“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Hac clara die

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Comparto con los lectores la hermosa secuencia de la Misa de la Natividad de la Santísima Virgen, compuesta por Guillaume de Machaut (1300-1377) perteneciente a su obra “Messe de Nostre Dame”, cuyo texto original en lengua latina aquí traduzco.

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Este claro día la muchedumbre festiva celebra las alabanzas de María tañendo sinfonías melifluas: Señora del mundo, tú que eres la Reina de las Vírgenes, la sola, la más casta, tú que eres Causa de Nuestra Salvación, la Puerta de la Vida, la gracia renovada del cielo.


Quien un día recibiste el anuncio angélico:

Dios te salve María, Llena de Gracia divina a través de los siglos, bendita entre todas las mujeres, Virgen encinta, Madre Inmaculada, honrada por tus hijos.


Al cual respondió María: ¿cómo se realizará lo que tú me anuncias? Pues yo no conozco ningún hombre, y he nacido inmaculada? Y el ángel enviado le da por respuesta: tú serás llena del Espíritu Santo que vendrá sobre ti, trayendo nuevas alegrías del cielo al mundo por el nacimiento de tu Hijo. Tú llevas en tu seno a Aquel que todo lo gobierna y da tiempos de paz.


Amén.


Si algún lector desea escuchar el canto de la secuencia puede hacerlo en este enlace. Fue grabado por “Taverner consort”, bajo la dirección de Andrew Parrot, en Londres ,1983.


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Texto original


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Hac clara die turma festiva dat praeconia Mariam concrepando simphonia nectarea: Mundi domina quae est sola castissima virginum regina, Salutis causa, vitae porta atque caeli refecta gratia.


Nam ad illam sic nuntia olim facta angelica:

Ave Maria gratia Dei plena per saecula. Mulierum pia agmina intra semper benedicta, Virgo et mater gravida intacta, prole gloriosa.


Cui contra Maria haec reddit famina in me quomodo tuo jam fient nuntia? Viri novi nullam certe copulam, ex quo atque nata sum incorrupta. Quia missus ita reddit affata: Flatu sacro plena fies Maria, nova efferens gaudia caelo terrae nati per exordio, intra tui uteri claustra portans qui gubernat omnia qui dat tempora pacifica.


Amen.


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P. Ismael

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Cosas de ingleses

Tomarse en serio…


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En cierto lugar de la amplia (y de no tan sencilla lectura) obra de Chesterton, “Ortodoxia”, el brillante escritor británico dice que los ángeles pueden volar porque son “livianos”. O sea “porque no se toman demasiado en serio a sí mismos”. Los que se tomaron en serio, terminaron en la serie de los condenados…


Hay ángeles con alas pesadísimas como los del Greco, quien los pinta con alas de águila, o ángeles de alas tenues, como los de Fra Angelico, que opta por las alas de mariposa o las plumas del faisán. Unos y otros pueden volar, a su aire, porque son espíritus.


Para ascender a las cosas espirituales, y especialmente al conocimiento de sí, es necesario tener cierta “liviandad” del alma. Digamos como un cierto “vencimiento” de la ley de la “gravedad” (esa invariable fuerza que nos tiene imantados en dirección al centro de nuestra tierra). Para “ascender” será necesario estar ligeros de toda “armadura” o pesado brocado que no estorbe la movilidad… Recordemos el caso del emperador Heraclio que salió con sus hopalandas y joyas reales a recibir las reliquias de la Vera Cruz del Salvador y debió despojarse de todas ellas y descalzarse para poder así transportar el madero de Aquel que ascendió a lo más alto de los cielos, habiendo despojado al demonio de sus armas: la soberbia y la insensatez de querer ser como Dios.


Dicen los que enseñan la sana psicología, que una de las características de la personalidad madura es la capacidad de saber reírse de si mismo y no tomarse demasiado en serio. Por haberse tomado en serio más de la cuenta, la historia de la humanidad tiene horrendos ejemplos de despotismos, crueldades y muchas payasadas.


El hombre “grave” (dígase más bien “pesado”) va a adquirir la inmovilidad de los músculos tullidos y la pesantez del que se ha aupado tras una comilona desaforada. Todo lo toma en serio: en especial su propia honra (“puntillos de honra”, que dirá Sta. Teresa). Envarado, solemne hasta lo ridículo, pontifica sobre las materias más nimias y cualquier impugnación a su criterio es una ofensa que probablemente no perdone de por vida.


La vida para él no reviste la forma de prosa, sino la de una epopeya en la que el personaje heroico, siempre severo y casi siempre afrentado es él mismo. Y naturalmente, como todos los héroes, está destinado al mármol: al mármol de la más fría soledad. Se cree un modelo de seriedad cristiana. Y para seguir con Chesterton, diremos que se quiere parecer a los primeros cristianos: al igual que ellos, merecería que lo devoren los leones… Siempre cejijunto, con aires doctorales y prosopopéyicos, jamás se permitirá no tomar en serio el más mínimo de sus pensamientos, movimientos, palabras y actitudes.


Consecuencia: que no puede alzar vuelo. Quisiera volar. Quisiera sobrevolar por encima de las miles de ortigas de esta tierra. Pero el peso de su prestigio (real o subjetivo) es un verdadero plomo interior. Y lo peor de todo, no es feliz, y en muchos casos no deja serlo a los demás.


A la ineludible ley de la gravedad que a todos nos afecta, habríamos de oponerle los creyentes, la sensata ley de la “liviandad” (entiéndaseme en el sentido que quiero darle al término). Cuando el propio ego tiene el pecaminoso peso de inmovilizarnos en nuestro peligroso “centro”, la ley angélica y evangélica de la humildad será la que logre sacarnos de nuestros intentos de vuelo de gallina.


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Aunque más de una vez las habremos leído, transcribo para su pausada meditación esta joya rescatada de las obras de Santo Tomás Moro, muchas de las cuales son pequeñas anotaciones con carbonilla en los márgenes de su Libro de Horas que le permitieron conservar en la Torre, o en pequeños trozos de papel que su amada hija Margaret podía acercarle.


Felices los que saben reírse de sí mismos,

porque nunca terminarán de divertirse.


Felices los que saben distinguir una montaña de una piedrita,

porque evitarán muchos inconvenientes


Felices los que saben descansar y dormir sin buscar excusas,

porque llegarán a ser sabios.


Felices los que saben escuchar y callar,

porque aprenderán cosas nuevas.


Felices los que son suficientemente inteligentes como para no tomarse en serio,

porque serán apreciados por quienes los rodean.


Felices los que están atentos a las necesidades de los demás, sin sentirse indispensables,

porque serán distribuidores de alegría.


Felices los que saben mirar con seriedad las pequeñas cosas y con tranquilidad las cosas grandes,

porque irán lejos en la vida.


Felices los que saben apreciar una sonrisa y olvidar un desprecio,

porque su camino será pleno de sol.


Felices los que piensan antes de actuar y rezan antes de pensar,

porque no se turbarán por lo imprevisible.


Felices vosotros si sabéis callar y ojalá sonreír cuando se os quita la palabra, se os contradice o cuando os pisen los pies,

porque el Evangelio comienza a penetrar en vuestro corazón.


Felices vosotros si sois capaces de interpretar siempre con benevolencia las actitudes de los demás aún cuando las apariencias sean contrarias.

Pasaréis por ingenuos: es el precio de la caridad.


Felices sobre todo, vosotros, si sabéis reconocer al Señor en todos los que encontráis, entonces habréis hallado la paz y la verdadera sabiduría.


Y recordemos que lo que más en serio se tomó el gran Santo, cuya sangre no fue derramada en vano, fue el asunto de su propia salvación. “Cum metu et tremore” luchó hasta el último instante de su vida terrena. “Deus non irridetur” – De Dios nadie se ríe- dirá San Pablo a los Gálatas. Con su conducta lo demostró. Tomó en serio a Dios. Pero supo reírse de la ridiculez humana, y sobre todo de sí mismo. Y con las alas livianas de la gracia y el buen humor, voló tan alto como los ángeles.


P. Ismael


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Ave Christus Rex!

Cristo%20Rey 

Toda vez que la Iglesia ha introducido en su ciclo litúrgico una determinada celebración, procura, además de conducir a sus hijos a un acto de culto (de latría o veneración, según el caso), salir al paso de algún error o desviación doctrinal, o corregir una tendencia imperante.


