“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Bodas de perlas

Santo Cáliz, réplica

 

 

 

 

 

En el capítulo XIII del Evangelio de San Mateo, su autor agrupa una serie de parábolas que tiene que ver con el origen, desarrollo, acogida y exigencias del Reino que Nuestro Señor nos vino a anunciar.

 

Los vv. 44 y 45 ofrecen respectivamente las dos parábolas más breves de todo el Evangelio (microparábolas, como las llamó un autor contemporáneo): sustancialmente tienen que ver con el valor del mismo y lo que cuesta adquirirlo.

 

En su Encíclica Spiritus Paraclitus, Bendicto XV interpreta como el tesoro escondido la fe y la gracia que vienen del Evangelio y realiza una interesante aplicación de la misma a quienes se dedican al estudio de la Sagrada Escritura, argumentando desde el ejemplo de San Jerónimo y San Agustín, los que felices de haberlo encontrado se deshicieron de todos su bienes y placeres del mundo para adquirir la ciencia del Evangelio.

 

Podríamos arriesgar alguna otra interpretación que sin referirse directamente a los así llamados Doctores de la Iglesia, pueda aplicarse al hombre corriente que acepta el Reino.

En el caso de la parábola del tesoro escondido podemos ver representado al hombre que se encuentra con el Reino inopinadamente, “por casualidad”: lo valora, pero debe ponerse en un jaleo bastante enredado para poder adquirirlo. Es tal vez un hombre simple que no se proponía otra tarea en su vida que trabajar en un campo, para llevar el pan a sus hijos…

Él no es el dueño del campo, sino simplemente un labriego. Y un hombre honesto que sabe que no podría sacar lícitamente aquel tesoro de un terreno que no es suyo. Pero el tesoro es tan maravilloso que pone en juego toda su industria y trabaja más y más para poder adquirir aquel campo, y con él su tesoro escondido.

 

A diferencia del tesoro en el campo que hay que esconderlo cuando se encuentra, comprar el campo y hacerse con él; la parábola de la perla fina nos ofrece, como lo describe San Jerónimo, la posibilidad de llevarla en el puño de la mano. Una tarea tal vez menos engorrosa que la anterior.

Si bien en ambas parábolas referidas al precio del Reino suponen un dejarlo todo, vender todo lo que se tiene, podemos encontrar algunas diferencias entre una y otra: En el caso primero, el labriego no se dedicaba a buscar tesoros, sino a trabajar en el campo, en cambio en el segundo caso, se trata, de alguien que ya está en búsqueda de “perlas finas”. Tendría unas cuantas sin duda. Pero sumado el valor de todas, ese precio es infinitamente menor que el de la que acaba de “descubrir”, como describe el Evangelio…

 

Un tesoro, aún legítimamente poseído es difícil de asegurar, resulta más vulnerable y exige una vigilancia permanente contra ladrones y embaucadores.

La pequeña, pero valiosísima perla adquirida a costa de la venta de todas las coleccionadas, puede ser fácilmente escondida, y llevada constantemente por su afortunado dueño…

 

Así quisiéramos hoy simbolizar nuestro sacerdocio de todos estos años:

Como la fina perla que siempre buscábamos y encontramos hace 30 años.

 

 

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Radiante y blanca en sí misma, aunque oculta entre los harapos de nuestras miserias y más de una vez embarrada por descuidos o menosprecios. Pero siempre segura, jamás extraviada.

El Señor me pedirá cuentas de esta perla que dejó en mis manos.

Pero todavía –presunción sería lo contrario- deberé seguir vendiendo y liquidando toda otra perla que intentara rivalizar en brillo y valor con ésta, teniendo los ojos bien abiertos a cualquier mercachifle que ofrezca cualquiera joya más subyugante y prometedora.

Una sola perla se nos entregó el día de nuestra consagración sacerdotal, y con ella todos los tesoros de la riesgosa dignidad de nuestro poder sobre el Cuerpo Real de Cristo, y cuidado que ello comporta, como dispensador de los misterios de Dios (Cf I Cor 4, 1)

 

No nos parece ilegítimo ni alejado del sano uso de la alegoría, sino –también con el sentir de los Padres- comparamos la perla fina con el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

 

Fulgurante en su “alegrísma Forma” (*) perfecta en la economía de su pequeñez, siempre inalterada de frescura, simplicísima en su apariencia y resguardo, la Eucaristía es el tesoro más preciado y exquisito del sacerdote: allí donde él vaya y celebre el Sacrificio, se hará presente, brillando sobre la suave candidez de los corporales.

