“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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ad quem ibimus?

quo vadis Carracci

Quo vadis?  Annibale Carracci 

 

 

 

El final casi esperado del “Discurso del Pan de Vida” (Jn 6, 22-72) viene resaltado por tres “rápidas y electrizantes” reacciones que colocan al lector en la exacta situación de dramático temblor que suscitó y suscitará en todas las generaciones de cristianos la revelación ascensional de Jesucristo, quien a partir del interés materialista y mesiánico de quienes le aguardaban en la otra orilla, tras la multiplicación de los panes, los introduce en el gran misterio de Su presencia en la Eucaristía.

 

Sin detenernos en los considerandos de la estructura de este discurso, sin desentrañar el profundo contenido de la doctrina de la Presencia Real, como en la necesidad de este Sacramento para la plenitud de la Vida que vino a darnos el Redentor, vamos a reflexionar sobre esas reacciones que calificamos de “nerviosas” que Juan destaca en su relato.

Aclaramos que estos nervios que intentaremos analizar, son en cada quien, de diversa procedencia y calidad.

La respuesta de los oyentes del Señor es doble, una verbal y otra, diríamos de “actitud”.

 

Cuando Jesús terminó de hablar, habiendo tenido diversas reacciones por parte de los judíos, “muchos de sus discípulos que esto oyeron, dijeron: Duro es este razonamiento, y ¿quién lo puede oír?” (6, 61)

“Y desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y no andaban con él” (v 67)

Todo tenía un límite. Hasta aquí llegó la fe y la confianza de aquellos hombres.

Pero no sólo su fe en Jesús, sino además sintieron que su inteligencia estallaba ante algo que no cabía en ella…

Habían caminado bastante con Él. Habían aceptado muchas exigencias e intentaban –sólo Jesús lo supo bien- forzar sus razonamientos ante las paradojas del Evangelio. Pero aquello fue demasiado. ¡Comer su carne! ¡Beber su sangre!

 

La segunda reacción electrizante es la firmeza de Cristo.

El Señor nunca retrocede ante sus afirmaciones. No rectifica. No corrige como los filósofos o los teólogos sus sentencias. A lo sumo las retoca: “habéis oído que se dijo, pero Yo os digo…”; “pocas cosas son necesarias, más bien una sola es necesaria”.

Jesucristo no es un político ni un líder religioso que tema perder adeptos, no es un maestro que busque metodologías digeribles a toda costa, no es un pastor de almas que revuelva en la casuística en busca de una solución prudente, equilibrada, adecuada a los tiempos que corren.

Cuando dice , es . Cuando dice no, es no.

¿Se descolocó el Maestro ante la fuga de discípulos que amenazaba disminuir notablemente su “feligresía”? ¿Los llamó para una conciliación basada en el diálogo y la exposición al menos franca de lo que cada uno quisiera haber comprendido?

En modo alguno.

Supongo que los cultores del diálogo a toda costa pasarán por alto la respuesta de Jesús… No es para nada ecuménica.

Cortada la interlocución con quienes libremente tomaron una decisión, y a pesar de la mansedumbre y dulzura sostenida durante todo el discurso (llevado, como decíamos en esa ley de gradualidad de la revelación) inesperadamente se vuelve ahora a los doce:

“Y vosotros, ¿queréis también iros?” (v. 68)

 

El que dijo “si alguno quiere seguirme…” será consecuente siempre con aquella suprema facultad otorgada al hombre desde la creación: el libre albedrío.

No hay “obligación” de seguir a Jesús. Quien lo hace, acepta sus condiciones.

El Señor, miró y amó al joven rico que mostraba interés en un vuelo más elevado que el resto del vulgo. Y mirándolo fijamente le dirá: “si quieres…”

¿Y si no quiero? ¿Me espera la condenación, la perdición eterna?

Ninguna pista nos ofrece el Evangelio más que el comentario triste de Jesús acerca de las dificultades que encuentran los ricos para entrar en el Reino.

Habla de dificultades. No de imposibilidad.

Pero siempre respetará la libertad.

Lo que no puede admitirse en ningún caso es la falsificación de su doctrina, la libre interpretación de sus mandatos.

No diremos nada nuevo si simplonamente afirmamos que el Evangelio es cuestión de tómalo o déjalo.

Un comentarista de peso, como el Cardenal Gomá, llega a sostener que Jesús, aunque afectado sin duda por la deserción de tantos discípulos, estaba dispuesto a quedar incluso sin sus Apóstoles. Pero Él ya sabe que creen.

 

Y ahora llegamos a la tercera intervención “electrizante”.

Una vez más, como tantas en el Evangelio, será Pedro protagonista.

El toma siempre la palabra en nombre del colegio apostólico. Pero habla desde la sinceridad de su corazón que no había reservado nada para sí.

Pero el evangelio jamás oculta su inocentona presunción, sus ímpetus que no conocían la mesura, al igual que la confianza desmedida en unas fuerzas que también podían abandonarle en los momentos difíciles…

No será Pedro el que deje largos silencios en circunstancias de este tipo.

Su respuesta es de un profundo amor y convencimiento de que fuera de Jesús no hay refugio.

“Señor, ¿a quién iremos?

Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (v. 64)

 

Es aquí, una vez más, que Pedro hablará por instinto e inspiración del Padre que está en los cielos. No es ni la carne ni la sangre quien esto le revela.

Más bien, si considerásemos la respuesta desde “la carne y la sangre”, su traducción sería algo así como “ya que no tenemos otra alternativa…”

Pero su ad quem ibimus?, no es un sinónimo de nuestro “¡Qué le vamos a hacer!”

Aún así, me atrevo –prescindiendo del fundamento que el Espíritu le sopla a Pedro para seguir con Jesús- a ver en aquellas palabras del simple y tosco Simón Pedro, un paradigma de lo que yo llamaría la resignación de la fe.

 

Y lo explico desde nuestra pobrísima, pero real experiencia.

Aunque carecemos de la experiencia singularísima de los Apóstoles que vieron, oyeron y tocaron al Verbo de Vida , de una forma asimilable, también, a nuestro modo, somos testigos de cotidianos milagros en nuestra vida de creyentes: no nos han faltado ocasiones de ser protagonistas de verdaderos milagros producidos por la doctrina de Cristo.

Sin embargo, nuestra fe es constantemente puesta a prueba por innumerables instancias provenientes de muchos flancos, siendo las más dolorosas las que se generan en el seno mismo de la Iglesia.

Humanamente no vemos salida a la confusión, la superstición, el relativismo, la desacralización y tantos otros males que nos aquejan “ad intra”, en el torrente mismo de la vida de la Sociedad fundada y querida por Jesucristo.

 

Otra fuente copiosa de pruebas son los males que provienen del mundo –servidor de los espíritus del mal- y nuestra propia carne, siempre pronta a clamar por sus derechos.

El “¿a quién iremos?” también podemos traducirlo como el grito del hombre decepcionado. (*)

La decepción, el desengaño, de suyo, no constituyen un pecado. Tal vez sean la consecuencia ineluctable de la condición humana.

¿Es empobrecer el concepto de la fe, pensar que pueda actuar como camino de resignación?

No es su función principal. Pero la resignación puede ser un camino de vuelta.

Si re-signar, puede interpretarse como re-significar, asignar otro sentido, volver a marcar, no creo que sea pensar fuera del Evangelio que cualquier desengaño “criatural”, del orden que fuere, es lo más humano –y a la vez, lo más divino- que nos pueda pasar.

