“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Bodas de perlas

Santo Cáliz, réplica

 

 

 

 

 

En el capítulo XIII del Evangelio de San Mateo, su autor agrupa una serie de parábolas que tiene que ver con el origen, desarrollo, acogida y exigencias del Reino que Nuestro Señor nos vino a anunciar.

 

Los vv. 44 y 45 ofrecen respectivamente las dos parábolas más breves de todo el Evangelio (microparábolas, como las llamó un autor contemporáneo): sustancialmente tienen que ver con el valor del mismo y lo que cuesta adquirirlo.

 

En su Encíclica Spiritus Paraclitus, Bendicto XV interpreta como el tesoro escondido la fe y la gracia que vienen del Evangelio y realiza una interesante aplicación de la misma a quienes se dedican al estudio de la Sagrada Escritura, argumentando desde el ejemplo de San Jerónimo y San Agustín, los que felices de haberlo encontrado se deshicieron de todos su bienes y placeres del mundo para adquirir la ciencia del Evangelio.

 

Podríamos arriesgar alguna otra interpretación que sin referirse directamente a los así llamados Doctores de la Iglesia, pueda aplicarse al hombre corriente que acepta el Reino.

En el caso de la parábola del tesoro escondido podemos ver representado al hombre que se encuentra con el Reino inopinadamente, “por casualidad”: lo valora, pero debe ponerse en un jaleo bastante enredado para poder adquirirlo. Es tal vez un hombre simple que no se proponía otra tarea en su vida que trabajar en un campo, para llevar el pan a sus hijos…

Él no es el dueño del campo, sino simplemente un labriego. Y un hombre honesto que sabe que no podría sacar lícitamente aquel tesoro de un terreno que no es suyo. Pero el tesoro es tan maravilloso que pone en juego toda su industria y trabaja más y más para poder adquirir aquel campo, y con él su tesoro escondido.

 

A diferencia del tesoro en el campo que hay que esconderlo cuando se encuentra, comprar el campo y hacerse con él; la parábola de la perla fina nos ofrece, como lo describe San Jerónimo, la posibilidad de llevarla en el puño de la mano. Una tarea tal vez menos engorrosa que la anterior.

Si bien en ambas parábolas referidas al precio del Reino suponen un dejarlo todo, vender todo lo que se tiene, podemos encontrar algunas diferencias entre una y otra: En el caso primero, el labriego no se dedicaba a buscar tesoros, sino a trabajar en el campo, en cambio en el segundo caso, se trata, de alguien que ya está en búsqueda de “perlas finas”. Tendría unas cuantas sin duda. Pero sumado el valor de todas, ese precio es infinitamente menor que el de la que acaba de “descubrir”, como describe el Evangelio…

 

Un tesoro, aún legítimamente poseído es difícil de asegurar, resulta más vulnerable y exige una vigilancia permanente contra ladrones y embaucadores.

La pequeña, pero valiosísima perla adquirida a costa de la venta de todas las coleccionadas, puede ser fácilmente escondida, y llevada constantemente por su afortunado dueño…

 

Así quisiéramos hoy simbolizar nuestro sacerdocio de todos estos años:

Como la fina perla que siempre buscábamos y encontramos hace 30 años.

 

 

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Radiante y blanca en sí misma, aunque oculta entre los harapos de nuestras miserias y más de una vez embarrada por descuidos o menosprecios. Pero siempre segura, jamás extraviada.

El Señor me pedirá cuentas de esta perla que dejó en mis manos.

Pero todavía –presunción sería lo contrario- deberé seguir vendiendo y liquidando toda otra perla que intentara rivalizar en brillo y valor con ésta, teniendo los ojos bien abiertos a cualquier mercachifle que ofrezca cualquiera joya más subyugante y prometedora.

Una sola perla se nos entregó el día de nuestra consagración sacerdotal, y con ella todos los tesoros de la riesgosa dignidad de nuestro poder sobre el Cuerpo Real de Cristo, y cuidado que ello comporta, como dispensador de los misterios de Dios (Cf I Cor 4, 1)

 

No nos parece ilegítimo ni alejado del sano uso de la alegoría, sino –también con el sentir de los Padres- comparamos la perla fina con el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

 

Fulgurante en su “alegrísma Forma” (*) perfecta en la economía de su pequeñez, siempre inalterada de frescura, simplicísima en su apariencia y resguardo, la Eucaristía es el tesoro más preciado y exquisito del sacerdote: allí donde él vaya y celebre el Sacrificio, se hará presente, brillando sobre la suave candidez de los corporales.

 

Descansará algunos instantes en sus manos que la sostienen con delicadeza y temblor, marcará con precisión los sublimes momentos del PER IPSUM, para luego ser fraccionada pidiendo la paz para los fieles, incorporada en su pequeñísima partícula a la Sangre Preciosísima y finalmente comulgada por el celebrante, tras haberse signado con ella sobre sí.

Todo un “juego” o “danza ritual” de la perla antes de ser recibida por quien -¡Oh grandeza, oh Misterio de Fe!- sabe que toda su vida debiera consistir en la guarda de esta preciosa margarita.

 

Para seguir con el símil eucarístico de la “perla fina”, no podemos dejar de pensar con seriedad en aquella otra ocasión en que el Señor nos mandó: Nolite dare Sanctus canibus, neque mittatis margaritas vestras ante porcos, ne forte conculcent eas pedibus suis et conversi dirumpant vos: “No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pateen con sus pies y revolviendo contra vosotros os hagan trizas” (Mt 7, 6)

Aunque nosotros no seamos todo lo que debiéramos ser, aunque –y como cualquier pecador sintamos que no estamos completamente inmaculados- no olvidemos la advertencia de Cristo.

Apreciar nuestro sacerdocio es no sólo cuidar la perla que se nos ha dado, sino mirar por aquellos que también están llamados a comulgarla.

 

¿Ha contribuido a dignificar la Presencia Real, el culto de Adoración, la piedad de los fieles, en último término, la distribución masiva e inocultablemente irreverente de la Eucaristía la práctica de la comunión en la mano?

Y no sólo eso.

La celebración y consagración de las Especies en vasos de vidrio, canastas de mimbre y el “autoservicio” de los comulgantes, fundados en la consigna del mismo sacerdote que se declara igual que ellos y ¿quién es él para darles a ellos la Comunión?

 

Y si queremos avancemos más.

 

Circula entre muchos fieles (con recta conciencia, o no tanto, Dios lo sabe) la opinión transformada en principio, de muchos sacerdotes de que no es necesario confesar los pecados mortales para recibir la Sagrada Eucaristía.

Y en cuanto al modo, ¿no nos sorprende, no somos sensibles a la manera en que es distribuida y recibida la Comunión, aún en las mismísimas ceremonias pontificias? Porque es claro que quienes comulgan de manos del Santo Padre lo hacen con dignidad. ¿Pero la inmensa masa que alarga su mano cuanto le permite el brazo para que con movimiento similar un ministro deposite en ella la Forma cual si fuera una galletita y el comulgante la lleve a su boca con un gesto insufrible y se aleje masticándola como un alimento cualquiera?

Y en otros tantos lugares, buenas señoras en chancletas que se apresuran a abrir el Sagrario como la alacena de su cocina y retiran la Eucaristía como lo harían con el frasco de los spaghettis y la distribuyen a una velocidad de restaurante…

 

Tema delicadísimo, sobre el que se ha escrito suficiente.

Y bastante antiguo por cierto.

 

Aunque hubo episodios y doctrinas anteriores, recordemos que la Confesión de Augsburgo (1530) y los Artículos de Esmalcalda, denigraron la Eucaristía (dejando aparte el dogma de la Presencia Real) exigiendo la comunión en la mano y bajo ambas Especies.

 

No juzgo, como antes he dicho, el interior de las personas.

Pero si de la grandeza del corazón habla la boca, hay mucho que lamentar del tratamiento que viene sufriendo (¡hace ya tanto tiempo!...) la perla fina de la Eucaristía.

