“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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El Mentecato


For my friend The Monkey, in his birthday…




Mentecato. Del latín tardío (S. XVI) mentis captus: literalmente: que tiene la mente captada. Absorbido. Simple, simplón. No necesariamente inocente.

En adelante Mr. M. Porque lo citaré bastante

La especie existe en todos los ámbitos y tendencias.
Hay mentecatos estólidos y también ilustrados.
Fariseos o Saduceos.
Tradis o progres. Zurdos o fascistas. Falangistas o rojillos.

 
Termina la Misa, o una clase.

Y de tanto en tanto, más frecuentemente de lo que yo desearía, aparece una buena persona, tal vez “captada” por alguna palabra, una idea, un giro u ocurrencia sobre algún tema de actualidad que de seguro no conformaba el cuerpo de la exposición, y con esa capacidad de quedarse en el ejemplo o el ropaje oratorio que por allí, quién sabe por qué pudo impresionar, desea tener una charla personal a la que la caridad pastoral exige darle cabida.

Concedida la entrevista y a pocos minutos de la reiteración de las alabanzas e incensaciones ofrecidas ya en la presentación anterior (“…Padre, hace mucho tiempo que no escucho las cosas que Ud. dice, su valentía, su doctrina, su piedad, sus etcéteras…”) viene la serie de planteos que no me defraudan en mi expectativa, pues imaginaba por dónde vienen los temas, pero que me dejan bastante preocupado por esa capacidad de mirar alrededor que tiene nuestra gente y dejarse gustosamente “captar la mente” por tal o cual manera de descifrar la realidad, la vida misma.

No consigo terminar de explicarme a mí mismo esta capacidad, por llamar de alguna manera al descentramiento del eje de la vida espiritual, que se supone ha de ser la primera tarea del cristiano en el seguimiento del Evangelio de Jesucristo.

Ciertamente, y lo hemos dicho hasta el cansancio en este sitio, el ambiente, la cultura –o anticultura- en el que se desarrolla nuestra vida, va a inserir en el interior de cada hombre y condicionará, más de lo que quisiéramos, nuestra vida, o será molesto para quienes, por las razones que tuvieren, no encuentran en esas realidades un ambiente que favorezca su crecimiento espiritual. Y estoy bastante de acuerdo en ello.

De estas prolongadas conversaciones, algunas de las cuales son primeras y últimas, quedan algunos conversadores habituales y también –eso sería lo óptimo- algunos penitentes: que para eso estamos los sacerdotes: para mostrar la misericordia de Dios a los pecadores y ayudarles en su retorno al eje que les permita “girar” en la vida cristiana, como el Señor nos enseñó: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz cada día, y me sigua”.

Estos son gajes del oficio ministerial y de nosotros depende que el “paciente”, si aún no descubrió su afección, discierna el estado de su alma y calmamente vaya transitando por caminos de oración y vida interior, aplicándose los remedios y consejos que el confesor pueda ir dándole para avanzar en el camino de la santidad. Y esto no es romanticismo ni ascética anticuada, sino la quidditas del Evangelio.

Siempre he pensado que una formación nula y una vida descarriada tienen más potencial que una formación mediocre y una pequeña colección de pecadillos bien disimulados con exhibición de prácticas de piedad y presunta, digo presunta, ortodoxia doctrinal.

Y así, que estamos de nuevo encontrándonos con la vieja especie farisaica e hipócrita que le da gracias a Dios por no ser como los demás hombres: adúlteros, fornicarios, desviados, ladrones, libertinos y de ideas de izquierda.

En su lugar, derretido el makeup o la careta inicial, van apareciendo los rasgos igualmente temibles de la apokalíptica, la conflagración mundial de la masonería, los escándalos de la clerecía (alta y baja, y real) y las nunca ausentes revelaciones privadas, acompañadas de sus correspondientes devociones prometedoras del freno de la ira divina que se cierne sobre esta humanidad corrompida.

En todo ello hay algo o mucho de verdad.

Hay mucha verdad en que estamos, humanamente hablando, en peligro de extinción, de tergiversación malsana de la Revelación misma y del más amargante desamparo.

Supongo que voy decepcionando a muchos. No tengo la culpa de que me vean como una fotografía en sepia. Hace tiempo que no me siento (de sentirme, no sentarme) en ningún sitio. Para los derechosos me falta “gravedad”, para los payasos izquierdosos soy un Torquemada…

Y esta decepción sobre la percibida figura de un sacerdote angelical, piadoso, exigente, pide a fortiori en sus mentes, que uno adhiera a varios elementos que han conformado su conciencia (que no puedo menos que respetar) comienza cuando uno intenta hacer las distinciones de cada caso. Aunque hay que decir que la sintomatología es casi calcada en cada persona. Esto se aumenta si el visitante proviene del conjunto de los así llamados “conversos”. Y de aclarar inmediatamente que el converso de hoy no es el converso de un siglo atrás. Éste, generalmente poseía una base cultural y humana, que por razones de brevedad sería abrumador enumerar.

Les propongo en primer lugar un sincero esfuerzo intelectual por revisar las “fuentes” de su información, ya que no podemos pedir esto para su “formación”, casi siempre deficiente, por lo que ellos mismos reconocen: nada han recibido en su catequesis de los primeros años, y si hoy perseveran a su modo, habrá de ser por gracia de Dios. Pero hay cosas que deben corregirse. O serán mentecatos de algunas de las varias facciones, grupos o falanges que, convencidísimos de la íntegra y prístina posesión de la verdad, arremeten como cabras contra la cornamenta del vecino de su propia manada y más aún contra la de otro aprisco. Hay muchísimos apriscos. Lamentablemente.

En este revisar las fuentes de sus posturas, lo primero es ver de dónde sacan las grandes catástrofes e interpretaciones (la mayoría hilarantes) que les extraen de la prosa cotidiana en la que habrían de santificarse, para trasladarse a las grandes batallas celestiales con la bestia de las doce cabezas.

Y esta primera fuente que descubro son los blogs. Diciendo esto, no tengo pretensión alguna de considerar que lo aquí se escriba sea un lugar teológico. Los únicos lugares teológicos auténticos son la Escritura y la Tradición de la Iglesia. Las revelaciones y comunicados de la Casa de Gobierno Celestial, adjudicadas a la Santísima Virgen, devenida en Ministra del Interior, no tienen sitio en la teología católica. A lo sumo, si son “razonables” y no disuenan con la Revelación, “pueden ayudar” a una vida interior más delicada. Pero nada más.

Respeto a tantos sacerdotes celosos de la Fe y fomentadores de la piedad que dedican tantos esfuerzos a tales difusiones. Mi opinión, nada dogmática, es que hay muchísima buena voluntad en ellos. Pero no se ve el encaje perfecto que ha de darse con las Santas Escrituras y los Padres de la Iglesia. Estamos en terrenos diferentes. Y esto la gran masa, o no tan grande, de la feligresía simpatizante de lo tradicional no es capaz de distinguirlo. Y por lo tanto, pueden errar tanto como los desaforados teólogos que hacen derivar de las “bases” las verdades de la Fe.