 

¿A quién iremos?

¿Hay alguien en el mundo que haya colmado nuestras expectativas afectivas, intelectuales… humanas, en general?

¿Quién puede comprender la plenitud que reclama nuestro corazón desorientado, ávido de un guía, de un abrazo cálido, de una comunión promisoria de hondura e intimidad?

¿Será otro hombre, tan extraviado en el camino como nosotros mismos, el que nos pueda llevar a esa plenitud por la que clama cada célula de nuestro ser?

¿A quién iremos?

Si la pregunta de Pedro hubiese terminado aquí, aunque válida, quedaría sin respuesta y retrocederíamos al Qohelet.

Pero “Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”

Y aquí la resignación de la fe, se muta en una serena certeza. Pero está en la misma línea: no busca garantías, no exige comprobaciones milagrosas: sólo confía en las palabras de Cristo y confiesa su Divinidad. Sólo eso. Nada más que eso: que Cristo es el Hijo de Dios.

Pero todas nuestras afirmaciones, (pues provienen de nuestro pensamiento) tal como lo afirman los libros sapienciales son precarias.

Y si son precarias las afirmaciones, ¿cómo no han de ser precarias nuestras acciones?

También Pedro sentirá en carne propia de la distancia entre nuestras afirmaciones y nuestros actos.

Mucho se ha escrito, predicado y meditado sobre la triple negación de aquel hombre sobre quien el Señor quiso fundar la solidez de la Fe de Su Iglesia.

Ya hemos dicho muchas veces que es SU Iglesia, de Cristo, no de Pedro…

 

Simón Pedro entendió aquella tristísima noche de su cobardía que más allá de la flaqueza, de la defección (tan humillante como arrebatada fue su protesta de amor incondicional en la Cena), el “haber creído”, era camino del retorno: cuando saliendo fuera lloró amargamente; debió repetirse una y mil veces su electrizante respuesta de la sinagoga de Cafarnaúm: “¿Domine, ad quem ibimus?” Señor, ¿a quién iremos? ¿a quién iré?

 

Pero la debilidad humana de Pedro, al igual que la nuestra (¡oh maravilla de nuestra miseria incomprensiblemente sublime!) no había de terminar la noche de la Pasión.

Después de la Resurrección, Pedro, junto con los demás Apóstoles, será el gran anunciador del kerigma de la salvación: Jesús ha sido constituido Señor a la diestra del Padre y él es testigo.

Llamará incesantemente a la conversión y a compartir los sufrimientos de Cristo.

El mismo Señor le predecirá que será llevado donde él no quiera… y de esa forma glorificaría a Dios.

 

Es de todos conocido aquel conmovedor episodio no referido en los Evangelios Canónicos del Quo vadis?

Un manuscrito llamado La leyenda Aurea, según se presume redactado en el siglo XIII, por el monje dominico y arzobispo de Génova, Jacobo de Vorágine, refiere
que cuando el emperador Nerón en el año 64 inicia una ferocísima persecución contra los cristianos, San Pedro temeroso de lo que pudiera sucederle huía de Roma por la Via Apia, pero en el trayecto se encontró con Nuestro Señor Jesucristo cargado con una cruz. Preguntándole "Quo Vadis Domine?" ¿A donde vas Señor?, Jesucristo le contesto: Mi pueblo en Roma te necesita, si abandonas a mis ovejas yo iré a Roma para ser crucificado de nuevo.

 

¿A dónde vas Señor? ¿A dónde vas Pedro?

No hago teología ficción, si sostengo que en aquel instante volvió a la cabeza del pobre Simón Pedro su resignada afirmación-pregunta de algunos años atrás:

“¿Domine, ad quem ibimus?” Señor, ¿a quien iremos?...

Y una vez más el pobre, como les pasa con frecuencia a los de gran corazón y dura cabeza, se sintió avergonzado y volvió a llorar.

Y aquí sus esperanzas humanas, la resignación y la sobrenaturalidad de la Fe, se hicieron una sola cosa: volver sus viejos y encallecidos pies por el camino andado para encontrarse para siempre en la cruz –no podía ser de otro modo- con Aquel a quien, con toda la sinceridad de su corazón había dicho:

Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te.

Señor, tu lo sabes todo, sabes que te amo…

 

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P. Ismael

 

 

(*)

2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

Carta Apostólica Porta Fidei. Benedicto XVI

Pelear con Dios

A  N.A.L. , boxeador desde la infancia,

que cojea de su pierna diestra…

 

 

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La mayoría de los comentaristas se limitan a calificar de “misteriosa” la lucha sostenida por Jacob con aquel misterioso personaje –un ángel que se traba en pelea con el atemorizado y fugitivo hijo de Isaac, al otro lado del Jordán, más allá de Canaán, en la zona controlada por su hermano Esaú- sin indagar demasiado en el extraño suceso, tan extraño como el narrado en el capítulo 28 del Génesis que refiere el sueño de la escala cuyo extremo llegaba al cielo y era transitada ordenadamente por una multitud de ángeles.

 

El relato de la lucha del patriarca con ángel la encontramos en Gén 32, 23-32.

A cierta altura de la noche se ve enfrentado por un sujeto que se pone sin más a luchar con él.

Algo así como una “lucha libre” que se prolongó hasta el despunte de la aurora. Y como el contrincante no podía con el entrenado y astuto (aunque cansado y asustado) hermano de Esaú, le descoyunta la articulación del fémur rogándole: “Déjame partir, porque llega la aurora”.

 

Sospechando de haber tenido contacto con un ser bastante singular, Jacob, que de todo sabía sacar ventaja –su madre Rebeca lo había confirmado en sus artes de “arrebatador”, y antes de soltarle –con todo el dolor que habrá tenido en el nervio ciático- no deja de exigir su premio: no te dejaré ir si no me bendices. Preguntado por el ángel cuál era su nombre y respondiendo que Jacob, y en consonancia con lo que ya por entonces significaba el cambio de nombre y la misión asignada a futuro, el misterioso luchador espiritual –contradictoriamente corpóreo- le dice: en adelante no te llamarás más Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres y has prevalecido…

Todavía Jacob continúa: Por favor, dime tu nombre. Y se le dará una respuesta que encontramos en la misma clave de la que recibirá Moisés en el Sinaí: ¿Por qué preguntas mi nombre?

Lo bendijo, y allí le dejó.

 

¿Cómo quedó Jacob, aparte de continuar el camino cojeando del muslo?

¿Qué compresión tuvo de semejante combate “cuerpo a cuerpo” con un espíritu?

La Escritura Santa nos da por único detalle el coloquio que sostiene consigo mismo el nuevo ISRAEL: “He visto a Dios cara a cara, y ha quedado a salvo mi vida” Bautizó el sitio con el nombre PENUEL – “rostro de Dios”, o “visión de Dios”.

 

Giorgio Castellino, entre otras opiniones recoge la que sostiene un simbolismo sobre los infortunios de los años precedentes de Jacob, luchando con los hombres, por disposición de la providencia divina, y finalmente, ayudado por Dios era ahora depositario de mayores promesas.

Si como es de pensar este episodio tiene alguna conexión con la visión de la escala, ocurrido no bien parte hacia Paddán Aram (Mesopotamia) con la fresca y mañosa bendición arrebatada a su padre.

Enviado a casa de su tío Batuel para que le eligiese una esposa que garantizase una unión endogámica con el fin de evitar toda contaminación con los cultos idolátricos, y transitando de Bersabee, al sur de Palestina, se dirige más hacia el norte de Jerusalén, descansando por la noche sobre una piedra como almohada.

