquiriendo las características de quien tiene prometida toda asistencia en materia de fe, costumbres, régimen y culto.


Pero también al Santo Padre (y vuelvo a decir otra perogrullada) no podría faltarle no uno, sino cientos de Iscariotes que, bajo otras tantas razones, entorpecen la digestión de la que antes hablábamos.


Resultado:

No será tan pronto, ni tan fácil como mis bienintencionados amigos blogueros suponen que cien noticias buenas de lo que el Papa enseña se conviertan en una decisión episcopal que alguna vez pueda ser realidad para el santo y pobre Pueblo de Dios (del que tanto se llenan la boca)


Se ha mezclado mucho ya, en materia de culto, el oro del sacrificio y de la presencia real –entre otras cosas- con la arcilla de la vulgaridad, la falsa inculturación, el mal gusto, la superstición, el lucimiento de verdaderos enfermos de histrionismo, que la magnífica estatua que ha subyugado por su majestad a tantas generaciones cristianas, no dista mucho de hacerse trizas.


Y no por obra de una piedra que venga desde una alta montaña como nos la presenta el texto de Daniel. Que nadie piense en el Islam u otra fuerza que la Antigua Serpiente ponga en movimiento.


La estatua puede venirse abajo porque la mixtura que ha sufrido en los últimos tiempos es fruto de infiltraciones más peligrosas que toda fuerza exógena: ¿No habló Paulo VI de la autodemolición de la Iglesia?


A mí no me entusiasman mucho las futurologías catastróficas.


Pero no puedo dejar de sonreírme ante las ingenuas.

Rezo más bien para que el oro, el bronce y el hierro hagan fuerzas para expulsar la arcilla que todavía puede estar fresca, porque con la seca no será tan fácil.

El que no construye con Pedro sobre la Piedra que es Cristo, embarra.


P. Ismael


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Dueño de tus ojos

“illos tuos

misericordes oculos…”


Virgen


Hace poco, utilizando la expresión de uso vulgar “los ojos son ventanas del alma”, nos quedó la necesidad de reflexionar un poco más –sin pretensiones de especialista- sobre el mirar, el ver, los ojos en particular.


No decimos nada nuevo cuando notamos que junto con el sentido del oído (por el cual viene la fe, en el sentir de San Pablo), la visión ocular, constituirá para el bienaventurado la fuente de su eterno conocimiento y fruición del rostro de Dios (cf. Artículo anterior, en la conmemoración de los Fieles Difuntos).


Tampoco es novedad para el lector asiduo del Santo Evangelio, las sutiles anotaciones de sus Autores sobre las miradas y los ojos de Jesús.


El padre de la parábola vio a su hijo y se conmovió (cf Lc 15, 21).


Jesús vio a Zaqueo, quien subido a un sicómoro quería verlo a Él: “y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista…” (Lc 19, 5).


Al joven rico el Señor dirigirá una mirada muy particular. “Jesús fijando en él su mirada, le amó y le dijo…” (Mc 10, 21).


Ante la dureza de aquellos de la sinagoga que le acechaban a ver qué hacía aquel sábado con el hombre de la mano paralizada, nota Marcos: “Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón…”(3, 5).


Al ver el sitio donde habían puesto el cuerpo de su amigo Lázaro “Jesús se echó a llorar” (Jn 11, 35).


Durante su Pasión, mientras Pedro peleaba con su corazón que quería ser del Maestro y temblaba ante unos sirvientes ordinarios, y tras el escalofriante canto del gallo predicho por ÉL, “el Señor se volvió y miró a Pedro… y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22, 61,62).


Dejemos aquí el listado, que sería extenso, de citas que tienen que ver con la mirada y los ojos del Hijo de Dios.

El Evangelio da cuenta de muchos sucesos de miradas y otros podemos suponerlos por el contexto, la realidad y la Persona de Jesús.


¿Cómo sería la mirada de Cristo que bastó para que de una, casi todos sus Apóstoles, dejándolo todo, le siguiesen?


¿Cómo sería la mirada del Maestro que dijo sinite parvulos venire ad me?


¿Cómo fue la mirada sobre la adúltera, la Magdalena, la hemorroísa y tantos pobrecitos y pecadores que se atrevieron a acercársele?


Es imposible imaginar en Él unos ojos enjuiciadores, duros, indiferentes…


Hace bastante leí, creo que la idea era de Martín Descalzo, que hacia cierta edad de la vida uno ya es responsable del rostro que tiene. Digo que no lo recuerdo con exactitud y espero que desde el cielo me perdone la imprecisión, ya que no el plagio, cosa que siempre me ha repugnado.