 

Pero no deseo terminar esto con los tintes meramente descriptivos de una situación que ciertamente oficia de termómetro, mas no cambia por ello la Voluntad de Cristo al haber puesto en nuestras manos la confección y la distribución del Sacramento del Amor.

 

Quiero concluir mi reflexión con un par de versos de la Secuencia de Corpus, Lauda Sion, verdadero monumento poético y teológico del Aquinate, que vienen a sostenernos en nuestra Fe, equilibrar nuestro ánimo y nuestro juicio.

 

Sumunt boni, sumunt mali:

Sorte tamen inaequali, vitae vel interitus.

Mors est malis, vita bonis:

Vide paris sumptionis quam sit dispar exitus.

Lo reciben los buenos, lo reciben los malos;

Con resultado dispar: la vida o la muerte.

Muerte es para los malos, vida para los buenos:

Mira como la misma recepción tiene efecto desigual.

 

Nos haga el Señor cuidadosos custodios de esta perla que es la Eucaristía, de esta perla de nuestro Sacerdocio, que rogamos a su Infinito Amor y Misericordia, vivir lo menos indignamente posible.

 

(*) García Lorca, Oda al Santísimo Sacramento.

 

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P. Ismael

En la Fiesta de la Presentación de Ntra. Señora

“Nadie se presentará delante del Señor con las manos vacías”

Dt. 16, 16

 

 

 

 

manos

 

 

 

 

Con ocasión de la fiesta de la Presentación de la Ssma. Virgen María, quisiéramos reflexionar sobre el sentido que tiene para nosotros el mandato de presentarnos delante de Dios.

 

La Sgda. Escritura, en general utiliza muchas veces indistintamente los términos presentar y ofrecer, si bien, o por el contexto y por la precisiones que la teología ha ido realizando en el decurso del tiempo podemos establecer diferencias de notar, principalmente cuando nos referimos a la ofrenda sacrificial realizada en el Sacramento del Altar.

 

A propósito de las traducciones del Ofertorio de la Misa, ya hemos señalado, en otra oportunidad, las grandes diferencias que existen entre presentar y ofrecer.

No es el propósito del presente artículo reincidir en aquellas consideraciones, sino más bien focalizarnos en otro aspecto que puede tenerse en cuenta desde una mirada “desde nuestro interior”, una consideración de que procediendo del interior del hombre la autenticidad de todas nuestras acciones, será este estado del alma el que venga a dar sentido y explicación a muchas de nuestras batallas cotidianas por alcanzar esa coherencia de vida, esa unidad interior tan buscada para llegar a ser en verdad alabanza de gloria para Dios.

 

En primer término recordemos la oración que nos propone la liturgia del día que recuerda el momento en que los bienaventurados padres de Nuestra Señora, al cumplirse los cincuenta días de su nacimiento (tal como lo manda la ley de Moisés, para la niñas) presentaron al precioso fruto de su entrañas en el Templo de Jerusalén.

 

Hemos rezado en la Oración Colecta de la Misa:

 

Deus, qui beatam Mariam semper Virginem, Spiritus Sancti habitaculum hodierna die in templo presentari volvisti: praesta, quaesumus, ut, ejus intercessione, in templo gloriae tuae praesentari mereamur. Per Dominum…

 

Oh Dios que quisiste que la bienaventurada siempre Virgen María, Sagrario del Espíritu Santo, fuese hoy presentada en el Templo: haz que, por su intercesión, merezcamos nosotros ser presentados en el templo de tu gloria. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…

 

Como toda oración Colecta, la presente hace referencia y glorificación del misterio que celebra y luego dirige a Dios una determinada petición. El sentido inmediato de oración, en lo que la parte de la “petición” se refiere, implora la consecución del ingreso a la “vida eterna”, significada aquí por la figura “templo de tu gloria”.

 

Mas podemos permitirnos una consideración intermedia que se centre en nuestro estado actual de “viatores” (caminantes, peregrinos hacia la Patria del Cielo) y darle al término ser presentados, un sentido anticipado a aquella entrada que todos esperamos, por misericordia de Dios, alcanzar en la eternidad.

 

Tratemos de mirar, sencillamente, a lo humano, qué sea esto de “presentarnos” delante de Dios, así como todo hijo de Israel era presentado por sus familiares allí donde el Altísimo quiso morar.

Entrar simplemente en el Templo.

 

Aquí señalamos la diferencia que se mantiene, entre ser presentados y ser ofrecidos, entre presentarnos y ofrecernos.

Manteniendo la misma analogía que hemos sentado, decíamos, en relación a la ofrenda de la Hostia Santa, Hostia Pura, Hostia Inmaculada (Suscipe Sancte Pater… hanc immaculatam Hostiam quam … offero Tibi…) no nos resultará difícil entender que el “ofertorio” de nuestra vida, casi todos nosotros (al menos quien esto escribe, así se siente) estamos más para presentarnos que para ofrecernos.

Y ya presentarse en bastante difícil.

 

Presentarse uno mismo. Y presentarse con algo en las manos…

Uno mismo

¿Qué otra cosa puede hacer el hombre más que presentarse, así como está delante del Señor?

¿Podemos componernos de algún modo para no aparecer impresentables?

Sí y no.

Sí, porque estamos llamados a la purificación de nuestras conciencias, por medio de la penitencia y las buenas obras.

Sí, porque creemos que Dios puede sacar de las piedras hijos de Abraham.

 

Aún así, cada uno sabe, si toma conciencia de la grandeza de Dios y su conocimiento del corazón de cada hombre, que se encuentra temblando por su propia desnudez y también que no puede eludir en modo alguno el decirle: “Aquí estoy, Señor”

Esta es nuestra presentación: sin rebozos, sin fingimientos.

En modo alguno nos sería lícito eludir este ponernos frente a Él:

Es esta nuestra primera “presentación”: ponernos en su Presencia.

 

Somos hechura de sus manos y Él ha visto que todo lo que hizo era bueno…

También nosotros, en el orden criatural, así como estamos y somos; en cuanto salidos de su libertad creadora, en cuanto hombres, y pesar de nuestra casi infinita vergüenza –como Adán escondiéndose del Señor- fuimos hechos buenos por el Único que es Bueno.

 

Y también sentimos en lo profundo de nuestra alma que no estamos a la altura de tan grande encuentro. Pero el Criador llama a su criatura, y ella no puede no decir: Adsum, aquí estoy.

Pienso que el primer paso es pararse –como uno pueda- ante Dios.

 

Con algo en las manos

 

Aquí podríamos entrar en el complejísimo discurso de la Fe Católica sobre la necesidad de las obras y fundamentar todo lo que la Iglesia nos ha enseñado desde la herejía de Pelagio hasta la de Lutero.

Para ello tenemos los documentos magisteriales y la historia de la Iglesia.

 

“No te presentarás ante el Señor con las manos vacías”

¿Y si no tenemos nada?

¿Tendremos que salir como las vírgenes fatuas corriendo en busca del aceite para nuestras lámparas?

Ciertamente, mientras estemos “en camino”, ya que habrá un instante en que el tiempo de llenar la lámpara se terminará, y como ha dicho el Señor, “a la hora menos pensada”

Sin combustible no hay combustión. Para que brille la luz de Cristo (tanto lo hacemos cantar a nuestros niños…) hay que tener aceite.

La luz sería la Fe, el aceite la buenas obras.

 

Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, alejada en el tiempo y en el conocimiento de la tortuosa teología luterana, nos deja pasmados cuando afirma en sus Novísima Verba, que a la hora de presentarse ante la majestad de Dios, lo hará con las manos vacías

¿En qué quedamos entonces?

Una vez más nos encontramos, como gustaban decir Chesterton y Castellani, ante las paradojas del Evangelio.