(Además del ciático de Jacob, siempre me han dado que pensar sus cervicales…)

Y además me imagino en el Santo Patriarca el patrono de los que “claudican”…

“Claudus”, en latín: rengo. Renguear, claudicare, no necesariamente significa “traicionar”. Al menos en el sentido latino. Con ello me quedo…

 

Ya conocemos el texto que refiere la visión.

Recordemos lo que dice la voz de Dios:

Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu posteridad será como el polvo de la tierra; y te extenderás hacia el occidente y hacia el oriente; hacia el aquilón y hacia el mediodía; y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las tribus de la tierra. Y he aquí que yo estaré contigo, y te guardaré en todos tus caminos y te restituiré a esta tierra; porque no te abandonaré hasta haber cumplido cuanto te he dicho”

Lleno de temor, al despertar, Jacob exclamará ¡Cuán venerable es este lugar!, no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo!

Levantado muy de mañana erigió la piedra-almohada en monumento, derramando aceite sobre ella y bautizándola BETEL (ciudad de la luz) haciendo ante el Señor sus promesas, algo interesadas, como no podían ser las de un peregrino errante como él, asegurando para Dios el diezmo de lo que obtuviera.

 

Aquellos lugares “altos” tan frecuentes en la cultura mesopotámica, sitios de culto y encuentro con las divinidades extranjeras serían la constante tentación del incipiente pueblo de Israel.

En concreto Harrán, ciudad de su tío Laban, era sede de un templo dedicado a la luna (el dios Sin), conectada con Ur, de donde había partido al llamamiento divino Abran con su padre Tare.

Con la seguridad de tan enjundiosas promesas por parte Dios, Jacob entra en la Mesopotamia, fortalecido por una bendición divina.

Aún esposado con Raquel (que había escondido entre sus pertenencias los terafim –pequeños idolillos familiares-) Jacob no se contaminó con ninguna seducción idolátrica, permaneciendo fielmente anclado en las promesas divinas y en la experiencia absolutamente palpable de un ángel que se le escapó de las manos, pero como con Abraham, marchará delante de él.

 

Estas someras consideraciones de base textual no serán impedimento para otra mirada que vea en este “misterioso encuentro” un aspecto –siempre en el claroscuro de nuestro entendimiento aquí en la tierra- de lo que podríamos llamar la “pelea” de todo hombre con Dios.

Jesucristo dirá a Saulo, en los comienzos de su elección como vaso destinado a tan grande misión, es en vano dar coces contra el aguijón…

Y el mismo hombre, ya el Pablo fortalecido por la lucha contra sí mismo y las potestades enemigas dirá al fin de su vida: He peleado el buen combate…

 

¡Luchar con Dios!

¡Una locura!

Pero si miramos nuestras vidas, tal vez nos demos cuenta que no hemos venido haciendo otra cosa que trabarnos en lucha cuerpo a cuerpo (¿¡!??) con el ángel del Señor…

Sin una misión tan señalada como la de Israel, sin una tierra que conquistar y una descendencia heredera de tan grandes promesas, sin promesas tan eternas, todos hemos soñado con un cielo al que acceder y luego nos vemos, no sabemos cómo ni por qué en esa misteriosa lucha, que pienso, es la lucha más humana de todas las que lo hombre sostiene en su corta y azarosa existencia.

 

Lucha con la belleza de lo divino que se encubre en la engañosa criatura que lo subyuga, y por ello no quiere soltarla hasta que le bendiga…

 

¿Tiene el combate con el ángel un filón de la pudorosa sensualidad con que oculta el hebreo la desembozada crudeza de la fricción de los luchadores grecorromanos?

¿Es la bendición del ángel el amor que todo hombre busca en cualquier pelea que se presenta en este mundo?

¿Qué se quiebra en nosotros tras una pulseada inacabable con lo sublime y lo que nos supera?

¿Por qué no abandonamos al otro hasta que obtenemos su “bendición”?

¿Esa bendición es la aceptación de nuestro destino que sólo Dios conoce?

Podemos considerarnos benditos si, como Jacob, nos disponemos a realizar nuestro “viaje” con las provisiones que Dios quiera acercarnos hasta que retornemos a nuestro origen…

Y ¿vale la pena esa lucha de la que sabemos podemos sacar algo más que una renguera compañera fiel de lo que nos quede por andar?

 

De muchas maneras el hombre lucha con Dios.

Lucha cuando lo busca y no lo descubre ni en los acontecimientos históricos generales o particulares de su vida.

Cuando no ve su mano en la dirección que los sucesos cotidianos de mayor o menor consecuencia tienen en la rutina de existir.

También es lucha la resistencia a dejarse vencer por la primacía que Dios exige en nuestros corazones, con la consiguiente expulsión de los falsos ídolos que nos prometen llevarnos a la cima de las torres más altas de nuestras realizaciones carnales o de poder…

Y las luchas podrían seguir enumerándose…

 

Bástenos distinguir entre peleas “buenas”, con causa, y luchas obstinadas, que no tienen otro origen que el pecado que resiste a la gracia de Dios.

No será tan difícil sacar nuestras propias conclusiones.

Ideales, proyectos, deseos de toda índole, son para muchos de nosotros una constante batalla entre lo que pretendemos y lo que Dios quiere para nosotros…

A veces a brazo partido, como Jacob. Otras veces sin resistencia, a lo Jeremías…

 

Aclaremos que Jacob sostiene una “lucha o guerra justa con Dios”: no lucha por sus caprichos o pasiones, por su mera prevalencia sobre su piloso hermano…

Si los ángeles que suben por la escala, llevan la oraciones de los hombres hasta el trono de Dios y los que bajan, traen su respuesta, la gran lucha del hombre de fe será siempre el permanecer “hasta el amanecer” (es decir hasta que despunte la aurora de la resurrección) en estado de resistencia y perseverancia en su oración.

 

También Moisés mantuvo, no sin fatiga –y no sin ayuda humana- los brazos en alto para obtener la victoria de Israel sobre Amalec. Sus brazos elevados no significan otra cosa que aquello que Jesús nos enseñó que es necesario orar, sin desfallecer jamás

Y dicho sea de paso, al igual que Moisés, sería bueno encontrar quienes nos ayuden en el combate de la oración… Al menos sosteniéndonos los brazos.

En otra ocasión hemos hablado de las cualidades dispositivas de la oración, dejando bien en claro que no es para torcer la voluntad divina por lo que pedimos a Dios aquellas cosas que estimamos buenas para ser buenos.

El episodio que comentamos contrapesa aquella afirmación: el que persevera en un buen propósito verá colmadas sus esperanzas.

 

Nos parece que el siguiente comentario de San Agustín tiene algo que ver con lo que intentamos esbozar:

 

“La parte paralizada de Jacob significa a los malos cristianos, de modo que en él se dan la bendición y la claudicación.

Es bendito Jacob por parte de los que viven bien, y cojea por parte de los que viven mal. En el mismo hombre se dan ambas cosas ahora. Pero algún día se hará la reparación y la distinción.

Eso es lo que la Iglesia desea, cuando dice en el salmo: Júzgame, ¡Oh Dios!, y discierne mi causa de la gente no santa… (Ps. 42, Iudica me)

Ahora la Iglesia es coja. Hinca bien un pie, pero el otro es inválido.

Atended hermanos, a los paganos. Hallan, a veces, cristianos buenos que sirven a Dios, y se admiran, son atraídos y creen.

