“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Curioso acuerdo

“teste David cum Sybila…”

 

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La sibila Eritrea. Capilla Sixtina 

 

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 Tema imperante del Adviento es la vigilancia y la contemplación de la verdad acerca del retorno de Cristo y las grandes señales que han de acompañarlo.

En una sola ocasión, hasta lo que conozco, la liturgia y la teología no se han aproximado tanto con el mundo pagano, como en algunos textos de los Padres sintetizados poéticamente en la impresionante secuencia de la Misa de Difuntos, el Dies irae.

Me refiero al llamativo acuerdo entre Profetas y Sibilas que de consuno anuncian el fin de este mundo, la venida del Justo Juez y la gloria sempiterna de la bienaventuranza.

 

Alternando con idéntica majestad y belleza con los más grandes Profetas del Viejo Testamento, y compartiendo las pechinas del techo de la Sixtina, Miguel Ángel pintó aquellas misteriosas pitonisas del mundo pagano que conocemos como las Sibilas.

Es muy sugestiva la integración pictórica del genio de Buonarotti que expresa el pensamiento renacentista católico de la teología del sigo XVI, ya bastante distante de la síntesis escolástica.

 

Mujeres del mundo antiguo, extraordinariamente dotadas de un espíritu adivinatorio, su recuerdo se mantenía muy vivo en tiempos de San Agustín cuando redacta su De Civitate Dei.

Para el platonismo la teología necesariamente desemboca en la cúspide poética, ya que su grado más alto no admite otra cosa que un éxtasis manifestado en el arte de la poesía.

 

Plutarco escribía:

“Los hombres de esta época lejana tenían un temperamento naturalmente dotado de una feliz propensión a la poesía. Sus almas eran prendidas fácilmente de ardores, de ímpetus, de inspiraciones, y había en ellas una disposición que para manifestarse no tenía necesidad sino de un estímulo pequeño o sobresalto de la imaginación.

No eran sólo los filósofos y los astrónomos, los que eran prontamente arrebatados hacia su lenguaje habitual, la poesía, sino bajo el influjo de una ebriedad, de una emoción viva, o con la acción repentina de un sentimiento, de dolor o de una alegría, cada uno se dejaba llevar, en un círculo de amigos, a la improvisación poética”

(De oraculis, 23)

 

Las Sibilas ya gozaban de gran prestigio entre los autores cristianos de la primera era: Hermas, San Justino, Teófilo antioqueno, Clemente Alejandrino, Tertuliano y particularmente Lactancio.

San Agustín, basándose en Varrón fija su número, según diversos países: Libia, Tracia, Grecia, Eritrea, Samos, Cumas, Helesponto, Frigia y Tívoli.

Podríamos citar, además, a la Sibilia Tiburtina, quien le señalaría a Augusto el nacimiento del Salvador.

 

Virgilio divulgará algunos presagios de los oráculos sibilinos, particularmente el de la Sibilia de Cumas.

En el capítulo 23, del Libro XVII (Paralelismo entre las dos ciudades), Agustín se detendrá en el anuncio de la Sibila Eritrea, exponiendo sus dudas sobre la identificación de ésta con la Cumana, pues una leyenda decía que la Sibila de Cumas, celebérrima sobre las demás, había venido de Eritrea en tiempos remotos, siendo contemporánea a la de Éfeso.

“Porque tal vez aquella vate oyó algo en espíritu del único Salvador y se sintió inspirada a darlo a conocer”

Esta afirmación mesurada del santo de Hipona nos da una idea del lugar que le asignaba a los oráculos de las Sibilas, tan estimados, como dijimos, entre los primeros cristianos.

 

Es cierto que el Verbo de Dios envía su rocío a todas las almas, a todos los hombres, a unos más a otros menos.

De Diodoro Sículo viene este elogio de la mujer:

Mulieres sunt vates Deo plenae. Las mujeres tienen particular disposición para el vaticinio divino.

 

Vayamos al texto de Agustín.

 

“Esta Sibila de Eritrea escribió algunas profecías bien claras sobre Cristo; lo que yo mismo he leído en latín en unos versos defectuosos, debido, según supe después, a la impericia de cierto traductor. En efecto, el ilustre Flaciano, que fue procónsul, hombre de gran facilidad de palabra y vasta erudición, hablando un día conmigo de Cristo me presentó un códice griego que decía contener las profecías de la Sibila de Eritrea, dónde mostró cómo en determinado lugar el orden de las letras en el comienzo de los versos expresaban un acróstico claramente estas palabras: (texto griego), que en latín significan: Jesucristo, Hijo del Dios Salvador.

 

Estos versos latinos, cuyas primeras letras nos dan el sentido que hemos transcrito, tienen el siguiente contenido, según los tradujo un autor a la lengua latina y en verso:

 

“Señal del juicio: la tierra se humedecerá de sudor.

 

Vendrá del cielo el Rey que reinará por los siglos; es decir, estará en la carne para juzgar al orbe, por donde el incrédulo y el fiel, al final ya de los tiempos, verán al Dios excelso con sus santos.

 

Con su carne estarán presentes las almas, que juzga él mismo, mientras yace el orbe en enmarañados zarzales.

 

Los hombres rechazarán sus simulacros, y también toda riqueza.

 

Buscando el mar y el cielo, quemará el fuego, en las tierras; desbaratará las puertas del sombrío Averno.

 

En cambio, se otorgará una luz brillante al cuerpo de los santos, mientras a los culpables les abrasará eterna llama.

 

Descubriendo los actos ocultos, cantará entonces cada uno sus secretos, y abrirá Dios los corazones a la luz.

 

Habrá entonces también lamentos, rechinarán todos con sus dientes.

 

Se arrebatará al sol su resplandor, desaparecerá el coro de los astros.

 

Se transformará el cielo, morirá el esplendor de la luna; derribará las colinas, levantará desde el hondo los valles.

 

Nada sublime o elevado quedará en las cosas humanas.

 

Ya se igualan los montes con los campos, y acabará por completo el azul del mar; desaparecerá la tierra resquebrajada; así también el fuego abrasará fuentes y ríos.

 

Pero entonces la trompeta lanzará triste sonido desde el alto orbe, lamentando el miserable espectáculo y los múltiples agobios, y abriéndose la tierra dejará ver el caos del Tártaro.

 

Aquí se presentarán los reyes juntos ante el Señor.

 

Bajará fuego del cielo y un torrente de azufre”.

 

 

 

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 Sibila Cumana

 

 

Por razón de brevedad omito los párrafos siguientes en los que S. Agustín, haciendo verdadera gala de su capacidad continúa con las interpretaciones numéricas sobre el acróstico y desemboca en el término pez, referido a Cristo.

 

Más adelante dirá:

“Por otra parte, esta Sibila de Eritrea o, como piensan otros, de Cumas, en toda la profecía –de la que es una mínima lo citado- no tiene parte alguna que pueda referirse al culto de los dioses falsos o fabricados. Antes bien, habla tan abiertamente contra ellos y contra sus adoradores que parece deber ser catalogada entre los que pertenecen a la ciudad de Dios”

 

Si hemos leído atentamente los extractos de San Agustín, no nos ha de costar demasiado entender por qué los Padres de la Iglesia vieron en estas adivinas las semina verbi (semillas del Verbo) esparcidas también, fuera del campo estricto de la Revelación bíblica, es decir, en el mundo pagano que, a su modo, también debía buscar a Dios –siquiera a tientas- como lo enseñan el libro de la Sabiduría (c. 13) y San Pablo en su carta a los Romanos (c. 1)

 

Probablemente más parecidas en su porte a una curandera de aldea que a las helénicas figuras de Miguel Ángel, encerradas tal vez en cuevas o cobertizos, las Sibilas fueron ese prototipo de mujeres intuitivas y arrojadas que la humanidad produce y eleva para dar lecciones a los sabios varones de cada tiempo.