Revelaciones privadas, con o sin reconocimiento oficial. Conjeturas o probaciones de avances de oscuras sociedades de carbonarios, masones, sionistas. Planes de perversión de la raza y naturaleza humana. Etc., etc., al igual que las brujas, como decían nuestras abuelas: “que las hay, las hay…”

Pero que un creyente de a pie piense más en ello que en ordenar su confusión interior, sus malas inclinaciones –que no por muchas coronillas serán sanadas del todo- es una auténtica subversión, por utilizar una palabra que a muchos de ellos les encanta.

No faltan rebrotes de neofascismo, antisemitismo y demás concepciones político-sociales incompatibles con el cristianismo, como lo enseñó claramente Pío XI, que demuestran que si acaso no se trata de personas malintencionadas, sí estamos ante inteligencias muy alejadas de esa tradición que ellos quieren detentar, a veces con gallardía, a veces lastimosamente.

Esta captación del la mente del mentecato (perdóneseme la tautología) ha llegado a lanzarlo a aventuras tan bien intencionadas y heroicas como la “Cruzada de los niños” hacia la Tierra Santa en los heroicos, pero no menos imprudentes tiempos de las Grandes Cruzadas, en la que murieron cientos de pequeños en una empresa que flotó sobre la recia y católica fe de los grandes príncipes de la cristiandad, pero que humanamente fue un desacierto que cualquier historiador, católico o no, es imposible que niegue.

 
Entre tanto, por el mucho mirar los desórdenes morales de la corrompida sociedad contemporánea, como si las anteriores hubiesen sido un modelo de honestidad, los mentecatos se olvidan bastante de mirarse a sí mismos.

Con los binoculares sobre la ventana del vecino, escudriñan sus desórdenes, desviaciones y demás atrocidades, en tanto que se permiten una vida que es tan vergonzosa y “guaranga” (palabra de señoras de otros tiempos) como la de los que censuran: evasiones de obligaciones, autodispensa para hacer lo mismo que los del otro bando porque ellos son muy observantes, hacer turismo al que llaman “peregrinaciones” y darse la mejor vida posible.

Cualquier parecido del mentecato con el fariseo no es mera coincidencia. El mentecato no es tan tonto como peyorativamente se usa el término.

 
Creer que hay una única manera de hacer las cosas, estar a la pesca de la última aparición, atacar los males por sus consecuencias y no por sus orígenes, ver el peligroso “orden mundial” en la sopa que nos tomamos y otras cosas por el estilo, es una posible sintomatología de ser un “mentecato”.

En todos los casos el mentecato católico en general tiene un desconocimiento importante, a veces total, de la Sagrada Escritura.

Es este un asunto de grave importancia en el afectado.

Casi todos, junto con las dos o tres preguntas que les atormentan (y cuya respuesta ya se han dado ellos mismos) hacen dos propuestas: comienzan por pedir una recomendación de un buen libro, signo claro de que no han descubierto o no les han hecho descubrir, o subestiman la Sagrada Escritura; y segunda propuesta –la terrorífica- “… padre, le voy a traer los 6 tomos de las revelaciones de Juanita Delacabra… ay! Ud. no sabe…! Cómo vio cada detalle de lo que está pasando ahora!?” Y aumenta el terror dentro de mí: “usted tendría que venir a nuestro grupo a dar una charla sobre los coros angélicos, o celebrarnos la Santa Misa…”

Por supuesto, como ya lo dicho otras veces, cada quien tiene su “combo”. El que Mr. M te obliga a aceptar… o si es más delicado/a te expone con fervor: militancia en tal cual grupo de corte político o social, maridaje de la doctrina católica con algún líder político de la pasada reciente historia o prócer catoliquísimo, que tenía un magnífico oratorio en su palacio… para bautizar a las decenas de hijos bastardos que hizo por allí… como ve, el hombre era católico de una pieza…

 
Y habiendo encontrado tantos mentecatos “mal” (como dicen los jóvenes ahora) desearía encontrarme algún Mr. M que tenga captada la mente por la Persona de Jesucristo, el Verbo Encarnado, Hijo de María Virgen, quién en la Cruz nos dio la muestra del Amor Infinito del Padre y sigue latiendo su Corazón en el Sacramento del Altar.

Si la mente se captó con esto, sólo con esto, me quitaría el sombrero.

Pero para que la mente sea captada, en algún momento hay que abrirla, para luego volverla a cerrar, como la boca, según escribía Chesterton en Ortodoxia.

Por ahí, alguna vez en la vida, encontré una mente captada así (“bien”) tras las rejas de un monasterio de carmelitas: uno se da cuenta en la mirada: está fija en Jesucristo.

Cierto que no hace falta meterse tras las rejas (aunque a algunos habría que enrejarlos) para centrar la mirada en Quien, lejos de alienarnos, nos hace ser más nosotros mismos.

A Mr. M, despidiéndome de él hasta la próxima, le transcribo estos párrafos del áureo libro de Tomás de Kempis, la “Imitatio Christi”, pues parece que lo tiene bastante olvidado. Le servirá además para la intelección del próximo post.

 
“Ponte primero a ti en paz, y después podrás apaciguar a los otros… El descontento y alterado, con diversas sospechas se atormenta; ni él sosiega, ni deja descansar a los otros…
Piensa los que los otros deben hacer, y deja él sus obligaciones.
Ten, pues, primero celo contigo, y después podrás tener buen celo con el prójimo.
Tú sabes excusar y disimular muy bien tus faltas, y no quieres oír las disculpas ajenas.
Más justo sería que te acusases a ti, y excusases a tu hermano…”

 
Imit. L II, cap 3

 
P. Ismael

Decíamos ayer...

 

Una cosa es perder la cabeza por algo grande y otra por meterse en un comparsa

Con ánimo retomar...
Volviendo como los Magos...
Por otro camino...
Pero intentando seguir la Estrella
Hasta la próxima.
Deo volente

P. Ismael


NEVER COMPLAIN. NEVER EXPLAIN.

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             Reina Victoria                
 
 
Tiempos de inclusión…
tiempos de soledad…
 

Tal vez sea por reafirmarme no en mis ideas, sino en la precaria praxis de mantenerme fiel a ellas. O porque nadie puede vivir sin interlocutores, a riesgo de enloquecer con sus propios soliloquios… O porque en sus diálogos más íntimos pudiera encontrar alguna respuesta.

Para vivir como ser espiritual el hombre necesita de la sociedad, tal como lo sostuvieran Platón y Sto. Tomás, quien afirma: “Para los animales la naturaleza ha dispuesto alimentos, el manto protector de los pelos, medio de defensa contra sus enemigos… la rapidez de la huida…”

Basándose en investigaciones comparadas, el biólogo suizo Portman, señala que el individuo humano debería permanecer en el claustro materno aproximadamente un año más de lo que ocurre en realidad, no 9 meses sino 21, para nacer con el mismo grado de capacidad vital que el animal superior, que surge a la vida con un equipo de instintos suficiente y posee, en ellos, las formas de conducta adecuadas al ambiente. (Cf. Lersch, Psicología social, Barcelona, Scientia, 1967)

La necesidades biopsíquicas y espirituales encontrarán su realización en el ámbito absolutamente necesario, que hace precisamente a su definición –digamos cuasi esencial- de ser social.

Sus necesidades biológicas, no cubiertas por la naturaleza, que lo arrojan al mundo en total desvalimiento como un ser inerme, lo “someten” a la sociedad para subsistir en sus primeros años. Y como trataremos más adelante, durante el resto de su vida.