Pero a veces ven los que viven mal y dicen: “¡Mira a los cristianos”. Esos que viven mal corresponden al tendón del muslo tocado y se han secado…”

 

(Sermones. V: El combate de Jacob con el ángel)

 

Y lo que Agustín distingue en el trigo y la cizaña que se da en la Iglesia, no sin apartarnos de su sentir, podemos aplicarlo a cada hombre en sí mismo:

Hay días que peleamos con Dios por ser buenos, y otros, luchamos por salirnos con la nuestra: caminamos rengueando…

 

Pero recordemos que es preferible llegar rengueando, antes que tirarse para siempre en el camino, sin sueños, sin ángeles hermosos que revoloteen sobre nuestras cabezas endurecidas en la almohada de la vida y sin la emoción sublime de pelear con la belleza misma.

 

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P. Ismael

O REX GENTIUM…

« Tu trono es de Dios para

siempre jamás; un cetro de equidad,

el cetro de tu reino”

(Salmo, 44)

 

 

REX GENTIUM

 

 

O Rex gentium, et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unun: veni, et salva hominen, que de limo formasti” »

 

« ¡Oh Rey de los gentiles y Deseado de las naciones, y piedra angular que haces de dos pueblos uno! Ven y salva al hombre, que del lodo formaste”

 

 

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Como una sinfonía perfecta, en que los movimientos, centrados en un motivo que la vertebra, va preparando un final glorioso, las Antífonas O, van, a medida que se aproxima el momento de cantar la llegada del Salvador creando en el oído del alma un crescendo, un clímax de profundo gozo espiritual.

Hemos ido, como conviene a la naturaleza de la liturgia, que responde en último término al orden de la Revelación, ascendiendo “gradualmente” en estos ansiosos llamados al Verbo, tal y cual en la Historia de la Salvación fueron dándose: según la sapiente pedagogía de Dios, deteniéndonos en cada peldaño de su manifestación ascensional.

 

Así cantamos al Verbo Increado, preexistente en el seno eterno de la Santísima Trinidad (Sapientia); conocimos el nombre con que Dios quiso manifestarse y ser llamado por nuestros padres en el Antiguo Testamento (Adonai); reconocimos en el Hijo de David el linaje humano del Redentor (Radix Iesse); veneramos sus prerrogativas como conductor de la Casa de David y Fundador de la Iglesia (Clavis David); nos ha deslumbrado su resplandor que viene a quitar la tinieblas de nuestra vida (Oriens); lo proclamamos como Rey de las Naciones que aúna ambos Testamentos y Pueblos (Rex Gentium) y nos dejará con el aliento contenido el llamarlo con el dulce nombre de Dios con nosotros, Rey y Legislador (Emmanuel)

 

Este el penúltimo movimiento, o si queremos, el penúltimo escalón de este canto insistente de la Iglesia.

 

Hoy llamamos a Cristo “Rey deseado por las Naciones”, que ha venido ha hacer de ambos pueblos (el Israel de Dios y toda la Gentilidad) uno solo Pueblo.

A partir de la venida del Señor, se derribarán todos los muros de mezquindad que separan a los hombres, las diferencias y orgullos raciales…

Este Rey nuestro viene, a diferencia de los reyes de la tierra, revestido de la pobreza de nuestra condición mortal.

No podría salvarnos si Él mismo, en cuanto Perfecto Hombre, no hubiese recibido un cuerpo como el nuestro “formado del barro de la tierra”.

Si Él mismo no hubiese asumido el barro, no hubiera podido redimirlo.

Glorificada eternamente a la diestra del Padre, la Humanidad Santísima de Cristo, no olvida que pudo compadecerse de nosotros, como un Sumo Sacerdote que entró en el santuario del Cielo, no con la sangre de animales irracionales, sino con su misma Sangre preciosísima.

 

“¿Quién es ese que viene con ropaje teñido de rojo… y por qué está rojo tu vestido y tu ropaje, como el de un lagarero? (Is 63, 1-2)

“Fue llevado como cordero al matadero, y como oveja, muda ante los que la trasquilan, no abrió la boca” (Is 53, 7; Hech 8,32)

Así es como se presenta ante nosotros el Rey de la Naciones.

Mezcló su Sangre con nuestro lodo: nos re-modeló.

Y así como Elohim, formó con su manos la forma humana, soplando en su rostro el hálito de vida, Jesucristo nos re-creó empapando a ese hombre con su Sangre, saldando así la deuda de nuestra naturaleza insolvente y enemistada para siempre con Dios.

 

Por ello con toda justicia, Dios Padre lo constituyó Rey y Señor, porque nos compró para Él al precio de Su Sangre. Y le otorgó un Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de JESÚS, toda rodilla se doble, el Cielo, en la tierra y en los abismos…

En razón de la Unión Hipostática, en razón de su conquista, Jesucristo es el único Rey, no sólo de las Naciones y de los hombres todos, sino hasta de la creación entera, que como hemos señalado en estas reflexiones, fue hecha para Él. Omnia per Ipsum facta sunt. Todas las cosas fueron hechas por y para el Verbo.

 

Detengámonos un instante sobre este bellísimo texto de Newman:

“Pero Cristo vino a hacer un nuevo mundo. Entró en este mundo para regenerarlo en Él, para hacer un nuevo comienzo, para ser principio de la creación de Dios, para reunir todas las cosas y recapitular todo en Él. Los rayos de su gloria fueron esparcidos por el mundo; un estado de vida recibieron algunos, otro otros. El mundo era como un espejo bello, roto en pedazos, que no muestra ninguna imagen uniforme de su Creador. Pero Él vino a combinar lo que estaba disipado, a reunir en Él lo que estaba destrozado. Dio principio a toda excelencia y de su plenitud todos hemos recibido.

Cuando vino, un Niño nación, un Hijo nos fue dado, y era Hermoso, Consejero, Dios Todopoderoso, Eterno Padre, Príncipe de la Paz. Los ángeles anunciaron un Cristo, un Señor, pero además, “nació en Belén”, y fue “puesto en un pesebre”. Sabios orientales le trajeron oro porque era Rey, incienso porque era Dios, pero por otro lado también mirra, como señal de la muerte y sepultura que vendrían.

Al final, “dio testimonio de la verdad” como Profeta ante Pilato, sufrió en la cruz como nuestro Sacerdote, mientras era asimismo “Jesús de Nazareth, Rey de los Judíos”

 

(Bto. J. H. Newman, Los tres oficios de Cristo. Sermón de Navidad)

 

En el presente sermón, el brillantísimo Cardenal, ha resumido lo que venimos intentando decir.

Este Rey que une lo que parecía irreconciliable: al hombre con Dios, a la gentilidad con el pueblo de la Alianza.

Y ello por el camino de la humildad y el anonadamiento más inimaginable que podamos concebir, iniciado en el mismísimo instante de la Encarnación.

Tres Tronos ocupa el Rey de la Paz: el Pesebre, la Cruz, la Diestra del Padre.

 

El mismo Newman remarca que solamente en la Persona de Jesucristo pudieron juntarse los tres oficios (o misiones) de Profeta, Sacerdote y Rey.

Así fue posible la perfecta reconciliación con Dios.

Melquisedec fue sacerdote y rey, pero no profeta. David fue rey y profeta, pero no sacerdote. Jeremías, sacerdote y profeta, pero no rey.

En ninguno de estos grandes de la Historia Sagrada se pudieron –como nunca se podrán juntar- los tres oficios a la vez.

