“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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“Palabras irreales”

“Propongámonos sentir lo que decimos,

y decir lo que sentimos”

(Bto. J. H. Newman)

 

 

 

Dedico este post a los que me han mentido,

y a quienes yo les mentí…

 

 

 

 

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Uno de los sermones más brillantes de Newman, en el que junto con su aguda visión de la realidad y su profundo conocimiento de la Escritura, muestra sin ocultamientos su más fina ironía, es el que conocemos bajo el título “Palabras irreales”.

 

Dejemos en claro que cuando asumimos la profesión de una religión comenzamos a manejar una serie de términos y palabras riesgosas como el filo de un bisturí.

 

A propósito del pasaje del libro Josué, en el que el sucesor de Moisés pone en apuros al pueblo israelita en Siquem, que fluctuaba entre seguir al Señor o volverse a los falsos dioses, Newman demuestra que muchas veces las expresiones que creemos provienen de una convicción religiosa, no son más que una irrealidad y concluye de ello que “la irrealidad… es un pecado; es el pecado de cada uno de nosotros, en la misma proporción en la que nuestros corazones son fríos o nuestras lenguas caen en excesos”

 

Según la acertada afirmación de Mons. F. M. Cavaller –uno de los más finos conocedores y difusores de la vida y obra del Beato Cardenal- en la introducción al sermón que nos referimos, “el verbo favorito de Newman para expresar la actitud del hombre frente a la realidad, es precisamente to realize, que no tiene igual en castellano, y traducido podría decirse tomar conciencia o darse cuenta…”

 

El texto en cuestión podemos leerlo detenidamente en el capítulo 24 del Libro de Josué que refiere la gran Asamblea de Siquem, añadido después del Destierro, pero de auténtica tradición antigua.

Nos llamará la atención la insistencia de las palabras con la que Josué parece no creer demasiado en las manifestaciones y promesas de fidelidad del pueblo referentes a optar por la fidelidad al Dios de sus Padres.

 

Newman dirá de los cristianos de su tiempo (que en esto sigue tan actual y conectado con el nuestro), son proclives a las declaraciones. “Éste es un tiempo en el que correcta o incorrectamente hay tanto de juicio personal, tanto de separación y diferencia, tanto de predicación y enseñanza, tanto de derecho de autor, que él mismo implica la declaración, la responsabilidad y recompensa personal de un modo peculiar…

No será salirnos del tema si en conexión al texto bíblico inicial consideramos algunas de las muchas maneras en que las personas, en esta u otra época, hacen declaraciones irreales, y viendo no ven, y oyendo no oyen, y hablan sin dominar o intentando dominar su palabras…”

 

Pasando por la forma insustancial en el hablar, hasta la impúdica actitud de hablar de lo que no se conoce suficientemente y de la inestabilidad de la opinión popular, Newman recorre distintas situaciones ejemplares que ilustran esta propensión –y más que ella- que los hombres tenemos hacia las palabras irreales.

 

No es la intención de nuestro comentario ni glosar ni transcribir el brillante sermón que bien podemos buscarlo y meditarlo con gran fruto y pasmo por su vigor radiográfico y añadir situaciones, multiplicar ejemplos, según la propia experiencia.

Lo que uno escribe, lo escribe primariamente para uno, no sabiendo muchas veces si alguna vez será leído. El presente comentario tiene en mi pensamiento y mis apuntes bastante tiempo. Serán algunas consideraciones personales sobre esta triste realidad tan nuestra y tan común entre católicos (o no) de basar nuestras declaraciones en palabras irreales, las que generalmente corresponden a conceptos irreales.

 

Josué ya era un hombre mayor, con experiencia humana y divina sobre la propia vida y los vaivenes de un pueblo que siempre daba muestra de marchar en su larga procesión al compás de un paso adelante y dos atrás.

Y digamos, no sólo por su misión venida de lo alto, sino por un objetivo conocimiento de la historia reciente y pasada de su pueblo, se muestra entre escéptico y enérgico ante aquellas protestas, aparentemente sinceras, de fidelidad incondicional a Dios y a él, sucesor del manso y gran Moisés.