 

Nadie acusará a Teresita de luterana… (¡Ya se las vería conmigo!) Pero su afirmación, fundada en su profunda teología de la confianza hasta la audacia y en el omen novum (su camino de infancia espiritual) no hace más que resaltar que aún las “buenas obras”, sin el Amor, NO SON NADA.

Baste para persuadirnos de esta verdad, releer la interpretación de la Santita del texto paulino de I Cor 13. Por eso “sus manos vacías” no contienen Nada más que el Amor: y con ello contienen todo. Es más, creo que al enrevesado Lutero le hubiese hecho bajar su obstinación y darle sentido a su postura el saber que la Santa lexoviense planificaba poner en sus manos todos los merecimientos de Cristo.

 

Lo cierto es que, en esta primera instancia que describimos, quisiéramos estar dispuestos a presentarnos. Tal como nos pillen las circunstancias y estado de nuestra alma. Tal vez estemos impresentables.

Y pienso que ante el apurón, nuestro recurso es la Santísima Madre del Redentor.

 

¿A quién de nosotros no nos puso “presentables” nuestra madre a la hora de salir a la calle, de actuar en una obrita de la escuela, corriendo con el peine hasta la puerta de casa para que nuestra cabecita de niños no fuera un nido de lechuza?

No dudemos en salir a presentarnos. Y la Virgen hará lo suyo.

 

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¿Y qué hay del ofrecerse?

 

Aquí la cosa es mucho más seria. Se trata de una voluntad coincidente con la divina de no hacer de nuestra vida otra cosa que absolutamente todo lo que Dios espera y quiere de nosotros.

Supuesto que conozcamos esa voluntad ¿Son en verdad sinceras nuestras disposiciones? Supuesto que lo fueren ¿conocemos los alcances de un “ofrecimiento”?

Presentarse es decir: Aquí estoy. Ofrecerse equivale: Haz de mí lo que quieras; estoy aquí para ser transformado, transubstanciado, si se me permite el atrevimiento en el lenguaje.

 

No es argumento ni garantía de nada el que yo refiera circunstancias personales en este sitio, pero si la propia experiencia no le sirve a muchos más que a quien la tiene, tal vez, la sinceridad en referirla, pueda ayudar a alguno.

 

Para seguir con mi querida “doctorcita”. Recuerdo que a poco de ordenarme sacerdote copié en un papel que trataba de llevar siempre conmigo el ofrecimiento al Amor Misericordioso que redactó Santa Teresita (un texto de una conmovedora profundidad teológica, espiritual y mística)

Como todos sabemos, los primeros años de nuestra vida sacerdotal tienen mucho de bucólicos (por no decir utópicos o sencillamente ingenuos) y aquel ofrecimiento de quien tanto oró por los sacerdotes significaba para mí algo así como un programa de vida, un talismán protector, algo que creía conmovería a Dios por la sublimidad de lo que comportaba…

Tal vez Dios se haya conmovido. No por mi ofrenda, sino por mi inconsciencia.

 

Con el tiempo –he aquí mi confesión- tuve miedo. Sí me di cuenta que Dios se lo tomaría en serio. Pero Aquel que está más dentro nuestro que nosotros mismos, en el decir de S. Agustín, es el único que ha de saber la verdad de aquella aventura mística…

Lo que yo sé decir es que a partir de mi “cobardía” –humana, comprensible, todo lo que se quiera, pero una falta de confianza manifiesta- me di cuenta que me faltaba mucho para considerarme (con obras y de verdad) una víctima para el ofrecimiento.

 

Lo que ahora puedo agradecer es el estupendo porrazo que Dios permitió para mi presunción:

Aunque sé muy bien que Dios es quién conoce cuando la Hostia está lista para el Gran Ofertorio, ayer opté por ponerme ante el altar, de pié, y en el transcurso del Iudica reforzar con la voz –quiera Él que también el corazón- spera in Deum, quoniam adhuc confitebor illi..- Espera en Dios, que todavía volverás a alabarlo…

 

Por ahora, preséntate como eres, con todas tus miserias, pecados, negligencia y cobardías, que Dios no te rechaza…

Llegará el momento en Él mismo te convierta en Ofrenda permanente…

 

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P. Ismael

Solo con Él…

“Hominem non habeo…”

(Jn 5, 7)

 

 

 

 

 

AMPLEXUS

 

 

San Bernardo, AMPLEXUS

 

 


No es gratuito que haya llamado SOLEARES a este rejunte de mis pensamientos.

 

Casi siempre nos elige.

Algunas veces, la elegimos.

Depende de qué la llenemos.

Y, como decíamos hace poco, re-signamos el sentido de nuestro camino.

 

Al fin de cuentas, Jesús alternó entre las multitudes ávidas de milagros, el selecto grupo de los Apóstoles, algunos amigos, la caterva de los pontífices y la más íntima soledad con el Padre.

Por más que toda la tradición ascética y mística del cristianismo, al igual que las exhortaciones magisteriales nos propongan la identificación con Cristo, por más aproximación a su misterio, su vida y enseñanzas, cada hombre sabe –excepto que sea panteísta o esté tocado por la varita de la fatuidad- la insondable y abismal distancia que nos separa del Señor.

 

No en vano toda la tradición veterotestamentaria considera al Señor como El Qadosh, el cortado, el separado…

 

Jesucristo vino a enseñarnos: Estote vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est…

No quiero decir que la identificación con Cristo no signifique una gradual aceptación de la voluntad de Dios, un despojamiento del hombre viejo, un revestirse del hombre nuevo, una participación de la gracia divina…

No negamos nada de lo que la teología clásica de la gracia explica acerca de esta participación del hombre –por donación absolutamente gratuita de Dios- en la filiación divina y en esa transformación del alma hasta adquirir lo que se ha llamado la capacidad de ser “consortes” de la divina naturaleza.

 

Pero el hombre conserva su propio odre. Está contenido en su existencia concreta. Y aunque toda su voluntad se haga una con la divina, aquello de ser “otro Cristo”, admite muchos distingos.

 

Pensar como Cristo, sentirnos en su propia carne, su alma, sus sentimientos; si aún desde lo humano es una empresa titánica, mirando con verdad su condición divina (de la que quiso “despojarse”, anonadándose, haciéndose semejante a nosotros, tomando la “forma de siervo”) ello no separa de su Persona la Unión Hipostática, por la cual, manteniendo cada naturaleza lo que le es propio, constituye del Hijo de Dios un ser absolutamente único e irrepetible: el HOMBRE-DIOS.

Siendo ello así, no diremos ninguna herejía, si afirmamos que el Señor no se percibía a sí mismo del mismo modo como nosotros nos percibimos.

Aún en los momentos más duros de su vida terrena, es de verdad católica que nunca se separó esa Unión y que el Señor, “vivía” en una constante unión contemplativa de la beatitud que emanaba de su naturaleza divina, unida hipostáticamente a la naturaleza humana.

La soledad del hombre Jesús, con todo lo que la permisión del Padre dispuso que fuese padecida por su Hijo, no puede decirse que sea exactamente como la nuestra.

Él mismo había dicho: “Yo sé que nunca me dejas solo”.

Vengo corriendo el riesgo de ser catalogado por el ocasional lector, de “pesimista”.

Frente a mi “riesgo” está su libertad, la que no puedo menos que respetar.

“Omnis homo mendax”, dice el Salmista. Todo hombre es falaz, o mentiroso, si queremos ser más serviles traduciendo…

¿Por qué la soledad me eligió, o más bien, por qué la voy eligiendo – ciertamente a la fuerza- como una forma de vida o “sobrevida”?

 

Mi defensa de la soledad

 

Yo no sé si existe la “esencia” o la “naturaleza” humana, tal y como las estudiamos desde los diversos sistemas filosóficos; lo que sé es que existen “hombres”. A la “humanidad” nunca me la encontré a la vuelta de mi casa. Para ver a los “hombres”, me basta asomar la nariz a esta sociedad en la que vivo y descubrirme vivo yo mismo.