Solamente Dios mismo podía hacerlo.

 

Este hombre formado del barro de la tierra y redimido por Jesucristo, aún sigue resistiendo el imperio de cohesión a la unidad en Él.

Pasaron los siglos y ante la contemplación de este mundo en variada pero constante desintegración, nuestro ánimo lucha por sostenerse en la fe en la eficacia de la Encarnación Redentora.

 

Terminemos contrastando la realidad de este mundo con un texto de León XIII

se podrían restañar muchas heridas, todo derecho adquiriría su antigua fuerza, volverían los bienes de la paz, caerían de las manos las espadas y las armas, si todos aceptaran voluntariamente el imperio de Cristo, le obedecieran y toda lengua proclamase que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria del Padre” (Annum sacrum, 25-5-1889)

Remarcamos el se podrían y demás verbos potenciales que inteligentemente utiliza el Papa Pecci, como condicional. ¿Cuál es esta condicional? La de siempre: la voluntad del hombre.

 

Más allá de que los hombres seguimos haciendo barro, creemos que el Señor podrá mantenernos sobre la sólida piedra angular, que es Él mismo, y soplar sobre nosotros su majestuoso aliento.

 

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Para escuchar la Antífona:

 http://www.youtube.com/watch?v=4v926AQ3oTQ&feature=related

 

P. Ismael

O CLAVIS DAVID…

 

 

Ni que vayas, ni que vengas,

con llave cierro la puerta”

(García Lorca)

 

 

 

 

 

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O clavis David, et sceptrum domus Israel; qui aperis, et nemo claudit ; claudis et nemo aperit : veni, et educ vinctum de domo carceris, sedentem in tenebris, et umbra mortis »

 

 

« ¡Oh llave de David y cetro de la casa de Israel, que abres y nadie puede cerrar, y cierras y nadie puede abrir! Ven y saca de su prisión a los cautivos, sentados en tinieblas y sombras de muerte”

 

 

estrella

 

 

Objetos y experiencia de todos los días: nuestras llaves.

 

La de nuestra casa, la oficina de trabajo, el coche. Las llaves de la parroquia, las de la biblioteca, la del Sagrario…

Tenerlas consigo significa la potestad, el uso y dominio de lo que es nuestro o de lo que se nos ha confiado.

Quien ha tenido la desagradable suerte de haber extraviado alguna vez su llavero, o que se lo hayan arrebatado, siente que “su” mundo se le cierra, que sus cosas y su propia persona quedan en la inseguridad, la inestabilidad.

Dejar las llaves de nuestra casa a un vecino cuando tenemos que cuidar a un pariente enfermo, ausentarnos por obligaciones o descanso, es un signo de grande confianza en su persona.

 

Desde que comenzaron a usarse en la historia de la humanidad las llaves, toda llave, ha adquirido la connotación de potestad: un pequeño artefacto que pone en nuestras manos todo lo que él puede franquearnos.

Tener las llaves es tener toda la casa.

Simbólicamente se entregan las “Llaves de la Ciudad” a un visitante ilustre, y más mediáticamente el emocionante momento (para el ganador) de un concurso con premios tales como una casa o un automóvil.

 

Que existieron en el Oriente antiguo no sólo lo atestigua la Escritura, sino la historia de muchos pueblos, como Egipto, por ejemplo, que cuenta en su alfabeto ideográfico con el signo de la llave (ank), hoy bastante en boga como adorno a modo de dije, en pulseras y demás colgantes.

En los bajorrelieves de numerosísimos templos y tumbas faraónicas, aparece el rey con este emblema en su mano: signo de poder sin límites, como hijo de los dioses que se le consideraba.

 

Pequeñísima o gigantesca, hermana inseparable de los engranajes combinados que ocultan la cerradura, conforman desde aquellos tiempos, aliados de la seguridad que el hombre procura para lo que desea guardar celosamente: su vida, su familia, sus bienes.

 

En el Antiguo Testamento tienen principalmente esta connotación de entrega del poder, y a juzgar por el texto que transcribimos, su tamaño ha sido importante.

 

“Pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; abrirá y nadie cerrará, cerrará y nadie abrirá.

Le hincaré como clavija en lugar seguro y será trono de gloria para la casa de su padre” (Is 22, 22-23)

 

El Mesías lleva “sobre su hombro” la llave de la casa de David. Y es llamado Clavis David, Llave de David.

El tiene potestad de abrir y cerrar. De dejar pasar o impedir la entrada.

 

Dice Jesús en la parábola del Buen Pastor:

 

“Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto” Y más adelante aclaró: “… el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador, pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero…” (Jn, 10, 7-9; 1-3)

 

Esta potestad de dejar entrar le corresponde por derecho a Cristo por ser quien habría de dar su vida por las ovejas.

Más aún el texto indica que el paso es Él mismo: hay que pasar por Él.

 

Pero convenía que Cristo se fuera, para que entonces pudiera venir el Paráclito, el sostén, el Espíritu que Él había de enviar desde el Padre el día de Pentecostés.

¿Cómo actuará entonces el Señor para dejar pasar, para abrir, y también para cerrar, sino a través de este “acto de potestad y confianza” entregando las llaves de Su Iglesia a quien nombró piedra?

Su Casa, la Iglesia, es y seguirá siendo suya. Pero las llaves, hasta su retorno como Juez de vivos y muertos, las dejó en manos del pobre pescador galileo. En manos de un “arrepentido” que como lo vemos representado en un famoso cuadro del Greco, llora arroyos de lágrimas, con sus manos juntas, mirando al cielo, pero sin soltar el juego de dos llaves que lleva enganchado en su brazo derecho.

 

“Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos (Mt 16, 17-19)

 

Puesto que nadie puede poner otro fundamento que el puesto por Cristo y siendo su palabra infalible, la seguridad para llegar a Él y pasar por Él, nos viene, por encima de la fragilidad del portero, de Su voluntad de hacerlo depositario sobre sus hombros de las llaves del Reino: “El que os escucha a vosotros, a Mí me escucha, el que os rechaza, a Mí, me rechaza”

Y aunque Pedro tenga a su cargo tamaña tarea de abrir y cerrar, la causa “instrumental” de nuestra entrada o exclusión, es siempre Cristo, Llave de David, Puerta de las Ovejas, Cabeza y Señor de la Iglesia.

Al final de la historia, cuando Cristo entregue el Reino al Padre, para que todo sea uno en la eterna felicidad de la contemplación facial de Dios, juzgará de nuestras obras, si hemos guardado Su Palabra.

 

El Vidente de Patmos recibe el encargo de escribirle al Ángel de la Iglesia de Filadelfia:

“Esto dice el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David: si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra nadie puede abrir. Conozco tu conducta: mira que he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar, porque, aunque tienes poco poder, has guardado mi Palabra y no has renegado de mi nombre…”

(Apoc 3, 7-8)

 

Guardar la Palabra de Cristo es la garantía para que funcionen las llaves.

Aunque tengamos poco poder, como los de Filadelfia, Él ha abierto ante nosotros una puerta cuando nos incorporó a Su Iglesia por el Bautismo, confirmado sobre la Fe de Pedro.

 

Dejamos para el final otra de las funciones de la llave.

 

El Mesías romperá los cerrojos de las cárceles de los cautivos. Abrirá sus celdas como abrió el Sheol en el que estaban detenidas las almas de los justos del Antiguo Testamento hasta el día de Su Resurrección.