 

En nuestra vida podemos constatar con una mezcla de pena, indignación, decepción y sospecha, la fragilidad de tantas promesas personales y ajenas acerca de la fidelidad a toda suerte de compromiso, a los juramentos brotados en momentos de alta emotividad afectiva, a los pactos “sellados con sangre del corazón”, a los “para siempre” de nuestros amores, convicciones o procederes, tengan ellos por objeto la vinculación con Dios o entre nosotros.

Aquel pueblo se encontraba, al igual que nuestra cultura, en una constante adolescencia e inmadurez. La variabilidad del ánimo lo acompañaba en cada acontecimiento histórico o familiar.

Invito al lector a elaborar mentalmente -¿y por qué no un listado escrito?- de cuantas veces ha sido el autor o la víctima de semejantes palabras irreales.

Parece que al hombre se le escapan siempre las palabras más nobles y una vez pronunciadas, llevadas por el viento de su interminable adolescencia, terminan siéndole irreconocibles para sí mismo.

 

Existe como una incontinencia verbal que nos lleva a decir lo que el otro desearía escuchar, a halagar sus oídos, conquistar su corazón, asegurarnos su favor y beneficios. Algo así como lo del tango: “…hoy un juramento y mañana una traición…”

Cada vez que oigo expresiones tocadas en esta cuerda, armadas en esta clave y con octavas tan osadas, no puedo evitar imaginarme el final lamentable de una sinfonía mal compuesta.

Van entrando uno tras otro los diversos instrumentos, van haciendo gala de sus propios sonidos, pero el ejecutante no se escucha. O más bien se escucha demasiado: tan fascinantes les suenan sus palabras que el propio oído no atiende al corazón, donde debiera residir la partitura.

“Todas estas grandes palabras –cielo, infierno, juicio, misericordia, arrepentimiento, obras, el mundo presente, el mundo venidero –son poco más que “sonidos sin vida ya sea de órgano o de arpa” en sus bocas y oídos, como la “canción encantadora del que tiene una voz agradable y puede tocar bien un instrumento”, como los cánones de la conversación o la urbanidad de la buena crianza” (op. cit.)

 

Esto supuesto que el sujeto padezca el autoengaño, tan frecuente en espíritus que confían en que sus expresiones adecuan con el pensamiento. Los podríamos llamar superficiales.

Pero encontramos un género más peligroso que el que acabamos de describir: el de aquellos que pretenden engañar, los que simulan, los “diplomáticos”.

En cualquier caso tal vez deban arrepentirse de una palabra dicha para salir del paso, por un cumplido.

Nuestro Señor Jesucristo nos ha enseñado a medir cuidadosamente nuestras palabras, nuestras afirmaciones: de ellas nos pedirá cuenta.

En la parábola de los dos hijos (Cf Mt 21, 28-32) nos enseña cuál es el auténtico valor de la palabra: aunque inicialmente respondiese a un estado de ánimo no bien dispuesto, la conducta final del hijo que dijo “no voy” es la que en verdad cumple la voluntad del Padre.

 

Nuestra época es un tiempo contradictorio como ninguno.

Por ser reductivos y simplificar en dos tipologías las palabras que oímos podríamos señalar un innumerable conjunto de personas que dice cualquier cosa, lo que se le viene, no a la mente, sino directamente a los labios y por otro, tal vez el más peligroso: el que piensa que por el mero hecho de decir lo que debiera decirse, lo adecuado, lo perfecto, ya tenemos recta intención y, por tanto, somos honestos.

Sermones, escritos, documentos, pronunciaciones, manifestaciones, marchas, charlas supuestamente fundadas en el afecto amical, promesas solemnes o simples compromisos, cumplidos, educación afectada de untuosidad y formalismo, rigidez principista, etc., etc., son campos profundamente afectados por la mala hierba de las palabras irreales.

¿Falsedad? ¿estupidez y debilidad humanas? ¿deseo inmoderado de caer siempre bien frente al ocasional o estable interlocutor? ¿imperativo de cumplir las consignas de una convivencia que no merece semejante nombre?

 

Dirá Newman: “Los jóvenes que nunca han conocido el dolor o la ansiedad, o los sacrificios que la experiencia involucra, comúnmente carecen de esa profundidad y seriedad de carácter que solamente pueden dar el dolor, la ansiedad, la abnegación. No insisto en esto como una falta, sino como una realidad pura que frecuentemente se ve…”

 

Sean malos o estúpidos, el trato con tales sujetos, siempre lastima y afecta la respuesta que podamos darles a tales palabras: nosotros mismos caemos en lo irreal.