Nos han formado en los grandes principios. Hemos tenido brillantes formadores y maestros de los principios, conocedores de las esencias, las propiedades, y demás características de la humanidad.

Contradictoriamente estas célebres mentes capaces de describir los más intrincados movimientos de la naturaleza, suelen demostrar una paladina ignorancia para entender a un hombre, a una persona en concreto.

Saben lo que es el sacerdocio, pero no pueden comprender a un sacerdote.

Definen con toda la batería documentaria la esencia y las propiedades del matrimonio cristiano (y también las de toda unión) pero no entienden a Fulanita y Menganito.

Las precarias alianzas que vamos haciendo a lo largo de la vida con la gente que se nos acerca están siempre condicionadas por aquello en que podamos “servirle”. Y con esta cantinela del servicio como ley suprema de nuestra existencia, tal vez lleguemos al convencimiento subjetivo que hemos servido mucho a la Iglesia y a la sociedad. Subjetivo digo, porque no puedes saber qué caracoles has podido lograr con este oficio de sacerdote-bombero que es siempre llamado cuando el incendio está en lo más volcánico de su punto.

 

Los compañeros sacerdotes

 

Los “buenos”. Ortodoxos, engominados, externamente impecables, con la sonrisa, la disculpa y la invitación siempre listas.

Invitación inocultablemente interesada: sus propios intereses personales, o, para no ser tan injusto, los intereses de sus grupos (utilizo este término genérico para no dar pistas de su filiación).

“Afán apostólico”, que le dicen, a saber “pescarte” para su bolero de Ravel… Una repetición circular in crescendo con un final (que me perdone el compositor) que pareciera que no sabiendo cómo resolverlo, lo acaba con un derrumbe orquestal.

Ésa es mi experiencia con los buenos y piadosos sacerdotes, siempre dispuestos a la obediencia, al “nihil sine episcopo”, NISI, en aquellas cosas que tengan que ver con la vida interna de sus “grupos”.

Están dispuestos siempre a ayudarte. Ellos a ti. Desde su torre ebúrnea dónde no padecen las vulgares penurias de un pobre cura secular que tiene batallas por todos los flancos de su vida: desde la cocinera (que generalmente no la tiene) hasta el obispo (que generalmente es un ausente, o un vitando)

Pero tendrás que ayudarlos tú a ellos, especialmente con tu metálico, a sostener “labores” maravillosas, heroicas, universales, en tanto que el techo de tu casa se descascara sobre tu calva.

Los sacerdotes “progres”

Por más que te vistas a su uso, que te aparezcas en sus fraternas reuniones masticatorias luciendo un atuendo a la moda “Padre Pinto”, serás siempre el “cuervo”, el troglodita.

Si te llaman una vez para que les des una mano en alguna tarea, no lo harán una segunda: tu estilo “escandaliza” a los fieles.

 

Los seminaristas

 

“Sine pecunia, sine verecundia et cum apparentia sanctitatis”. Así se los definía otrora simpáticamente… La definición sigue valiendo, pero sin simpatía alguna.

Siempre a la pesca de algún “padrinazgo”. Si el tuyo les conviene, te “adoptan”, agasajándote con sus periódicas visitas, la interminable enumeración de sus pesares, especialmente los económicos y la protesta irrebatible de que quieren ser como tú (¡Oh modelo del sacerdocio!) y serás eternamente su padre espiritual.

Lo cierto es que no llegas ni a tío postizo.

Su debilidad y flojera espiritual –sin contar la nesciencia de su formación- nos prometen un clero digno de competir con la gran masa eclesiástica que dominaba los siglos XIV y XV.

 

El laicado

 

Alabado y superexaltado como el fermento en la masa, la manus longa de la jerarquía, protagonistas potenciales de las megalómanas ideas de alcanzar sitios políticos donde impartir la justicia social de la Iglesia, mutantes en una especie subdiaconal que los convierte en “ministros” intermedios entre el clero que menosprecia su poder sacramental y el simple fiel de Misa dominical.

Una síntesis, nada más, es lo que podemos hacer aquí de las múltiples interferencias e intercambios en roles, funciones y principalmente ese sentirse interiormente con una misión que cumplir, directamente descendida del cielo.

A la hora de la verdad –y es verdad que debe ser respetada- no pueden estar más que en el sitio que les corresponde: su propia casa, su familia, su trabajo.

Pero han embarcado a su cura en una tarea que descansará, a la larga sobre sus espaldas y que las más de las veces terminará extinguiéndose en el boscoso jardín de los proyectos de pastorales de conjunto.

 

Y tus amigos…

 

Laicos o curas, jóvenes sobre todo.

Serás su paño de lágrimas, el espacio de sus largas horas muertas, principalmente cuando no tienen el corazón ocupado en algún afecto que les llene lo que en el fondo desean llenar.

Allí estarán, colmados de inquietudes intelectuales, grandes dramas existenciales, trabajos sin futuro y la desafiante pretensión de que les respondas como un oráculo a los bizantinismos de cierta etapa de la vida.

Casi siempre tendremos algo más que la mera sensación de que nos han robado el tiempo. Más. Creo que casi lo deseábamos, ¡porque no teníamos en qué emplearlo! Y su cariñosa y promisoria compañía nos hizo sentir vivos…

 

estrella

 

Y ahora (en esto nomás) me siento como Santa Teresa, que confesaba haberse disparado de su intento inicial y debiera confesar: “tornando pues a aquello que pretendía decir…”

Que con esto de poner ejemplos, lo que pretendo describir es el estado tan particular de nuestras soledades.

Pero para darme a entender bien, debo, en mi caso, aclarar que la más tremenda de las soledades es la de no ser “entendido”.

Y digo “entendido”, no en el sentido de comprensión personal, contención afectiva, etc. Sino que me refiero a una acertada comprensión de lo que uno quiere “explicar”, “clarificar” en la mente de aquellos que Dios pone a nuestro lado.

Gran injuria le haría al Señor, si dijese que Él no tuvo experiencia de ello.

Basta recorrer el Evangelio para darnos cuenta cuánto le costó la comprensión de sus más allegados y cómo en ocasiones esa incomprensión le causó fastidio… “¿Hasta cuándo tendré que soportaros?”…

 

Es entonces que no tengo otra respuesta para mí que esta soledad es constitutiva de quien sepa lo que ha recibido cuando le fue conferido el Orden Sacerdotal.

 

Hace bastante decíamos que siempre ha de haber un espacio vacío para Dios.

Ahora bien, este vacío no se logra simplemente dejando abierta una ventana para que las cosas se vayan cuando quieran, si quieren irse.

A veces será necesario, aunque parezca una brutalidad (hay santas brutalidades) tomar una escoba… y barrer… o sacar a escobazos…

La caridad nos exige muchísimas veces perder el tiempo con nuestro prójimo.

Y otras tantas no permitir que nos roben un instante de la soledad que Dios nos exige.

 

Solos. A nuestro modo.

¿Igual que Cristo?

Cada uno lo sabrá.

¿Seremos como Él?

El lo sabe.

Respeto la entidad de la soledad: no es solamente ausencia.

Ella es toda realidad cargada. Cargada de humanidad.

Quiera Dios que yo intente divinizarla.

 

Y porque nada deja de tener su poesía en esta vida, y en estas “soleares”, transcribo este sugestivo poema de García Lorca.

 

 

 

 

(Homenaje a Fray Luis de León)
Difícil delgadez:
¿Busca el mundo una blanca,
total, perenne ausencia?