Dotadas del poder profético, no les faltaba el buen sentido y, también, creo yo, el savoir-faire femenino que, en más de una ocasión, reduce al varón a la objetividad de la tierra, como en el caso de Diotime, quien al final del Banquete deja boquiabiertos a los ingeniosos disertantes sobre el amor…

 

 

Aproximándose la Navidad, los cristianos nos lamentamos de la “paganización” que ha sufrido la celebración central de nuestra cultura y nuestra religión.

Y es que la Navidad, además de ser el misterio central de nuestra fe, es el hecho histórico más grande e importante de la historia de la humanidad: divide, cuanto menos, en un antes y un después de Él.

 

Considero que la venida de Cristo al mundo – y también el fin del mundo con su retorno glorioso- es algo que afecta y compromete a todos los hombres mucho más allá del ámbito de la fe que profesan… Confío me interprete el lector.

 

Queremos significar que el hecho histórico de la Venida de Cristo a este mundo reviste tal magnitud que debemos aceptar que también los que están fuera del cuerpo visible de la Iglesia, a su modo, y por caminos que sólo Dios conoce, tengan su percepción del misterio y no puedan no celebrarlo.

 

Es tan fuerte el impacto de la Encarnación que, aún quienes no profesen la fe verdadera, no podrán nunca sustraerse de ese efecto exultante, festivo y poético que le dio a la tierra el gran misterio de piedad por el cual Dios se hizo Hombre.

 

Es posible que el tonto, el superficial, el mundano, el borrachín, la casquivana y el esnobista nos sorprendan descubriendo cosas que nuestra tranquila mirada de entendedores y especialistas no haya logrado ver en esta tierra a la que todavía Dios ama con infinita ternura.

 

Es posible, porque cuando nosotros callamos, las piedras profetizan.

 

P. Ismael

 

 

 

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Fuentes: “Obras de San Agustín”. Tomo XVII.  Ed. BAC

Un musculoso inteligente

Sansón:

Fuerza, amor y muerte


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La historia de Sansón, referida por el libro de los Jueces (caps. 13 – 16) es uno de los relatos más conmovedoramente humanos de toda la Escritura, y a la vez más marcados por la voluntad divina que se sirve de los hombres a quienes eligió, aún a costa de sus debilidades y limitaciones.


Concebido milagrosamente de madre estéril, su nacimiento fue anunciado por un ángel quien le indicará con todo pormenor cómo habrá de iniciar en la vida y en la piedad a su pequeño hijo y cómo Dios suscitará en él una singular fuerza que le asistirá para liberar a Israel.


Al igual que Jeremías será consagrado al Señor desde el seno de su madre, como nazir de Dios.


Su padre Manóaj y su mujer vieron cuando el ángel –en su segunda aparición- se eleva en la llama del altar, hacia el cielo.


Nacido el niño, el Señor comenzó a excitarle en el campamento de Dan…


Las diversas intervenciones de Sansón a favor de su pueblo asediado por los filisteos, nos muestran que el robusto joven estaba pronto a cumplir su misión, aún a costa de diversas pérdidas a lo largo de su no tan larga existencia (fue Juez de Israel por espacio de veinte años).


Tras un fracaso matrimonial y algunos escarceos por debilidad de la carne, termina enamorándose de una mujer de la vaguada de Soreq, llamada Dalila.


Y aquí viene la sobradamente conocida historia del asedio de Dalila sobre Sansón para conocer de dónde provenía aquella extraordinaria fuerza con la que él vencía siempre a sus enemigos.


Su seductora insistencia, no tuvo inicialmente resultado sobre él.  Por tres veces Sansón burló su curiosidad y escapó de la muerte que Dalila había tramado con los filisteos.


“Como todos los días le asediaba con sus palabras y le importunaba, aburrido de la vida, le abrió su corazón y le dijo: “la navaja no ha pasado jamás por mi cabeza, porque soy nazir de Dios desde el vientre de mi madre…” (16, 16-17).


Al cortarle sus siete trenzas y despertado del sueño por su tramposa amante, había perdido su fuerza.


Los filisteos le vaciaron los ojos y, atándole con doble cadena de bronce lo pusieron a dar vueltas a la muela en la cárcel.


Sansón es un hombre común –bendecido por Dios- pero un hombre común al fin.


Sensible por la belleza. Y tanto, que la insistencia y el temor de perder un cariño humano, terminan por hacerle traicionar el sentido todo de su vida. Porque la belleza “es un signo misterioso de Dios al hombre” (Ruskin).


Perdió su hombría, perdió su vocación, perdió sus ojos, su dignidad y también el amor que por un breve tiempo juzgó eterno.


El “para siempre, para siempre” de los amores terrenales, le hizo perder el verdadero para siempre del amor del Señor


No lo juzgamos. Y más, lo comprendemos, tanto cuanto vemos en él a ese hombre simple y bendecido por Dios quien en un momento de absurda pasión, sufre una pérdida irreparable. Y habrá pensado de alguna manera similar aquello de S. Agustín: “Quare non hac hora finis turpitudinis meae?” (Conf. 1. 8 c. 12, 28).


Preso en la cárcel su cabellera vuelve a crecer, y puesto en ocasión de hacer de bufón de los filisteos en el templo de Dagón dirige a Dios esta plegaria que nos congela el alma:


“Domine Deus, memento mei, et redde mihi nunc fortitudinem pristinam, Deus meus, ut ulciscar me de hostibus meis, et pro amissione duorum luminum una ultionem recipiam” (16, 28).


“Señor Dios, acuérdate de mí, y devuélveme aquella fuerza del principio, para que me vengue de mis enemigos, por la pérdida de mis dos luminarias”.


sanson mata a los filisteos


Nos resultará difícil comprender, desde nuestra concepción moderna y prudente de tales decisiones, la inmolación de Sansón.


Santo Tomás afirma que según San Agustín el que Sansón se sepultara con sus enemigos entre las ruinas del templo sólo se excusa por alguna secreta intimación del Espíritu Santo, que obraba milagros por su medio” (S.Th. 2-2 q. 64 a.5 ad 4).


No podemos concebir la muerte del fuerte Juez de Israel como un acto de suicidio o inmolación al modo de los fundamentalistas hombres bombas.


Su inmolación está revestida de una grandeza que no podemos comprender suficientemente.


Su vida, decíamos, se nos hace asimilable a la de tantos santos (así lo considera la Carta a los Hebreos) que nunca serán canonizados como fruto de un “proceso” llevado a cabo por un postulador de causas.


Había recibido una magnífica misión a cuya altura, en un momento de fragilidad, no pudo hallarse.


En todo momento fue leal a su Dios y, profundamente arrepentido de su flaqueza, lamentó durante su horroroso cautiverio, el haber pensado más en sí que en aquel pueblo que el Señor le había encomendado liberar.


El mal social en aquellos tiempos, no sólo podía provocarse por una dominación étnica o política, sino por la infiltración de la herejía que siempre sería el gran riesgo de Israel ante los pueblos circunvecinos.