 

Y lo que decimos de los individuos, podemos aplicarlo a la situación de la Iglesia en tiempos en que el amor se ha enfriado y la fe desvanecido. No seré yo quien lo describa. Le dejo la palabra al mismo Newman:

 

“El sistema total de la Iglesia, su disciplina y ritual, son todos en su origen el fruto espontáneo y exuberante del principio real de religión espiritual en los corazones de sus miembros. La Iglesia invisible se ha convertido en la Iglesia visible, y sus ritos y formas externas se nutren y animan por el poder vivo que habita dentro de ella. Así, cada una de sus partes es real hasta en los más diminutos detalles. Pero cuando las seducciones del mundo, las concupiscencias de la carne han devorado esta vida divina interior, ¿qué es la Iglesia exterior sino un vacío y una burla, como los sepulcros blanqueados de los que Nuestro Señor habla, un memorial de lo que era y ya no es? Y aunque confiamos en que la Iglesia en ninguna parte está totalmente abandonada por el Espíritu de la Verdad, al menos de acuerdo a la común providencia de Dios, no obstante ¿no podemos decir que en la medida en que ella se aproxima a este estado de mortandad, la gracia de sus ceremonias, aunque no invalida, fluye, pero sólo como corriente muy escasa e incierta?”

 

P. Ismael

 

 

 

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Peligrosas mixturas

“Lo mismo que a los jesuitas se les suele imputar

falsamente todas las cosas posibles, así exactamente

o bien parecido acaece con los judíos”

Edith Stein

 

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Quien se encuentre medianamente informado de los dimes y diretes y pretensiones de quienes se han erigido en censores inapelables de la más pura ortodoxia católica, habrán notado la curiosa mixtura y maridazgo –absolutamente arbitrario como un “collage” surrealista compuesto a su criterio en el que se pegotean posturas, doctrinas y sentencias que imbrican dogma, teología, historia y una alarmante Veltanschauung (cosmovisión) de la sociedad y el mundo cristiano.

 

Quiero referirme brevemente al caprichoso pegote que muchos católicos derechosos –que deshonran a los auténticos católicos fieles a la Tradición de la Iglesia y ponen en grave peligro lo poco que se intenta salvar de la demolición (externa e interna) que la Iglesia de Cristo viene sufriendo desde hace algo más que 50 años.


Ese “pegote” mistongo, cuyo resultado es un mutante de la auténtica Fe Católica ha engendrado un curioso cuadro variopinto y de figuras que tienen tanto que ver entre sí, como la manteca con la ley de Newton.


En especial en nuestra Argentina (como también en Latinoamérica) que hace tiempo viene comiendo de las migajas que caen de la mesa infectada de la ya no tan opulenta y epulona Europa, nos encontramos con grupos que han asociado sin demasiado examen realidades cuya conexión intrínseca se halla sólo en la mente de sus creadores.


Así nos encontramos con quijotescos defensores de la ortodoxia católica que han incluido en su puchero elementos cohesionados por algún motivo que alguna vez quisiera comprender qué lógica teológica tienen.


Este es el menú: estos sectores (o cuasi sectas) hilvanan sin dificultad alguna:


1) Defensa de la Tradición ininterrumpida a las enseñanzas de la Iglesia.

2) Lucha por la recuperación de la maltrecha liturgia romana.

3) Restauración de una cristiandad, de la que el mismísimo Newman tenía dudas si alguna vez existió tal como pensamos que la concretaron los cristianos de los siglos heroicos de la fe.

4) Una suerte de nacionalismo de corte folklórico.

5) Adhesión a los sistemas militares que establecieron –dicen ellos- el supuesto orden moral que la sociedad necesitaba.

6) Simpatía y algo más por el nazismo.

7) Antisemitismo manifiesto y negación del holocausto.


De estos tópicos señalados, no podemos más que sostener –a riesgo de no ser católicos- los 3 primeros.


Es mi propósito manifestar mi dolor por la obstinación en sustentar el séptimo.


En lugar de ver la innegable voluntad del Santo Padre Benedicto XVI de contar con aliados que le sostengan en su heroico y casi desmesurado intento de devolver a la Iglesia la liturgia de siempre, fundada en su Tradición y con ello la ocasión para que muchísimos fieles tengan la oportunidad de contar con un clero católico, que les predique las verdades católicas y celebre el culto católico para gloria de Dios y santificación de los católicos, se empecinan en el injusto retorno a presentar una Iglesia falsamente afectada no sólo de ignorancia histórica, sino de manifiesto antisemitismo.