Tal ocurrió con la Fiesta del Corpus Domini. La disminución de la reverencia y el culto eucarístico, suscitó, milagros y teología mediante, la institución de tan magnífica celebración. Otro tanto ocurrió con la festividad del Sagrado Corazón de Jesús: el frío rigorismo del jansenismo que había debilitado la esperanza, fue en la providencia divina el llamamiento inductor a mirar el inmenso Amor de Cristo a los hombres.


Mediante la Encíclica “Quas Primas”, del 11-XII-1925, el documento más antiliberal del siglo XX, del Papa Pío XI, se establecerá para la Iglesia Universal la Fiesta de “Cristo Rey”, cuyos beneficios señalará el Papa: su valor psicológico y religioso; su correspondencia a la naturaleza del hombre, las exigencias del tiempo, y, como dijimos arriba su fuerza para combatir errores y herejías. Justamente la festividad de Cristo Rey será establecida por el Papa al conmemorar el décimo sexto centenario del Concilio de Nicea. Y dispuso se celebrara el último domingo de octubre.


La mayor parte de la humanidad se ha alejado de Jesucristo, trayendo tal alejamiento grandes males para el mundo. No puede haber esperanza cierta de paz duradera entre los pueblos, mientras los hombres y las naciones nieguen el imperio de Cristo Salvador y renieguen de Él.


Al final del Credo decimos: “Cuius regni non erit finis”.


Intentaré resumir y sistematizar las principales líneas de la Encíclica.


Decimos “Cristo Rey” porque reina: a) en la inteligencia de los hombres, no sólo por la elevación de su pensamiento y por lo vasto de su ciencia, sino porque El es la Verdad y es necesario que los hombres la reciban con obediencia; b) en la voluntad de los hombres, porque en Él la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la voluntad divina, y por sus inspiraciones con que nos inflama, y; c) Rey de los corazones por su caridad que sobrepasa toda humana comprensión y por los atractivos de su mansedumbre. Nadie, en efecto entre los hombres fue tan amado, ni lo será nunca como Jesucristo.


También en cuanto hombre, Cristo es Rey. Ha recibido del Padre la potestad, el honor y el reino.


Podemos aportar los siguientes fundamentos de la Escritura.


“Príncipe que debe salir de Jacob” Num 24,19


“Rey sobre Sión mi monte santo… recibirá las naciones en herencia” Sal 2


“Tu trono, oh Dios, permanece para siempre” Sal 44,7


“…su reino será sin límites, y enriquecido con los dones de la justicia y de la paz… dominará de un mar a otro mar…” Sal 71,5-8


“… nos ha nacido un párvulo, nos ha sido dado un hijo y su principado sobre sus hombros; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios, Fuerte, Padre del siglo futuro, Príncipe de la Paz. Se multiplicará su imperio y no tendrá fin la paz…” Is 9,6-7


“…vástago justo… cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en toda la tierra” Jer 23, 5. También Dan 2,44; 7,13-14


“Rey manso el cual subiendo sobre una asna y su pollino estaba para entrar en Jerusalén como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas” Zac, 9,9


“Darás a luz un hijo, a quien el Señor Dios dará el trono de David, su padre…” Lc 1,32


“…me ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra…” Mt 28,18

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Argumentos dogmáticos


1) Cristo es Rey por su naturaleza en razón de la unión hipostática. San Cirilo de Alejandría dice: “Cristo obtiene la dominación de todas las criaturas no arrancada por la fuerza ni tomada por ninguna otra razón, sino por su misma esencia y naturaleza”. Por ello, por estar unida hipostáticamente a la divinidad, su Santísima Humanidad es sujeto de adoración.


2) Cristo es Rey por la redención con que nos rescató: “Habéis sido redimidos, no con oro y plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo; como de un cordero inmaculado y sin tacha” (I Pe 1,18-19).


El principado de Cristo consta de una triple potestad.


1) Poder legislativo. “Jesucristo ha sido dado a los hombres como Redentor, en el cual deben poner su confianza, y al mismo tiempo como legislador al cual deben obedecer”. Así lo vemos en el Evangelio. El dicta leyes y perfecciona la Ley mosaica.


2) Poder judicial. El Padre le ha dado poder o potestad judicial. “El Padre no juzga a nadie, sino que dio todo juicio al Hijo” (cf Jn 5,22). El derecho de premiar y de castigar a los hombres aún durante su vida, porque esto no puede separarse de una cierta forma de juicio.


3) Poder ejecutivo: nadie puede sustraerse a su mandato.


Este reino de Cristo es principalmente espiritual. Jesús procuró quitar de la mente de los Apóstoles la superficial y temporalista concepción mesiánica. Se retiró cuando querían proclamarlo rey. Delante de Pilatos dijo que su reino no era de este mundo (cf Jn 18,36): YO SOY REY”; “MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO”. Una de las frases más impresionantes, dramáticas y sublimes de Evangelio. Nos enseña San Agustín: “¿Qué podía representar para el Rey de los siglos el hacerse Rey de los hombres? No es Cristo Rey de Israel para exigir tributos, armar ejércitos y combatir visiblemente a sus enemigos, sino que su imperio consiste en gobernar los espíritus, asegurar su suerte eterna, y conducir al reino de los cielos a los que creen, esperan y aman” (Oficio del día).


Al imperio de Cristo están sujetas las cosas temporales: ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las cosas creadas. Todo se somete a su arbitrio. Mientras vivió en la tierra se abstuvo de ejercer este poder, y como despreció entonces la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así permitió y permite que los poseedores las utilicen. “No arrebata los reinos mortales el que da los celestiales” (Crudelis Herodes, Himno de Epifanía).


León XIII había señalado en Annum sacrum (1899) “El imperio de Cristo se extiende no solamente a los pueblos católicos y aquellos que regenerados en la fuente bautismal pertenecen en rigor y por derecho a la Iglesia, aunque erradas opiniones los tengan extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a todos los que están privados de la fe cristiana; de modo que todo el género humano está bajo la potestad de Cristo”.


No hay diferencia entre los individuos y la sociedad civil. Lo que es bueno para el individuo lo es para el orden público. Decía San Agustín: “No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre, porque la nación no es otra cosa que una multitud concorde de hombres” (Ep. “ad Macedonium”). El haber transformado la religión en un asunto absolutamente privado, llevó a esta disociación, a esta “experiencia fatal de un humanismo sin Cristo” (Pablo VI, Discurso de Navidad, 1969).


Más recientemente se expresaba Juan Pablo II: “Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser un obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo, y de ello Cristo tiene plena conciencia. Aún cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas, sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias” (Redemptoris missio, 1990).


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Domina las Naciones y enséñales tu Amor…


Así reza el estribillo de aquel sublime Himno (una pieza de profunda teología y exquisito gusto musical) del Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires el año 1934 y presidido por aquel Pastor Angélico, el entonces Cardenal Eugenio Pacelli, luego Papa Pío XII.


Domina las NacionesHoy estamos dominados por muchos que se consideran “reyes” de naciones, partidos, doctrinas, modas, etc. Este deseo de otorgarle al verdadero Rey su título de potestad y señorío, no debe parecernos extemporáneo o poco “ecuménico”. Lo sabemos sobradamente y lo hemos dicho hasta el cansancio: cuando Cristo no reina, reina el Anticristo, o un payaso…


Domina las Naciones… Ladrones de la honra y los derechos de Dios, muchos hombres ambiciosos de poder usurpan la potestad legislativa y judicial de Cristo Señor sobre el mundo. Y lo peor: que muchas veces, bajo capa de “servicio” se quiere reinar. Y reinar a toda costa: desde el espíritu narcisista y egolátrico de la imagen, hasta la voluntad de someter la conciencia y la vida de las personas. La ambición es el cáncer del servicio. Nada más contradictorio que decir que se sirve, cuando en realidad lo que se quiere es dominar. Y ya sabemos que la ambición de poder es el más diabólico de los pecados. Cualquier otro pecado tendrá que ver con nuestra condición de seres “carnales”, pero el ansia de poder es la mayor de las tentaciones diabólicas, como lo podemos comprobar por el relato de las tentaciones del Príncipe de la Mentira a Cristo en el desierto.


Domina las Naciones… Pero el reinado de Cristo en el mundo será consecuencia de su reinado en las conciencias y las familias y para ello, la búsqueda de la santidad personal es irrenunciable. Orígenes decía que Cristo no puede reinar en nuestro corazón si en éste reina el pecado.