El bien común y la honra del Dios de Israel hicieron su alma sensible a esa misteriosa moción de un Dios que nunca puede ser injusto, y menos con sus siervos.


Su ímpetu estuvo dominado por una grandeza que ya no entendemos.


Pero hay algo que todavía somos capaces de entender, al menos como principio, y es que la vida no es en sí misma un valor absoluto. Sigue siendo correctamente moral ponerla en riesgo –aún sabiendo que no saldremos bien parados del derrumbe- cuando se trata de salvar al prójimo injustamente agredido.


La vida es un valor relativo, dice relación a la vida eterna.


Y muchos mártires marcharon gozosos a una muerte segura cuando la Ley Divina estaba por encima de injustas leyes humanas o se enrolaron en la justa defensa de su Patria.


¿Cómo se repite en nuestra vida esta historia que nos parece poco común, pero que lo es más de lo que parece?


No se tratará ya de derribar el templo de Dagón de los filisteos.


Muchas veces podrá ocurrirnos que, a causa de nuestras caídas, hayamos perdido nuestro primer llamado y, fallando en la primera vocación, nos encontremos cegados por nuestro pecado y sin demasiadas posibilidades de ser el héroe que Dios soñó para nosotros.


Nuestra aquiescencia ante el mal, nuestra sensualidad consentida, nuestra falsa prudencia o diplomacia, nuestro miedo a destacarnos y comprometernos, en ocasiones pueden llevarnos a situaciones de las que no podemos volvernos atrás.


¿En cuántas ocasiones nos quedamos callados cuando deberíamos hablar?


¿Cuántas veces en aras de una falsa convivencia y unidad no nos atrevemos a poner las cosas en su sitio?


Cuando las cosas ya no pueden ponerse en su sitio porque lo que se construyó es un verdadero “templo de iniquidad”, no será la fuerza física, ni la violencia demoledora la que pueda corregir la impiedad imperante…


Pero tal vez habrá que pedirle a Dios aquella fuerza capaz de hacer presión sobre dos funestas columnas: la del acuerdo en el error y la del respeto humano, sobre las que se funda el edificio de la mentira; para plantarnos en medio de ellas y derribar con nuestra palabra, y sobre todo con nuestro testimonio, la diabólica edificación que ha llevado a tantos engañados a sumarse a la fiesta de la negación de Dios y su ley.


No perderemos la vida física. Seguramente el trabajo, el prestigio y la consideración de los “prudentes”. Pero tal vez ese sea el camino de nuestra propia redención y la de muchos inocentes engañados.


Estos serán los nuevos Sansones –débiles, pobres y un poco brutos- que estamos necesitando para vencer otras Dalilas más mentirosas y envenenadas.


P. Ismael


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Año Sacerdotal

Envejecer en el Altar…


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Aquella vieja película “Los diez Mandamientos”, con los efectos especiales de su tiempo y su escenografía casi de cartulina tiene un maravilloso espíritu que interpreta el sentido de la Escritura más allá de su letra y es capaz de hacernos adentrar en lo que significa haberse encontrado con Dios.


Después de su inefable cita con el Señor del Horeb, Moisés aparece ante su mujer con un aspecto sensiblemente cambiado: ha envejecido.


Su rostro está resplandeciente, pero su belleza juvenil se ha tornado en la belleza de un venerable anciano: las arrugas surcan su rostro y sus cabellos están totalmente blancos.


Otro tanto podemos observar en una producción cinematográfica más reciente.

A un legislador honesto se le aparece Dios pidiéndole que construya un arca como la de Noé. Naturalmente va a resistirse y cada vez que quiere ir a su trabajo habitual se encuentra misteriosamente vestido con hábitos de patriarca, y sus largos cabellos y barba encanecidos.


Hace algún tiempo, finalizando la Misa, se me acerca casi al oído un joven sacerdote que me dice: “Ay, mi Ismael, ¡qué viejito que estás!...”


Y me quedé pensando en nuestro envejecer sacerdotal y sus causas.


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El gracioso retablo barroco de la colegiata está ahí. Juguetean sus formas de mármol al igual que las figuras manieristas de los “putti” y los apóstoles.


Seguirá ahí por mucho tiempo. Es demasiado bello para que las furias iconoclastas de las sucesivas reformas puedan con él. Los variados cambios a que se vio sujeta la iglesia no lo afectaron demasiado, a no ser por la pérdida de su primera grada.

Es un monumento grandioso... Y también risueño. Está ahí, sonriendo. Sonríe desde hace mucho tiempo. Sonríe y contempla.


Son muchas las generaciones de cristianos que se han postrado ante él.

Muchos sacerdotes oficiaron sus primeras misas y a diario se ofreció sobre su ara el sacrificio temporal de la Iglesia.

Fue testigo de muchas esperanzas: del juvenil sacerdocio qui laetificat iuventutem, de las promesas emocionadas de tantos esposos, de las lágrimas derramadas por tantos cuerpos que se despidieron, del barullo de los niños de Primera Comunión... De tantos sermones sentidos y tantos otros huecos...


Allí está, y sonríe. Sonríe porque sabe que nos sobrevivirá. Sabe que nosotros pasaremos y él seguirá allí. Tal vez le esté reservado del momento del Juicio. Quién sabe... El parece más eterno que nosotros. Ha visto crecer a muchos, los contempló en su juventud arrolladora y ahora ve que apenas pueden subir hasta él.


Y él siempre tan joven en su carne marmórea que parece que latieran las venas de sus columnas.


Los putti no se han cansado de sostener las grandes masas de piedra y a los apóstoles no se les ha movido ni un bucle ni acalambrado la pierna que tienen cruzada por más de un siglo. Tampoco se ha borrado la sonrisa de la Virgen.


Muchos dan su opinión sobre él. Muchos quisieron modificar su estructura.

Es verdad que ha temblado algunas veces... Y cómo! Pero la sonrisa le vuelve pronto, porque sabe que aunque algunos de sus miembros terminen en un rincón polvoriento y otros sean utilizados, con mucha suerte, para nuevos altares, el tendrá más vida que los vivos que cada tanto lo contemplan con despreocupada admiración.


El mira más impasible el paso del tiempo sobre los pobres hombres que envidian su esbeltez casi adolescente...


Monumento a la coherencia que el hombre no tiene y quiere proyectar en la materia obediente. Sí, obediente, pero burlona al final. Porque Dios puede hacer nueva la obediencia y hacerla de mármol…


Nosotros somos piedras vivas, sujetas al envejecimiento exterior, aunque el hombre interior se vaya renovando día a día. No somos de mármol. No somos Dorian Gray…


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Pío XII anciano, en la Elevación de la Forma


¿Será igual el envejecimiento de un altar que el envejecer del sacerdote?


¿Por qué se avejenta el hombre del Altar?


¿Las causas naturales? No nos interesan ahora.


Descontemos que la labor pastoral en sí supone un ponerse las 24 horas en total disponibilidad para la atención –en aquellas cosas que se refieren a Dios- del Pueblo para quien nos ordenamos.


Descontemos la genética (en la cual creo cada día más, porque gratiam supponit naturam) que tiene determinada sobre nosotros, como sobre cualquier mortal, la programación del paulatino decrecimiento de nuestro aspecto exterior y el desarrollo de nuestras afecciones internas.


