“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Dietrich von Hildebrand: El papel del corazón…

sólo un corazón auténticamente humano

será capaz del amor de un Corazón Divino 

 

 

Margherita_Sacro_Cuore

 

Cor Iesu, amore nostri vulneratum,

venite adoremus!

 

 

En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, comparto con mis desatendidos lectores –en razón del descuido de  este espacio al que me han obligado situaciones personales de agotamiento mental- este estupendo texto de von Hildebrand, en la certeza de su provechoso fruto y a la espera del pronto retorno a mi retrasado trabajo…

Según pasan – y tan rápidamente- mis días, más me convenzo del valor sanante del corazón. Será por eso que estamos tan enfermos…

estrella

 

 

La esfera afectiva, y el corazón como su centro, han estado más o menos bajo una nube a lo largo de la historia de la filosofía. Han jugado un papel importante en la poesía, en la literatura, en las oraciones privadas de grandes almas y, sobre todo, en el Antiguo Testamento, en el Evangelio y en la liturgia, pero no en el ámbito de la filosofía propiamente dicha. Ésta lo ha tratado como a un hijastro. Esta condición de hijastro se refiere no sólo al hecho de que no se ha concedido ningún espacio a la exploración del corazón, sino que se aplica también a la interpretación que se ha dado al corazón cada vez que se ha tratado de él.

La esfera afectiva, y con ella el corazón, ha sido excluida del ámbito espiritual.Es verdad que encontramos en el Fedro de Platón las palabras: «La locura del amor es la más grande de las bendiciones del cielo». Pero cuando realiza una clasificación sistemática de las capacidades del hombre (como en La República), Platón no concede al corazón un rango comparable al del entendimiento.

 

Sobre todo, es el papel que se asigna a la esfera afectiva y al corazón en la filosofía de Aristóteles lo que pone de manifiesto los prejuicios sobre el corazón. Hay que decir, de todos modos, que Aristóteles no se aferra de modo permanente a esta posición negativa sobre la afectividad. Así, por ejemplo, encontramos en la Ética a Nicómaco que «el hombre bueno no sólo quiere el bien, sino que también se alegra al hacer el bien». Pero, a pesar de que se conceda semejante papel a la alegría (que es obviamente una experiencia afectiva); a pesar, por tanto, de que la realidad forzó a Aristóteles a una contradicción entre sus planteamientos generales y el análisis de los problemas concretos, la tesis abstracta y sistemática que tradicionalmente ha sido considerada como la postura aristotélica sobre la esfera afectiva da testimonio inequívoco del menosprecio del corazón. Según Aristóteles, el entendimiento y la voluntad pertenecen a la parte racional del hombre, mientras que la esfera afectiva, y con ella el corazón, pertenecen a la parte irracional del hombre, esto es, al área de la experiencia que el hombre comparte supuestamente con los animales.

 

Este lugar inferior reservado a la afectividad en la filosofía de Aristóteles es particularmente sorprendente ya que él mismo declara que la felicidad es el bien supremo que da razón de todos los demás bienes. Ahora bien, la felicidad tiene su lugar en la esfera afectiva, sea cual sea su fuente y su naturaleza específica, puesto que el único modo de experimentar la felicidad es sentirla. Esto es verdad incluso en el caso de que Aristóteles tuviese razón al sostener que la felicidad consiste en la actualización de lo que considera la actividad más excelente del hombre: el conocimiento. El conocimiento sólo podría ser la fuente de la felicidad, pero la felicidad misma, por su propia naturaleza, tiene que darse en una experiencia afectiva. Una felicidad solamente «pensada» o «querida» no es felicidad; se convierte en una palabra sin significado si la separamos del sentimiento, la única forma de experiencia en la que puede ser vivida de modo consciente.

 

A pesar de esta contradicción evidente, el lugar secundario asignado a la esfera afectiva y al corazón ha permanecido, paradójicamente, como una parte más o menos aceptada de nuestra herencia filosófica. Toda la esfera afectiva fue asumida, en su mayor parte, bajo el capítulo de las pasiones, y siempre que se considera la afectividad en este capítulo específico, se insiste en su carácter irracional y no espiritual.

Una de las grandes fuentes de error en la filosofía es la simplificación excesiva o la incapacidad de distinguir cosas que se deben distinguir a pesar de que se asemejen de modo aparente o real. Este error resulta especialmente desastroso cuando la falta de distinción conduce a identificar algo más elevado con algo mucho más inferior. Una de las principales razones para degradar la esfera afectiva, para negar el carácter espiritual a los actos afectivos y para rehusar al corazón un estatuto análogo al del entendimiento o la voluntad, es identificar de modo reductivo la afectividad con las experiencias afectivas de tipo inferior, Toda el área de la afectividad, e incluso el corazón, se ha visto a la luz de las sensaciones corporales (traduzco la palabra inglesa feeling aplicada al cuerpo, por ejemplo bodily feelings, por sensaciones, ya que en castellano resulta extraño hablar de sentimientos corporales. En inglés, por el contrario, la palabra feeling se puede aplicar tanto al cuerpo como al alma o la psique), los estados emocionales, o las pasiones en el estricto sentido de la palabra. Y así, lo que se niega correctamente a estos tipos de «sentimientos», se niega injusta y erróneamente a experiencias afectivas como la alegre respuesta a un valor, el amor profundo o el entusiasmo noble.