Y enséñales tu amor… Es el modo de Cristo. Vino a reinar por el amor. Amor que no es otra cosa que la virtud sobrenatural de la caridad o la gracia. Siendo Rey respeta nuestra libertad. Quiere ser amado libremente: “si alguno quiere venir en pos de Mí…” A nadie presiona, a nadie obliga. No hay otra “presión” que su dulce llamada a conformar nuestro corazón con el Suyo y a vivir el espíritu de la Carta Magna de su Reino: las Bienaventuranzas. Y para que no temamos viendo la pobreza de nuestro amor para con Él, el Apóstol del Amor nos enseña que Él nos amó primero…


¡Viva Cristo Rey! Sí, viva en el hogar. Viva en Su Iglesia. Viva en los pobres de espíritu, los verdaderos herederos del Reino, que han de juzgar al mundo por la medida y el peso del Amor.


P. Ismael

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SAN RAFAEL ARCÁNGEL

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“medicina Dei”


El reciclado mundo contemporáneo da cuentas de lo anclado que ha quedado el maniqueísmo de los primeros siglos en nuestra conflictiva época. Habiéndose tirado por la borda la fe católica que hacía de los ángeles objeto de veneración y devoción, el “profano” (por decirlo de alguna manera) ha reciclado, como tantas cosas que en nombre del “aggiornamento” se fueron desechando, la teología angélica y su vivencia práctica, presentando una serie de subproductos cristianos que vienen a exhibirse en la amplia góndola de los consumidores de “espiritualidad”.


Los temas del bien y el mal, ángeles y demonios; la reanimación del cadáver del gregoriano y demás “objetos” puestos en el volquete de los desperdicios, vinieron a ser “reciclados” por comerciantes, futurólogos, gurúes y también buenas personas, con más buenas intenciones que capacitación en teología, para ser reestrenarlos como nuevas piezas de arte espiritual para consumo del gran público ignorante de aquella metamorfosis. Un ejemplo de lo que decimos es el trabajo del periodista argentino Víctor Sueiro, quien con menos teología académica que muchos pastores, pero con más fe que ellos, logró hacer presente (a su modo) al mundo angélico y su accionar sobre los hombres.


Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Escritura nos refiere la existencia de los ángeles, sus intervenciones, protección, luchas, cuidados, etc.


Habiendo volado de retablos, cátedras de teología y sermones, los ángeles han venido ser familiares entre “metafísicos” y modernos promotores de alternativas espirituales, de autoayuda, etc., en la ya casi decadente cultura postmoderna.


La devoción que despertaran los ángeles en los primeros cristianos debió ser orientada por el mismo San Pablo (cf. Col. 2,18) Los gnósticos llegaron a considerarlos deidades menores, algo así como los eones de Valentino. Deificados, destronados, olvidados o puestos fuera de sitio, a lo largo de la historia, los ángeles están más cerca nuestro de lo que imaginamos.


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La fiesta del Arcángel San Rafael que celebramos el 24 de octubre nos puede ofrecer una propicia ocasión para reafirmarnos en la fe y la devoción a estas “criaturas inteligentes y puramente espirituales”, como los define el Catecismo de San Pío X (nº 35) El mismo Catecismo nos enseña (nº 38) que se representan con “formas sensibles: 1º, para ayudar a nuestra imaginación; 2º, porque así se han aparecido muchas veces a los hombres, como leemos en las Santas Escrituras.”


La conocida historia de Tobías, verdadera obra maestra del arte narrativo de las Sagradas Escrituras, nos revela el nombre del Arcángel que acompañó y asistió al joven a lo largo de su singular recorrido. Se trata de un libro que sabe mantener la atención desde el comienzo al fin.


Relata, como sabemos, la vida de una humilde familia constituida por Tobit, su esposa Sara y su único hijo, Tobías. Es un modelo de familia hebrea fiel a los mandamientos de Dios, que pone toda su honra en cumplirlos con amor efectivo, más allá de las propias limitaciones y los avatares de la historia de su pueblo. La piedad de Tobit es reconocida por todos. En el libro aparece claramente el espíritu interior de este verdadero israelita que, antes que nada, atiende a los dictados de su conciencia. También Sara, su mujer, es de una delicadeza interior que llama la atención. Toma resoluciones prácticas de conformidad con su sentido común. Y su único hijo se nos presenta como un joven que piensa constantemente en sus desprotegidos padres. El largo viaje a Media que debe emprender para cobrar una herencia es la ocasión que pondrá de manifiesto su piedad filial y su heredada honestidad y amor a Dios. Al regreso, Tobit planteará a su hijo cuestiones de verdadera “justicia remunerativa” con respecto a los señalados servicios que éste ha recibido de su misterioso y amigable acompañante…


En ningún libro del Antiguo Testamento se describe una permanencia tan prolongada de un ángel (el término ángelenviado- designa su misión, como explica San Gregorio Magno, no su naturaleza) junto a un hombre o un grupo de personas.


El libro de Tobías nos muestra una angelología bastante desarrollada: en ese momento de la Revelación, el pueblo hebreo ya tiene conocimiento de las jerarquías angélicas.


Sobre el final, el misterioso acompañante revelará su identidad: “Yo soy el ángel Rafael, uno de los siete que asistimos delante del Señor… cuando estaba yo con vosotros, estaba por voluntad de Dios. Bendecid, pues, a Él y cantad sus alabanzas. Vosotros creíais por cierto que yo comía y bebía con vosotros; mas yo me sustento de un manjar invisible y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me ha enviado…” (Cfr. Tb. 12, 15; 18-20a)


La teología del nombre tiene en toda la Escritura una importancia capital. El nombre es la entraña misma del ser nombrado. De allí que el Señor se muestra esquivo a revelar Su Nombre. El malac Iavhéh, el ángel del Señor, será una forma viva de impostación de ese nombre y presencia que revelará Él mismo en las tinieblas y los truenos del Horeb a Moisés y todas las intervenciones de los espíritus angélicos en la historia de la salvación suscitarán siempre en los hombres la maravillosa pregunta: “¿cuál es tu NOMBRE?” y la invariable respuesta: “¿por qué preguntas mi NOMBRE?” (cfr. Gén 32, 27-29)


También cuando Dios cambia el nombre a un hombre está redefiniendo su ser y cambiando su destino.


Supuesto que el “nombre” señala la misión de la persona, no será ocioso detenernos en la significación del nombre que se asigna este amistoso arcángel viajero.


Rafael significa Medicina Dei, medicina de Dios. De hecho el arcángel interviene en esta historia doméstica como un auténtico “sanador”. Sana situaciones dolorosas y conflictivas. Y todo ello mediante indicaciones bien precisas. Si prestamos atención al relato veremos cómo de hecho, le señalará a Tobías qué debe hacer en cada ocasión. No es un arcángel deslumbrante ni teatral. “Arcángel aljamiado de lentejuelas oscuras…” lo describirá Lorca. Con traje de caminante se hace encontradizo sin que pueda sospecharse lo que es en verdad. Nada de resplandores, nada de escudos ni loriga de plata. Más que intervenir, sugiere actuar. Y es obedecido.


Desempeñará la labor de un médico sensato: prescribe la medicina dejando al enfermo la responsabilidad de tomarla en el momento indicado. No es un deus ex machina que saque simplemente del apuro: la colaboración humana será fundamental. Y se queda junto al enfermo todo el tiempo que lo necesita. Y nada más. Sabe desaparecer (12, 21) Sabe referir a Dios la alabanza y no se carga con los honores de Quien representa. Esta es una gloria verdaderamente angélica: saber esfumarse y evitar ser objeto de “adoración”. Lo expresa muy bien el Prefacio común: “Per quem maiestatem tuam laudant Angeli, adorant Dominationes…”


El Evangelio de la Misa de hoy precisamente nos refiere aquel prodigio de las aguas agitadas por un ángel del Señor en la piscina de los cinco pórticos (cf. Jn 5, 1-4) El ángel actuaba, pero era necesaria una cooperación humana. El pobre enfermo que cada año acudía allí para su curación no tenía un hombre que le ayudase a tirarse al agua en el momento preciso.