Naturalmente el hombre “pertenece” a su especie. Se trata de una pertenencia como individuo de esa especie, por encima de sus cualidades espirituales, morales, físicas y las variantes que, con la evolución de su misma especie, pueden comprobarse por diversas ciencias antropológicas.

No sólo le es dada una determinada forma, sino que es acogido por su naturaleza, por la naturaleza humana.

¿Bastaría esta sola “recepción” formal para que pueda considerarse su pertenencia como plena?

Ciertamente, desde lo constitutivo formal de lo que es la personalidad humana, como sujeto de atribución, sustrato invisible de algún modo, pero real en su fenómeno, no hay duda que, aún en los más limitados casos de existencia, nos encontramos frente a un ser que no puede ser excluido, bajo ningún concepto del conjunto del resto de sus semejantes.

Realizar una exposición que satisficiera a los mejores entendidos en el asunto, además de ponerles en el enojoso trámite de refutarme –si para tanto diera- me expondría (y no hará falta mucho) para que me mandasen a estudiar en los sitios adecuados los rudimentos de la ciencia filosófica, en cualquiera de sus corrientes, y me encontrara por tanto, sin respuesta alguna a tanta sapiencia de quienes han dedicado su vida a estos estudios.

Si por el contrario, lo que iré apuntando es considerado como un ensayo del que me hago cargo, les ahorro a los críticos la molestia de la refutación, y hasta de la lectura.

Las expresiones “pertenencia”, “inclusión” e “identidad” que iremos utilizando a lo largo de estas reflexiones, encontrarán, según los variados autores y escuelas, contenidos diversos, matices, significaciones, etc. que tampoco pretendo enjuiciar, limitándome al sentido que considero obvio y que ha de servirme para expresarme en mi intento.

Distingo una pertenencia por esencia (o naturaleza) y otra por asociación.

Un hombre “pertenece” a la especie humana por compartir la misma naturaleza con sus semejantes.

Conceptualmente se le “incluye” en su especie como un individuo de la misma.

Supuesto ello, su naturaleza ¿lo haría idéntico con su individualidad?

En modo alguno si mantenemos la distinción entre naturaleza y persona.

La naturaleza se personaliza y la persona recibe de aquella los principios operativos.

Por lo que antecede, podríamos arriesgarnos a distinguir una doble manera de “pertenecer” a un determinado conjunto, o dos formas de considerar la pertenencia: por naturaleza, o por convención, decisión, acuerdo, o términos similares.

En el primer caso nos encontramos con un tipo de pertenencia de la máxima extensión. Todos los hombres somos humanos.

Esta tremenda, imprescindible, y sofocante realidad de la “pertenencia”, exigida por la índole social del ser humano, será la llave de la fortuna, y también del sepulcro de cada uno de nosotros.

 

He llegado a ser un extraño para los hijos de mi madre”, dice el salmista.

Se engaña ilusamente quien pretende ostentar en estado continuo un status de alegre y segura pertenencia a la sociedad que lo contiene.

Pareciera que siempre debemos mostrarnos contentos y felices de “pertenecer”. Tal vez no importe a que conjunto. Pero hay que pertenecer y por ende sentirse incluido, sentirse parte del mismo. Cuanta mayor convicción interna y alarde externo, tanto mejor…

Para seguir perteneciendo debe hacer un constante esfuerzo para que su sociedad lo siga aceptando, manteniendo al tibio calorcito de sus muros, sean ellos muy amplios o reducidos.

La sociedad en general, toda sociedad, cualquier sociedad tiene la convicción irrebatible de ser perfecta, de contener en sí misma todo lo que el individuo necesita para su desarrollo pleno, en cualquier orden.

Si se diera una falencia, o si reconociera en sí misma una deficiencia de estructura, justificaría a cualquier precio la capacidad esencial de autosuficiencia. Si al individuo no le sirve, o éste no va con ella, o se aviene a la integración, tratando cada día de no ser un extraño, o si se comporta como tal –deliberadamente – nuestra sociedad le excluiría. Si tiene fuerzas para ello, deberá tomar el camino de salida de su grey, exponiéndose a cualquier suerte, a una deseada liberación, o la muerte por inanición.

No quisiera que se llegase a concluir que lo que estoy diciendo desembocará en ninguna postura roussoniana, ni que la sociedad (cualquiera) deba dejar de considerar el bien común, el progreso de sus fines elementales, etc.

Lo que deseo destacar es que el hombre inmola y sacrifica mucho de sí por mantenerse, a cualquier precio, en el estado de ubicación y aceptación social.

De ello podríamos dar inacabable cuenta trayendo un sinnúmero de situaciones que degradan a las personas, las neurotizan, anulan y enajenan, en aras de ser tenidas en cuenta, aceptadas, en definitiva.

 

La conciencia puede estar peleando interiormente por este debate: seguir, huir o morir estoicamente.

Oscar Wilde decía ingeniosamente que la conciencia es la manera (eufemística) que utilizamos para llamar a nuestros caprichos.

No negamos que hay caprichos que puedan durar toda una vida, como tampoco que la tortura que la sociedad, queriéndolo o no, sea un capricho seleccionado por ella para asegurar su pervivencia sobre la vida del individuo.

¿Ley de supervivencia, instintos, necesidad de salvar a la mayoría? No estoy en condiciones de tener un juicio con pretensiones de inapelabilidad.

Lo que podríamos afirmar es que tanto a la llegada al mundo de todo hombre, como al momento de su partida, pareciera necesario –con necesidad de humanidad- que haya unos brazos que lo reciban. Tanto al nacer, como al morir, sería una doble muerte carecer de esos brazos que nos estrechen.

Nuestro drama vital es carecer durante el segmento más o menos extenso de un punto hasta el otro, de esos brazos que nos hagan sentir –sí señores, sentir- que somos aceptados. Y más: queridos.

¿Pertenezco porque soy incluido o soy incluido porque pertenezco?

¿Pertenezco por que se me añade numéricamente al grupo o pertenezco porque conscientemente asumo mi identidad con el conjunto, sabiéndome semejante –ya que no idéntico- con los demás integrantes?

 

Suele decirse que hay cristianos (y podríamos decir que también quien no lo sea… no establezcamos diferencias confesionales en la naturaleza humana) que tienen “miedo a la alegría”, “que viven en un permanente funeral”, que temen a la luz de la Resurrección.

No he conocido en mi vida quien le tenga miedo a la alegría. Tal vez tenga miedo a que no le dejen vivirla, lo cual es una cosa bien diferente.

Solamente un miembro de la Familia Adams podría sostener la excentricidad de cortar las rosas para poner en el jarrón las ramas con las espinas y todas aquellas salidas jocosas de los recordados personajes de aquella serie, más cómica que tétrica.

Lo que realmente provoca miedo en los simplones autoritarios es que existan individuos que no deglutan de una las proposiciones, consignas, etc. que pretendan que la mera profesión de la fe, en el caso de los creyentes, suprime la elemental lucidez para ver que, cualquier sociedad que pretenda hacernos ver que ella en sí misma, y el resto del mundo son realidades que pueden ser transformadas por un mínimo acto de voluntad.