La reflexión giraba en torno a las facciones. Yo lo aplicaría a las miradas y a los ojos que miran.


San Juan en su Primera Carta habla de la concupiscencia de los ojos (Cf I Jn 2, 16) entendiendo por ello la idolatría de la insaciable avaricia; dándose la mano con el crudo Cohélet para quien “no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír” (Qo 1, 8).


Supuesta en el hombre esta tendencia originada por el primer pecado y la inclinación desordenada a querer apropiarse, al menos mediante la vista, de toda criatura, y la insaciabilidad de los ojos, hay algo que podemos, y debemos considerar.


Si Jesús ha dicho “Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios”, hemos de pensar que la pureza interior y la felicidad eterna también se forjan a partir del ver las cosas como Dios las ve.


Si con el paso del tiempo somos “dueños de nuestro rostro” (porque él acusa las expresiones faciales más habituales de nuestro diario gesticular), con el mismo implacable avance, nos vamos haciendo dueños de nuestros ojos: ellos son lo qué miramos, cómo miramos y los más ingobernables delatores de nuestro estado interior.


En su pegadiza canción “Miradas” el cantautor argentino Axel (¡y no se escandalicen la devota Filotea ni el ortodoxísimo teólogo por mi cita!) hay una sugestiva y necesariamente incompleta, lista o tipología de “miradas” de esas que a diario nos encontramos en la vida.


En mi juvenil mundo andaluz sonaba también aquello de “y tu mirá se me clava en los ojos como una espá…”


Cada uno, más allá de la tonalidad del iris, ha ido labrando su mirar “hacia fuera”: el mundo, el prójimo, las más pequeñas situaciones.

Por deambular un poco por el mundo animal, podríamos por ejemplo, graficar algunas miradas: de perro, de tigre, de león, de cobra, de ternero, de lechuza, etc., etc. ; salvando claro está, la mención de los caninos, que excepto en caso de rabia, tienen miradas más tiernas que muchos humanos…


Cada quien, va siendo, día a día, responsable de su mirar, de sus ojos: quien mira mal no puede tener otra cosa que ojos de malo.


¿Qué cirugía estética u oftalmológica podrá cambiarnos, a esta altura de la vida, estos ojos que tenemos, que nosotros mismos, en buena parte nos hicimos?


Pienso en la vocación de Abrahán y el imperativo que el Dios que lo saca de su pueblo le señala: “Yo soy Él Shadday, anda en mi presencia y sé perfecto” (Gén 17, 1)


Caminar en la presencia del Señor no es otra cosa que sentirse mirado por Él, dejarse mirar, buscar su mirada, mirarlo en definitiva.


Ser dueño de tus ojos.


En la retina del alma se graba lo que cautiva la mirada. Allí se guardan los recuerdos más fuertes de la vida de un hombre: los rostros amados y las grandes tragedias y dolores.

Imborrables, coloridas, fidelísimas con un verismo perfecto…


Si nos dejamos mirar por Dios, tal vez Él mismo cambie nuestra mirada y nuestro mirar. Presencia de Dios, que le llamamos en Ascética.

Y en los caminos de la Mística, que no es otra cosa que unión de amor con Dios, veremos qué sentido tan natural –y lo remarco porque no hay otra felicidad para el hombre-  tienen los versos de San Juan de la Cruz:


Descúbreme tu presencia,

y máteme tu vista y hermosura,

mira que la dolencia de amor,

que no se cura,

sino con la presencia y la figura.


De los ojos y el mirar de Nuestra Señora, nada nos dice el Evangelio.

Por lo que hemos considerado acerca de Su Divino Hijo, y por lo que nos enseña la cristología, inferimos que los ojos de Jesús y su mirar han sido lo más parecidos, lo más calcado, a los ojos de Su Madre.


Jesús tiene los ojos de Su Madre.

Este habrá sido uno de los primeros cumplidos que recibió el Niño que María mostraba con alegría de Madre y temblor de sacerdotisa a sus parientes y vecinos.

Mucho antes que el zafado piropo de aquella mujer de la multitud (que a algunos puritanos les gustaría que el Evangelio mejor lo omitiese) “Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”.


¿Cómo pudo, cómo puede mirar la Virgen?

Como se lo enseño a Jesús. Como Él la vio mirar.

Con aquellos dulces ojos de Misericordia, como rezamos en la Salve.