Jorge Guillén

 

 

Soledad pensativa
sobre piedra y rosal, muerte y desvelo
donde libre y cautiva,
fija en su blanco vuelo,
canta la luz herida por el hielo.
Soledad con el estilo
de silencio sin fin y arquitectura,
donde la planta en vilo
del ave en la espesura
no consigue clavar tu carne oscura.
En ti dejo olvidada
la frenética lluvia de mis venas,
mi cintura cuajada:
y rompiendo cadenas,
rosa débil seré por las arenas.
Rosa de mi desnudo
sobre paños de cal y sordo fuego,
cuando roto ya el nudo,
limpio de luna, y ciego,
cruce tus finas ondas de sosiego.
En la curva del río
el doble cisne su blancura canta.
Húmeda voz sin frío
fluye de su garganta,
y por los juncos rueda y se levanta.
Con su rosa de harina
niño desnudo mide la ribera,
mientras el bosque afina
su música primera
en rumor de cristales y madera.
Coros de siemprevivas
giran locos pidiendo eternidades.
Sus señas expresivas
hieren las dos mitades
del mapa que rezuma soledades.
El arpa y su lamento
prendido en nervios de metal dorado,
tanto dulce instrumento
resonante o delgado,
buscan ¡oh soledad! tu reino helado.
Mientras tú, inaccesible
para la verde lepra del sonido,
no hay altura posible
ni labio conocido
por donde llegue a ti nuestro gemido.

 

 

 

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P. Ismael

 

“El historiador de la Iglesia será tanto más apto para comprobar su origen divino,

superior a todo concepto de orden puramente terreno o natural, cuanto sea más fiel a la resolución de no disimular las

pruebas que las faltas de sus hijos y aún de sus ministros han hecho sufrir a la Esposa de Cristo en el correr de los siglos”

 

 

León XII

Carta al Clero de Francia

(8-IX-1899)

“Tiempos de cambio”: una tautología conciliar

Pero, querida, ¿qué le vas ha hacer?

Vivimos en una época de transición”

(Adán a Eva, en el momento de

salir del Paraíso)

WILLIAM INGE

 

 

 

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Miguel Ángel, la expulsión del Paraíso (Capilla Sixtina)

 

Saludado, celebrado, aclamado, incensado (con tres golpes dobles, como dice B. Gherardini) aún antes de su convocatoria y desarrollo, el Concilio Vaticano II no deja de recibir – universo orbe plaudente – los hosannas de la jerarquía, los teólogos y los fieles con mediana o poca formación, como el evento eclesial del siglo XX, una caída del cielo de un rayo de luz y vida, un nuevo nacimiento de la Iglesia, sin entender demasiado qué le debemos, que le deberíamos en verdad, agradecer al concilio que a diferencia de cuantos les han precedido (excepción hecha con Trento, que ya explicaremos en otra ocasión) es el más citado en la producción teológica, pastoral, espiritual, etc. etc., de los últimos cincuenta años.

 

Una incurable febrícula tropical, con sus picos y bajantes, con su permanente ritornello sobre el aggiornamento es la constante consigna, el tema, la predicación y el fundamento de todo cuanto se viene diciendo, escribiendo y digamos, obrando durante los años del postconcilio.

Lanzada la alegre bandera del optimismo sesentista que tenía anclada bien firme su asta en el modernismo que le antecedía en casi un siglo, la gran masa “creyente”, sin haberlo pedido, ni siquiera pensado; se encontró ante las promesas de una puesta al día, un ajuste del reloj de la Iglesia que se veía necesitado de una mano (o muchas manos) de teólogos-relojeros que movieran las agujas (sin considerar demasiado los engranajes internos) para que el mundo viera con simpatía a la Iglesia, que miraba ella al mundo con más simpatía aún.

La política de demonización de quien piensa distinto (la Iglesia pre o post conciliar) no ha hecho más que –como Gherardini lo describe- entonar un de profundis al pasado y un himno al sol del futuro, sin que los documentos conciliares fueran leídos según la criteriología clásica que hubiese aclarado: la continuidad del Vaticano II con la línea de la tradicional enseñanza católica; o la disociación del Vaticano II respecto a esa tradicional enseñanza; o bien la medida de la continuidad y de la hipotética discontinuidad.

 

“Si a todos los concilios se les debe religioso respeto y generosa adhesión, de esto no se sigue que todos ellos tengan una misma eficacia vinculante. La de un concilio rigurosamente dogmático no se pone ni siquiera en discusión: depende de su infalibilidad e irreformabilidad y por lo tanto obliga a la Iglesia entera en todos sus componentes. Es igualmente evidente la ausencia de una eficacia tal un concilio no rigurosamente dogmático. Aquellos estrictamente disciplinares, reformistas, o ligados a lasa contingencias de la época –piénsese en las Cruzadas- también pueden hacer referencia a indiscutibles dogmas de fe, por no por esto son elevados a concilios dogmáticos. Luego, cuando un concilio se presenta a sí mismo, al contenido de la razón de sus documentos bajo la categoría de pastoralidad, autocalificándose así, como pastoral, excluye de este modo todo intento definitorio. Por no puede pretender la calificación de dogmático, ni otros pueden conferírsela. Ni siquiera en su seno resuena ninguna referencia a los dogmas del pasado y se desarrolla en un discurso teológico. Teológico no es necesariamente sinónimo de dogmático.

Esta es la ratio que guió, desde el principio hasta el fin, al Vaticano II. Quien, citándolo, lo equipara al Tridentino y al mismo Vaticano I, acreditándole una fuerza normativa y obligatoria que por sí mismo no posee, hace algo ilegítimo y en última instancia no respeta al concilio. Si luego la exaltación tiene por objeto una reinterpretación reductiva de verdades pertenecientes al patrimonio dogmático católico y éstas pasan por la criba de exigencias extrínsecas a la “analogía de la fe” (Rom. XII, 6), despojadas de su estridente constaste con ella, aguadas según expectativas y simpatías extrañas a ella –la del “diálogo”, por ejemplo-, entonces la misma categoría de la pastoralidad se ve adulterada y la calificación de “dogmático” se vuelve un absurdo”.

Alguno dirá que nunca nadie ha definido como dogmático al Vaticano II y, a fin de cuentas, es cierto. Pero es también cierto e incontestable que magisterio, teología y operadores pastorales han hecho del Vaticano II un absoluto. Un error de base, sobre el cual se ha construido el edificio postconciliar y contra el cual es necesario por fin reaccionar. No se trata de guardar en el desván el último concilio ni tampoco de liquidarlo de aquel modo un poco burlón, aunque no infundado, con el que habló hace tiempo Giovanni Scalese. Se trata solamente de respetar la naturaleza, el contenido, las finalidades y la pastoralidad que él mismo reivindica”

 

Esta extensa cita de Gherardini, en su libro “Vaticano II: Una explicación pendiente” es una de las tantísimas voces sensatas y con sentido común a la que acompañan la de un Nicola Bux, o a la otros grandes ya desaparecidos como Klaus Gamber, amigo y contemporáneo de Ratzinger.

Como el mismo Gherardini lo reconocerá en no pocos pasajes de su libro, sus argumentos no pretenderán ser exhaustivos, declinando en teólogos y pensadores sin prejuicios la continuidad de una problemática que debe ser aclarada, más que celebrada.

 

Con tal presupuesto de gente que sabe en serio, tendría yo dos alternativas: la primera (que no seguí) que es callarme y la segunda, a la que me arriesgo, decir alguna palabra, en este medio y estilo que impone un “blog” lanzado al ciberespacio, con el intento de que sea una sola palabra. Un granito de arena que pueda ir sumando claridad (que sólo viene de Dios) más que humaredas de incienso que ya se quemaron y seguirán quemando en las interminables celebraciones que venimos contemplando.

 

Ningún otro concilio (digamos mejor, sus más fervorosos vates) ha tenido tanto “temor y temblor” de no ver concretado lo que (aunque no aparece en ningún texto) se transformó en la “vulgata oral” del postconcilio: el paroxístico retintín del espíritu del Concilio.

Puedo afirmar por propia experiencia no haber visto temblar tanto a mis formadores ante el fracaso (por lo menos conmigo lo tuvieron) de que sus súbditos no se imbuyesen del “espíritu conciliar”.

