“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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NEVER COMPLAIN. NEVER EXPLAIN.

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             Reina Victoria                
 
 
Tiempos de inclusión…
tiempos de soledad…
 

Tal vez sea por reafirmarme no en mis ideas, sino en la precaria praxis de mantenerme fiel a ellas. O porque nadie puede vivir sin interlocutores, a riesgo de enloquecer con sus propios soliloquios… O porque en sus diálogos más íntimos pudiera encontrar alguna respuesta.

Para vivir como ser espiritual el hombre necesita de la sociedad, tal como lo sostuvieran Platón y Sto. Tomás, quien afirma: “Para los animales la naturaleza ha dispuesto alimentos, el manto protector de los pelos, medio de defensa contra sus enemigos… la rapidez de la huida…”

Basándose en investigaciones comparadas, el biólogo suizo Portman, señala que el individuo humano debería permanecer en el claustro materno aproximadamente un año más de lo que ocurre en realidad, no 9 meses sino 21, para nacer con el mismo grado de capacidad vital que el animal superior, que surge a la vida con un equipo de instintos suficiente y posee, en ellos, las formas de conducta adecuadas al ambiente. (Cf. Lersch, Psicología social, Barcelona, Scientia, 1967)

La necesidades biopsíquicas y espirituales encontrarán su realización en el ámbito absolutamente necesario, que hace precisamente a su definición –digamos cuasi esencial- de ser social.

Sus necesidades biológicas, no cubiertas por la naturaleza, que lo arrojan al mundo en total desvalimiento como un ser inerme, lo “someten” a la sociedad para subsistir en sus primeros años. Y como trataremos más adelante, durante el resto de su vida.

Naturalmente el hombre “pertenece” a su especie. Se trata de una pertenencia como individuo de esa especie, por encima de sus cualidades espirituales, morales, físicas y las variantes que, con la evolución de su misma especie, pueden comprobarse por diversas ciencias antropológicas.

No sólo le es dada una determinada forma, sino que es acogido por su naturaleza, por la naturaleza humana.

¿Bastaría esta sola “recepción” formal para que pueda considerarse su pertenencia como plena?

Ciertamente, desde lo constitutivo formal de lo que es la personalidad humana, como sujeto de atribución, sustrato invisible de algún modo, pero real en su fenómeno, no hay duda que, aún en los más limitados casos de existencia, nos encontramos frente a un ser que no puede ser excluido, bajo ningún concepto del conjunto del resto de sus semejantes.

Realizar una exposición que satisficiera a los mejores entendidos en el asunto, además de ponerles en el enojoso trámite de refutarme –si para tanto diera- me expondría (y no hará falta mucho) para que me mandasen a estudiar en los sitios adecuados los rudimentos de la ciencia filosófica, en cualquiera de sus corrientes, y me encontrara por tanto, sin respuesta alguna a tanta sapiencia de quienes han dedicado su vida a estos estudios.

Si por el contrario, lo que iré apuntando es considerado como un ensayo del que me hago cargo, les ahorro a los críticos la molestia de la refutación, y hasta de la lectura.

Las expresiones “pertenencia”, “inclusión” e “identidad” que iremos utilizando a lo largo de estas reflexiones, encontrarán, según los variados autores y escuelas, contenidos diversos, matices, significaciones, etc. que tampoco pretendo enjuiciar, limitándome al sentido que considero obvio y que ha de servirme para expresarme en mi intento.

Distingo una pertenencia por esencia (o naturaleza) y otra por asociación.

Un hombre “pertenece” a la especie humana por compartir la misma naturaleza con sus semejantes.

Conceptualmente se le “incluye” en su especie como un individuo de la misma.

Supuesto ello, su naturaleza ¿lo haría idéntico con su individualidad?

En modo alguno si mantenemos la distinción entre naturaleza y persona.

La naturaleza se personaliza y la persona recibe de aquella los principios operativos.

Por lo que antecede, podríamos arriesgarnos a distinguir una doble manera de “pertenecer” a un determinado conjunto, o dos formas de considerar la pertenencia: por naturaleza, o por convención, decisión, acuerdo, o términos similares.