Descontemos también el desgaste de tanta incomprensión, ingratitudes, intrigas, celotipias y demás cruces que a la mayoría de los sacerdotes les asigna Dios en su Providencia para identificarlos con su Hijo Paciente.


Me detengo en una consideración que me parece “natural” sea una causa de nuestro aspecto “presbiteral”. Fuimos constituidos sacramentalmente “ancianos”.


Y si quisimos ordenarnos “con todo nuestro ser”, será lógico que lo interior también se nos trasluzca hacia fuera.


Cada vez que el Sacerdote de Cristo “sube” al Altar, al igual que Moisés, penetra en el misterio del Dios Escondido.


Un Dios que se esconde para que el hombre lo encuentre.


Recordemos que el Horeb no fue solamente rayos y resplandor. El Horeb era una montaña “tenebrosa”. Moisés se internaba en el misterio de la oscuridad, desde el que no sabía cómo saldría.


No se puede ver a Dios y seguir viviendo. Pero quien como Moisés llega a ver siquiera la orla de su vestido, no saldrá igual cuando termine su cita con Él.


Si nuestra vida es casi como un mirar a Dios “cara a cara”, si nuestra existencia es enfrentarnos con el misterio del Eterno Sacrificio del Calvario, no es absurdo pensar que ese contacto tan cercano con el Dios Eterno, El que está siendo, nos introduzca por una hora apenas, frente a Aquel para quien un día son como mil años y mil años como un día.


En la Edad Media existía la piadosa creencia que durante el tiempo de la celebración de la Misa –como el tiempo se detenía, o absorbía en la eternidad- los asistentes no envejecían.


Pero también podemos pensar que cuando todas las potencias del hombre-sacerdote se ponen en su máxima tensión hacia el sacrum, cuando es invadido por ese terror sacrum que causaba escalofrío a los Patriarcas, su flaca humanidad es afectada por aquel Anciano de Siglos.


Todos los Siglos eternos del Dios que habita en las Tinieblas del misterio se le vienen encima.


“Ver” cada día la maravillosa zarza eucarística que se consume de amor por los hombres, tocarla con las manos, es un trabajo de alto riesgo.


Si en verdad creemos, como lo creemos, en el poder que irradia esta maravillosa Presencia Real, no podemos dudar que es como tocar un uranio divino: a la larga tanto poder hará lo suyo en nuestras vidas.


Si tocar la Eucaristía no nos ha presbiterizado lo suficiente, es que no sabemos lo que hacemos…


Quien celebra con esta conciencia, seguro que termina su Misa con un verdadero agotamiento de todo su ser: su cuerpo, su mente, su sentimientos; están cargados y obumbrados por aquellas tinieblas que cubrieron toda la tierra en momento de la Expiración del Cordero Inmaculado.


Al volver del Altar, el hombre-sacerdote ha envejecido. Por ello a la Misa siguiente se acerca rogándole a Dios que renueve su juventud y pidiéndole que le devuelva la alegría de la salvación para que esperando en Él pueda todavía confesarle con la cítara.


La Santa Misa es verdaderamente un trabajo. Y un trabajo extenuante.


Quien celebre con todo su ser lo habrá experimentado. Y el trabajo duro envejece nuestro cuerpo.


Ese es el misterioso y pendular movimiento del Altar Horeb al que cada día subimos y bajamos: juventud y envejecimiento.


“¡Qué viejo que se lo ve, Padre!”

“¡Cuánto tiempo pasado con Dios, Sacerdote!”


Pero a la larga, el Presbítero (anciano desde sus veinticuatro, veintitrés, menos años), será como el altar magnífico que con el tiempo, se patinó de unción, experiencia, y mira risueño el paso de Dios por su vida y la de sus hijos y hermanos.


¡Acuérdate, Señor, de la vida de tus ancianos y envejecidos sacerdotes!


Gastaron su juventud entrando cada día en tu Santuario del Amor que consume. Del Amor que termina pidiéndonos todo.


Mira sus manos temblorosas que apenas pueden elevarte y contempla sus gestos torpes y el temblor de sus blancas cabezas, y la inseguridad de sus pasos vacilantes.


Los preparas ya para el último ascenso a un Altar no construido por manos humanas.


A un Altar que no será ya reformado.


Y considera sobre todo a aquellos que vivieron de y para tu Altar de la tierra y nos legaron y nos legan el mejor, el único sentido de nuestras vidas: envejecer junto al ‘Amor Amorum’.


Tú, Amor de los Amores, que puedes hacer de nuestra vejez una maravillosa obra de arte: la de serte fieles a Ti, ‘usque ad mortem’.


Ecce nova facio omnia (Ap 21, 3).


P. Ismael


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La Parusía

De nuevo vendrá con gloria…

 

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Durante el Santo Tiempo de Adviento –tiempo fuerte- como gustaba llamarlo Pablo VI a este período de preparación, se nos han de presentar a nuestra meditación los grandes temas de los Novísimos: Muerte, Juicio Final, Infierno y Gloria, estos tres últimos consecuencialmente relacionados a lo que conocemos bajo el nombre de Parusía¸o retorno de Cristo, como Señor del mundo y de la historia.

Tradicionalmente, y conforme a la enseñanza de los Padres y Doctores de la Iglesia, se nos recordarán las sucesivas “venidas” (o advientos) de Cristo en la Historia de la Salvación.

 

Una “venida histórica”, temporal: el nacimiento ex Maria Virgine, ocurrido en el secreto de la gruta de Belén, conocido inicialmente por los primeros destinatarios de la Buena Nueva de salvación: los humildes pastores que cuidaban al descampado sus rebaños.

Se trata de la venida del nacimiento en el tiempo. Antecede a este nacimiento, el eterno “nacimiento” del Verbo en el seno del Padre, el cual desde el principio estaba junto a Dios… y era Dios…

Aquí podemos reflexionar sobre el pre-advenimiento “atemporal” “ante-histórico” del Verbo.

 

La “venida intermedia” del Verbo se opera en este segmento de la historia que vivimos desde Pentecostés hasta el día que sólo el Padre conoce, el fin de los tiempos.

Es la venida, por la gracia, al corazón de las almas justas, como predicaba el Santo Abad de Claraval.

Es un adviento, también escondido en la intimidad del que responde a al Evangelio: porque el Reino ha comenzado entre nosotros.

 

Y la “venida final”, al fin de la historia –en la meta historia- cuando acabe el eón presente y Cristo venga, mejor, retorne, en su Parusía. Ésta ha de entenderse como “presencia”. Sobre ella encontramos referencia especialmente en las epístolas paulinas a los Tesalonicenses, I Corintios (cap. 15) y principalmente en el Apocalipsis.

Todos los hombres en ese momento tendrán clara precepción de la Presencia de Cristo Juez.

 

 

De ella, sólo el Padre conoce la hora y el momento.

Ella supondrá una renovación del universo entero.

Será la transformación y resurrección de nuestros cuerpos con nuestra almas para la confirmación solemne de la sentencia ya dictada por el Justo Juez en el juicio particular.

 

La Parusía será el “inicio” del Juicio Universal.

¿En qué condiciones se presentará nuestra tierra a la hora de aquel terrible día (“dies irae, dies illa…”)?

El Apóstol Pedro nos ofrece una respuesta clásica: “Esperamos cielos nuevos y una tierra nueva, según su promesa, en los cuales habita la justicia”.

 

Según Pozo (“Teología del más allá”) supone una clara afirmación de ruptura, expresada como destrucción del “cosmos actual”, o, al menos, de la forma actual del cosmos.