Bien logrado lo tuvieron otros, en otras vecinas localidades y en el mundo entero con la conformación de cabezas rahnerianas que son las que hoy lucen mitras por todo el mundo, sin que luzca la menor ciencia teológica católica de su cráneo para adentro.

 

El pequeñisimo punto que proponemos a la reflexión tiene que ver con lo mencionado más arriba, la expresión “sol del futuro”.

Será de provecho la lectura de los preámbulos históricos del hecho del último concilio, como así también de los innumerables discursos y su resonancia en un mundo (al que todavía algo de importaba de la Iglesia) e ir señalando en dicho recorrido el hilo del razonamiento acerca de los tiempos presentes, los tiempos de cambio y transición por los que la Iglesia avanza entre los gozos y las esperanzas del mundo : Palabras más, palabras menos, pero repetidas millonadas de veces y bimillonadas de veces escritas, manifiestan un pensamiento sobre el que quisiéramos, sin presunciones, hacer alguna observación.

 

Una tautología

 

Desde el primer instante de la creación, salida ex nihilo por la voluntad (libre toda coacción interna y externa) del Dios de los “Seis días”, comienza en este Eón en el que nos encontramos, el paso de la potencia al acto. Del no ser al ser. De una forma de ser a otra forma de ser.

Con la creación comienza el tiempo. Sin ella éste no tendría existencia.

Pensar un tiempo no creado es un absurdo teológico. “Antes” de él: la eternidad. Una “duración” en otro orden.

No habría tiempo sin no existiese movimiento, paso de la potencia al acto.

Lo definiremos, como la medida del movimiento, según un antes y un después.

Es el ámbito de duración de los seres creados, con comienzo y fin.

Al ámbito de duración de los seres creados con comienzo pero sin fin, la escolástica lo ha denominado evo.

El tiempo se opone a la eternidad, en la que no hay devenir, porque nada “sucede” y media entre el evo y aquella.

Dejemos para la inquietud de quien desee estudiarlas, las relaciones entre el ser temporal y el ser eterno. Temática apasionante, si las hay…

El asunto práctico es la recurrencia interminable (si digo eterna, no sería correcto) a esta base sobre la que se asienta la consigna del aggiornamento: los tiempos de cambio que se operaron en el paso siglo y en el que empezamos a caminar…. ¡Hacia el Tercer Milenio!

¿Por qué hay que “ponerse al día?

Pues para estar con los tiempos de transición en que vivimos.

 

La Iglesia primitiva, tan alabada por los “grandes teólogos” progresistas, ha ofrecido desde siempre el paradigma de la una Iglesia Apostólica, no contaminada con los alambiques escolásticos y el triunfalismo de corte constantiniano con que se pegotearía a los largo de los siglos.

Pues esta Iglesia, nadie lo podrá negar, en ningún momento tuvo la preocupación del “ponerse al día”; más bien quiso poner al mundo al día con ella: a saber insertar al mundo en la esencial “atemporalidad” a la que la conduce la esencia misma del Evangelio, sin que ello fuera una vergüenza para sí misma.

Más que el diálogo con el mundo, que será la febrícula de la llamada Iglesia postconciliar, la primitiva Iglesia, anunciaba con simplicidad su elemental kerigma y en todo caso entabló un diálogo polémico con los “sabios del mundo” en orden a refutar las acusaciones estrambóticas que como enjambre de dardos eran dirigidas a los primeros cristianos.

Tampoco los Apóstoles y los Apologistas de los primeros siglos se dirigían a las “autoridades de este mundo”: Ni Pedro, ni ningún Apóstol perdieron su tiempo en discutir las leyes del Imperio: su preocupación se centraba en clarificar a los cristianos cuál debía ser su actitud para con el mundo. La palabra diálogo no aparece ni en los escritos de los Apologistas, ni en los de los Padres.

Más bien, recomendarán la obediencia a las autoridades legítimamente constituidas, en lo que se les debía obediencia (dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios)

En lo que no podrán ceder los cristianos es en la aceptación de la idolatría: de ello dan irrefutable cuenta histórica la crónica del Martirologio que nos muestra a los seguidores del Evangelio enfrentando la muerte, precisamente por no ser nada “ecuménicos” ni dialogantes.

 

¿Que lo que el concilio propuso fue un acercamiento, una simpatía con el mundo, un cordial acercamiento con otras confesiones religiosas, cristianas o no?

En modo alguno ello es nuevo en la historia de los Concilios (II de Lyón, por la unión de las Iglesias; Ferrara-Florencia, por la reconciliación de griegos y Latinos, etc.) Ello es prueba del ecumenismo auténtico que siempre vivió la Iglesia.

Ello lo ha recordado Juan Pablo II en la Declaración Ad tuendam fidem, cuando clarifica que la igualdad en el diálogo ecuménico significa igualdad de las personas que dialogan, no igualdad de los contenidos de fe que profesan las partes.

 

Otro de los caballitos de batalla de la vulgata conciliar es la ya mencionada “simpatía con el mundo”, con la problemática del hombre contemporáneo, basada sobre una antropología que ya, para ese entonces, la filosofía imperante (si se trataba de fundamentarse en alguna filosofía actual) ya había pasado de moda.

Era simplemente –peligrosamente inconsciente- el deseo de “abrir las ventanas” para que entrarse un supuesto aire fresco que ayudase en la floración de la anunciada “primavera de la Iglesia”, aún antes de toda siembra.

Contradicción que no podemos imaginar de otra manera que fundada en una ingenuidad, que hubiese tenido una solución más sencilla (la sencillez devino en la áurea virtud) que ya había iniciado, sin ostentación, Pío XII, cuando se hacía presente en medio del dolor de la guerra, no tanto hablando, sino haciendo por los dolientes de aquel dramático tiempo de la historia, el oficio del Buen Samaritano: cargar a los hombres sobre su propia cabalgadura y estirarse –al punto de casi caerse de la gestatoria- acariciando a los niños y bendiciendo al pueblo.

Si ésta es la “simpatía con el mundo”, es una formidable injusticia pensar que esta sintonía con el hombre de cada tiempo haya comenzado hace apenas 50 años.

Cualquier historiador de la Iglesia, con sólo abrir sus escritos, podría corroborar sin forzarlos, que todo tiempo de la Iglesia ha sido tiempo de salir al paso de las coyunturas socio-culturales, sin que ello haya significado una defección de su custodia del depósito de la Fe, que hoy, si no en sus raíces (como lo hemos dicho en otras ocasiones) sí en sus terminalidades prácticas, nos ponen en la terrible situación de comparar y comprobar que en muchísimas de ellas, nos encontramos con un contenido dogmático innegablemente contradictorio.

 

Un Concilio Parenético

 

A la confesión de las partes, que presentaron al Concilio (quede claro que legítimamente convocado y con la religiosa aceptación que de acuerdo a su finalidad le corresponde) como un Concilio Pastoral, nadie podrá negar que es el carácter parenético (exhortativo, moral, de animación) lo que dominará la base y sobre todo, las directivas de su variada temática.

Revísense”; “tengan en cuenta los Pastores”; “anímese a los Presbíteros”; “exhórtese”; “sepan apreciar los fieles”; “ábranse los tesoros de la Escritura”; “Procúrese siempre”; “estúdiense”; “Procuren los padres… los educadores…”: “Establézcanse…” etc., etc, etc. Parénesis inacabable. Cualquier lector de los documentos conciliares lo percibe de inmediato.

 

 

Una presentación optimista de cómo la Iglesia deseaba verse a sí misma y ser vista por un mundo del que se esperaba que (no sé por qué acción milagrosa de la gracia) habría de abrirse a la Iglesia tanto como ella deseaba abrirse al mundo.