Decir que se tiene miedo a la alegría (podríamos añadir otras realidades que son como el proprium del hombre) me parece un yerro antropológico.

Si sentimos que hay una ausencia de alegría en nuestras vidas, una ausencia de unidad (que estamos interiormente divididos) no es esto algo en lo que el espíritu encuentre regodeo alguno. No es una postura de “derechas criticonas” que como no tienen otra cosa que hacer, se dedican a ser profetas de desgracias.

¿Qué alegría se puede tener cuando se experimenta en lo más profundo del alma que no pertenezco o que no desean que pertenezca, o que es un absurdo esa determinada pertenencia?

¿Es un imperativo del individuo seguir perteneciendo a una sociedad que se ha atomizado, que no tiene ya vivo el sentido con el que fue fundada o constituida?

Lo que está claro que cuando un individuo deviene en inadaptado la sociedad lo excluye, o él mismo se autoexcluye.

Pero consideremos el término inadaptado no en un sentido negativo, como periodísticamente se utiliza para aplicarlo a personas que destruyen objetos en la calle, se asesinan en un campeonato de fútbol o causan cualquier tipo de disturbios en sus ambientes.

 

La inadaptación puede ser, sin someterla a demasiados análisis, una decisión de la conciencia, una dolorosa pero necesaria retirada de un manicomio, un suscribir un acta de locura como la de Enrique VIII, o la decisión de pensar alguna vez por arriba de los principios y lugares comunes.

Si el sujeto en cuestión se encuentra como mínimo, triste en la sociedad en la que sobrevive, ello no es en modo alguno ni placentero, ni timbre de soberbia, ni siquiera un estado de psicosis. Por otra parte ¿no merecería tal sujeto una mayor y más cuidada inclusión en tal sociedad?

Cuando se trata de una sociedad “religiosa”, la neurotización y (aunque ya no se quiera ni siquiera parecerlo) el dogmatismo –de cualquier signo- adquieren ribetes de fariseísmo inocultables. No adjudiquemos injustamente este vicio a los peritos de la Ley, contemporáneos de Cristo, ni a las generaciones pasadas, ¡tan ignorantes ellas de la apertura e inclusión, que como lluvia mansa, caería sobre el mundo visto con “simpatía” por el optimismo theilardiano de posguerra con pretensiones cambiar el mundo.

 

El caso es que se trata una ecuación sin resolución satisfactoria.

Y ello porque hemos sido creados para lo social, o al menos para formalizarnos en el encuentro con los otros.

Hoy ya no encuentro otra razón convincente que explique el por qué de cualquier relación más que la conveniencia.

Convenir es venir simultáneamente en una razón o acción que reporte una cierta y determinada utilidad, un fin común, un roce en el tiempo de nuestro paso fugaz por la vida, en la que nos topamos como las hormigas, trajinando su carga que sin detenerse se identifican en un saludo relámpago para cerciorarse si son del mismo hormiguero y seguir su electrizante y esquemático sistema totalitarista de almacenamiento para la cueva común y así pasar el invierno.

Habrá otras conveniencias con mayor durabilidad en el saludo que podrán transformarse en tiempos de diálogo, o compartidos, como gusta decirse actualmente.

 

Me pregunto qué he compartido en verdad a lo largo de mi vida en estos encuentros programados o casuales.

Y me pregunto también qué he sacado de provechoso, de “formalizador” de mi persona de tales contactos.

Voy a llamar “contactos” a las relaciones contemporáneas, que ya no merecen otra denominación que la que facilita el lenguaje corriente en las comunicaciones que la era cibernética se nos ofrecen.

Ni perderé un momento en considerar las utópicas e ilusorias eras de progreso en la humanización que profetizaron los alquimistas de la teología de los sesenta. Y ello por dos razones. Primero porque ya no es la religión el factor de ligue entre los hombres y en segundo término, porque bastante desnaturalizada de su función sobrenatural, mal puede fundamentar un principio religioso la carencia de una base humana.

Ya lo formuló el Aquinate cuando dijo que la gracia supone la naturaleza.

Convencido como estoy de las trastadas de la naturaleza, mal puedo confiar que a fuerza de devociones o cumplidos o diplomacia evangélica, pueda ser auténtico el sostenimiento por un tiempo decente la estabilidad de las relaciones que supuestamente han de hacernos mejores personas, o como algunos pretenden, hacernos en verdad personas.

Justamente, he hallado que quienes son de esta última opinión, son los que menos perseveran en la mínima requerida perseverancia para no caer en la contradicción de la propia conducta.

Hoy no creo que existan ningunas relaciones ni sostenibles en el tiempo, ni sostenidas por el valor de sí mismas, a saber, cultivadas sin un fondo (oculto o no tanto) de la conveniencia que sea.

Y califico a tales relaciones de “mentirosas”. Y también creo que se puede mentir muchas veces involuntariamente. Ello, porque el sujeto, apenas si es consciente de su autoengaño, o porque su narcisismo se encuentra en el punto más exacerbado y el propio ipsismo de su autosatisfacción le encierra, como todo goce egocéntrico, en la contemplación de la imagen que supone produce en el espectador de turno.

Y sostengo que la variabilidad de su trato, como un registro de febrícula de enfermo tiene tantos altibajos, desapariciones y mutaciones, que me daría por vencido en mi pensamiento si hubiese encontrado en mi vida quien fuera capaz de mantener por un año entero una línea recta, ecuánime. Y que puedas verle al día siguiente tal como lo dejaste el anterior.

Tanto que de ambas partes tuviesen la seguridad de la otra de cuál ha de ser el comportamiento que repique la simetría.

En tiempos de Cristo, llamaban lunáticos a quienes –pensando que la luna les influía- tenían un comportamiento variable, así como las fases de la luna, estas personas se encontraban sometidas a menguantes, crecientes, plenitud o novilunios…

Sin meterme en cuestiones de interpretación, creo que debería pedirle a ciertas personas que cada año me confeccionaran (caso que deseen seguir en el carril de las conveniencias) un calendario de sus fases para tener una aproximación a sus estados y atenerme a lo “conveniente”.

 

Hoy pienso que lo conveniente es tener en claro, al menos en mi caso, que no pasa demasiado tiempo sin que perciba en los que, o presumen de satélites –como la luna- o lo que se constituyeron astros, aquella mutación que San Pablo suponía no se daba en ellos. ¡No tenía obligación de hacer el trabajo de Copérnico!

Serenamente, pero con el sentimiento (bien que rebajado por mis miserias) del abandono del Crucificado, miro sin punto fijo hacia el cielo, buscando una respuesta divina.

Lamentablemente no pido perdón para mis verdugos. Tampoco pido castigo.

Un deseo irrefrenable me invade: la distancia. Les imploro que no la acorten, que no mientan con su esponja empapada en vinagre, que no me abrumen de circunloquios y no acaben nunca de quitarse el antifaz, que no jueguen a los dados para ver con qué parte mía se quedan…

Los he dejado que me engañen. No saben, no pueden –no quieren tal vez- hacer otra cosa. Es posible que ni sepan ellos mismos qué quieren de sí.

También ha de saberse que ocultar la verdad a quien le corresponde -¡tantos derechos me han otorgado!- es mentirijilla…

Una cosa les pido. Y es que si no tienen nada que hacer, no vengan a hacerlo conmigo.