Porque según Pablo (I Cor 7,31) “pasa la configuración de este mundo”.

 

En un conato de diálogo con el marxismo, muchas veces se hace una interpretación de esa escatología cósmica, según la cual el esfuerzo por humanizar las estructuras, construyendo una sociedad más justa, iría preparando el cosmos futuro y, gracias al esfuerzo del cristiano por construir la ciudad terrestre, y suprimida toda alienación, se produciría un ascenso continuo en virtud de las leyes de la evolución, desembocando en la humanización de las estructuras.

 

 

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Según Teilhar de Chardin, un cierto grado de concentración de la noosfera, - por voluntad divina- sería la condición previa de la Parusía… (¡¡¿¿!!)

“Entonces, sin duda, sobre una creación llevada al paroxismo de sus aptitudes para la unión, se dará la Parusía” (Aut. Cit. “L´Avenir de l´homme”)

Ello plantearía una “Redemptio cosmica” diversa a la de los de los Padres de la Iglesia, basada en una exégesis realista, sin pretensiones científicas.

 

Por encima de esta especulaciones optimistas de este gran optimista (y sépase que el optimismo en torno a la creación (el de Leibnitz, el de Teilhard) no es un sistema necesariamente cristiano, sino provisoriamente filosófico-antropológico; y que la respuesta cristiana es más bien la esperanza, virtud teologal, nuestro propósito se encamina a reflexionar sobre ciertas notas que podríamos establecer en orden a comparar la dos venidas de Cristo (la histórica y la meta histórica) y, continuando con el artículo anterior, aproximarnos a ciertos puntos de mayor referencia espiritual para no dejarnos engañar por los “falsos profetas”.

 

La primera venida del Señor, puesta en pista desde el Antiguo Testamento, especialmente mediante los textos de Isaías 7, Zacarías, etc., encuentra su punto de mayor exaltación en la predicación del Bautista (el último Profeta) quien oficia de gozne entre ambos Testamentos.

Su predicación tiene fuertes tintes escatológicos para el anuncio de la llegada del Mesías. “Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles. Todo árbol, que no lleve fruto bueno será cortado y echado al fuego” (Mt 3,10); “limpiará su era, y allegará su trigo en su granero; mas la paja la quemará con fuego inextinguible” (v. 12)

 

Para ello señala el trabajoso empeño por allanar las vías del Señor. Aplanar las montañas y rellenar los valles. Hacer rectos los caminos.

 

Aplanar montañas significa bajar la soberbia humana, achatar las pretensiones de dominio, de usura y quitar toda impureza en las costumbres.

 

Rellenar los valles será vencer las “depresiones” humanas, consecuencia del vacío de Dios en los corazones que, sedientos, excavaron cisternas barrosas para su sed en lugar de ir a las fuentes de la salvación de las que habló Isaías.

 

Rectificar caminos lo interpretamos por adquirir la recta conciencia moral que el Precursor exigió a todos los que se acercaban a él en busca de su “bautismo de penitencia” Los que transitan por los caminos torcidos del pecado o quienes se hacen sus propias rutas de acceso para el encuentro con Cristo, no acertarán.

 

Los signos de aquella primera venida fueron bien concretos y ajustados a la humildad un Mesías que había de ingresar en el tramo final de su misión montando en una cría de asna, ingresando en la Ciudad Santa para padecer.

El anuncio angélico a los pastores, el seguimiento aventurero de los Magos de una estrella, serían los signos iniciales de aquella primera aparición de la benignidad y la misericordia en medio de los hombres.

Anuncios humanos y cósmicos, cumplimiento de entrañables profecías guardadas por los anawin (los pobres del Señor) en lo escondido de sus corazones, a lo largo de las generaciones de esperanza…

 

Estos hombres fueron los Ante – Cristos, es decir, sus precursores, sus semáforos, con la más auténtica función de signos: vinieron para señalar (significar) al Cordero de Dios que quita el pecado de mundo.

Terminada su tarea, se esfumaron. Disminuyeron. Desaparecieron.

 

Esta es la característica auténtica del “enviado”, del apóstol: preparar el camino para una llegada pacífica y comprometedora del Reino, que no es otra cosa que la Persona de Cristo Salvador.

 

Si sabemos desaparecer y que los demás no sigan pensando en nosotros cuando les predicamos a Cristo, ello será señal (signo) inequívoca de buen espíritu y ser de los de Su Reino y confianza.

Si se nos pegan, estaremos teniendo algo de anticristos…

 

Si el Anticristo será un “signo” indicador de la inminente Parusía, ello no será algo que podamos comprobarlo tan fácilmente.

Primero porque procurará distraer la atención de las “señales” que el Señor nos indicó como anticipadoras de su llegada, desplazándola a su propios signos y prodigios que, como decíamos, serán una ingeniosa imitación de los del verdadero Cristo.

 

La Parusía no necesitará de anunciadores humanos.

 

Los astros y los ángeles darán la primera señal.

A diferencia de la primera venida, la segunda no contará con predicadores y misioneros encargados de “preparar el camino”…

Será una percepción inmediata –“ como un abrir y cerrar de ojos”-, sólo la trompeta angélica y las señales en el cielo, harán que las águilas acierten.

 

Y el valle de Josafat, lugar profetizado para este Juicio Universal, será para los réprobos, el valle de Hinnom, o Be- Hinnom (el Ge-Hinnom, la Gehena = valle de los gemidos) el comienzo de su eterno desventurado destino.

 

Y el Anticristo y la Bestia serán derrotados.

“Y ya no habrá más lágrimas, ni dolor..” Porque Dios hará nuevas todas las cosas: ecce nova facio omnia…

 

Y en este lacrimarum valle (valle de lágrimas) que es el presente mundo, como lo llamamos en la Salve, ya se incoa, de algún modo, el juicio que habremos de rendir como el último y definitivo examen de nuestro cursado en la escuela de la vida.

 

Ya tenemos el programa de este examen: los diez mandamientos.

Ya sabemos cuál ha de ser la pregunta final: el amor.

Ya sabemos que todo lo que hacemos en esta tierra, a Él se lo hemos hecho…

Ya sabemos los criterios de aprobación o reprobación que estableció el Divino Maestro.

 

Y tenemos elementos para discernir, mientras dura nuestra peregrinación por este mundo, quiénes sean los Ante – Cristos, y quiénes los Anti – Cristos.

 

El que tenga inteligencia, entienda lo que lee…

 

P. Ismael

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El Anticristo

sobre un fresco de Signorelli


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Acercándose el término del Año Litúrgico, la Iglesia nos hace meditar en el Juicio Final, y para ello dispone en sus diversos textos una serie de profecías y advertencias pertenecientes al género apocalíptico, principalmente seleccionadas de los libros de Daniel, los discursos escatológicos de Jesús y el Apocalipsis de San Juan.


Fin del mundo, destrucción de la ciudad santa y su Templo, Juicio Final y Anticristos son los puntos destacados del texto de Mateo que se lee en la próxima Dominica, última después de Pentecostés.


Todo el capítulo XXIV de San Mateo merece una atenta lectura para discernir cómo en el relato los temas aparecen entrelazados y distinguir cuando Nuestro Señor se refiere a uno y a otro.