Rafael viene a ser medicina de Dios:

  1. Curando la ceguera de Tobit. Cuando éste dejaba su comida para ir a cumplir con la obra de misericordia de dar sepultura a los muertos, el arcángel presentaba sus oraciones ante del trono de Dios. Heridos sus ojos, Dios le retorna la luz. Peor que la ceguera corporal son las tinieblas del alma en pecado y peor escamas que las de los ojos serán la falta de fe y amor al prójimo.
  2. Exorcizando al demonio de la impureza Asmodeo. La presencia de los ángeles buenos y sus sugestiones en el alma de los justos conjuran las insidias de aquellos otros espíritus, pervagantur in mundo, que andan deambulando por el mundo. Un espíritu de impureza lo ha invadido todo. Ya se habla muy poco de la “angelical” virtud de la pureza. Y el sexto y el noveno Mandamiento aparecen poco o nada en los sermones. Se defiende la vida. Muy bien. Pero no se habla de ya del “Non moecaberis” “No fornicarás”. Los ángeles no habitan donde se huele a impureza. Y la pureza de las costumbres y la protección de los ángeles espantan a los demonios.
  3. Disponiendo el camino de los buenos. Rafael concierta un matrimonio casto y dichoso. Dos jóvenes parientes, buenos y solos (Tobías y Sara) que no se conocían y pasaban por duras pruebas, son asistidos por este “arcángel casamentero”. Pocas páginas del Antiguo Testamento impregnan la institución natural del matrimonio de un sentimiento de tan alta sacralidad y pureza: “… Señor, Tú sabes que no llevado por lujuria tomo a esta mi hermana por esposa, sino por el solo deseo de tener hijos en los que sea bendito tu nombre por los siglos de los siglos” (8,9) (Dicho sea de paso: ¡qué nítido aparece en este texto el fin primario del matrimonio!)

Arcángel de la Providencia Divina, medicina de Dios, salud de los enfermos, luz de los ciegos, guía de los que caminan, protector de la limosna, del ayuno y de la oración, escudo contra los espíritus impuros, San Rafael nos libre de todos los males y peligros durante la peregrinación en este destierro y nos acompañe hasta nuestro retorno a la casa del Padre y Señor de los Ángeles.


NOTA:
En otro post desarrollaré el tema de las jerarquías angélicas sobre un texto de San Buenaventura


P. Ismael


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UNIDAD Y SIMETRÍA DE LA MISA GREGORIANA

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“Nadie que ha probado el vino viejo quiere ya el nuevo,

porque dice: el añejo es mejor”


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En su reciente libro sobre la reforma litúrgica “benedictiana”, prologada por el Card. Cañizares, el P. Nicola Bux desasna al sorprendido católico y al sedicente erudito litúrgico de los incontables prejuicios que pesan sobre la aceptación y más, sobre la implementación del Motu Proprio de Benedicto XVI “Summorum Pontificum” y la tan vapuleada “Misa de siempre”, que por gracia e inteligencia del Pontífice reinante, hemos podido celebrar sin sentirnos los únicos que ya no tenemos lugar en la tan proclamada pluralidad eclesial, que ofrece sitio para todos, menos para los que nos apoyamos en la milenaria tradición de fe y oración de la Iglesia. Recomiendo a los lectores echar una mirada al texto del P. Bux que cito como nota al pie (1).


Por qué la unidad y la simetría


Intentaré centrarme en la unidad monolítica y la perfecta simetría estructural del Misal Romano codificado por San Pío V, y ligeramente enriquecido por intervenciones posteriores de los Sumos Pontífices hasta la última del Beato Juan XXIII.


Unidad y simetría son elementos que pueden ser relacionados, sin forzar demasiado las cosas, con uno de los elementos integrales más importantes del concepto de belleza: la armonía. Algo es bello (y también uno, verdadero y bueno) cuando es armonioso.


Mi amigo el presbítero Juan Bautista, habiendo leído la erudita obra de un benedictino que, entonando la ya vieja cantinela del así llamado “Movimiento litúrgico”, que viene de comienzos del siglo pasado adjudicándole a la codificación del Misal tridentino el “pecado” de pegatinas, casi se convence de que alguna grieta o fisura en su integridad de origen puedan viciar al rito de la Misa de superfluos, o al menos extemporáneos añadidos.


Primera cosa que deseo aclarar. Desde hace alrededor de cuarenta años, (en este período se han promovido) los unilaterales defensores de la reforma del 70, no han tenido la experiencia “práctica” de comprobar que a la Misa Gregoriana, inadecuadamente llamada “tridentina” le falte unidad y cohesión interna. No lo han podido comprobar: nadie que no haya celebrado devotamente de esta forma, tiene autoridad para formular tal diagnóstico. La autoridad “de escritorio” o de “Summa cum laude” de una licencia universitaria, no alcanza para semejante injusticia.


Quien se haya internado en la estructura de la celebración de esta Misa – o mejor, la esté celebrando-, habrá comprobado la perfecta unidad y armonía de gestos, palabras y secuenciación. Todo ello es el fruto de una labor de siglos. No olvidemos que San Pío V decretó, como dije en un artículo anterior, la depuración de elementos espurios, logrando así una estructura monolítica de profunda belleza y contenido teológico. Me animo a decir que el Misal Romano es, después de la Sagrada Escritura, el texto más santo y más dotado de “revelación” que podamos encontrar sobre esta tierra: es un auténtico “lugar teológico”.


El mismísimo Daniel-Rops escribía: La Misa en su presente forma rígidamente regulada, como la conocemos ahora en Occidente, fue fijada al día siguiente del Concilio de Trento por San Pío V. En su Bula “Quo Primum” de 1570, expresó el deseo de devolver la Misa a sus antiguas normas, procurando al mismo tiempo desembarazarla de algunos elementos incidentales e imponiendo su práctica en forma uniforme en toda la Cristiandad Latina. De este modo, la Misa recibió una forma definitiva por su estrecha asociación con el Primado de la Sede Apostólica y por la autoridad del sucesor de San Pedro, en cuanto el Misal garantizado por los Padres del Concilio de Trento no fue otro que el usado en la Ciudad Eterna, el “Misal Romano”.


“Consecuentemente, se declaró en el Catecismo del Concilio de Trento que ninguna parte del Misal debía ser considerada vana o superflua; que ni siquiera la menor de sus frases debía tenerse por deficiente o insignificante. Sus fórmulas más breves, frases que se pronuncian en apenas unos pocos segundos, son partes integrantes de un todo donde se entrelazan y manifiestan el don de Dios, el sacrificio de Cristo y la gracia que es nuestra dote. Toda esta concepción se expone mediante una especie de sinfonía espiritual, en la que todos los temas se expresan, desarrollan y unifican bajo la guía de una intención” (Henri Daniel-Rops, “This is the Mass”, 1951).


La machacona distinción entre “liturgia de la Palabray “liturgia eucarística”; “altar de la Palabra” y “altar de la Eucaristía celebrada por los unilaterlalistas defensores del Novus Ordo, ha producido un hiato que lesiona la misma unidad del Sacrificio Eucarístico.


Dejada de considerarse la parte primera (Liturgia Verbi) como una preparación gradual para adentrarnos en el Sanctasanctorum de la Ofrenda y el Sacrificio, naturalmente se marca una “partición” desequilibrada generalmente por las kilométricas homilías y moniciones que, incluso en la “Plegaria Eucarística” entorpecen, más bien que promueven la tan estimada “participación”. Participar en lo partido.


Algo es “uno” en sí mismo, cuando nada le falta ni le sobra de lo que debe tener. Ya me saldrá al paso el minimalista Pipino el Breve diciéndome que con la Consagración bastaría. La Misa es un maravilloso cuerpo. Y en todo cuerpo, el más pequeño órgano tiene su sentido… No se puede destruir un cuerpo tan maravillosamente pensado.


La simetría, exigencia de claridad y acabamiento.


Principio. Desarrollo. Acabamiento. Belleza como resultado.


No resulta fácil poder explicar la simetría con la sola redacción literaria. Sería más sencillo graficarlo frente a un auditorio con la ayuda de una pizarra y con el Misal en la mano. De todas maneras me atreveré a una empresa ardua, al menos para mí.


Para ejemplificar esta simetría, tomo el Canon (íntegro ya a principios del S. VII) del que la Consagración es el centro o visagra.


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1) “Te Igitur”. Se ofrece la Oblación por las intenciones generales; seguido del Memento de vivos y del “Communicantes” (mención de los Santos). Estas tres plegarias se cierran en una única conclusión.


2) “Hanc igitur” y “Quam oblationem”, recomendando al Padre que acepte la Oblación.