Así lo profetizó Zacarías en su cántico del Benedictus que cada día recitamos en las Laudes matutinas:

“illuminare his qui in tenebris, et in umbra mortis sedent...”

“para iluminar a los que yacen (están sentados) en las tinieblas y sombras de la muerte”.

 

Estar “sentado” es figura de quien no tiene esperanza de redención. Quien está en las tinieblas no tiene otra alternativa que sentarse, porque es imposible cualquier intento de caminar. Mientras hay luz se puede caminar, cuando llega la noche, nada se puede hacer.

Por eso el Mesías viene a tomarnos y ponernos de pié, como lo hizo Él y también los Apóstoles cuando sanaban a los lisiados.

 

Es un lugar común para la teología de la liberación el tópico de “las opresiones”. No está mal siempre que se entienda que la liberación más importante, y que sólo Cristo puede realizarla, cooperando el hombre, es la de la cautivad y esclavitud del pecado, principalmente el personal. Porque el llamado “pecado social” no es más que la suma de nuestros pequeños o grandes pecados, que nos tiran a “sentarnos” en una tiniebla que puede llegar a ser tan cómoda como mortal.

 

Pidamos en estos días al Divino Cerrajero que acomode los engranajes interiores de la combinación de nuestra alma, para que lo dejemos abrir, entrar y cenar con nosotros.

 

Para escuchar la Antífona:

 http://www.youtube.com/watch?v=mzR--y9MiPM&feature=related

 

 

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P. Ismael

O ADONAI

“Dios se viene muy fuerte este año”

(E. García Caffarena)

 

 

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O Adonai, et Dux domus Israel, qui Moysi in igne flammae rubi apparuisti, et ei in Sina legem dedisti: veni ad redimendum nos in bracchio extento”

 

 

“Oh Conductor de la casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente, y le diste los mandamientos sobre el Monte Sinaí, ven y redímenos por el poder de tu brazo”

 

 

 

estrella

 

 

Los Padres de la Iglesia y los santos Doctores, basados en las Santas Escrituras, aciertan notablemente cuando llaman a Dios tanto el sin-nombre, como el de muchos nombres, más, el de todos los nombres.

“Como nosotros no podemos nombrar nada si no es en la medida de nuestro conocimiento, tampoco podemos llamar a Dios si no es por las perfecciones que encontramos en los demás seres, pero que tienen su origen en Dios. Pero como las perfecciones son múltiples en las cosas, es necesario llamar a Dios con muchos nombres. Si pudiéramos contemplar su esencia en sí misma no necesitaríamos una pluralidad de nombres, sino que solo existiría un concepto más simple de Él, porque su esencia es simple. Y esto es lo que esperamos en el día de nuestra glorificación según aquellas palabras: Aquel día el Señor será uno y uno su nombre (Zac 14,9)” Sto. Tomás, Compendium Theologiae 2, 243)

 

La antífona de las Vísperas de este día nos sitúa en un mismo escenario –el monte Sinaí- con dos impresionantes actos: la revelación del Nombre de Dios y la promulgación del Decálogo.

Dios es el actor y productor principal, aunque invisible y Moisés el “actor invitado”…

 

La teofanía del Sinaí el acontecimiento de mayor importancia de todo el Antiguo Testamento: el conocimiento del Dios personal que había llamado a Abraham de Ur de los caldeos y continuó guiando a sus descendientes llega al máximo grado de comunicabilidad concebible al revelar su nombre a aquellos que habían “luchado” con Él, como Jacob, para obtener su bendición y conocer Su Nombre para poder invocarlo.

El conocimiento del nombre es la llave de una amistad. De un poder. De familiaridad que no podía sospecharse nunca.

Hemos visto en otras ocasiones como toda revelación es a la vez un ocultamiento.

 

Es conocido de todos el texto de Éxodo 3, 14. Moisés descalzo y aterrado dialoga con el Dios de sus padres: “Qué les diré a los israelitas cuando me pregunten quién me ha enviado…”

Dios revelará a través del sagrado TETRAGRAMMATON su nombre propio. Como dice Schmaus: “es un regalo de Dios al hombre” (Teología Dogmática, I)

Es el mismo teólogo quien señala que desde muy pronto creció en la Antigua Alianza el sagrado terror a pronunciar la palabra YAVÉ. Cuando en algún texto aparecía esta palabra, en su lugar se pronunciaban los términos Elohim o Adonai. Los masoretas al poner vocales al texto griego, pusieron bajo las letras de la palabra original las vocales de las palabras nuevas usadas en la pronunciación. Así nació la palabra Jehová, totalmente infundada desde el punto de vista filológico y creación puramente artificial” (Ibid) Un “barbarismo” dirá Bouyer.

 

El Papa Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret”, comentando la petición del Padrenuestro santificado sea tu Nombre, señala magistralmente:

“…Esta afirmación es al mismo tiempo nombre y no-nombre (Yo soy el que Soy). Por eso, era del todo correcto que en Israel no se pronunciara esta autodefinición de Dios que se percibe en la palabra YHWH, que no la degradaran a una especie de nombre idolátrico. Y por ello no es del todo correcto que en las nuevas traducciones de la Biblia se escriba como un nombre más este nombre, que para Israel es siempre misterioso e impronunciable, rebajando así el misterio de Dios, del que no existen ni imágenes ni nombres pronunciables, al nivel ordinario de una historia genérica de las religiones”

 

Hoy invocamos al Dios fuerte y poderoso, esperado de las naciones con el término ADONAI.

Es un plural abstracto y significa señorío. El término es una acentuación del dominio divino: Dios es el “Súper Fuerte” al que se le puede llamar “Señor mío”, siendo el Señor supremo.

Los Setenta traducen el término por Kyrios : Señor.

 

Este Señor, Dios de nuestros padres, entrega a Moisés, durante el trayecto del éxodo, en el mismo monte las tablas de la Ley, escritas por su mismo dedo.

Jesús, El Señor, no ha venido a abolir la Ley, sino ha llevarla a su perfección: ni una tilde ni una iota dejarán de cumplirse. Así ha declarado el Maestro que el que menospreciare el más pequeño de los mandamientos y así lo enseñare será considerado pequeño en el Reino de los Cielos (Cf Mt 5, 17-20)

El Dios Fuerte, no podía menos que darnos mandamientos fuertes. Jesucristo, sin disminuir las exigencias de la Ley divina positiva, nos alienta diciéndonos que su yugo y su carga son livianos.

 

La crisis por la que atraviesa el cristianismo contemporáneo detenta, entre otras gravísimas falencias, no sólo la ignorancia práctica de la Ley divina, sino además el desconocimiento teórico de los Mandamientos.

Cuando predico a niños me atrevo a hacerlo. Con los adultos no. No por ahorrarme el mal rato (que un cura pasa muchos) sino la vergüenza ajena.

Pregúntele ustedes a algún amigo, vecino o pariente, ocasionalmente pontificante en materias de fe y costumbres, cuántos y cuáles son los Mandamientos…

Se llevarán verdaderas sorpresas. Mucho mayores si les interrogan salteadamente por el 8º, el 3º, el 9º, etc…

Me contó un amigo sacerdote que vio, no sé por qué medio, una entrevista en plena plaza de San Pedro hecha al azar a cuantos sacerdotes (muchos bien ensotanados y requintados) podía asaltar el periodista, solicitándoles enumerasen los Diez Mandamientos: ¡un desastre!