El comienzo, hasta el v. 23, y el fin (desde el v. 32 al 35) se refieren directamente a la destrucción de Jerusalén, y su cumplimiento, que muchos de los contemporáneos de Cristo presenciaron y nosotros conocemos por la historia. Flavio Josefo describe la devastación de la capital judía, que tuvo lugar en el año 70 de nuestra era. El fin del mundo y la consumación de los siglos están enunciados en los vv. del 23 al 32.


La ciencia pareciera en estos tiempos emparejarse más con la Escritura –aunque ello no sea siempre necesario para la vida de la Fe- cuando conjetura que el universo sufrirá una serie de transformaciones que, a la larga, terminaría con la destrucción de nuestro mundo en una forma violenta…


Sin adentrarnos con demasiada prolijidad en la exégesis de los textos mencionados, digamos que la intención de este largo discurso de Cristo –previo a su Pasión- es la exhortación a la vigilancia y a la “preparación” para ese tremendo día, pues “del lado que la encina cae, allí se queda”. Se nos invita entonces a acertar con Cristo o dejarse engañar por los falsos profetas que lo remedan.


Nos interesan los pasajes que se refieren al Anticristo y vamos a resaltar los versículos que vienen al intento de nuestra reflexión.


“Cuidaos que nadie os engañe. Porque muchos vendrán bajo mi nombre, diciendo: “Yo soy el Cristo”, y a muchos engañarán” (v 5).


“Surgirán numerosos falsos profetas, que arrastrarán a muchos al error” (v 11).


“Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los elegidos” (v 24).


“Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo –el que lee, entiéndalo-, entonces los que estén en Judea…” (v 15).


Por lo visto, los pasajes del Evangelio que se refieren al Anticristo, más bien nos harían pensar en varios o muchos Anticristos.


Sin que ello se contradiga con un Anticristo, como lo indican otros pasajes del Nuevo Testamento, refiriéndose a la Bestia (cf 2 Tes 2, 4; Ap 11, 1; 12, 18; 13, 3, 11, 15; 15 2, 17 1,3; etc. ) según los dichos del Señor nos animamos a pensar que se puedan haber dado y se den “pequeños anticristos”, todos ellos manipulados por Satanás.


¿Cómo actúa, y, por otra parte cómo es el Anticristo o los Anticristos?


El Anticristo no puede ser o hacer otra cosa que lo que es y hace el Demonio: la mona de Dios. Quiere imitar. Y para ello recurre a todo tipo de acciones. El Demonio, padre de la mentira, lo es desde el principio. Su “pecado” se basa en una mentira inicial: “seréis como dioses” y una falsa promesa. Y a tanto llega su desesperación por mentir que lo quiere hacer pasar a Dios por mentiroso: “no será así… Bien sabe Dios que el día que lo comáis…” Luego, la acción del Anticristo tendrá como base estratégica el mentir.


Ello provocará una ilusión y fascinación en el hombre, su eterno cliente para la tentación. Toda tentación se funda siempre en una mentira inicial, y por tanto, es el intento por alejarnos de Dios mismo, la Suma Verdad, que no puede engañarse ni engañarnos, como lo enseña el Vaticano I y lo aprendimos en el Catecismo.


El Anticristo presentará tan buenas imitaciones –científicas, o espirituales- que, de por sí, aún los elegidos podrían engañarse. Se servirá de la propaganda humana, comercial, incluso aprovechando la popularidad mundial de Cristo. Lo que intentará vanamente será oponerse al verdadero Cristo con toda suerte de mentiras.


Los falsos profetas y los falsos Cristos, tomaron y toman la apariencia de Cristo.


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En la Catedral de Orvieto –magnífico templo que custodia el precioso Corporal del milagro de Bolsena - Lucca Signorelli ha descrito con un pincel agudamente vengativo a los artistas de su tiempo, asistiendo a la predicación de un personaje que predica y tiene una apariencia sellada de benevolencia. Se trata de un fresco en la capilla de San Brizio (entrando a la izquierda) que aborda un tema muy poco o nada frecuente en la iconografía de su tiempo: la persona y la acción del Anticristo.


Sobre un pedestal, y con ofrendas de oro y riquezas a sus pies, aparece el extraño personaje. Su rostro, su porte y sus vestidos son los que tradicionalmente adjudicamos a Cristo. Un aire de vaga inseguridad o agotamiento y los sugestivos bucles a modo de cuernos insinuados le traicionan. En los asistentes que le escuchan atraídos, hay además como una espera de algo que no llega y no sabrían precisar a pesar suyo.


Signorelli se ha pintado, a la izquierda del observador, junto al vigoroso candor de Fra Angélico, en grupo aparte. Aparecen en la escena personajes famosos de su tiempo: Rafael, Dante, Petrarca, Bocaccio, Cristóbal Colón, Orazio Baglioni, etc. Detrás del cuerpo del predicador, el Diablo, sosteniéndole, manejando su gestos y sugiriendo las palabras.


Es una composición impresionante.

Las figuras se asemejan a un titiritero y su marioneta.

Los brazos del Anticristo no son otros que los mismos del Demonio, o una prolongación de ellos. El Anticristo, o los anticristos, no son más que marionetas del Demonio: él los maneja y como hábil ventrílocuo habla tras ellos. No tienen brazos ni palabras. Satanás se los proporciona.


Nos llamarán todavía la atención algunas cosas más.


La mirada del anticristo – hablamos de aire de inseguridad y agotamiento- es casi estrávica. Se diría que está “dopado”. Y mirándole bien de frente, como al demonio no le gusta que lo miren, más bien da cierta pena, porque es un payaso.


Signorelli ha representado al demonio instigador de una manera muy particular.

No se trata de los horrendos y zoomorfos demonios que aparecen en los otros frescos vecinos al de esta Historia del Anticristo pintados por el mismo artista en la catedral orvietana.

Se nos muestra un rapado y atlético Satanás que no deja de mostrar cierto sex appeal con sus pequeños cuernos rojos: todo un diablo de Hollywood.


Prescindiendo del juicio que se arroga el pintor, y del psicoanálisis que podría ejecutársele (la pretensión de que sus rivales de mayor talento sean condenados en bloque; la ingenuidad de colocarse junto al humilde y enorme Fra Angelico, le traicionan) debemos reconocer que es ilustración capaz de hacernos meditar.


Esos engañados por la apariencia de este Cristo, están como preparados para caer en sus redes por su propio tipo de vida.


Personas intelectualmente dotadas, pero que se conforman con una apariencia de verdad en las cosas, con una teoría de la verdad a cambio de una vida verdadera.

En la predicación que tal vez oyen, buscan la hoja vistosa de la higuera estéril, no el pensamiento exigente y transformante de Cristo.

Le toman tan en la superficie, que cualquier imitación de baja calidad puede confundirles y convencerles.

Invirtiendo ilegítimamente el proceso por el que Dios los sacó de la nada, creen necesario “crear a Dios a su imagen y semejanza”.


Los tibios le creen por lo tibio y complaciente con su inseguridad, los sensibleros con su sensiblería y a su medida le esperan muchos hombres.

A todos y a cada uno puede el Diablo fabricarles el falso Cristo a medida y darles lo que piden.


Cada uno encontrará el Cristo que busca. Simpático, poco exigente, “entrador”, siempre con la gente, del lado de todos, del lado del pueblo, del lado de los artífices de este mundo… Siempre ofreciendo subproductos del cristianismo al más bajo precio.


Solo que ninguno será Cristo. “No les creáis”


La obra del Anticristo será tan perfecta en sí misma que no sólo aquellos que se entregan voluntariamente a su juego de mentiras, sino hasta los mismos justos, fiados en los signos que obrará, podrían caer en el error.