La historia de estos 50 años, a no ser que seamos completamente ciegos y nos deslumbren las consignas, slogans y sobre todo las “celebraciones” (precedentes, concomitantes y posteriores) y no veamos que la Iglesia no pasa de ser una sociedad religiosa mas (bien que pobre en sus adherentes y más pobre en sus auténticos fieles) en lo que a su número se refiere.

 

El razonamiento es bien comprensible.

Convencidos de el mundo ya no se interesa por lo que la Iglesia piense, mande o decida sobre la vida de las personas, a la hora de pensar en un aggiornamento, no se encuentra otra actitud que la de la sonrisa postiza, de un convencimiento a medias de que los Sacramentos apenas si pueden con su “ex opere operato” y que no habrá camino más sincero que el del encarnacionismo con la realidad.

Como la realidad ya no responde a aquel mundo teocéntrico que dejó de existir a partir del siglo XIV con el nacimiento del sentido nacionalista de los nuevos Estados y su olvido de ser todos los pueblos una única Cristiandad; como ingenuamente cada generación ha creído que su tiempo era tiempo de transición, se ha creído –más ingenuamente aún- que el “espíritu de Concilio” no era otra cosa que una ruptura práctica con la tradición interrumpida de la Iglesia e iniciar la era de las experimentaciones pastorales traería finalmente la genuflexión y el rendimiento del género humano al Evangelio de Cristo.

 

En otras palabras, me parece que, el triunfalismo , tan denostado por los más fervorosos defensores del Concilio (que lo asociaron exclusivamente a la seriedad de la liturgia, y el ceremonial vaticano con sus flabelos y su guardia palatina) no les ha abandonado tanto a ellos como ellos lograron que abandonara estos aspectos –en verdad accidentales- considerados como factores de alejamiento del pueblo de Dios de lo que (lo reconozcan o no ) constituye la esencia del cristianismo: la conversión al Dios verdadero y la adoración, por Cristo, con Él y Él, en el culto perfecto que le tributa al Padre.

Sí, los más encarnizados detractores del “triunfalismo de la Iglesia preconciliar” no han dejado de ser triunfalistas, de otro signo, pero triunfalistas al fin.

Maliciosos o ingenuos. Dios lo sabrá.

 

Pero ¿quién puede creer que el mundo contemporáneo se encuentra en disposiciones de mayor acogida al mensaje evangélico? ¿Han dejado de ser triunfalistas –insisto, con otro signo y algo más- miles de obispos que imaginan que los jóvenes, el mundo del trabajo, de la política y la compleja conciencia y vida del hombre contemporáneo, están celebrando las ventanas abiertas (¿lo están para todos) de la Roma burocrática, plagada de arrivistas, progresistas y funcionarios de cuestionable moralidad.

Serán algunos cuantos. Pero en el conjunto de los seres humanos que nos rodean, sumergidos ellos también en sus realidades que comprendemos más de lo que muchos imaginan, ¿habrá tanta gente que esté convencida por los llamados a la unidad, el diálogo (que no es una instancia para lograr un tertium quid) y toda la nomenclatura de la batería documentaria de un Magisterio tan particular con pretensiones de universalidad a la par que vivimos pidiendo perdón por ser católicos?

 

Muchas cosas debieran ser aclaradas, antes que celebradas.

Se han cerrado las instancias de “pedir aclaraciones” con el más firme dogmatismo que se declara haber abandonado: otra contradicción inexplicable.

Los Concilios de Pisa y Constanza, el Sínodo de Pistoya, por poner un ejemplo, ameritaron aclaraciones y contramarchas en aquellos tiempos no menos turbulentos que los nuestros, aunque más impregnados de fe.

El mencionado teólogo italiano autor del libro citado al comienzo, concluye su trabajo con un epílogo: una súplica dirigida a S.S. Benedicto XVI, de la que extracto algunos párrafos con los que me parece adecuado cerrar la presente reflexión.

 

“Reflexionando sobre estos extremos, hace tiempo que nació en mí la idea –que ahora oso someter a Vuestra Santidad- de una grandiosa y posiblemente definitiva puesta a punto sobre el último concilio en cada uno de sus aspectos y contenidos. En efecto, parece lógico y necesario que cada uno de sus aspectos y contenidos sea estudiado en sí y en el contexto de los otros, con la mirada puesta en las fuentes, y bajo la específica perspectiva del precedente magisterio eclesiástico, solemne y ordinario. Una trabajo así de amplio y riguroso, que se confronte con conclusiones seguras extraídas del examen crítico del secular magisterio de la Iglesia, permitirá una segura y objetiva valoración del Vaticano II que dé respuestas a las siguientes preguntas (entre muchas otras):

 

1.- ¿Cuál es la verdadera naturaleza del Vaticano II?

2.- ¿Qué relación guarda su pastoralidad –noción que la autoridad deberá precisar –con su eventual carácter dogmático? ¿Se concilia con él? ¿Lo presupone? ¿Lo contradice? ¿Lo ignora?

3.- ¿Es realmente posible calificar y referirse al Vaticano II como dogmático? ¿Es posible fundar sobre él las nuevas afirmaciones teológicas? ¿En qué sentido? ¿Con qué límites?

4.- ¿Es un “evento” en el sentido que sostienen los profesores boloñeses? Es decir: ¿rompe los vínculos con el pasado e instaura una nueva era bajo todo aspecto? ¿O por el contrario en él revive todo el pasado “eodem sensu eademque sentencia”?

 

Es evidente que la hermenéutica de la ruptura y de la continuidad dependen de las respuestas que se den a tales preguntas. Pero si la conclusión científica del examen ha de llevarnos a la hermenéutica de la continuidad como única necesaria y posible, será entonces necesario demostrar –más allá de toda afirmación retórica- que la continuidad es real, y una realidad se manifiesta sólo en la identidad dogmática de fondo. En el caso de que ésta continuidad, en todo o en parte, no resultara científicamente probada, sería necesario decirlo con serenidad y franqueza, en respuesta a la exigencia de claridad sentida y esperada desde hace casi medio siglo.

 

Vuestra Santidad me preguntará por qué le digo lo que conoce mejor que yo, puesto que ha hablado clara y valientemente sobre ello. En el fondo, también me lo pregunto yo, un poco maravillado por mi osadía y contrariado por el tiempo que le quito. Sin embargo, en mi osadía distingo un acto a la vez de “parresía” (Franqueza, sinceridad. En griego: decirlo todo…) y de coherencia, en línea con la eclesiología que mis grandes maestros habían aprendido de la Palabra revelada, de la patrística y del magisterio y que –lo digo en un acceso de locura (II Cor XI, 17)- también yo he tenido el honor y el gozo de transmitir a millares de alumnos. Es la eclesiología que en la Iglesia una-santa-católica-apostólica reconoce la presencia mistérica de Nuestro Señor Jesucristo y según la cual el Papa, también “seorsim” (Él solo) , siempre está en grado –para decirlo con San Buenaventura- de “reparare universa” (restaurar todas las cosas) incluso en el caso de que “omnia destructa fuissent” (todas hubieran sido destruidas) Basta una palabra suya, Beatísimo Padre, para que, siendo ella misma LA Palabra, todo vuelva a su cauce de la pacífica, luminosa y gozosa profesión de la única Fe en la única Iglesia”.

 

Quiera Dios que esa Palabra llegara, aún a costa de mayores críticas para el mesurado y criticado Pontífice reinante.

Por el momento, sólo empezamos con las “celebraciones”.

Y yo, que no tengo ni la ciencia de Gherardini, ni la mesura de Ratzinger, mucho me temo que nos quedemos celebrando.

 

Quiera el Dios Verdadero, que yo me equivoque.

 

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P. Ismael

La redentora de cautivos. Cirugía litúrgico-teológica.

A mi Dulce Madre de la Merced,

la Virgen de mi infancia…

 

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Dejando aparte los datos y consideraciones históricas sobre el origen de la insigne Orden de la Santísima Madre de Dios, bajo el título de “Nuestra Señora de la Merced” o “de las Mercedes”, nuestra breve reflexión quisiera centrase en el contenido doctrinal que nos ofrece la oración del día que encontramos en el Misal y el Breviario Romanos de la edición 1962.