3) “Qui pridie”. Relato de la Institución y rito de la


- CONSAGRACIÓN


4) “Unde et memores” (anámnesis): conmemoración de la muerte y resurrección del Señor; “Supra quae” : evocación de los sacrificios del Antiguo Testamento y “Supplices te rogamus” , confiando el Sacrificio al Santo Ángel del Señor. Estas tres plegarias se cierran en una única conclusión.


5) Memento de los difuntos, que se corresponde al de los vivos, antes de la Consagración y “Nobis quoque” que es continuación del elenco de Santos comenzada en el “Communicantes”.


6) “Per quem”, la solemne doxología, acompañada de las tres señales de la cruz sobre el Cuerpo y la Sangre del Señor y las cinco con la Hostia (tres sobre el cáliz y dos entre éste y el celebrante; “Per Ipsum”), que concluyen el Canon.


Así tenemos que, considerando en el centro la Consagración, el Canon consta de 7 partes en perfecta armonía de conexión y simetría.


En el cuerpo mismo de Canon los términos (pares, ternos, quinarios, etc.) se van correspondiendo maravillosamente.


+ Haec dona, haec munera, haec sancta

+ pacificare, custodire, adunare, regere

+ pro se suisque omnibus, pro redemptione animarum suarum, pro spe salutis et incolumitatis suae

+ Aeterno Deo, vivo et vero

+ Placatus accipias… in tua pace disponas… aeterna damnatione nos eripi, … iubeas grege numerari.

+ Benedictam, adscriptan, ratam, rationabilem, acceptabilemque (términos de jurídica precisión).

+ Accepit, tibi gratias agens, benedixit, deditque… (para ambas fórmulas)

+ Hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam

+ Panem sanctumCalicem salutis

+ Omni benedictione caelesti et gratia

+ Locum refrigerii, lucis et pacis

+ Partem aliquam et societatem donare digneris…

+… Creas, sanctificas, vivificas, benedicis et praestas nobis…


Esta simetría de correspondencia (pendant) la podemos apreciar también en estos otros momentos de la Misa:


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Si consideramos de forma independiente las lecturas (con el Gradual o Tracto en el medio), el Ofertorio como recomendación de las ofrendas, que concluye con la super oblata unida por el per omnia al Prefacio y éste como antesala inseparable del Canon, la simetría no se pierde sino que adquiere una natural variación.


Los Kyries son trinitariamente simétricos. Obvia cualquier demostración.


Los himnos Gloria y Sanctus, al igual que el Símbolo de la Fe, concluyen con la signación sobre sí mismos del Celebrante y el Pueblo.


Por último los desplazamientos del celebrante desde el centro del altar hasta el cornu Epistolae y el cornu Evangelii que tienen lugar en diversos momentos de la celebración es otra manifestación gestual de la admirable simetría de la Misa Católica. Una en sí, rica en sus gestos, nada le sobra y nada le falta.


Oza creyó hacer algo bueno cuando los bueyes que transportaban el Arca del Señor de los Ejércitos estaban a punto de hacerla caer. Pensó que él podía ayudar “metiendo su mano”. Pero el Señor no aceptó su ayuda (Cf I Cr. 13, 9-13). Yo no me hubiera atrevido a lo Bugnini a poner mis manos en el Arca Santa de la Misa de San Gregorio y San Pío V. Pero el Dios de misericordia, así lo creemos, le habrá absuelto, porque no sabía lo que hacía…


P. Ismael


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Notas:


(1) “Los libros litúrgicos –como toda institución eclesiástica- no son irreformables. Por otra parte, ¿no se afirma que en el nuevo misal que se han destacado textos y ritos antiguos caídos en desuso? Este indulto (el de Juan Pablo II), por eso, se refería a la norma que había prohibido –mas no abolido la antigua Misa. Por lo tanto Juan Pablo II la había puesto de nuevo de relieve. En cuanto a la abolición, término que en latín significa supresión o destrucción- del misal de Pío V es evidente que es inimaginable. ¿Cómo puede ser que los liturgistas innovadores sostengan la abrogación y al mismo tiempo digan que el Vaticano II no quería crear un nuevo rito? ¿Consideran al Vaticano II más restrictivo que Trento? ¿Y son tan poco respetuosos de la libertad de los sacerdotes y fieles? ¿Se tolera la creatividad litúrgica, pero no la fidelidad a la tradición?


En fin, la editio typica III del misal romano no contiene ninguna cláusula que abrogue la forma antigua del rito romano. ¿Dónde están, entonces las pruebas de la abrogación? En consecuencia, el Motu proprio no ha generado confusión alguna, sino que reposa sobre sólidas bases teológicas”.


“El entonces cardenal Ratzinger escribía: “Los ritos pueden terminarse, si aquellos que los han usado en una época determinada hubiera desaparecido, o bien si las condiciones de vida de aquellas mismas personas debieron cambiar”. La autoridad de la Iglesia tiene el poder de definir y limar el uso de tales ritos en las diferentes situaciones históricas, ¡pero ella no puede nunca prohibirlos pura y simplemente! Así, el Concilio “ha dispuesto la reforma de los libros litúrgicos, mas no ha prohibido los libros precedentes”. Luego ha afirmado: “También es importante para la correcta concienciación en asuntos litúrgicos que concluya de una vez la proscripción de la liturgia válida hasta 1970. Quien hoy aboga por la perduración de esa liturgia o participa en ella es tratado como un apestado, y aquí termina la tolerancia. A lo largo de la historia no ha habido nada igual, esto implica proscribir también todo el pasado de la Iglesia. Y de ser así, ¿cómo confiar en su presente? Francamente, yo tampoco entiendo por qué muchos de mis hermanos obispos se someten a esta exigencia de intolerancia que, sin ningún motivo razonable, se opone a la necesaria reconciliación interna de la Iglesia”. (Cf. Joseph Ratzinger, Conferencia por el décimo aniversario del Motu Proprio Eclesia Dei, Roma, 24 de octubre de 1998 y “Dios el y el Mundo”, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2002, pp 393-394) NICOLA BUX, “La reforma de Benedicto XVI”, Madrid, 2009)


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VESTIMENTAS LITÚRGICAS

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“Tomó Rebeca vestidos de Esaú…, los mejores que tenía en casa,

y se los vistió a Jacob…; y con las pieles de los cabritos

le cubrió las manos y lo desnudo del cuello”

(Gén 27, 15-16)


También las vestiduras sacerdotales han sido blanco de la furia iconoclasta y reducidas o suprimidas en aras de un minimalismo que argumenta el uso del atuendo corriente de la era primitiva cristiana en las funciones de la liturgia.


Este “arqueologismo” insustentable mutó luego en muchos ámbitos hacia el abandono progresivo de todo signo por “motivos pastorales”: que el sacerdote sea uno más que no se diferencie del pueblo. Igualmente no faltan en el amplio mundillo de la moda clerical la aparición de híbridos tales como: estolas-casullas; albas-casullas; voladoras cogullas. E infaltables en nuestro continente, las estolas de factura incaica sin ningún símbolo cristiano, cuando no maya o azteca…


El Documento de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos del 25-03-2004 dice taxativamente: “Sea reprobado el abuso de que los sagrados ministros realicen la Santa Misa, incluso con la participación de sólo un asistente, sin llevar las vestiduras sagradas, o con sólo la estola sobre la cogulla monástica, o el hábito común de los religiosos, o la vestidura ordinaria, contra lo prescrito en los libros litúrgicos…” (cfr. Redemptionis Sacramentum, 126).


Con su raigambre en las antiguas vestiduras de los nobles romanos, -y si queremos remontarnos más atrás- en ornamentos sacerdotales y levíticos de la Antigua Ley- la indumentaria litúrgica destinada a la celebración de los Santos Misterios de nuestra Fe, entrañan, más allá de su “funcionalidad” ritual y su carácter distintivo en el orden de los ministros, un altísimo sentido espiritual.


El vestido en general es, en toda la historia de la cultura humana, un factor “termómetro” de la concepción antropológica y trascendente que haya imperado en esa etapa.


Destinadas a espiritualizar la “forma corporal”, las vestiduras talares (principalmente) han presentado a los ministros de la liturgia, “por encima” de la forma de vestir del seglar, creando así un compromiso de ser testigos vivos de lo que celebramos. No es superfluo o intrascendente que la Iglesia “revista” a sus ministros –por encima de su propio hábito- con otro ropaje propio de la acción sagrada.