¿Si no, cómo nos explicamos que la abominación de la desolación se pudiese establecer en el lugar Santo? ¿Cómo estar preparados?


El Señor nos ha dejado en el texto dos señales: las águilas que acertarán y la higuera que se pone tierna.

Pediremos al Espíritu entender lo que leemos.


Porque “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.


P. Ismael


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El arte sacro

Speciosus forma prae filiis hominum”

Salmo 44


(Extractos de una conferencia dictada el 30-XI-1995)


Cristo Risorto Miguel Angel 


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Por la Encarnación del Verbo, la naturaleza divina veló su gloria al revestir la “forma servi” (Cf Flp 2, 6-11) A partir de la Resurrección, en cambio, la naturaleza humana se despoja de la “forma servi”, descubriendo la “forma Dei”.


Esta gloria del Verbo, a pesar de estar velada por la carne, se manifestó antes de la resurrección en diversas ocasiones, según el testimonio de los Evangelios.


Un caso significativo es la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.


Allí la gloria se manifiesta en su mismo cuerpo que aparece “vestido luminoso de la divinidad”, comparable a su apariciones posteriores a la Resurrección. Como si la luz de su naturaleza divina traspasase la opacidad del cuerpo humano del Redentor.


San Juan Damasceno enseña que el Verbo, al encarnarse, no perdió el esplendor de su divinidad, sino que la veló por amor a los hombres. Se podría decir que el verdadero milagro fue el ocultamiento de su gloria.


El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña (Nº 115 y ss.) que la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva “economía” de las imágenes.


“En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura, no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios… con el rostro descubierto contemplamos la gloria del Señor” (S. Juan Damasceno, imag, 1,16)


“Se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandeció como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve” (Cf Mt 17,2; Mc 9,3; Lc 9,29)


En el Tabor, la verdad encarnada resplandece con extraordinaria belleza.


Aquí se concreta de la forma más elevada posible la clásica definición de Platón, asumida luego por el Aquinate, según la cual la belleza es el “resplandor de la verdad”.


Dostoievski decía que “no hay ni puede haber nada más hermoso y perfecto que Cristo” y también que su naturaleza humana era “la imagen positivamente, absolutamente bella”.


Su personalidad es reflejo de la gloria del Padre. Pero el aspecto exterior de Jesús, sus rasgos, parece difícil de rastrear en los Evangelios y en los escritos de los Apóstoles: su preocupación básica es el Cristo glorioso, Hijo de Dios y Redentor y la clara afirmación de su verdadera Humanidad.


Cuando hablamos de la creación del universo y éste ser un efecto que no “queda” en el agente o causa, accedemos al ámbito de las operaciones “ad extra” de Dios. Son operaciones comunes a toda la Trinidad, que en éste caso es comunicación y donación del ser constituyendo una realidad distinta de sí.


Al hacer donación de sí, regala la existencia en la acción creadora, comunica su infinita bondad que, como tal, tiene a entregarse máximamente.


Esta nueva entidad, lleva en su misma constitución la impronta de su Hacedor, y por lo tanto encontramos en ella vestigios trinitarios: “todas estas cosas, creadas por el arte divino, manifiestan en sí cierta unidad, belleza y orden. Hay en todo esto unidad, ya se trata de naturalezas corpóreas, ya de las facultades anímicas; poseen algún grado de belleza, como las figura y cualidades de los cuerpos o las ciencias y el arte en las almas; y tienen cierto orden, como se observa en los pesos y la posición de los cuerpos, en los amores y los placeres del alma. Conocemos al Hacedor por las creaturas y descubrimos en éstas una cierta y digna proporción, el vestigio de la Trinidad. Es en esta Trinidad suma donde radica el origen supremo de todas las cosas, la belleza perfecta, el goce completo” (S. Agustín, De Trinitate)


Es el Hijo, la Causa Ejemplar de todo lo creado – “por él fueron hechas todas las cosas”­ - El Verbo es “el arte de Dios Padre” en el sentir de varios Padres de la Iglesia, la misma esencia divina pronunciada en el seno de la Trinidad Santísima. El Verbo es “el Cantor del Padre” como lo dijera Marechal.


Santo Tomás distingue dos tipos de imágenes: la que está en algo de la misma naturaleza y la se encuentra en algo de otra naturaleza.


“De la primera manera, el Hijo es la imagen del Padre; de la segunda, el hombre es llamado imagen de Dios. Y para indicar la imperfección de la imagen en el hombre no se dice simplemente que es imagen de Dios, sino que es a su imagen, por donde se significa cierto movimiento que tiende a la perfección.


En cambio del Hijo de Dios no se puede decir que sea a imagen, porque El es la perfecta imagen del Padre” (S. Th. I, q 35, 2)


De allí que si el Padre se complace en los hombres, es porque en ellos encuentra reflejado al Verbo, y de ese modo se complace siempre, en última instancia en su Imagen natural.


Facultad exclusiva de la especie humana es la creación artística.


El artista es capaz de hacer existir una nueva realidad, no ex nihilo, como Dios, pero sí totalmente original.


A partir de lo que en la filosofía del arte es llamada forma germinal, en la mente del artista, éste produce un nuevo ser autónomo que es la obra de arte concre, libremente concebida, como expresión reflexiva de la belleza bajo una forma sensible (Cf. “Arte y escolástica”, de J. Maritain)


La clase de existencia que el artista otorga a su obra presupone siempre su propia existencia, que a diferencia de la de Dios es “recibida”…


A su manera, la creación artística constituye una importante contribución a la naturaleza, ya que incorpora una serie de seres que no se encuentran en ella, objetos cuya existencia, esencia y estructura se justifican por el placer de aprehenderlos.


Lo bello – aquello cuya captación place-, es solamente para ser bello sin ninguna otra utilidad.


La belleza, el arte y la liturgia no pertenecen al reino de lo útil.


El artista ama su obra con un amor tan personal como si fuera su hija, pensando que no morirá del todo, perviviendo en la belleza formal que logró imprimirle, le deja “la mitad de su espíritu”.


Dejó una ventana abierta al absoluto, según Pío XII, para quien la función del arte es “romper el círculo estrecho y angustioso de lo finito en el cual el hombre está encerrado mientras vive acá abajo, y abrir como una ventana a su espíritu para que aspire a lo infinito”.


Concordamos con Maritain para quien el arte cristiano se define por el sujeto en quien se da y por el espíritu de donde procede; se dice arte cristiano o arte de cristiano, como se dice arte de abeja o arte de hombre.


Es el arte de la humanidad redimida. No puede un árbol bueno producir frutos malos; si somos, o al menos devenimos (como diría Castellani) cristianos, el fruto artístico será siempre cristiano, porque de la grandeza de la forma, que proviene del lado del espíritu, hablará la expresión sensible.


Claro, que no debemos creer que las buenas intenciones morales suplirán a la calidad de la técnica o de la inspiración y son suficientes para ejecutar una obra. Esto sería una falta contra la gratuidad de toda producción artística.


No estará de más recordar los ingredientes de la belleza, señalados por el Angélico:


“En primer lugar la integridad, o perfección; pues la cosas que están disminuidas, por eso mismo son defectuosas. Además la debida proporción, o sea consonancia. Y por último la claridad: por lo cual las cosas que tienen colores nítidos se dice que son bellas” (S.Th. I q 39 a 8)


Resurrección


Según Sertillanges, todo artista que abordare un asunto de fe, debiera tener en cuenta:


1) Una justa idea de los que es el dogma. Nada peor que una pálida aproximación. Piénsese, por ejemplo, que hasta el siglo XV no aparecen errores doctrinales en las reproducciones artísticas.