En el primer caso nos encontramos con un tipo de pertenencia de la máxima extensión. Todos los hombres somos humanos.

Esta tremenda, imprescindible, y sofocante realidad de la “pertenencia”, exigida por la índole social del ser humano, será la llave de la fortuna, y también del sepulcro de cada uno de nosotros.

 

He llegado a ser un extraño para los hijos de mi madre”, dice el salmista.

Se engaña ilusamente quien pretende ostentar en estado continuo un status de alegre y segura pertenencia a la sociedad que lo contiene.

Pareciera que siempre debemos mostrarnos contentos y felices de “pertenecer”. Tal vez no importe a que conjunto. Pero hay que pertenecer y por ende sentirse incluido, sentirse parte del mismo. Cuanta mayor convicción interna y alarde externo, tanto mejor…

Para seguir perteneciendo debe hacer un constante esfuerzo para que su sociedad lo siga aceptando, manteniendo al tibio calorcito de sus muros, sean ellos muy amplios o reducidos.

La sociedad en general, toda sociedad, cualquier sociedad tiene la convicción irrebatible de ser perfecta, de contener en sí misma todo lo que el individuo necesita para su desarrollo pleno, en cualquier orden.

Si se diera una falencia, o si reconociera en sí misma una deficiencia de estructura, justificaría a cualquier precio la capacidad esencial de autosuficiencia. Si al individuo no le sirve, o éste no va con ella, o se aviene a la integración, tratando cada día de no ser un extraño, o si se comporta como tal –deliberadamente – nuestra sociedad le excluiría. Si tiene fuerzas para ello, deberá tomar el camino de salida de su grey, exponiéndose a cualquier suerte, a una deseada liberación, o la muerte por inanición.

No quisiera que se llegase a concluir que lo que estoy diciendo desembocará en ninguna postura roussoniana, ni que la sociedad (cualquiera) deba dejar de considerar el bien común, el progreso de sus fines elementales, etc.

Lo que deseo destacar es que el hombre inmola y sacrifica mucho de sí por mantenerse, a cualquier precio, en el estado de ubicación y aceptación social.

De ello podríamos dar inacabable cuenta trayendo un sinnúmero de situaciones que degradan a las personas, las neurotizan, anulan y enajenan, en aras de ser tenidas en cuenta, aceptadas, en definitiva.

 

La conciencia puede estar peleando interiormente por este debate: seguir, huir o morir estoicamente.

Oscar Wilde decía ingeniosamente que la conciencia es la manera (eufemística) que utilizamos para llamar a nuestros caprichos.

No negamos que hay caprichos que puedan durar toda una vida, como tampoco que la tortura que la sociedad, queriéndolo o no, sea un capricho seleccionado por ella para asegurar su pervivencia sobre la vida del individuo.

¿Ley de supervivencia, instintos, necesidad de salvar a la mayoría? No estoy en condiciones de tener un juicio con pretensiones de inapelabilidad.

Lo que podríamos afirmar es que tanto a la llegada al mundo de todo hombre, como al momento de su partida, pareciera necesario –con necesidad de humanidad- que haya unos brazos que lo reciban. Tanto al nacer, como al morir, sería una doble muerte carecer de esos brazos que nos estrechen.

Nuestro drama vital es carecer durante el segmento más o menos extenso de un punto hasta el otro, de esos brazos que nos hagan sentir –sí señores, sentir- que somos aceptados. Y más: queridos.

¿Pertenezco porque soy incluido o soy incluido porque pertenezco?

¿Pertenezco por que se me añade numéricamente al grupo o pertenezco porque conscientemente asumo mi identidad con el conjunto, sabiéndome semejante –ya que no idéntico- con los demás integrantes?

 

Suele decirse que hay cristianos (y podríamos decir que también quien no lo sea… no establezcamos diferencias confesionales en la naturaleza humana) que tienen “miedo a la alegría”, “que viven en un permanente funeral”, que temen a la luz de la Resurrección.

No he conocido en mi vida quien le tenga miedo a la alegría. Tal vez tenga miedo a que no le dejen vivirla, lo cual es una cosa bien diferente.

Solamente un miembro de la Familia Adams podría sostener la excentricidad de cortar las rosas para poner en el jarrón las ramas con las espinas y todas aquellas salidas jocosas de los recordados personajes de aquella serie, más cómica que tétrica.