La ley de Dios debiera ser la alegría de nuestro corazón, la luz de nuestros ojos…

Y no se diga que los mandamientos están formulados en “negativo”, que no hay que obligar a los niños a memorizar y todas esos absurdos que cultivan los y las catequistas y los sacerdotes que les dan (¿les dan?) de comer…

 

Escribía Santa Teresa Benedicta de la Cruz:

“Ser hijo de Dios significa: caminar de la mano de Dios, hacer su voluntad y no la propia, poner todas nuestras esperanzas y preocupaciones en las manos de Dios y confiarle también nuestro futuro. Sobre estas bases descansan la libertad y la alegría de los hijos de Dios. ¡Qué pocos, aun de entre los verdaderamente piadosos y dispuestos al sacrificio heroico, poseen este don precioso! Muchos de ellos marchan por la vida encorvados bajo el peso de sus preocupaciones y deberes” (Edith Stein, El misterio de la Nochebuena)

 

No ha sido acortada la mano del Señor. Sigue teniendo fuerza. Aún en estos días de debilidad en la fe.

Acerquémonos confiadamente al Dios que sigue siendo EL FUERTE, EL SEÑOR, ADONAI y que no permitirá que ningún otro que EL sea nuestro poderoso conductor.

Siempre que no le atemos las manos: es Fuerte, jamás violento con el corazón del hombre.

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Para escuchar la antífona:

http://www.youtube.com/watch?v=o6y9Idko8-A&feature=related

 

 

P. Ismael

La hija de Jefté

Un voto impugnable


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El odio a los enemigos, al igual que muchos de los episodios de violencia narrados en la Escritura Santa del Antiguo Testamento, en su marcado contraste con la doctrina de Cristo sobre el amor, siempre ha constituido materia de dificultad y de escándalo para muchas conciencias cristianas.


Unos de los mayores obstáculos que encontró Simone Weil, hebrea de sangre, en el Testamento de sus mayores, fue precisamente este cuantioso cúmulo de historias violentas, imprecaciones, odio en definitiva, lo que le llevará al rechazo del Antiguo Testamento y su exclusiva adhesión (a su modo ebionita) al Evangelio de Jesús, que tanto la sostuvo en su predicación de la no violencia, pero que no bastó, de facto, para que abrazase sacramentalmente el cristianismo.


Ciertamente este lenguaje contrasta con el espíritu de amor predicado por Jesús y como apunta con cuidado Giorgio Castellino “las tentativas de solución de los exégetas antiguos y de algunos modernos, si resolvían el problema moral, no resisten en la actualidad al análisis histórico y ambiental”


Pero teniendo en cuenta que todas estas estas historias han sido escritas a Spiritu Sancto dictante, para nuestra edificación y que nada de lo se contiene en las Sagradas Escrituras es vano y deja de anunciar el gran misterio de piedad que ha de revelarse en Jesucristo, consideramos que también de esta piedra dura, podemos nosotros sacar el óleo de la piedad y la verdad que, teniendo en cuenta la así llamada pedagogía divina, Dios, Autor de ambos Testamentos ha permitido –teniendo en cuenta las edades del hombre- entrañen siempre una lección de vida.


El texto bíblico sobre el que vamos a meditar es el tremendo episodio de la historia de Jefté, contenido en el capítulo 11 del libro de los Jueces.


Una lectura superficial y atea de las que podemos encontrar tantísimas en el mundo actual vuelto de espaldas a Dios, encuentra en estas páginas (como lo podemos comprobar por la abundancia de opiniones que van desde la blasfemia hasta la hilaridad, de la superficialidad burlona) la tan buscada respuesta que derribe la afirmación de la existencia de Dios.


O en todo caso la solución maniquea (Manes no ha muerto…) de adjudicarle a Dios el origen de buena parte o la totalidad del mal del mundo.


Ni siquiera faltan imágenes (literarias y visuales) de un Dios al modo del Cronos devorando a sus hijos de Goya, en las que es presentado como un monstruo saciándose de la carne y la sangre humanas.


Vayamos de una vez al texto.


Jefté de Galaad, guerrero esforzado de origen adulterino, vino a ser constituido por razones de conveniencia a favor de Israel en Juez.


Honesto y cumplidor de su palabra recibe la encomienda de negociación con los ammonitas y como lo podremos comprobar por la lectura de los vv 14 al 27, sus razones presentadas al rey de los hijos de Ammón, se encuentran en completo acuerdo con los libros de Moisés, fundamentalmente las que se refieren a la prescripción a favor de Israel por posesión de la tierra durante los últimos 300 años.


No encontrándose en otra alternativa (como era lo corriente) que entablar la guerra ante la negativa de los ammonitas el texto narra desde el v. 29 al 40 la escalofriante historia:


El espíritu del Señor descendió sobre Jefté, y este recorrió Galaad y Manasés, pasó por Mispá de Galaad y desde allí avanzó hasta el país de los amonitas.


Entonces hizo al Señor el siguiente voto: "Si entregas a los amonitas en mis manos, el primero que salga de la puerta de mi casa a recibirme, cuando yo vuelva victorioso, pertenecerá al Señor y lo ofreceré en holocausto". Luego atacó a los amonitas, y el Señor los entregó en sus manos. Jefté los derrotó, desde Aroer hasta cerca de Minit —eran en total veinte ciudades— y hasta Abel Queramím. Les infligió una gran derrota, y así los amonitas quedaron sometidos a los israelitas.


Cuando Jefté regresó a su casa, en Mispá, le salió al encuentro su hija, bailando al son de panderetas. Era su única hija; fuera de ella, Jefté no tenía hijos ni hijas. Al verla, rasgó sus vestiduras y exclamó: "¡Hija mía, me has destrozado! ¿Tenías que ser tú la causa de mi desgracia? Yo hice una promesa al Señor, y ahora no puedo retractarme".


Ella le respondió: "Padre, si has prometido algo al Señor, tienes que hacer conmigo lo que prometiste, ya que el Señor te ha permitido vengarte de tus enemigos, los amonitas". Después añadió: "Sólo te pido un favor: dame un plazo de dos meses para ir por las montañas a llorar con mis amigas por no haber tenido hijos".


Su padre le respondió: "Puedes hacerlo". Ella se fue a las montañas con sus amigas, y se lamentó por haber quedado virgen. Al cabo de los dos meses regresó, y su padre cumplió con ella el voto que había hecho. La joven no había tenido relaciones con ningún hombre. De allí procede una costumbre, que se hizo común en Israel: todos los años, las mujeres israelitas van a lamentarse durante cuatro días por la hija de Jefté, el galaadita.”


Nuestro intento es aproximarnos con espíritu de fe y piedad a este relato tan desconcertante como rico en disparadores hacia una lectura cristiana del mismo y posibles consideraciones para la vida espiritual.


La Carta a los Hebreos (11, 32-33) cita a Jefté como ejemplo de fe, lo que de significa que su autor presupone la intención recta que tuvo de obligarse con un voto ante Dios.


Mas ese voto fue, como lo dice tajantemente San Jerónimo imprudente y necio.


La nota al v 29 de la Biblia de Straubinger cita el comentario de Schuster-Holzammer:


“El Espíritu del Señor vino sobre él sólo para libertar a su pueblo, y no le preservaba –como no preservó a Gedeón, Sansón, David, etc. de los pecados personales de la ignorancia e irreflexión, ni le elevaba sobre las ideas erróneas y costumbres depravadas de aquel tiempo, no sobre todo aquello que pudo quedarle de los años de merodeador… Acaso se dejara arrastrar… por el ejemplo de los pueblos paganos vecinos, los cuales ofrecían a la las divinidades los seres más queridos cuando a ellas acudían en demanda de algo importante”.