El tiempo de las explicaciones fue un teatro. Y para mi compasión, me basta mirar al Crucificado. O cerrar los ojos.

Hay un tiempo, muy personal por cierto, para darse cuenta que te han dejado solo.

Como aconsejaba Disraeli a la reina Victoria, no me compadezco, no doy explicaciones.

Aunque no quise verlo, ese tiempo hace tiempo que empezó.

 

 

 

P. Ismael

 

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Por los que esperaban un brindis…

«Si yo pudiese brindar por la religión después de una comida –lo que no es muy indicado hacer– brindaría por el papa. Pero antes por la conciencia, y luego por el papa».

(Bto. John H. Newman)

 

Uno de los teólogos que más ha influido en el pensamiento del papa Benedicto XVI y al que beatificó en su viaje a Inglaterra en septiembre de 2010, es sin duda John Henry Newman.

 

El papa Ratzinger hizo la siguiente glosa a esta célebre frase de la Carta al Duque de Norfolk:

 

“Sólo se entiende rectamente el poder del Papado si se le ve fundado en la conciencia y por ella garantizado, y no como algo opuesto a ella”

 

 

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FOR THE CONSCIENCE!

 

 

ESCUDO i

Apoteosis de la Iglesia

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“El triunfo de la Iglesia”, de Pedro Pablo Rubens. Museo del Prado

 

Precedida por el emblema de la tienda constantiniana (la umbrela púrpura y dorada con las llaves de oro y plata cruzadas) la Iglesia avanza triunfalmente representada por una joven sobre la que un ángel suspende la tiara del triple poder pontificio. En sus delicadas manos sostiene un Ostensorio gótico con el Santísimo Sacramento.

Bien en el centro resplandece el Espíritu Santo en figura de paloma, precedido por un ángel que porta una rama de olivo.

 

A su paso son vencidos el demonio y la herejía. El paganismo representado por un fauno de orejas puntiagudas y la incredulidad por el cautivo de los ojos vendados.

En el centro, abajo, la palma de la gloria mundana se quiebra y se retuerce la serpiente infernal

 

En este magnífico cuadro no aparece ningún Papa, ningún obispo, ningún clérigo, ninguna beata…. La Iglesia sigue. La tiara está flotando. La fe la guía. El pueblo puede seguir. Los ángeles son anunciadores y guías.

 

Dios acampó entre nosotros: mientras haya Eucaristía, la tienda sigue plantada, el carro va tirando, el arca navega…

Como el arca de Noé, la Iglesia seguirá, hasta su fin, “per undas saevas, tranquilla”, pasando por entre las aguas procelosas y los embates del infierno.

 

MARIA, AUXILIUM CHRISTIANORUM, ORA PRO NOBIS !!!

 

Futurologías: una vuelta a Constanza

De lo que quedó del arpa…

 

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Perugino, La entrega de las llaves. Capilla Sixtina

 

 

“Qué ha de hacer un cristiano en una Iglesia decaída, digamos, corrompida; un hombre de verdad a quien le toca el sino de vivir en mala época? ¿Qué es lo que le exige y le permite la fe? ¿Puede callar? ¿Está obligado a hablar? El problema se complica terriblemente con otras preguntas. ¿Qué misión pública tiene? ¿Hasta dónde está corrompida la Iglesia? ¿Qué efecto positivo se puede esperar si chilla? ¿Cómo ha de chillar? La obligación expresa de “dar testimonio de la Verdad”, que fue la misión específica de Cristo, se vuelve espinosa en Sócrates, angustiosa en un pastor como Kierkegaard, perpleja hasta lo indecible en un simple fiel.

Hay dos actitudes extremas que son ilícitas: la de atemperarse al error (que es la más fácil) y la de provocar el martirio.

No puedo atemperarme al desorden eclesiástico que prácticamente induce a los fieles en errores y devasta la fe, decía Kierkegaard. No lo puedo moralmente y no lo puedo ni siquiera físicamente. La misión de la palabra que se me ha dado en la ordenación está doblada en mí de una nativa vocación de poeta y maestro, la cual no puedo declinar sin condenar al ocio a mis facultades y prácticamente a la ruina en toda mi vida interna. El que sea escritor sabrá perfectamente que no se puede ni siquiera resistir físicamente a la palabra que se forma dentro, sin entregarse a una torturante y peligrosa operación contra-cepcional, como la de sofocar o atajar fetos, tan conocida hoy por desgracia. No sirve absolutamente para ninguna otra labor útil que esa, y por consiguiente ¿cómo salvo mi alma si la abandono o impido?

Hay algo de exageración en esto, habría exageración en mí… no la había en Kierkegaard absolutamente. Literalmente, no podía callar. Incluso su equilibrio mental dependía de su trabajo intelectual. Callarse era literalmente suicidio; y el peor de todos. “¿Hay que decirlo? Pues se dice”: fue el título de su último panfleto consistente en 10 artículos acerca de la religión y la iglesia luterana, que a lo que se puede saber le costaron la vida. Cayó redondo en una calle de Copenhague y murió de agotamiento en mitad de esa polémica; pero un sereno gozo y una decisión extraña y lúcida que nunca tuviera en su vida, le acompañaron desde esa decisión, “Pues se dice”, hasta el último instante, señal probable en lo que colegir podemos de la aprobación divina”.

 

Leonardo Castellani, Cristo y los fariseos, IV

 

En estos conmovedores días (por calificar al tambaleo de los “fundamentos” de los que habla el salmista, “quando fundamenta evertuntur, iustus quid facere valeat?, cuando los fundamentos de dan vuelta, que puede hacer el justo?) en los que la opinología periodística, eclesiástica, teológica, del estudioso, del novelista, del profeta, del hereje, del simple fiel raquitizado por la catequesis homiliética dominical, como hemos dicho anteriormente oscila bipolarmente y termina siempre marchando como un reloj mal regulado, cada quien quiere –al menos en su propio intelecto y conciencia- pasar en limpio- un acontecimiento que si bien no es nuevo en la larga vida de la Sociedad fundada por Cristo, será para nosotros un suceso similar a la conjunción de ciertos planetas con el nuestro que se repite cada cierta millonada de años.

 

De algo estamos ciertos, y eso esperamos, que pasen muchas generaciones (si es que el fin ya no está a las puertas, en cuyo caso es necesario con necesidad de medio que esto ocurra) que vean lo que puede parecerse bastante al estado social y teológico de la Iglesia en el siglo XV.

 

He querido iniciar mi reflexión con el elocuente texto del maestro Castellani, para justificar en cierto modo, la necesidad de “decir”, de responder también por caridad a la pregunta tan insistente como desconcertada del feligrés y el alumno olvidado un poco o de la teología y la historia de la Iglesia.

Al final de mi último artículo me proponía “cortar las cuerdas del arpa”…

Pero escojo una guitarra, porque me ocurre lo del salmista: “me dije… pondré un freno a mi boca… callé… pero mi dolor se exasperaba… entonces solté mi lengua…” (Ps. 38)

Como siempre abro mi paraguas, me adelanto a declarar que cuanto sigue, como cuanto antecede, no pretende ni ha pretendido nunca ser un comentario exhaustivo, prolijo, científico. Ya hay muchos que atentan en estos terrenos. Estoy escribiendo con la sola ayuda de mi memoria, sin demasiado plan manualístico. Y no quiero practicar ninguna suerte de “terrorismo” informático en estos días, en los que como decía, estalla el mundo, la vista y la cabeza de los lectores del plasma, triunfante sustituto de la letra impresa que otrora nos concedía tranquilos placeres al intelecto.