Dejando para otra ocasión la interesantísima historia de la evolución de las vestiduras y ornamentos sagrados, sobre la que podemos leer con fruto textos cuidadamente científicos y católicos como los de Righetti o Gomá, vamos a detenernos en la significación espiritual que entraña para nosotros, sobre la base de la tradición, el revestir cada día los sagrados ornamentos [1].


Funcionalidad del origen, estilos… Más allá de ello, el sentido espiritual sigue teniendo una fuerza demostrativa tanto para el celebrante, como para el Pueblo de Dios, que merece sea revalorizada como fuente de piedad y expresión litúrgicas.


El sacerdote sube al altar al encuentro con el Dios vivo y verdadero, trascendente y sacramentado, “in conspectu divinae maiestatis tuae”, “revestido” o “sobrevestido” por la Iglesia, su Madre, quien como Rebeca a Jacob, recubre su pobre humanidad con los ropajes de Cristo –Sumo y Eterno Sacerdote- para que ofrezca al Padre la Víctima Inmaculada, por sus “innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los que están presentes, y también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos…” (Recomendación de la hostia, Missale Romanum, 1962).


No son nuestros méritos los que nos acreditan ante Dios. Son los méritos de la sacratísima Pasión y Muerte de Cristo Redentor los que nos hacen lo menos indignos posible de presentarnos ante Él. Al igual que Jacob, recubierto de las pieles de cabrito, el sacerdote se acerca a Dios para recibir de Él su bendición y ser otro mediador que atraiga del cielo toda bendición sobre la tierra. El Padre, como Isaac, no mira al sacerdote hombre, mira a su Hijo, perfecto Dios y perfecto Hombre que se inmola misteriosa, pero realmente sobre el ara.


Refresquemos la rica simbología de las vestiduras y ornamentos sacerdotales.


El Amito. (de amictus, cubierto, tapado), significa la fe, principio y fundamento de toda virtud, yelmo y escudo de salvación y también el velo con que fue cubierto el Rostro de Nuestro Señor. La oración para imponérselo pide a Dios aleje de la mente toda incursión diabólica.


El Alba. Llamada así por su color blanco, es una de las más antiguas vestiduras sacerdotales. Recuerda el vestido de bodas que entre los orientales llevaban los convidados (Mt, 22-12). Simboliza por su color la inocencia, la pureza y la castidad; por su forma la perseverancia. Los alegoristas han visto en ella la vestidura blanca con que Jesús fue escarnecido por Herodes.


El Cíngulo. Es un ceñidor de lino, seda o lana, con que se sujeta el alba. Significa la pureza y la mortificación. Cristo nos exhorta a esperar su venida ceñidos (Lc. 12,35). Simboliza las cuerdas con que fue atado Jesús en el huerto, al igual que los azotes que padeció atado a la columna.


El Manípulo. Era, entre los antiguos romanos, un pañuelo destinado a secar el sudor y se llevaba en el brazo izquierdo. Significa la soga con que fue atado Jesús a la columna; la compunción del corazón y la paciencia en los trabajos de la vida presente, con la esperanza de la futura gloria. Es signo del servicio sacerdotal.


La Estola.“Orarium. Era una larga “bufanda” que abrigaba el cuello. Se le da el sentido de inmortalidad y es la insignia por excelencia de la dignidad sacerdotal. La usa el sacerdote en las funciones propias de su ministerio.


La casulla (“pequeña casita”) También llamada penula nobilis o planeta. Su sentido tropológico es la caridad, alma de todas las virtudes y que lo cubre y llena todo. Su sentido alegórico es el vestido de púrpura con que fue cubierto Jesús, por los soldados en el Pretorio; y su sentido anagógico, la gracia prometida a quien lleva con buena voluntad el yugo de Cristo.


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Revestido de Cristo en su porte exterior, el sacerdote, deberá estarlo interiormente por la gracia, como hombre nuevo re-creado en la justicia y la santidad de la verdad. No exhibe ante Dios más que su rostro y sus manos desnudas. Sus ojos se dirigirán a Él y se volverán al pueblo para ofrecer la paz. Sus manos –que bendicen y consagran también están preparadas para los clavos de la Pasión que deberá ser completada en su vida. Y todo su ser es signo de renuncia al “estilo del mundo”. Lejos de ser motivo de ostentación, los paramentos sagrados son una lección de humildad. No es el gusto personal, sino el mensaje de la Iglesia Oferente el que llega a nuestros ojos. No vemos en el sacerdote al simple hombre de la calle. Vemos al hombre “cargado” con el yugo suave y liviano de su vocación sacerdotal. Al sacerdote enamorado de su Misa, no le pesan los ornamentos. Diré una perogrullada: como cualquier otro sentirá calor o frío, pero su amor nupcial (y esto es la Misa, señores: encuentro esponsal de Cristo con su Iglesia y sus sacerdotes) transforma toda contingencia climática en ocasión de entrega. ¿Quieren tener ustedes un rápido diagnóstico de la piedad sacerdotal? Observen, si pueden hacerlo, cómo se reviste y sobre todo cómo se quita el sacerdote los ornamentos. Una escena bien demostrativa de lo que digo es aquella de una tristemente célebre serie televisiva sobre la vida de un sacerdote inescrupuloso. Es sintomático el momento en el que el personaje se quiere casi arrancar los ornamentos al término de una Misa y se le enreda el cíngulo de tal forma que debe pedir ayuda a uno de sus asistentes… Es claro, no podía servir a dos señores. O mejor, al Señor y a la señora.


Es claro y manifiesto que el hombre vale por lo que lleva dentro. Pero es igualmente claro que “de la grandeza del corazón habla la boca”. Luego será claro que nuestra grandeza también se muestra en el vestir. Y nadie sobre la tierra tiene mayor grandeza que aquel a quien Dios ha revestido.


P. Ismael


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[1] El equilibrista Plazaola, en su “El arte sacro actual” (Ed. B.A.C.) critica las formas tradicionales de los ornamentos, entre otros el corte “guitarra” o romano diciendo que los celebrantes semejaban “coleópteros” con su dura coraza de brocato. Más viriles y sacros sin duda que las gigantescas casullas de lamé que le sentarían mejor a Joan Crawford que a un humilde hombre del altar.


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La identidad sacerdotal

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“spiritu principali confirma me…”

Ps. 50


La cultura imperante ha hecho de la provisoriedad y el constructivismo un postulado batiente en cualquier institución y expositor que se precie de “puesto al día”. En esa puesta constante al “día”, en la que el hoy mañana será superado. El perenne y saludable principio “in ómnibus rebus respice finem” (en todas las cosas mira la finalidad) ha sido reemplazado por la exaltación paroxística de la “metodología”. Me explico. Ya no importará tanto adónde vamos, sino el ir mismo. El estar en camino. El “méthodos” (plan, estrategia) importa más que la consecución del fin. Tanto impregna esta concepción a toda búsqueda de conocimiento que, para comprobar lo que decimos, en el área de las mal llamadas “ciencias de la educación”, la metodología en sí misma ha adquirido un puesto monárquico y absolutista al extremo de trabajar, por principio, en un constante y eterno replanteo de todo conocimiento. En un constante devenir hegeliano toda realidad será entonces objeto de reformulación. Sus propugnadores contarán siempre con oyentes asombrados por su dialéctica y sumisos a la hora de revisar de tiempo en tiempo la esencia de toda realidad, no dando nada por definitivo y haciendo de toda reforma (la que sea) un verdadero culto al que, cuanto más devoto fiel le sea, tanto más asegurado tendrá el aplauso de esta sociedad que, si hay algo que no sabe absolutamente, es adónde se dirige.


Porque no sabe lo que es y porque no sabe adónde va, siente la imperiosa necesidad de dibujar (sí, dibujar, ya que es incapaz de acabar un solo cuadro) el tan buscado e idolatrado perfil. Así nos encontramos que todas las instituciones han devenido en grupos de serios pensantes con cara de saber, que se sientan a pensar quiénes son. Naturaleza, roles, finalidad, justificación de la propia existencia, todo es objeto de una inacabable reformulación.


Se sientan a pensar padres, docentes, profesionales, grupos políticos, etc., etc., para descubrir quiénes son y legarle a la indefensa y virtualmente culpable siguiente generación la genialidad del propio perfil. “Crisis de identidad” se le ha llamado: eufemismo por inmadurez en el sentido más pleno del término. Y no podía quedar incontaminado el laboratorio teológico-pastoral de las mismas instituciones eclesiásticas (perdón por no decir eclesiales, señores aggiornados). Tanta búsqueda del perfil nos ha llevado a olvidar el mirar la cosas de frente.