Lo que realmente provoca miedo en los simplones autoritarios es que existan individuos que no deglutan de una las proposiciones, consignas, etc. que pretendan que la mera profesión de la fe, en el caso de los creyentes, suprime la elemental lucidez para ver que, cualquier sociedad que pretenda hacernos ver que ella en sí misma, y el resto del mundo son realidades que pueden ser transformadas por un mínimo acto de voluntad.

Decir que se tiene miedo a la alegría (podríamos añadir otras realidades que son como el proprium del hombre) me parece un yerro antropológico.

Si sentimos que hay una ausencia de alegría en nuestras vidas, una ausencia de unidad (que estamos interiormente divididos) no es esto algo en lo que el espíritu encuentre regodeo alguno. No es una postura de “derechas criticonas” que como no tienen otra cosa que hacer, se dedican a ser profetas de desgracias.

¿Qué alegría se puede tener cuando se experimenta en lo más profundo del alma que no pertenezco o que no desean que pertenezca, o que es un absurdo esa determinada pertenencia?

¿Es un imperativo del individuo seguir perteneciendo a una sociedad que se ha atomizado, que no tiene ya vivo el sentido con el que fue fundada o constituida?

Lo que está claro que cuando un individuo deviene en inadaptado la sociedad lo excluye, o él mismo se autoexcluye.

Pero consideremos el término inadaptado no en un sentido negativo, como periodísticamente se utiliza para aplicarlo a personas que destruyen objetos en la calle, se asesinan en un campeonato de fútbol o causan cualquier tipo de disturbios en sus ambientes.

 

La inadaptación puede ser, sin someterla a demasiados análisis, una decisión de la conciencia, una dolorosa pero necesaria retirada de un manicomio, un suscribir un acta de locura como la de Enrique VIII, o la decisión de pensar alguna vez por arriba de los principios y lugares comunes.

Si el sujeto en cuestión se encuentra como mínimo, triste en la sociedad en la que sobrevive, ello no es en modo alguno ni placentero, ni timbre de soberbia, ni siquiera un estado de psicosis. Por otra parte ¿no merecería tal sujeto una mayor y más cuidada inclusión en tal sociedad?

Cuando se trata de una sociedad “religiosa”, la neurotización y (aunque ya no se quiera ni siquiera parecerlo) el dogmatismo –de cualquier signo- adquieren ribetes de fariseísmo inocultables. No adjudiquemos injustamente este vicio a los peritos de la Ley, contemporáneos de Cristo, ni a las generaciones pasadas, ¡tan ignorantes ellas de la apertura e inclusión, que como lluvia mansa, caería sobre el mundo visto con “simpatía” por el optimismo theilardiano de posguerra con pretensiones cambiar el mundo.

 

El caso es que se trata una ecuación sin resolución satisfactoria.

Y ello porque hemos sido creados para lo social, o al menos para formalizarnos en el encuentro con los otros.

Hoy ya no encuentro otra razón convincente que explique el por qué de cualquier relación más que la conveniencia.

Convenir es venir simultáneamente en una razón o acción que reporte una cierta y determinada utilidad, un fin común, un roce en el tiempo de nuestro paso fugaz por la vida, en la que nos topamos como las hormigas, trajinando su carga que sin detenerse se identifican en un saludo relámpago para cerciorarse si son del mismo hormiguero y seguir su electrizante y esquemático sistema totalitarista de almacenamiento para la cueva común y así pasar el invierno.

Habrá otras conveniencias con mayor durabilidad en el saludo que podrán transformarse en tiempos de diálogo, o compartidos, como gusta decirse actualmente.

 

Me pregunto qué he compartido en verdad a lo largo de mi vida en estos encuentros programados o casuales.

Y me pregunto también qué he sacado de provechoso, de “formalizador” de mi persona de tales contactos.

Voy a llamar “contactos” a las relaciones contemporáneas, que ya no merecen otra denominación que la que facilita el lenguaje corriente en las comunicaciones que la era cibernética se nos ofrecen.