 

Hubiese querido darle a estas palabras del formato de aquellas cartitas imaginarias que redactábamos en la escuela: “Carta a Jesús”, o la de la carta a los Reyes Magos para el 6 de enero.

En ese caso hubiese elegido un título como éste: “Carta a Su Santidad”, “Mi primera y última carta al Papa”, “Carta al Pontífice dimitente (o emérito)

No habiéndome determinado por una forma u otra distinta, porque también mi cerebro está colapsado como las opiniones que van y vienen, mi decisión de hablar, viene determinada por la necesidad que explica Castellani, necesidad que creo miles de personas mucho mejor ilustradas que yo podrían hacerlo, y seguramente lo estarán haciendo desde sus lugares.

Claro que no quisiera que ello se elabore en nuestro apoltronado sillón de trabajo frente al ordenador, sino que desearía sea el fruto, al menos de la sinceridad en la búsqueda de la verdad, en la búsqueda del encuentro con el mismo Cristo, LA VERDAD MISMA, que en este bien morado tiempo cuaresmal ha de constituir un verdadero trabajo ascético-intelectual.

 

¡Qué lamentable es oír la repetición de las mismas cantinelas y frases comunes que constituyen el devoto caldo oracional y doctrinal del católico medio, con los mediocres sacerdotes y pastores a la cabeza!

Uno de esos nuevos latiguillos a los que me refiero es, entre otros el de ministerio petrino. Pero sobre él me detendré un poco más adelante.

 

Suponer que por la mente del Papa dimitente, hombre de entraña introspectiva, libresca, de memoria y espiritualidad finísimas, no hayan desfilado por estos tiempos chorreras de textos del Evangelio escritos especialmente para él, es un absurdo.

Como todos estos pasajes han horadado seguramente su espíritu, me voy a detener en uno de los textos más significativos de la exégesis Católica sobre el Primado del Romano Pontífice, precisamente, en el comienzo del relato de la Confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, referida en Mateo 16, 13-20.

 

La profesión de fe de Pedro, viene inducida por una pregunta del Maestro, a modo de encuesta que tiene la evidente finalidad no tanto de averiguar la opinión de la gente, cuanto sondear en el corazón de los Apóstoles qué tanto venían entendiendo sus enseñanzas y la finalidad de tanta predicación sobre el “Reino de los Cielos”.

 

La respuesta de los Apóstoles y concretamente la de Pedro han de desenvolver una de las páginas más comprometidas de toda la doctrina de Iglesia, su fundamento, su finalidad y la misión de aquel hombre rudo, sincero, capaz de declinar, acobardarse y desencajarse en la defensa de su Maestro: Jesús sabía que Su Iglesia había de fundarse sobre la roca de un arrepentido y que la debilidad de sus negaciones y de sus lágrimas habrían de ser más fuertes que todos sus defectos juntos: a este hombre –cuyas flaquezas jamás se ocultan- habría de entregarle la potestas clavium, el poder de las Llaves del Reino de los Cielos.

 

Cristo no fue un iluso ni un romántico. Cuando rogó al Padre, durante la Última Cena, que la sociedad que había fundado fuera UNA, lo hizo para que la unidad, fuera fundamento de algo más importante: la FINALIDAD. Una sociedad si está unida es por una finalidad. La unidad por la unidad no saca a ninguna sociedad de la medianía humana y mucho menos la lanza a la transformación del mundo, como el acontecimiento de Pentecostés lo hizo con la Iglesia confirmada por Pedro en la Fe, según la promesa del Salvador.

 

Dije que me interesa la pregunta inicial de Jesús a los suyos:

¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?...

Ya conocemos el listado de opiniones que transmiten los Apóstoles y la afirmación categórica que, por instinto del Espíritu Santo, no por acción ni de la carne y la sangre ha de formular Pedro, cuando Jesús, en su proceso pedagógico continúe interrogando: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”

 

Quisiera ahora que sobre la base de este texto que fundamenta la misión del Príncipe de los Apóstoles y permitiéndonos un viraje en el desarrollo natural de la historia referida y sus consecuencias dogmáticas, apliquemos con cierta libertad el proceso de mayéutica realizado por Cristo y pongamos su pregunta en boca de Pedro.

Harto extenso (y me temo que hartante también para los lectores) sería ceder a la tentación de querer “decirlo todo”.

 

La historia del desarrollo teológico del dogma de los poderes otorgados a Pedro y sus sucesores (no de Cristo, ya que Él no tiene sucesor, dicho sea de paso por si acaso se escuchase por allí) es tan extensa y polémica que podemos afirmar, que debieron superarse muchísimas tormentas (desde los primeros siglos, pasando por la catástrofes del conciliarismo de Constanza y las “Reformas” luterana y calvinista) hasta llegar a la formulación, fundada en la Tradición de la Iglesia, que plasmará el lamentablemente inconcluso Concilio Vaticano I.

 

El principio de clarificación básico que se deriva de la pregunta inicial de Cristo es el siguiente: dime qué dices de Cristo y te diré si has entendido su Ser y su Misión.

Como hemos dicho, Pedro dio en la tecla. Él que tantas veces embarraba con sus arrebatadas respuestas e intervenciones bien intencionas y que a los pocos instantes de haber recibido las llaves, fue apostrofado por Cristo, nada menos con aquel vade retro! Aléjate de mí Satanás porque tus pensamientos no son de Dios. Por decirlo burdamente: después de haber sido constituido piedra y sentado en el trono con las llaves en la mano, se ligó un fenomenal sacudón del Dueño de la Iglesia.

Pero Pedro, a pesar de los pesares dio en el blanco de la FE.

Pedro, asistido por el Padre que está en los Cielos, reconoció a Cristo como Mesías, como el Hijo de Dios: acertó como el águila en la suprema verdad sobre la Persona Divina de su Maestro.

 

Ahora vamos a dar vuelta la pregunta.

La pondremos en boca de Pedro, que hoy puede interrogarnos a nosotros…

¿Quién dicen los hombres que es el Sucesor mío, el Papa?...

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, el Papa?

 

Nos damos cuenta que la respuesta puede tomar varios caminos.

 

A no ser que sostengamos que Papa no es el sucesor de Pedro, podemos hacernos cuatro preguntas:

¿Quién dicen los hombres que es Pedro?

¿Y vosotros quién decís que es Pedro?

¿Quién dicen los hombres que es el Papa?

¿Y vosotros quién decís que es el Papa?

 

Porque damos por supuestas las dos primeras respuestas y en razón de la brevedad prometida, pasaremos a las dos últimas.

Y por precisar el sentido de lo que intentamos expresar, sin detenernos demasiado en el QUÉ, lo sustituimos por DEL.

Y aquí estamos acercándonos al planteo de lo que hoy la historia viva de la Iglesia tendrá que registrar, intuir y dejar a Dios el juicio, sin que por ello el católico tenga que renunciar a la búsqueda de una inteligencia de la Fe.

 

¿QUÉ DICE LA GENTE DEL PAPA?