Un deliberado regodeo en la duda


Quien constantemente se pregunta sobre su identidad es aplaudido por demostrar madurez y seriedad de pensamiento. Nada puede ya pensarse definitivo. El amor conyugal, entre otros conceptos victimados en nuestro tiempo, podría ser paradigma de lo que ocurre con la “identidad sacerdotal”. “Me quiere, no me quiere…” será el distraído juego de la margarita que va a decidir qué haré con mi vida.


Recuerdo que durante mis años de formación en el seminario, se me reprochó en más de una ocasión el “estar seguro”. Los pobres, sí, pobres compañeros que mostraban con cierto regodeo exhibicionista su inseguridad, su búsqueda constante del perfil, eran modelos de la “plena identificación con el –bendito- espíritu” de la formación. Plena identificación con el perfil del momento. Y los superiores, dibujantes a mano alzada de lo que a corto plazo sería el borroneo de la defección (vieron, señores, que no dije apostasía…).


No han bastado ni el mismo Evangelio, ni la Tradición Apostólica, ni el permanente Magisterio de Concilios y Papas para que lleguemos al añorado perfil… ¿No será que se habrá olvidado que la Iglesia ES DE Cristo? ¿Que Él dijo “… edificaré MI Iglesia.”? ¿No habremos llegado al límite del sacrilegio pensando y obrando como si Él hubiese hecho mal las cosas? ¿No son suficientes las definiciones del Apóstol sobre el perfil sacerdotal? Cuando dice (I Cor 4,1): “que nos tengan los hombres por ministros de Dios y dispensadores de los misterios de Cristo”, ¿qué quiso decir?


Si el perfil sacerdotal está sujeto a cuestiones tales como la cultura (o lo que queda de ella), el ambiente, los reclamos del mundo, el “triunfalismo” de los dueños del instante, y al “ármelo usted mismo” de las pretensiones del sincretismo religioso actual; entonces se ha hecho del estado sacerdotal la más lamentable de las vocaciones: la de la sal desvanecida.


Este perfil sacerdotal cuenta con sus máximas y sus modelos: no apasionarse por las verdades (del dogma y la moral católicos), el diálogo (que termina siendo un traspaso osmótico en el que el sacerdote lo pierde todo), no definirse, no chocar, con-fundirse con el pueblo, ser creativo en la liturgia, erigirse en especialista en cualquier materia temporal, multiplicar hasta el infinito las reuniones pastorales… todo, menos pelarse una hora las rodillas ante Quien debiera ser el Amor de su vida.


Y ahí nos tienen. Moviéndonos todo el día sin mover un corazón a la penitencia, sin “convencer de pecado al mundo”, sin convencimiento sobre la eficacia de los Sacramentos, ocultando nuestra condición de “segregados” por las mil y una razones que fueren. No contentamos al mundo ni servimos a Dios, ni a los hombres en lo que ellos necesitan de nosotros. Y el mundo, ya lo sabemos, es doblemente ladrón: primero nos robó a Dios y luego nos roba lo que creíamos obtener de nuestra inserción en él.


Despojado del sentido sobrenatural, el perfil del sacerdote viene a ser el del quijotesco “caballero de la triste figura”: un personaje sin sentido y un laico mal vestido. Escribía el Melifluo Doctor San Bernardo en su “Tratado sobre las costumbres y ministerio de los obispos” –que bien les vendría leerlo- : “…vos, sacerdote del Dios altísimo ¿a quién buscáis contentar con todo eso? ¿al mundo? ¿a Dios? Si deseáis agradar al mundo ¿para que os hicisteis sacerdote? Si queréis complacer a Dios ¿a qué permanecer mundano, siendo ministro suyo? Por eso yo digo que si todo vuestro intento es que el mundo se contente de vos, ¿cómo para eso os ha de aprovechar en nada el sacerdocio? El Apóstol exclama: Si contentara a los hombres, no sería siervo de Cristo (Gal 1,10)”.


Otro francés, Jean Guitton, indiscutido católico inteligente y nada sospechado de integrismo, se atrevió a advertir a los sacerdotes: “Los sacerdotes serán nuestros guías si permanecen en su propio terreno, que es inaccesible y necesario… Nosotros os pedimos ante todo y sobre todo, que nos deis a Dios, especialmente por medio de esos poderes que sólo vosotros tenéis: absolver y consagrar… Nosotros (los laicos) estamos dentro de lo relativo. Tenemos necesidad de ver en vosotros al absoluto que nos envuelve”.


¿Qué se perdió del “perfil”?


Siempre me ha impresionado al recitar el salmo 50 –el sublime llanto penitencial de David- el siguiente versículo: “Redde mihi laetitiam salutaris tui: et spiritu principali confirma me” (“Devuélveme la alegría de tu salvación: y confírmame con espíritu principal”). A mi juicio, aquí se encuentra la respuesta a nuestro interrogante. ¿Qué es lo que nunca podrá cambiar? ¿Cuál es la esencia metafísica y también “psicológica” de nuestro perfil? ¿Qué se ha perdido en los últimos tiempos del perfil que se busca sin querer encontrarlo? Porque encontrarlo obligaría a un cambio, el único cambio que el modernismo inconciente y enquistado no quiere hacer.


Después de haber pedido –con corazón contrito- la purificación y el perdón, el Rey Salmista ruega a Dios le conceda dos cosas: recuperar la alegría de saberse salvo con la salvación divina y ser confirmado en el espíritu principal. Voy a respetar la literalidad de la Vulgata y mantener el término “principal”. Podemos entender varias cosas y cada una de ellas nos aportará luz para ver cuál sea el espíritu sacerdotal. De ahora en adelante reemplazo el para nada bíblico termino “perfil” por “espíritu”. Así diremos, en lugar de “perfil sacerdotal”, “espíritu sacerdotal”.


¿Cómo concebir el “espíritu sacerdotal”? Acudamos a la expresión del salmo. “Espíritu principal” podrá ser vertido como “espíritu de príncipe”, “espíritu de principio”.


Primera acepción. El sacerdote debe ser confirmado en su “espíritu de príncipe”. Ha sido constituido en la dignidad más alta que un hombre pueda detentar sobre la tierra: siendo pobre, Dios ha hecho que “se siente entre los príncipes de la tierra”, lo ha “elevado desde el estiércol”. Espíritu de príncipe porque, siendo hijo de Dios por el Bautismo, mediante el sacramento del Orden y a su voz, Cristo mismo se le somete haciéndose realmente presente en sus manos temblorosas. Príncipe, porque es el primero que debe adorar, pedir perdón, ofrecer y dar gracias. Príncipe porque está al frente, “coram Deo” vuelto a Dios, presidiendo –en el auténtico sentido del término- Su Pueblo Santo.


Segunda acepción. El sacerdote es el hombre llamado a señalar “el principio”. Es el hombre que vuelve y enseña a volver al principio. Dios es el Principio de todo. Y el Principio de los principios. Y el sacerdote debe señalar los principios. Para que nadie se pierda, para que todos encontremos el “norte”, por no decir mejor el “oriente”. El Sacerdote orienta la creación hacia Dios, la religa.


Espíritu de príncipe, no principesco. Espíritu del principio, no principista. Él también es pastoreado, él también busca, como todo hombre, los principios, el Principio.


El sacerdote, ha dicho recientemente el Papa Benedicto XVI, "es hombre de la Palabra divina y de las cosas sagradas…” Luego, el perfil sacerdotal es el “espíritu principal”. Y en la recuperación de esta conciencia deberá centrarse el esfuerzo por purificar de toda la falsa palabrería que tanto daño le hace al sacerdocio católico y que tanto lo aleja de lo que Cristo quiso para sus “cristos”.


El Año Jubilar Sacerdotal promulgado por S. Santidad será ocasión para la responsabilidad personal de seguir buscando el perfil, o mirar de frente nuestras vidas y hacer de ellas lo que Jesucristo ha enseñado: "APRENDED DE MÍ..."


P. Ismael

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Obtulit in anathema oblivionis

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o cuando el amor condena.