Nos parece de suma consideración esta aclaración que nos ilustra de la ignorancia que el mismo Jefté pudo tener de la lección final del sacrificio exigido por Dios mismo al padre Abraham.


Seguro el Señor de la rectitud del padre por quien se bendecirían todas las naciones de la tierra, detiene la mano temblorosa del anciano interiormente destrozado, cuando se disponía a cumplir la voluntad divina.


Ubicados en la postura planteada al principio, también se estará pronto a condenar a Dios por semejante exigencia y al mismo Abrahán por ser tan mal padre


Sabemos que en la sustitución del sacrificio de Isaac por el carnero con sus cuernos atrapados en la zarza, se muestra el rechazo explícito del Dios de Israel de todo sacrificio humano, más que suficientemente condenado en la Torá.


Esto se vinculará luego en la legislación mosaica con la prescripción de redimir al recién nacido mediante la inmolación de un animal, como lo vemos también en el Nuevo Testamento (cf Lc 2, 22-24).


Un voto


Vinculado con la virtud de RELIGIÓN, el voto, según el Aquinate implica cierta obligación de hacer u omitir algo (cf 2-2 q.88 a 1 – 12).


Tres cosas se requieren necesariamente en el voto:

1) La deliberación

2) Un propósito de la voluntad

3) La promesa, en que se consuma la esencia del voto.


El mismo Sto. Tomás enseña que, en casos, se añaden otros dos elementos que confirman el voto: la fórmula oral (“cumpliré los votos que pronunciaron mis labios”) y la asistencia de testigos.


Así Pedro Lombardo definirá (In Sent. 4 d38 q.I a.I q 2) al voto como “Testificación de una promesa voluntaria que debe hacerse a Dios y que versa sobre algo que le concierne”.


En el siguiente artículo, Sto. Tomás se preguntará si el voto debe hacerse siempre de un bien mejor, y en las dificultades (2) citará el episodio de Jefté:


“Jefté es enumerado en la Epístola a los Hebreos en el catálogo de los santos. No obstante, sabemos que mató a su hija inocente en cumplimiento de un voto. Si tenemos en cuenta que la occisión del inocente no es un bien mejor, pues es intrínsecamente ilícita, parece deducirse que el voto puede hacerse no sólo de un bien mejor, sino también de cosas ilícitas”.


Jefté pudo muy bien no hacer el voto.


En el sed contra del artículo que estudiamos, Tomás cita al Deuteronomio:

“Si no haces voto, no cometes pecado”.

De nada ilícito o indiferente debe hacerse voto, sino tan sólo de un acto virtuoso.


Por ello lo que no supone necesidad absoluta ni condicionada a un fin tiene toda la razón de voluntario y constituye la materia más propia del voto. A ello es a lo que se le llama bien mayor en comparación al bien necesario para la salvación. Por lo tanto, en términos propios, debe decirse que el voto es de un bien mejor ( q 88 a 2, resp.).


Aclaremos, por otro lado, que no sería sujeto de voto o promesa, aquellas cosas que debemos cumplir por tratarse de Ley Divina positiva, como por ejemplo, los Mandamientos.


Yo debo cumplir los mandamientos sin voto alguno…


Muy lejos de las sutiles precisiones del Aquinate encontramos a Jefté con toda su genética oriental y bastante supersticiosa.


No pudo hacer semejantes distinciones y al igual que Herodes, aunque en nada similar a su cobardía y lascivia, a causa del juramento y por los testigos (Mc 6, 27), su palabra era su palabra, máxime que el destinatario de la promesa era Dios mismo y no una concubina con corazón de serpiente.


Hacia el final de la segunda solución a la objeción planteada más arriba, Sto. Tomás, analiza el desafortunado voto de Jefté.


“…Esta promesa ciertamente podía tener un desgraciado desenlace si le salía al encuentro un ser no inmolativo, un asno o un hombre, como así sucedió.


Con esto se aclara el que San Jerónimo diga que ‘obró insensatamente al hacer el voto –por falta de discreción- e impíamente al cumplirlo’.


“Sin embargo, la Escritura observa que ‘el Espíritu del Señor fue sobre él’… por la victoria que obtuvo y también porque, con mucha probabilidad se arrepentiría de su iniquidad, que, a pesar de todo figuraba un bien”.


Imprudencia y necedad sentencia el gran Jerónimo.


Ello no le resta por otra parte nada al manifiesto dolor y profunda angustia de Jefté quien, al ver aparecer a su hija querida seguramente se deseó la muerte.


Queriendo salvar a su pueblo mediante una costosa y a su juicio, sublime ofrenda a Dios, humanamente arruina dos vidas: la suya propia y la de su hija, cuyo nombre desconocemos y cuya actitud, conforme a la mentalidad de su tiempo, nos estremece.


Muchas veces he pensado si acaso, aprovechando los dos meses de plazo para el llanto por su virginidad en los montes, no pudo la joven intentar la huída, con lo que desobligaba a su padre y salvaba su vida.


¿Pudo hacerlo de hecho?

Tal vez sí.


Abandonada a su suerte en el desierto, o tal vez rescatada por alguna caravana, quizás el final de la historia, desde nuestro modo de seguir una novela, nos hubiese gustado más.


Pero para la joven el voto de su padre tenía el mismo valor divino.


Ella se sintió igualmente obligada por un voto que no formuló.


La misma Simone Weil, de la que hablamos al comienzo, hizo su elección inmolativa y seguramente, lloró en tierra extranjera, no concretar su impresionante oblación.


La historia de la hija de Jefté está cerrada, pero no el camino de nuestras consideraciones.


Nuestros votos


Todo lo que se ofrece a Dios, supuesto como hemos dicho, el bien mejor, bajo la forma obligante del voto, adquiere una dimensión de vínculo sagrado que atrae del Señor especiales gracias para quien realiza tal ofrenda.


Así se comprende en su profundidad más excelsa la emisión de los votos de un religioso u otra suerte de consagración que comprometa la vida en servicio de Dios, la Iglesia y las almas.


Y también se comprende cuan grave sea su quebrantamiento y qué lamentables consecuencias tiene para toda la Iglesia el tomar a la ligera los votos que se pronunciaron ante ella.


Más imprudente y necia que Jefté se muestra la sociedad humana contemporánea incapaz de sostener para siempre sus promesas, sus decisiones y hacerse cargo de sus consecuencias.


Cuando algo comienza a molestar (y los ejemplos extenderían nuestra exposición más allá de lo conveniente) los votos se botan: ¡al pozo con ellos!


Valieron mientras se sintió el cosquilleo del supuesto amor a Dios o al prójimo en el corazón.


Y junto a la triste e innumerable colección de votos o promesas incumplidos (religiosos, sacerdotales, matrimoniales, amicales) podríamos señalar finalmente otra incontable cantidad de promesas vanas, absurdas, estériles, inútiles…


Es propio de sujetos de mente corta hacer votos de esta índole.


Como aquel compañero mío que hizo voto de silencio y en la mesa parecía un mono cuando quería que le alcanzáramos la sal…


Porque, como termina risueña y magistralmente la cuestión Santo Tomás,

“Vota vero quae sunt de rebus vanis et inutilibus sunt magis deridenda quam servanda”

“Los votos de cosas vanas o inútiles, son más que otra cosa, dignos de risa”


P. Ismael


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