 

1- Algunos dicen que ha realizado un supremo gesto de grandeza.

2- Otros que está muy bien que así lo haga porque como hombre que es –anciano y débil- ya no puede cumplir con tamañas obligaciones del “ministerio petrino”

3- Otros que ha actuado bajo presión.

4- Otros que se ha bajado de la cruz.

5- Y algunos más audaces que abandona la nave por cobardía.

Cada una de estas afirmaciones pueden, terriblemente, tener algún elemento cierto y cada una origina nuevos interrogantes.

Y también es cierto que por tener “algo” de cierto, pero faltarles el otro “algo”, pueden resultar no ser auténticamente ciertas.

Veamos cada una.

 

1) Está fuera de toda duda la humildad del Papa renunciante. Pudo haber elegido la fiesta de la Cátedra de Pedro (22 de febrero) para celebrar su “última Misa” en público, pero escogió el día de Cenizas. En el antiguo ritual de la coronación papal un cardenal, tras haber ceñido sobre sus sienes la triple corona, apagaba de un soplido una vela ante el rostro del nuevo Pontífice recordándole: Pater Sancte: sic transit gloria mundi. Santo Padre, así se pasa la gloria del mundo.

Posteriormente, este rito fue reemplazado por la ceremonia de la stoppa. Un alto cirial en cuya cúspide ardía una estopa, era portado por un acólito que se detenía tres veces ante la marcha del Papa y, haciendo una genuflexión, repetía las palabras antedichas.

Lo que no se realizó el día de su entronización (o “comienzo de su ministerio petrino”, como ahora se dice) lo ha hecho elocuentemente recibiendo en su cabeza la ceniza que le recuerda a él y A TODOS LOS CARDENALES, el común destino de los hombres: volver al polvo, de donde todos venimos.

Es gesto de grandeza porque a todos los hombres (todos –también el Sacro Colegio- gracias a Dios!) recuerda que moriremos, y sabemos por experiencia personal que el ansia de poder, dominio y vanidad es algo que viene con el fomes del pecado, y sólo es grande en el Reino de los Cielos quien se hace pequeño.

 

Esto también puede decirle al mundo y a los grandes del mundo que dominan las naciones como si fueran sus dueños, que el Papa no se considera un superhombre.

Pero cuanto acabamos de afirmar a favor de la presente opinión también puede tener sus objeciones.

 

a- La “grandeza” que detenta no es suya, sino conferida por Dios.

b- La grandeza se manifiesta también en la aceptación de nuestra limitación y muchas veces en dejar que Dios sea quien nos quite del medio cuando le plazca.

 

2) Ad imposibilia nemo tenetur” Nadie está obligado a lo imposible. También el Papa se puede acoger a esta norma de misericordia del Derecho de la Iglesia. No es el primer Pontífice que reconociendo las limitaciones de sus achaques ha pensado en dimitir. Pío XII confiaba a Mons. Tardini: “Nos sentimos como una cariátide, somos una carga para la Iglesia” Y aunque apareció en público, con una debilidad extrema, pocos días antes de morir, había pensado en su dimisión.

A esta opinión podemos oponerle también sus objeciones.

 

a- ¿Qué se entiende en definitiva por el término ministerio petrino de reciente acuñación? ¿Qué paradigma tiene?

Hemos dicho con anterioridad que si concebimos al Papa como párroco del mundo, no hay cuerpo ni edad que lo aguante.

Si se le va a exigir, o él mismo lo pretendiese, ser la figura omnipresente de la Iglesia visible, si el Papa debe estar presente (como lo hacen, salvadas abismales diferencias, algunos jefes de estado de mal disimulado corte dictatorial) en cuanta fiesta, inauguración, acto, jornada y demás yerbas de la vida de la sociedad que gobierna, estaríamos, me parece, bastante equivocados acerca de la persona y la misión del Sucesor de Pedro.

 

b- Tan Papa lo es quien preside personalmente un Concilio, como quien lo hace por medio de sus Legados. Recordemos el caso de Efeso, que no por lejano en el tiempo (431) cambia la esencia del ministerio petrino.

Aquel magnífico y triunfante concilio que definió la Maternidad Divina de María frente a la herejía nestoriana fue presidido, animado y redactado casi en su totalidad por el infatigable San Cirilo de Alejandría, quien actuó como Legado Papal de San Celestino I, quien aprobara posteriormente las actas conciliares. Y esto cuando ya el pueblo cristiano entero había proclamado por toda la ciudad a voz en cuello, conocida la decisión de los Padres: ¡María, Madre de Dios!

 

c- ¿Tiene el Papa que estar presente necesariamente en todas las celebraciones litúrgicas de la Santa Sede? No necesariamente. ¿Serán más santos los jóvenes que se aprestan para su Jornada Mundial si es el Papa quien aplaude junto con ellos al son de sus cantos?

 

d- Quien sabe gobernar, sabrá delegar. Y esto, mientras funcione la cabeza, al menos teóricamente, se puede hacer desde un lecho de enfermo.

Pero no podemos ocultar que esta objeción se da de cabeza contra un suelo muy duro: para delegar, el Santo Padre debe estar seguro que sus “legados” le son fieles. Y los hechos demuestran resultados bien distintos…

 

3) Que el modesto y afable Benedicto XVI viene sufriendo presiones desde el inicio de su pontificado es algo que no necesita demasiada probación.

Presiones de fuera, y principalmente presiones en el seno mismo de la Iglesia, el episcopado mundial y su distorsionada idea de “colegialidad” y presunción del más exacto conocimiento de la realidad, y la Curia Romana, a la que más de una vez estamos tentados de tomar prestados los adjetivos de Lutero para describirla. Y esto es ya bastante rancio.

 

Entrar en el detalle de este calvario –con tantos flancos y sucesos- es tarea más periodística que otra cosa, por lo cual, si atendemos solamente a las fuentes suficientemente fidedignas, vendrán a nuestra memoria acontecimientos que van desde lo doctrinal (la masonería larvada de muchos príncipes y prelados de la Iglesia) hasta los incidentes irritantes tales como las exigencias de “reparación” por parte del Islam, el caprichoso inconformismo de quienes no admiten matices a la hora de recomponer sus relaciones con Roma, hasta los desplantes y ridiculeces de conventillo: retirarle bruscamente la mano cuando quiso saludar a los obispos alemanes, la alegre insolencia de los neocatecumenales con su payasa Carmen, y el grosero episodio del salto de aquella mujer (ella sí lo quiso saludar, como declaró luego) que lo tiró proféticamente a tierra sobre el marmóreo pavimento de la Basílica Vaticana.

 

a- A ello se puede objetar que la Sede Primada por nadie es juzgada, y por ende presionada. Y que por más débil que pueda ser el hombre que IMPERSONA A PEDRO SOBRE LA TIERRA, su debilidad es más fuerte que la fortaleza de todos los hombres.

Y que la Roca inquebrantable de Pedro puede hacer añicos toda presión humana y aún diabólica.

b- Las presiones vienen desde el comienzo. No son cosa nueva. Lo que está muy claro, para disipar todo juicio malévolo sobre la persona del Papa Ratzinger es que ha sido coherente: si ha permitido ser “presionado” ello es el precio de la Caridad, desde su última carta con motivo de la Cuaresma, en la que describe magistralmente las relaciones entre la Fe y las obras –la Caridad- y comenzando por su primera Encíclica, su firmeza ha sido la firmeza del Amor de Dios.