 

Puede constatar el lector las sucesivas modificaciones sufridas por las dos últimas traducciones de la oración Colecta (oración del día de la fiesta) y comprobar por sí, lo que tanto hemos venido diciendo sobre la “lex orandi”.

Así constatará cómo del sentido originario –no sólo de la Orden redentora de cautivos, sino además de la espiritualidad que denota- una rotación (siempre en el mismo sentido de pérdida del “sentido católico”) hacia esa tan pregonada “promoción humana” que alcanza su más alta formulación en lo que toda la teología de la liberación ha llamado y llama “opresión” y lo que éste término, según sus principios, declara.

 

MISAL ROMANO, 1962

 

Deus, qui per gloriosíssimam Fílii tui Matrem, ad liberandos Christi fidéles a potestáte paganórum, nova Ecclésiam tuam prole amplificáre dignátus es: præsta, quaesumus; ut, quam pie venerámur tanti óperis institutrícem, eius páriter méritis et intercessióne, a peccátis ómnibus et captivitáte daemonis liberémur.
Per eundem Dominum nostrum Iesum Christum filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum. (*)

 

Oh Dios, que por mediación de la gloriosísima Madre de tu Hijo, te dignaste aumentar tu Iglesia con una nueva Orden para librar a los fieles cristianos del poder de los paganos; te rogamos, por los méritos e intercesión de la Virgen, que devotamente veneramos como fundadora de tan grande Obra, nos concedas librarnos de todo pecado y de la cautividad del demonio. Por el mismo N.S.J.C tu Hijo…

 

EDICIÓN MISAL ARGENTINO 1981

 

Señor, Dios nuestro, en tu admirable providencia quisiste que la madre de tu Hijo único experimentase las angustias y los sufrimientos humanos;

por la intercesión de María,

consuelo de los afligidos

y liberadora de los cautivos,

concede a los que sufren cualquier modo de esclavitud,

la verdadera libertad de los hijos de Dios.

Por nuestro Señor Jesucristo.

 

EDICIÓN MISAL ARGENTINO 2011

 

Padre misericordioso, que otorgaste la redención a los hombres por medio de tu Hijo, concede, a cuantos invocamos a su Madre con el título de la Merced, mantenernos en la verdadera libertad de hijos, que Jesucristo nos mereció con su sacrificio, y ofrecerla incansablemente a todos los hombres.

Él que vive y reina contigo

 

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Cualquier avisado lector podrá comprobar la cadencia –o decadencia- de los contenidos de fe, el espíritu que impregna las sucesivas reformas de la oración que intentamos analizar.

 

1ª Oración

 

a) Se formula inicialmente la mediación de la gloriosísima Madre Cristo, atribuyéndole la inspiración de la fundación de una ORDEN destinada a liberar a los fieles cristianos del poder de los paganos.

No puede decirse que esta sea una mera circunstancia histórica que no haya tenido ningún repique posterior al siglo XIII. Bástenos leer las crónicas diarias de las persecuciones del Islam en regiones como África, la India, etc. y los apremiantes y desesperados llamados de atención al mundo (cristiano o no) de las atrocidades padecidas por miles de católicos en aquellas regiones.

No puede decirse que la Orden de la Merced hoy debiera replantearse su “carisma” primigenio: la esclavitud (en variadísimas formas) es padecida por los cristianos en muchos territorios “paganos”.

 

b) La petición dirigida a Dios tiene como objeto una doble liberación: en primer término, la del pecado. Como lo enseña Jesucristo en el Evangelio: “todo el que comete pecado, es esclavo”

Huelgan comentarios que avalen la verdad de las palabras del Señor: el pecado es la primera, la gran, la tremenda y la constante amenaza de esclavitud del hombre.

Nacemos con el pecado original, del que sólo diremos que es un estado de la naturaleza humana de enemistad con Dios, anterior a toda decisión personal.

Pecado original originante, que llamamos en teología.

Y el pecado original originado, que es el que cada hombre, en uso de su razón y libre albedrío, comete de forma personal, como autodeterminación frente a un mandato divino.

Lucha constante, que como el Apóstol, experimentamos en nuestros miembros; oscilación entre los “dos hombres” que pelean dentro nuestro: el que ve el bien y lo aprueba, y el que escoge lo peor…

En segundo lugar, se hace explícita mención al gestor del pecado en el mundo, a ese ser personal que la Revelación y toda la Tradición de la Iglesia, llaman Satanás o demonio: el enemigo de Dios y del hombre, Su imagen y Su semejanza.

Por mediación de Aquella que aplastó la cabeza del dragón infernal, implora la Iglesia en este día, la disolución de todo vínculo (cadenas) que amarran al hombre y le impiden su plena realización humana y la consecución de su destino eterno.

 

2ª Oración

 

Ya reformada la liturgia –con la consigna de Bugnini de hacer una “buena cirugía estética” al Misal, a partir de 1970, nos encontramos con variantes significativas, aunque se podría decir que el tema de la redención de “cualquier modo de esclavitud”, dejaría a salvo lo esencial de la razón de la Fiesta mariana, si bien, resulta llamativo que el señor demonio haya sido borrado del texto, ya que no eliminado del mundo en el que impera.

Ya no se menciona explícitamente la Orden de la Merced. Sospecho las razones. Las dejaremos de lado.

Podría rescatarse la apreciación antropológicamente acertada que se hace acerca del estado de opresión existencial del hombre viator.

Hasta aquí, con las rebajas ya notadas, el sentido de la fe, aunque aguado por el prurito de cambiar todo a toda costa y la sensibilidad del hombre moderno (cabría preguntarse a qué sensibilidad nos estaríamos remitiendo…) mantiene un sentido ortodoxo de la redención operada por Jesucristo sobre los hombres.

Destaco que esta traducción realizada en 1981 para el Misal Romano (editado en Argentina) fue confiada a personas que conservaban el sentido católico y eran peritos en lengua latina.

 

3ª Oración

 

Continúa la cirugía a lo que parece a manos de jíbaros…

No hace mención alguna a “gracia específica” de la advocación mariana que se celebra, a saber la redención o liberación; ni de la esclavitud del pecado, ni la del demonio, ni siquiera se mantuvo la invención introducida en la versión del 81 de “las angustias y los sufrimientos humanos”, cosa muy del estilo del “humanismo cristiano”, lo cual algo más hubiese especificado.

Por supuesto que, fiel al principio de sustituir a troche y moche el Dominus por Padre, la oración sigue el esquema predeterminado por la “teología del Padre”.

Tema complejo, al que por toda respuesta, uno de los grandes “compositores” del Misal Argentino, prelado él, cuando le objeté esta cuestión me dijo que se tradujo por Padre porque ya la gente no entiende el término “ Señor”, que se refería al “Dominus”, o sea al Emperador!!! ¡Como si alguno de nosotros hubiésemos vivido bajo el gobierno de un Basileus! ¡¡¡Magnífico absurdo!!!

El final, si no objetable, siempre en la clave de ese beatificante sentimiento de “hermandad universal” de cercanía, fraternidad, pero que nada dice de la liberación que todo hombre necesita.

Y como se trata de una liberación que “viene de lo alto”, no puede generarse desde el simple ofrecimiento de un par, tan cautivo como el otro, y tan necesitado de la gracia para romper las gruesas o sutiles cadenas que a todos nos amarran y quitan la auténtica libertad.

 

Conclusión:

Lo de siempre, más agua al vino bueno –intenso y embriagante- del Evangelio de Cristo.

¡Ah! Y no nos olvidemos que la brevedad de las oraciones (no de las homilías) sigue siendo la suprema lex…

 

(*) Ponemos tilde a las palabras latinas –que nunca llevan- para facilitar la lectura.

 

 

 

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P. Ismael