Porque al mundo, si no se lo mira con ojos de misericordia, se le condena.


Y Jesucristo no vino al mundo para condenar sino para que el mundo se salve por Él.

Y por su mirar…


P. Ismael


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Hermana muerte

Omnes feriunt, ultima necat 

(todas -las horas- hieren, la última mata)


bouguereau angels


Temida. Solemne. Rígida. Implacable. Universal. Esperada. Inútilmente evitada. Maquillada. Disfrazada. Eufemizada. Innombrable.

La lista de adjetivos, según las épocas, ideologías y conciencias, podría hacerse indefinida cuando se trata de calificar a esa realidad, la más cierta –más cierta que el nacer- de las realidades humanas: la muerte.


Inicio del filosofar del hombre y su búsqueda de todas las respuestas que, después de la existencia de Dios, está en la base de todas las preguntas, la muerte seguirá, hasta que se extinga la especie humana (si se extingue, como dice mi amigo Conrado) suscitando las más intrincadas evasivas.


Ella tiene un efecto impactante (un shock que diríamos) con una duración o efecto prolongado de algunas pocas semanas en los no afectados por ella, sobre todo si el tocado por su huesuda mano no pertenece más que a sus inmediatos deudos.


Es lo que suelo llamar “efecto velatorio”.

El “no somos nada”, comentario obligado –y por otro lado sincero- de las comadres presentes, no tiene demasiado efecto residual en la vidas de los que salen con obligado rostro de entierro de las exequias del finado…


“Tranquilo, hombre, ya se te pasará”


Y así hasta el próximo entierro.

Entretanto, a seguir viviendo como si los que se muriesen, como dice mi supradicho amigo, siempre son los otros.


También la muerte tiene, entre sus multifacéticas funcionalidades la de hacer mejor, ¡y hasta santos! a los políticos y farsantes y a los ateos militantes.

A casi todos les mejora la imagen.

Y como Dios quiere que todos nos vayamos de este mundo con un buen recuerdo, a todos nos nivela con la muerte…


Culturas cristianas anteriores a la nuestra, más pensantes, más sabias, más humanas, supieron hacer de la muerte, no sólo un interrogante filosófico, sino también una serena fuente de piedad para aquellos que han creído en la vida que comienza con la muerte.


El culto a los muertos


Notemos de entrada que la Iglesia Católica no rinde culto a la muerte, sino a los muertos.

Es cosa bien distinta.

Lejos de la tanatolatría de algunos pueblos de la antigüedad o el actualísimo culto a esparcir cenizas por bucólicos o agrestes parajes caros al difunto, el culto a los muertos tiene, para la Iglesia un sentido profundamente enraizado en la Revelación.

Y ese sentido primero es doble:


a) En cuanto al cuerpo.

Él ha sido el instrumento de toda comunicación del alma con el mundo en el que Dios ha puesto al hombre: mediante él aprehendió la realidad creada, expresó amor u odio a sus semejantes, obró, en definitiva, el bien o el mal.

Y conforme a ello, como enseña el Apóstol, será juzgado el hombre: tal como obró mediante su cuerpo.

También ese cuerpo fue templo del Espíritu y honrado con sus dones y gracias y ungido con los Sacramentos.


b) En cuanto al alma

Sin detenernos demasiado, digamos que es dogma de fe católica definida que las almas de los fieles que salen de este mundo con reliquias de pecados por purificar, son detenidas en ese estado que llamamos Purgatorio, a la espera de su completa purificación e ingreso a la visión facial de la misma esencia divina en la eterna bienaventuranza. (Cf. Const. Ap. “Benedictus Deus” de Benedicto XII)


Desde la más remota antigüedad cristiana se ha dado culto a los difuntos principalmente cumpliendo con la piadosa obra de misericordia de darles sepultura y ofrecer por ellos constantes sufragios mediante el Santo Sacrificio de la Misa que se ofrece –según la enseñanza confirmada por Trento- por los vivos y por los difuntos.


La institución de la celebración


La Conmemoración del 2 noviembre (atraída hacia este día por la fiesta de Todos los Santos, de la que es su complemento) fue establecida por San Odilón, Abad benedictino de Cluny (+1049) en los monasterios dependientes de la orden, desde donde se extendió a la Iglesia universal.


Los difuntos que no tienen padres o hijos que oren por ellos, dice San Agustín, tienen las preces de la Iglesia que se porta con ellos como una madre solícita (Cf. De cura pro mort.c. vi)


La celebración tradicional de la Misa de Requiem omite el Gloria, el Credo, el ósculo de paz, la bendición final y otros cuantos detalles que le confieren una forma de mayor severidad.