 

4) y 5) “Accepto in crucem” Lo acepto como una cruz.

 

Esa es la fórmula ritual con la que un Papa acepta la elección para el Sumo Pontificado.

¿Quién puede no ver el enorme peso que recibe este hombre el día en que acepta ser Cristo en la Tierra, el Sucesor de Pedro, Padre de la Cristiandad, etc.?

Si hemos sentado anteriormente que la Sede Primada por nadie debe ser juzgada, si no nos falla la memoria y recordamos cuantos pequeños grandiosos y largamente esperados actos de valentía que le han valido la crucifixión, hemos visto el desarrollo teológico del joven Ratzinger devenido en Pontífice en plena “ancianidad” y reconocimos en él su prudencia, inspiración y responsabilidad en los asuntos que la Iglesia fue poniendo sobre su frágil contextura humana; ¿por qué este gesto –del que ya dijimos, sólo Dios y él son los testigos cualificados- habría de ser una cobarde decisión de volver la espaldas no ya al ministerio pontificio, sino a Cristo mismo?

 

Santo Tomás Moro tiene una frase tan cierta como lapidaria:

“No debemos abandonar la nave en medio de la tormenta, porque no sabemos dónde podrían llevarnos los vientos”

Vista de fuera, la decisión de Su Santidad, es la de un timonel que abandona la nave.

 

Que la tormenta actual es dramática, hay que ser un ciego, hipócrita o enemigo de la Iglesia para negarla.

Pero, de no estar próximo el fin, como antes dije, cosa que no puede dejar de pensarse, en la Barca de Iglesia, siempre estará Cristo, aunque duerma en el escabel y sea necesario que le gritemos, y que Su mismo Vicario le grite: Salva nos Domine, perimus!

 

Yo no tengo agallas teológicas ni morales para un sed contra en estas objeciones.

 

Lo que digo es que en este particularísimo caso, Benedicto XVI aún no ha muerto, y por lo tanto la Cruz lo acompaña, como todo hombre rendirá su alma a Dios, como Vicario de Cristo, el mismo Señor de la Historia y Cabeza de la Iglesia, le pedirá su triple confesión de amor. Tal vez esta forma inusitada sea su última enseñanza a la Iglesia, su decisión de “apacentar el rebaño” desde una inmolación y sacrificio que sólo el Señor conoce.

 

cisma de occidente

 

CONCILIARISMO Y OBISPO DE ROMA VERSUS SUMO PONTÍFICE

 

Quedan muchas cosas por verse y muchas dificultades seguirán inquietando nuestro espíritu.

 

Estamos lejanos en el tiempo a las escuetas definiciones que Trento dedicará a la persona del Papa. Sus sesiones disciplinarias irán dirigidas sobre todo a los cardenales y obispos.

 

Y Trento ya distaba de aquellos arrebatos místicos de la Santa de Siena que lo llamarían el dulce Jesús en la tierra.

¡Y qué lejano más aún el espíritu que inspiró al gran orador Bossuet aquella sentencia que desafiaba: “Pido que se me muestre a un solo autor católico, un solo obispo, sacerdote u hombre cualquiera que crea poder decir en la Iglesia católica: No admito la fe de Trento, se pueda dudar de la fe de Trento; este hombre no se encontrará jamás”!!!

 

Pues bien el Concilio de Trento, en la sesión XXV, sin recoger la teoría de la infalibilidad pontificia propuesta por los teólogos jesuitas, se limita a proclamar al Papa “Pastor Universal con plenos poderes para regir la Iglesia Universal”, “obligado por los sagrados deberes de su cargo a velar sobre la Iglesia Universal”, extirpar los abusos, vigilar a los pastores negligentes, “porque Jesucristo le pedirá cuenta de la sangre de las ovejas derramada por el mal gobierno de los pastores”… “que no se rodee más que de cardenales elegidos”dignos de su alta misión.

 

La conclusión de Trento: que el Papa cree cardenales de todas las partes de la cristiandad, y así, en adelante, no habrá en el Trono de San Pedro más que buenos Papas. (Cf. Daniel Rops, El Concilio de Trento y la obra de los Santos)

 

Cuando muchos obispos y cardenales se han enfrentado abiertamente con el dimitente Pontífice Benedicto XVI reprochándole su –por decirlo de una manera simplista, pero clara- conato de vuelta atrás de la Iglesia, retrocediéndola al tiempo y estilo mal llamado preconciliar, cuando Hans Küng (el saludable hereje condenado por el Papa Woytila) vuelve una y otra vez a recriminarle su inconsecuencia con el espíritu del Consilium, se quedan de algún modo cortos en su imaginación prejuiciosa: nuestra loca osadía (por llamar de algún modo al pronóstico al que toda conciencia cristiana tiene derecho) quisiera darles una mano para que corrijan la acusación y la aumenten llevándola, no a los años 50, sino al siglo XV.

 

Si de hablar osadamente se trata en estos días, me arriesgo a una no muy lejana vuelta a los tiempos de Pisa, Constanza y Basilea: estamos a las puertas del retorno del “conciliarismo” y si nos descuidamos un poco con una tríada o cuarteto de Papas, con la consecuencia de un cambio tremendo no sólo de la figura, sino de la “teología” misma del Papado.

Y esto en teología y en la historia de la Iglesia tiene un nombre: Cisma.

 

Y digo a corto tiempo, pues si antes se acusaba a la Iglesia de tener la lentitud de un quelonio, hoy tiene la rapidez de la Web…

 

Si Dios concede larga vida al Papa Emérito y otro tanto a su sucesor, quien por similares razones, a su tiempo considera que no puede llevar adelante el ministerio petrino, y es sucedido por el electo de otro Cónclave –legítimo, por supuesto- cabe la posibilidad de que tengamos en vida, coexistiendo, tres Papas Eméritos…

¿Nos acostumbraremos entonces a mandar a nuestro Padre, aún vivito y coleando a un geriátrico, mientras los tíos ya buscan esposo para nuestra Madre?

 

Muchas cosas, en mis volados pensamientos astrales, hubiese querido agradecerle y preguntarle a Benedicto XVI. No será nunca.

 

Muchas cosas quisiera decirle a los Cardenales electores.

Y en mis volados pensamientos astrales imagino una esquirla del meteoro que lijó los Urales, cayendo de punta en la Sixtina. Lo sentiría mucho por la Sixtina. Y mis volados pensamientos me representan a Benedicto XVI, tembloroso, a pocos metros, diciéndole a su secretario: “Y bueno… Tendremos que volver…”

Hay muchos interrogantes. Mucho que orar. Mucho que temer.

Y mucho que esperar…

 

Pero esto sólo les diré a los señores cardenales.

Aquello que sin eufemismos dijera en las aulas de Trento a los Padres Conciliares el arzobispo Bartolomé de Braga:

“A mi entender Vuestras Ilustrísimas Señorías tienen gran necesidad de una ilustrísima reforma”.

 

Refórmense ustedes, señores, y la Iglesia que tanto pretenden reformar o deformar, tendrá la forma que Cristo siempre quiso para Ella.

 

 

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P. Ismael