 

Descansará algunos instantes en sus manos que la sostienen con delicadeza y temblor, marcará con precisión los sublimes momentos del PER IPSUM, para luego ser fraccionada pidiendo la paz para los fieles, incorporada en su pequeñísima partícula a la Sangre Preciosísima y finalmente comulgada por el celebrante, tras haberse signado con ella sobre sí.

Todo un “juego” o “danza ritual” de la perla antes de ser recibida por quien -¡Oh grandeza, oh Misterio de Fe!- sabe que toda su vida debiera consistir en la guarda de esta preciosa margarita.

 

Para seguir con el símil eucarístico de la “perla fina”, no podemos dejar de pensar con seriedad en aquella otra ocasión en que el Señor nos mandó: Nolite dare Sanctus canibus, neque mittatis margaritas vestras ante porcos, ne forte conculcent eas pedibus suis et conversi dirumpant vos: “No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pateen con sus pies y revolviendo contra vosotros os hagan trizas” (Mt 7, 6)

Aunque nosotros no seamos todo lo que debiéramos ser, aunque –y como cualquier pecador sintamos que no estamos completamente inmaculados- no olvidemos la advertencia de Cristo.

Apreciar nuestro sacerdocio es no sólo cuidar la perla que se nos ha dado, sino mirar por aquellos que también están llamados a comulgarla.

 

¿Ha contribuido a dignificar la Presencia Real, el culto de Adoración, la piedad de los fieles, en último término, la distribución masiva e inocultablemente irreverente de la Eucaristía la práctica de la comunión en la mano?

Y no sólo eso.

La celebración y consagración de las Especies en vasos de vidrio, canastas de mimbre y el “autoservicio” de los comulgantes, fundados en la consigna del mismo sacerdote que se declara igual que ellos y ¿quién es él para darles a ellos la Comunión?

 

Y si queremos avancemos más.

 

Circula entre muchos fieles (con recta conciencia, o no tanto, Dios lo sabe) la opinión transformada en principio, de muchos sacerdotes de que no es necesario confesar los pecados mortales para recibir la Sagrada Eucaristía.

Y en cuanto al modo, ¿no nos sorprende, no somos sensibles a la manera en que es distribuida y recibida la Comunión, aún en las mismísimas ceremonias pontificias? Porque es claro que quienes comulgan de manos del Santo Padre lo hacen con dignidad. ¿Pero la inmensa masa que alarga su mano cuanto le permite el brazo para que con movimiento similar un ministro deposite en ella la Forma cual si fuera una galletita y el comulgante la lleve a su boca con un gesto insufrible y se aleje masticándola como un alimento cualquiera?

Y en otros tantos lugares, buenas señoras en chancletas que se apresuran a abrir el Sagrario como la alacena de su cocina y retiran la Eucaristía como lo harían con el frasco de los spaghettis y la distribuyen a una velocidad de restaurante…

 

Tema delicadísimo, sobre el que se ha escrito suficiente.

Y bastante antiguo por cierto.

 

Aunque hubo episodios y doctrinas anteriores, recordemos que la Confesión de Augsburgo (1530) y los Artículos de Esmalcalda, denigraron la Eucaristía (dejando aparte el dogma de la Presencia Real) exigiendo la comunión en la mano y bajo ambas Especies.

 

No juzgo, como antes he dicho, el interior de las personas.

Pero si de la grandeza del corazón habla la boca, hay mucho que lamentar del tratamiento que viene sufriendo (¡hace ya tanto tiempo!...) la perla fina de la Eucaristía.

 

Pero no deseo terminar esto con los tintes meramente descriptivos de una situación que ciertamente oficia de termómetro, mas no cambia por ello la Voluntad de Cristo al haber puesto en nuestras manos la confección y la distribución del Sacramento del Amor.

 

Quiero concluir mi reflexión con un par de versos de la Secuencia de Corpus, Lauda Sion, verdadero monumento poético y teológico del Aquinate, que vienen a sostenernos en nuestra Fe, equilibrar nuestro ánimo y nuestro juicio.

 

Sumunt boni, sumunt mali:

Sorte tamen inaequali, vitae vel interitus.

Mors est malis, vita bonis:

Vide paris sumptionis quam sit dispar exitus.

Lo reciben los buenos, lo reciben los malos;

Con resultado dispar: la vida o la muerte.

Muerte es para los malos, vida para los buenos:

Mira como la misma recepción tiene efecto desigual.

 

Nos haga el Señor cuidadosos custodios de esta perla que es la Eucaristía, de esta perla de nuestro Sacerdocio, que rogamos a su Infinito Amor y Misericordia, vivir lo menos indignamente posible.

 

(*) García Lorca, Oda al Santísimo Sacramento.

 

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P. Ismael