No me extenderé en algunas distinciones que serían necesarias para entender bien a fondo las raíces de un tema tan delicado. Me limito solamente a señalar la distinción entre “hebraísmo” y “judaísmo” y recordarles a estos señores la enérgica afirmación de S.S. Pío XI (nada sospechoso de progresista pro-judío): NO SE PUEDE SER CATÓLICO Y ANTISEMITA.

El entonces Secretario de Estado, Cardenal Pacelli, en un sermón durante los ritos de consagración de la Basílica de Lisieux, condena el racismo de Alemania. Gebbels lo ataca ferozmente.

El 17 de marzo de 1937 Pío XI publica la “Mit brennender sorge” condenando la “falsa moneda” del racismo y las “liturgias” del Reich(1)

En 1938 Mussolini prohíbe a los hebreos cualquier clase de ejercicio de profesiones (médicos, abogados, profesores, etc.)

La Encíclica que preparaba Pío XI (cuya redacción encargó al jesuíta J. Lafarge y el asesoramiento de Pacelli) nunca se publicó: el Papa muere repentinamente. Suspicacia: uno de sus médicos era hermano de la amante de Mussolini.


Negar el “holocausto” es una tamaña brutalidad como querer imponer la fe con la tortura.


A causa de este creciente y lamentable movimiento, el descrédito de los desinformados en materia de religión, se extenderá también a un creciente número de movimientos y sociedades sacerdotales que luchan con valentía por la restauración católica que vale la pena. Y la pérdida será muy grande.


El progresismo se hará más rabioso y terminará por perderse lo poco que se viene recuperando.


En concreto, y para no abundar en los numerosísimos testimonios de todo lo que la Iglesia con corazón angustiado y solicitud maternal hizo en tiempos del Angélico Pastor Papa Pacelli, quiero traer solamente a la meditación del lector el párrafo final del testamento de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Teresa Hedwig Stein), “verdadera judía”, como la podría haber llamado otro verdadero judío PABLO DE TARSO (¿lo conocen, verdad?) que supo hacer carne el llamamiento del Unico Dios Verdadero a la aceptación del misterio de Cristo, y como sapientísima filósofa cristiana supo “tomistizar” a su maestro Husserl.


“Desde ahora acepto con alegría, y con absoluta sumisión a su santa voluntad la muerte que Dios ha preparado para mí. Pido al Señor que acepte mi vida y también mi muerte en honor y gloria suyas; por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María; por la Santa Iglesia y, especialmente, por el mantenimiento, santificación y perfección de nuestra Santa Orden, en particular los conventos Carmelitas de Colonia y Echt, en expiación por la falta de fe del pueblo judío y para que venga a nosotros su Reino de Gloria, por la salvación de Alemania y la paz del mundo. Finalmente por todos mis seres queridos, vivos y muertos, y todos aquellos que Dios me dio. Que ninguno de ellos tome el camino de la perdición”


Lean los que desestiman la verdad histórica y la extensión del holocausto la biografía de su hermana de religión Sor María Renata Posselt.


Recuerden que el recrudecimiento de la persecución y exterminación de los judíos en Holanda alcanza su máxima ferocidad a partir de la carta pastoral de la Iglesia Católica en ese país que fue leída el 20 de julio de 1942 en todas las iglesias. Dicho sea de paso que Pío XII quería evitar este pronunciamiento porque temía la feroz represalia nazi.


Recuerden que en la barraca que habitó desde el 2 de agosto hasta el 9 (día de su muerte en un horno de gas en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau) junto a su hermana, la terciaria carmelita Rosa Stein, y 300 personas entre las que se encontraban numerosas religiosas y sacerdotes, se prodigó con ejemplar amor cristiano en la atención de numerosos niños que descuidados por la desesperación en que sus madres se encontraban, hallaron en ella todo el consuelo del que era capaz su corazón.