Ni perderé un momento en considerar las utópicas e ilusorias eras de progreso en la humanización que profetizaron los alquimistas de la teología de los sesenta. Y ello por dos razones. Primero porque ya no es la religión el factor de ligue entre los hombres y en segundo término, porque bastante desnaturalizada de su función sobrenatural, mal puede fundamentar un principio religioso la carencia de una base humana.

Ya lo formuló el Aquinate cuando dijo que la gracia supone la naturaleza.

Convencido como estoy de las trastadas de la naturaleza, mal puedo confiar que a fuerza de devociones o cumplidos o diplomacia evangélica, pueda ser auténtico el sostenimiento por un tiempo decente la estabilidad de las relaciones que supuestamente han de hacernos mejores personas, o como algunos pretenden, hacernos en verdad personas.

Justamente, he hallado que quienes son de esta última opinión, son los que menos perseveran en la mínima requerida perseverancia para no caer en la contradicción de la propia conducta.

Hoy no creo que existan ningunas relaciones ni sostenibles en el tiempo, ni sostenidas por el valor de sí mismas, a saber, cultivadas sin un fondo (oculto o no tanto) de la conveniencia que sea.

Y califico a tales relaciones de “mentirosas”. Y también creo que se puede mentir muchas veces involuntariamente. Ello, porque el sujeto, apenas si es consciente de su autoengaño, o porque su narcisismo se encuentra en el punto más exacerbado y el propio ipsismo de su autosatisfacción le encierra, como todo goce egocéntrico, en la contemplación de la imagen que supone produce en el espectador de turno.

Y sostengo que la variabilidad de su trato, como un registro de febrícula de enfermo tiene tantos altibajos, desapariciones y mutaciones, que me daría por vencido en mi pensamiento si hubiese encontrado en mi vida quien fuera capaz de mantener por un año entero una línea recta, ecuánime. Y que puedas verle al día siguiente tal como lo dejaste el anterior.

Tanto que de ambas partes tuviesen la seguridad de la otra de cuál ha de ser el comportamiento que repique la simetría.

En tiempos de Cristo, llamaban lunáticos a quienes –pensando que la luna les influía- tenían un comportamiento variable, así como las fases de la luna, estas personas se encontraban sometidas a menguantes, crecientes, plenitud o novilunios…

Sin meterme en cuestiones de interpretación, creo que debería pedirle a ciertas personas que cada año me confeccionaran (caso que deseen seguir en el carril de las conveniencias) un calendario de sus fases para tener una aproximación a sus estados y atenerme a lo “conveniente”.

 

Hoy pienso que lo conveniente es tener en claro, al menos en mi caso, que no pasa demasiado tiempo sin que perciba en los que, o presumen de satélites –como la luna- o lo que se constituyeron astros, aquella mutación que San Pablo suponía no se daba en ellos. ¡No tenía obligación de hacer el trabajo de Copérnico!

Serenamente, pero con el sentimiento (bien que rebajado por mis miserias) del abandono del Crucificado, miro sin punto fijo hacia el cielo, buscando una respuesta divina.

Lamentablemente no pido perdón para mis verdugos. Tampoco pido castigo.

Un deseo irrefrenable me invade: la distancia. Les imploro que no la acorten, que no mientan con su esponja empapada en vinagre, que no me abrumen de circunloquios y no acaben nunca de quitarse el antifaz, que no jueguen a los dados para ver con qué parte mía se quedan…

Los he dejado que me engañen. No saben, no pueden –no quieren tal vez- hacer otra cosa. Es posible que ni sepan ellos mismos qué quieren de sí.

También ha de saberse que ocultar la verdad a quien le corresponde -¡tantos derechos me han otorgado!- es mentirijilla…

Una cosa les pido. Y es que si no tienen nada que hacer, no vengan a hacerlo conmigo.

El tiempo de las explicaciones fue un teatro. Y para mi compasión, me basta mirar al Crucificado. O cerrar los ojos.

Hay un tiempo, muy personal por cierto, para darse cuenta que te han dejado solo.

Como aconsejaba Disraeli a la reina Victoria, no me compadezco, no doy explicaciones.

Aunque no quise verlo, ese tiempo hace tiempo que empezó.

 

 

 

P. Ismael

 

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