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Entre los fuertes relatos de la Biblia sobre la historia del pueblo escogido, sembrados de guerras, episodios truculentos y derramamiento de sangre, no se le ocultará al lector menos asiduo de las Sagradas Escrituras, cómo tanto el Antiguo y el Nuevo Testamento hacen mención de cierta “consagración” (entrega) a Dios de determinados objetos y personas designada bajo el término anatema. Literalmente significa: colocado en alto, colgado de la bóveda para ser expuesto. Traducida de su origen hebreo (herem) pasa a la versión de los LXX, significando en el uso judío y luego cristiano “todo lo que es objeto de una maldición, y finalmente la maldición misma” (Cfr. L. Bouyer, “Diccionario de Teología”). Como se exhibían también objetos odiosos, como la cabeza de un criminal o enemigo, sus armas o despojos, anatema vino a significar cosa execrada.


Nuestro actual concepto teológico de “oblación” encontrará sin duda un serio escozor al considerar que pueda hacérsele a Dios cualquier forma de entrega violenta y entrega (o “consagración”) de algo no digno de Él. Doy por descontado que el enterado lector habrá de esforzarse por lograr en su mente una momentánea abstracción de los conceptos de justicia, derecho y humanismo con los que hoy se maneja nuestra moderna cultura y entenderá que la pedagogía divina, o ley de gradualidad en la Revelación, dejó que el hombre transitara sus caminos y permitió muchas cosas debido a la dureza de sus corazones. No podemos ser jueces de estos sucesos ocurridos hace miles de años en circunstancias sumamente particulares y, para nosotros, hombres de fe, sumamente sobrenaturales. Yo creo cada día más en la historicidad de la Biblia.


Recorramos brevemente algunos textos del A.T. que se refieren a esta extraña forma de ofrecimiento que Dios pedía y lleguemos al N.T. en el cual reaparece la incómoda y poco “pastoral” expresión.


Elegiré tres cuadros o episodios: el anatema de Jericó, el anatema de Saúl y el antema de Judith.


Primer cuadro: El anatema de Jericó: cuando Dios y la patria lo piden todo.


Conocemos sobradamente la vicisitudes del pueblo de Israel desde la salida de Egipto –y si queremos ir más atrás- desde la vocación de Abraham en Ur de los caldeos, hasta la posesión de la tierra de promisión, aquella Canaán que manaría leche y miel. Josué el siervo y sucesor de Moisés recibe del Señor la misión de introducir a su pueblo en condiciones nada convencionales con la diplomacia y el derecho de nuestros tiempos (Cf. Jos 6, 1-26). El mandato es irrenunciable: todo ser vivo debe ser consagrado al anatema (arrasado, eliminado), toda construcción destruida desde los cimientos. Nuevos habitantes, nueva ciudad. Cuando se quiere construir en serio, no en serie, ningún cimiento que no sea el puesto y ordenado por el Señor puede servir de base. Dirá Jesús más tarde: “a vino nuevo, odres nuevos”.


Segundo cuadro: El anatema de Saúl… Cuando el hombre se reserva algo para sí.


En I Sam, 14, 24; 15,1-35, Saúl pronunció el anatema contra el que comiese algo antes de la puesta del sol. Todo aquel que se hallaba comprometido caía en herem (anatema). También Saúl, al igual que Josué, recibió el mandato de borrar todo. Pero el iracundo y celoso rey, guardó lo mejor del botín (algunas buenas vaquitas): tuvo una cierta compasión interesada sobre el universo destinado al anatema y Dios lo rechazó y se “arrepintió de haberlo consagrado rey de Israel”. A Dios le agrada más la obediencia que todos los sacrificios. Aquí vemos una purificación y espiritualización de la enseñanza de la Escritura más alta que en el episodio anterior.


Tercer cuadro: el anatema de Judith, la ofrenda más perfecta.


En el capítulo 16, versículos 22 y 23 del libro que lleva su nombre, la heroína judía ofrece los muebles, las armas y el conopeo de Holofernes, para anatema de olvido, o monumento de olvido. El texto de la Vulgata latina lo dice impresionantemente: “obtulit in anathema oblivionis”. Nos deja helados. Se trata de algo que no hubiésemos imaginado: que la finalidad de este “anatema” sea el olvido. Genial, maravilloso. No se pondrá tanto el acento en la mera destrucción “oblativa” cuanto en la finalidad de dicha ofrenda: el olvido. Es el grado más perfecto. Olvidarlo todo. Olvidar incluso el mal que hemos recibido. Olvidar es el mejor premio y el mejor castigo. Creo que Judith no se hubiese alistado en una agrupación “Ni perdón ni olvido”. Ella venció al enemigo de su pueblo de la mejor manera: olvidando. El olvido es una forma perfectísima del amor. San Pablo se propone: “olvidándome de lo que quedó atrás, me lanzo hacia adelante…” y San Juan de la Cruz cantará: “dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”. En una de sus cuentas de conciencia, el mismo santo, propone el “olvido de lo criado”.


Y a nosotros que llevamos en nuestro interior interminables listas de agravios, rancios rencores, antipatías, memoria de duelos y pérdidas afectivas, recuerdos sucios, bien nos haría consagrar al olvido –total, definitivo- aquellas prendas idolátricas que pudren el corazón. Porque guardarse esas cosas en el pecho, como lo hicieron aquellos soldados muertos que encuentra Judas Macabeo en el campo de batalla, revela que no hemos terminado plenamente con la incineración de todo lo que no es de Dios en nuestra vida. Destruir aquellas cartas, quemar esas fotografías, romper la colección de mentiras que nos dijeron y dijimos y arrasar los pequeños grandes botines mal habidos que se metieron en las grietas del alma, puede ser un buen comienzo en la sublime tarea de mirar de frente a la Verdad.


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Nuestro Señor Jesucristo nos enseñará en la Nueva Ley :“Yo no he venido a condenar sino a perdonar”; “Yo tampoco te condeno, vete y no peques más”; “No condenéis, y no seréis condenados…” Pero al lado de estas máximas de misericordia encontramos estas otras sentencias terminantes: “El que no cree ya está condenado”; “Id al fuego eterno, malditos…”


¿Cómo realizar entonces la lectura anagógica y cristiana de aquellos textos que la fe nos enseña que preparan el Evangelio y llegan en él a la perfección? ¿Cómo encontrar el auténtico sentido espiritual en aquellos episodios que han sido escritos “para nuestra edificación”?


Dice S. Pablo en Rom 9,3: “Yo desearía ser anatema de parte de Jesucristo”; otros traducen de esta manera: “Yo deseo separarme y consagrarme por Jesucristo a la salvación de mis hermanos”. Aquí el sentido de “anatema” revela un horizonte de amor insospechado: la voluntaria elección de ser excluido como precio de rescate para que muchos se salven.


¿Cómo olvidar sin dejar de amar? ¿Cómo “anatematizar” amando?


Sólo el misterio íntimo del ser divino pude darnos una aproximación a la respuesta: en Dios no hay oposición entre sus divinos atributos de misericordia y justicia. El conflicto lo encontramos nosotros que podemos pasarnos de un lado u otro, siendo injustos. Dios, y también la Comunidad de los Santos, es decir la Iglesia, son justos y aman cuando condenan. Porque siempre su condenación se dirige, fundamentalmente, no a la persona, sino al error, al pecado; la biforme tiniebla que amenaza a los hombres.


Ello supondrá muchas veces el dolor sensible de algunas personas; pero el bien del Cuerpo Místico –al igual que el bien común del Pueblo de Israel conducido por Josué- exige rehacer el bien desde los cimientos.


No debemos identificar anatema con hogueras, Inquisición y otros espantajos que la maliciosa historia escrita por la inquisición protestante ha lanzado en su momento sobre la Iglesia y que hoy encuentra buen terreno en la ignorancia de los católicos afectados de un enfermizo “meaculpismo” que nada ha entendido de la Revelación tal como nos la presentan los Libros Santos.


Y siempre quedará algo en medio de aquellas ruinas: Rahab, la meretriz, por haber recibido y protegido a los enviados de Josué, mereció salvarse ella y su familia. Muchas como ella, nos enseñó Jesús, nos “precederán en el Reino de los Cielos”. Dios sabe ver en lo profundo de las aguas turbias del corazón humano. Y nosotros no somos capaces de ver sus signos en el cielo.


Muchas cabezas de Holofernes contemporáneos debieran consagrarse al anatema, y lo más importante: entregar sus ideas heréticas al anatema del olvido…


Si Dios bendice o condena, ¿Quiénes somos nosotros para decir lo contrario? ¿No será que no hemos leído las Escrituras?


P. Ismael


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