“…como bienvenida recibieron el comunicado de que el Campo quedaba castigado por dos o tres días. Si no recuerdo mal, había “robado” uno de los hambrientos detenidos pan seco tirado. El resto estaba de pie. Entre los que aún estaban de pie, vi a lo último al inexorable adversario de Tercer Reich y Director General Dr. Lazarus, un valiente católico como todos aquellos que habían llegado…


No quiero silenciar que durante todo el día se les golpeaba y maltrataba. Pero aquello se podía soportar. Más penoso era ver el estado en que se encontraban muchas mujeres… En aquellos momentos manifestó Edith Stein su esforzado ánimo. Hay que recordar que fueron puestos en libertad todos los que habían sido detenidos por equivocación, como protestantes, ortodoxos griegos (búlgaros) etc...” (Testimonio del Dr. Lenig).


Lean, señores, la noticia de “L’Osservatore Romano” (1947) “Del judaísmo a la Universidad y al Carmelo”:


“Sor Benedicta había nacido en 1891 y fue secuestrada en 1942 por manos de los nazis… El 2 de agosto de 1942 se paró un coche de la policía nazi delante del monasterio. Se le dieron cinco minutos a Sor Benedicta para prepararse para el viaje. Como gran condescendencia se le alargó a diez minutos el plazo del tiempo concedido. Seguidamente la llevaron juntamente con su hermana Rosa y otras víctimas desconocidas.

A su llegada… recibió fuertes golpes, fue arrojada a la cárcel y después muerta en una cámara de gas o precipitándola en una mina”.

 

 

Recuerden también los centenares de judíos acogidos por Pío XII en las diversas Basílicas de Roma y numerosos conventos (la Canónica de San Pedro, San Calixto, la Tiberina, S, Pablo Extramuros, Castelgandolfo) Detalle de notar: la Guardia Palatina que contaba a la fecha de la coronación del Papa Pacelli con 400 miembros, fue elevada en aquellos años a 4000. Uno de los tantos recursos caritativos de la Iglesia por hacer lo que podía frente ante tanto horror…


Señores católicos tradicionalistas pro nazis, siento pena por ustedes y vergüenza de su farisaica ignorancia; me ruboriza que nos parezcamos tanto: defendemos la Tradición, amamos la Misa de siempre, deploramos los errores del modernismo y el progresismo, lloramos la pérdida progresiva del sentido de lo sacro del clero y de muchísimos obispos, queremos una civilización cristiana…


Siento, como expresaba con pesar Pío XII un profundo dolor por la persecución de tantos hombres, que sin culpa propia, en razón de su credo y su raza… Pero no quiero sentir lo mismo que ustedes sienten: el odio.


Por ustedes pido lo mismo que Jesús Crucificado pidió por sus verdugos y también pidieron miles de judíos católicos o no, porque aunque muchos reclamaron su Sangre, como lo enseña el Príncipe de los Apóstoles –judío él también- “lo hicieron por ignorancia” (Cf. Act 3, 17).


Ustedes, también obtendrán el perdón: son bastante ignorantes.


P. Ismael


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(1) Llamativamente la Encíclica – de un contenido no sólo histórico contingente sino de gran importancia teológica y filosófica- no figura en el más famoso y usado Enchiridion de documentos del Magisterio de la Iglesia, iniciado por Henrich Denzinger (1819-1883). A partir de 1908, bajo la dirección de Bannwart, recibirá el título de Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum.  Hasta 1921, se  añadirán pocas cosas (juramento antimodernista, declaraciones de la Comisión Bíblica) Karl Rahner se encarga de la publicación de la obra desde la 28ª edición hasta la 31ª. En 1963 Adlof Schöenmetzer realiza una profunda refundición de la obra incorporando 150 nuevos documentos, etc. Eliminó una serie de textos que por su dureza (según la crítica de Maron y Fenton) hubieran sido contraproducentes al movimiento ecuménico. También se observó reducir al mínimo la infalibilidad del Magisterio eclesiástico y convertirse en el propagandista de una deplorable corriente teológica de la época (citamos la misma introducción  ed. año 2000). Peter Hünermann, el último corrector y amplificador, conforme a los planes trazados por Schöenmetzer, además de incluir el Concilio Vaticano II, llega a buena parte de la documentación de Juan Pablo II.


Por lo visto, no sólo se omitieron documentos “contraproducentes” al movimiento ecuménico, sino a la pura sangre de los compiladores.


Para quienes deseen apreciar la riqueza del documento del Papa Ratti, aquí ofrecemos un vínculo:


MIT BRENNENDER SORGE