Todos los textos han sido extraídos de antiguos Sacramentarios.

Especial mención merece la impresionante Secuencia “Dies irae”, que ya aparece en un manuscrito del siglo XIII, teniendo como muy probable autor al franciscano Tomás de Celano, amigo y biógrafo de San Francisco de Asís.


Dicho sea de paso la Misa de Requiem ha sido a lo largo de la historia del arte una pieza obligada para los grandes de la música: Lassus, Claude le Jeune, Carpentras, Mozart, Verdi, etc.


Los sentimientos


Al Divino Redentor se le arrasaron los ojos en lágrimas ante la tumba de su amigo Lázaro y la tradición nos muestra a Su Santísima Madre, lacrimosa, de pie junto a la Cruz.


No podremos nunca en aras de una espiritualidad monofisita o jansenista reprimir el dolor, el más humano de los dolores, que produce el misterio de la muerte.


No podremos creernos que la pascua comienza ipso facto para el que acaba de cerrar los ojos para siempre.


¿Dónde queda la oración por el perdón de sus pecados?


Una falsa espiritualidad pascualizante, de la que en otra ocasión hemos hablado, querrá quitar a la muerte su tan humano dolor y vestirla de Caperucita Roja.


Nosotros la vestimos y nos vestimos de negro.

Aún las normas generales del Misal Romano (Novus Ordo) prevén el color negro para la celebración de las Misas de Difuntos)

Tras la negra oscuridad de la muerte, vendrá la blanca luz de la gloria, que sólo a Dios le compete otorgarla cuando Él lo decida.


“Ex umbris et imaginibus, in veritatem” “De las sombras y las imágenes, hacia la verdad”

Así rezaba el epitafio de la tumba del recientemente beatificado Cardenal John Henry Newman.

Desde esa sombra en la que dejamos a nuestros seres queridos cuando besamos por última vez su rostro marmóreo y lo cubrimos con el último velo, como una madre arropa a su pequeño una noche de invierno, se descubrirá para ellos el lugar del refrigerio, la luz y la paz.


Sabemos, creemos, que tras el prolongado, y sólo conocido por Dios, invierno de sus cuerpos en el seno de la tierra, resurgirán gloriosos y reinarán con el mismo Resucitado.

Entre tanto, sea que sus almas estén purificándose, o ya gocen de la visión de Dios, nuestro sufragio tendrá siempre valor, porque para Él el tiempo no existe.

Costosa y dolorosamente salimos de este mundo al que vinimos por una incomprensible y libérrima decisión de Dios.


Contrariamente a la idea de una cañada oscura por la que atravesaremos, me aferro al epitafio newmaniano: vamos en realidad de las sombras hacia la luz verdadera.


Por eso, entre las exequias carnavalescas de ciertas liturgias inculturadas y las respetables consideraciones de San Alfonso sobre la preparación a la buena muerte, me quedo con humanísima teología de San Francisco en su Cántico de las Criaturas:


Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén.


Así debiera ser nuestra muerte.

Como en los brazos de nuestra madre, como en los brazos de la más dulce de las hermanas.


No habiendo llegado por poco (por esas cosas que sólo Dios conoce) al tiempo de entregarle mi madre a Dios su alma, y dándose cuenta que llegaba su hora, con toda la ternura de que siempre fue capaz, le dijo a la religiosa que la asistía en el aquel momento y le aseguraba que ya llegaba su hijo sacerdote: “No, abrázame tú ahora, hermanita, porque me muero”


Si es hermana, mi muerte, la tuya, querido lector, nos abrazará justo en el instante en que mejor sabrá tratarnos, aunque algo nos duela, porque nos lleva al gran encuentro de nuestra vida.


Si es hermana, la muerte nos irá acostumbrando cada día a su compañía, porque vivir es un morir cara hora. Cotidie morior, dice Pablo: cada día muero a mi orgullo, a mi desenfrenado deseo de vivir lo que no es de Dios…


Si es hermana me entiende, está cerca, es de mi misma sangre, no me es ajena y su abrazo, cualesquiera sean las circunstancias naturales que lo acompañen, no será otra cosa el que el mismo abrazo del Crucificado que nos dirá: “En verdad te digo que hoy estrás conmigo en el Paraíso”…


Requiem aeterman dona eis Domine

Et lux perpetua luceat eis.


P. Ismael


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