2) El artista no debe desdoblarse en artista y cristiano. Artista-cristiano de una sola pieza. La idea cristiana debe dominar sus facultades.


3) Debe desechar de sus producciones todo elemento hostil a la idea que ha intentado reproducir.


A esta altura de nuestra exposición ubiquemos al arte sacro.


El arte sacro, ya se ve es arte cristiano, y no todo arte cristiano es sacro, pues aunque su inspiración sea religiosa, no necesariamente ha de ser de hecho incorporado a un uso sagrado o decorar una iglesia.


En otro lugar se ha hablado de la finalidad de la destinación del arte sacro.


Si hemos dicho que el arte es una sobreabundancia gratuita de la riqueza interior del ser humano, el arte sacro llevará al hombre, como reflujo, a la adoración, a la oración y al amor de Dios.


No es que el arte tenga eficacia ex opere operato en nuestra vida religiosa: Dios no ha vinculado la verdad y la gracia a una expresión artística. Pero es un valiosísimo auxiliar –como la belleza litúrgica- ut lyra Christus. Recordemos cómo la belleza del culto católico ha sido de influencia decisiva en la conversión de muchos. Baste leer, por ejemplo, en las Confesiones de S. Agustín el relato de su estremecimiento con los cánticos en el templo y también las conmovedoras páginas de Paul Loewngar.


El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “El arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el Misterio trascendente de Dios, Belleza sobre eminente e invisible de Verdad y de Amor, manifestado en Cristo… belleza espiritual reflejada en la Santísima Virgen Madre de Dios, en los Ángeles y en los Santos” (cf 2502)


Estas son pautas de legitimación y parámetros de juicio que ya había recordado la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del último Concilio Vaticano: “por eso los obispos deben personalmente… vigilar y promover el arte sacro… y apartar con la misma atención religiosa de la liturgia y de los edificios de culto todo lo que no está de acuerdo con la verdad de la fe y la auténtica belleza del arte sacro” (S.C. 122-127)


Recordaba el Cardenal Ratzinger: “La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arte que ha surgido en su seno.


El Señor se hace creíble por la grandeza sublima de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente, más que por los subterfugios que la apologética ha elaborado para justificar las numerosas sombras que oscurecen la trayectoria humana de la Iglesia. Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y, por lo tanto, humanizado el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza –y, por lo tanto de la verdad-, sin la cual el mundo no sería otra cosa que la antesala del infierno” (Cf. “Informe sobre la Fe”)


Más adelante comenta el Cardenal de un eminente teólogo, uno de los líderes del pensamiento posconciliar (cuyo nombre calla por prudencia), que le confesaba, sin empacho alguno, que se sentía un bárbaro en materia de arte.


Un teólogo que no ama el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera para lo bello no es cosa secundaria; se refleja necesariamente también en su teología”, concluía.


Lo que hace al artista, no es el artista; son los que oran. Y los que oran no obtienen otra cosa que lo que piden… El arte sacro es una consecuencia de la oración.


Muchos artesanos del Medioevo estaban guiados por monjes o ellos mismos lo eran. Y ya no sabemos si es un monje el artesano o u artista que para contemplar la Suma Belleza, ha elegido la libertad de un claustro.


Decía Miguel Ángel del Beato Angélico que fue preciso que Dios arrebatase al mismo cielo a este fraile para hacerle ver el modelo de sus imágenes saturadas de sacralidad…


Por más paganizantes que puedan parecernos los artistas del Renacimiento, seguían embebidos de la Fe. Cercanos a la Edad Media tumultuosa y apasionada, pero heroicamente cristiana, mantuvieron pura la fe, cuya profunda marca sobre nuestra civilización no han podido borrarla los posteriores siglos de cultura “antropocéntrica”.


Igual se produciría, inevitable, la ruptura entre la Fe y las facultades de la imaginación y la sensibilidad.


El jansenismo despojará al espíritu de la carne, con nefastas consecuencias no sólo en el arte, sino en la espiritualidad y la vida cristiana.


El gótico tenía por objeto representar ingenua y cándidamente los hechos concretos y las verdades históricas de la Fe a los ojos de la muchedumbre, como una gigantesca Biblia que se despliega en catequesis de piedra, luz y vidrio.


El arte posterior al Concilio de Trento, impropiamente llamado “barroco”, tendrá como objetivo mostrar con estrépito, elocuencia, grandiosidad y a menudo con el patetismo más emocionante ese espacio vacante, dispuesto a una posible manifestación apoteósica de la teología.


No olvidemos que la Teología, en su cúspide más alta –la doxología- y también la mística, no se exime del barroquismo, por la intrínseca limitación de nuestro pensamiento y nuestra palabra: Dios es inefable.


Lo que logramos expresar de Él, lo hacemos por acumulación de negaciones y afirmaciones…


Podríamos, entonces decir, que el gótico ha sido el arte de la cristiandad y el barroco el de la catolicidad.


Creo que, en tanto que aquel no conoció en su momento las divisiones en la sólida unidad de la Fe, éste fue una reacción al protestantismo que vació de humanidad y sobrenaturalidad el misterio de Cristo: un horror al vacío luterano de la sola fides y la sola Scriptura.


Extraigo algún párrafo de unas cartas de Marie-Charles Dulac:


“Hay algo que yo desearía y por lo cual ruego: que todo lo que es bello sea traído de vuelta a Dios y sirva para alabarlo. Todo lo que vemos en las criaturas y en la creación, todo debe serle devuelto, y lo que me aflige es ver a su Esposa, nuestra Madre, la Santa Iglesia, ornada de horrores. Es tan feo todo lo que manifiesta exteriormente, a ella que por dentro es tan bella; todos los esfuerzos se encaminan a hacerla grotesca; su cuerpo ha sido desde el comienzo entregado desnudo a las fieras; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla, mas luego la vanidad y por último la industria se mezclaron en esto y así disfrazada se la entrega al ridículo. Que es otro género de fiera, menos noble que un león y más malo…” (25-VI-1897)


Para quien se atreva a mirarlo de frente, mucho arte sacro actual exhibe todos nuestros pecados: debilidad, indigencia, timidez de a fe y del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural.


Pero sin embargo, el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorosa, paciente, y a la espera.


El hombre contemporáneo, y también muchos de nuestros cristianos, pretenden haberse vuelto esencialistas, capaces de prescindir y quedarse con lo único importante. Y a fuerza de pelar la cebolla, se han encontrado sin nada y con muchas lágrimas.


El sentido de lo sobrenatural nos hará redescubrir la legítima emoción religiosa que provoca el arte sacro y que los primitivos supieron captar y transmitir.


Alabad al Señor con maestría. No hay detalle que no pueda ser objeto de arte. Los detalles más pequeños de la crestería de una catedral gótica estaban hechos para que sólo Dios los viera desde Su altura.


El gusto artístico, la sensibilidad por el arte, deben ser educados.


Las obras de arte no fueron realizadas para ser expuestas en un museo o ser ejecutadas en auditorios, fuera del ámbito que les es propio. Este arte debe ser devuelto al Altísimo, a la Belleza misma.


P. Ismael


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