 

Esta falsa interpretación se debe, en parte, al hecho de que la esfera afectiva comprende experiencias de nivel muy diferente, que van desde las sensaciones corporales a las más altas experiencias de amor.

En el ámbito del entendimiento encontramos ciertamente tipos de experiencias muy diferentes así como grandes diferencias en el nivel de experiencia. En efecto, hay un abismo entre un mero proceso de asociación y la profundización en una verdad necesaria y altamente inteligible, y el mariposeo de nuestra imaginación difiere de un silogismo filosófico no sólo en valor intelectual sino también en cuanto a su estructura.

De igual modo, el ámbito de la afectividad, al abrazar toda clase de «sentimientos» (el término «sentimiento» es todo menos unívoco), tiene una amplitud mucho mayor e incluye experiencias que difieren aún más unas de otras.

Quizá la razón más contundente para el descrédito en que ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura de la afectividad que se produce al separar una experiencia afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo significativo. Si consideramos el entusiasmo, la alegría o la pena aisladamente, como si tuvieran su sentido en sí mismas, y las analizamos y determinamos su valor prescindiendo de su objeto, falsificamos la verdadera naturaleza de tales sentimientos. Solamente cuando conocemos el objeto del entusiasmo de una persona se nos revela la naturaleza de ese entusiasmo y especialmente «su razón de ser».

 

Tan pronto como se despoja a la esfera afectiva del objeto que la ha engendrado, del que procede su sentido y su justificación, y con el que guarda una posición de dependencia, la respuesta afectiva se reduce a un mero estado sentimental que, ontológicamente, es incluso inferior a estados como la fatiga o la hilaridad alcohólica. Como las respuestas afectivas reclaman legítimamente otro papel y otro nivel en la persona o, más bien, puesto que son «intencionales» la separación de su objeto destruye su intrínseca substancialidad, dignidad y seriedad. Así, lo que debería haber sido una respuesta afectiva se convierte en algo vacío, sin significado serio, en un sentimiento inestable, en una emoción irracional e incontrolable. Y tan pronto como el entusiasmo, el amor o la alegría se presentan de esta manera, la tendencia natural es la de escapar de este mundo de «sentimientos» insustancial e irracional y la de trasladarse al mundo de la razón y de la formulación intelectual clara.

 

Tres perversiones principales están aquí al acecho. La primera es el desplazamiento del tema desde el objeto a la respuesta afectiva la cual tiene, por su propia naturaleza, toda su «razón de ser» en el objeto al que responde. La segunda perversión va aún mucho más allá, ya que la respuesta afectiva en cuestión es separada de su objeto y considerada como absolutamente independiente de él, como algo que existe sin el objeto y que tiene su sentido en sí mima. Esto conduce a una falsificación de su misma naturaleza. La tercera perversión consiste en reducir a estado afectivo algo que no pertenece en absoluto a esta esfera, o que por su propia naturaleza no puede ser en absoluto un sentimiento, ni nada perteneciente a la psique. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la responsabilidad que resulta de una promesa, que es una entidad jurídica objetiva, pasa a ser un «mero» sentimiento de responsabilidad. Esta confusión conduce naturalmente a un descrédito general de todo «sentimiento», puesto que reducir un vínculo objetivo a mero sentimiento es degradarlo y privarlo de su substancia.

 

En realidad, una verdadera respuesta afectiva como el amor, el entusiasmo o la compasión no tiene por qué tener necesariamente un nivel ontológico menor que su objeto respectivo. Así, una respuesta leal en cuanto tal no es menos substancial que el vínculo objetivo de responsabilidad al que responde. Sin embargo, el modo de existencia que el vínculo reclama es esencialmente diferente del que corresponde a la respuesta afectiva. Y es que por su propia naturaleza, el vínculo es algo impersonal y existe no como acto de una persona, sino más bien como una entidad objetiva dentro de la esfera interpersonal, e independientemente de si la persona en cuestión se siente vinculada o no. Reemplazar la propia responsabilidad por un sentimiento de responsabilidad es, por tanto, equivalente a disolver esa responsabilidad o a negar se existencia. Además, el mismo sentimiento de responsabilidad queda también privado de toda substancia a causa de esta reducción y pierde su significado intrínseco y su validez objetiva ya que éstas dependen precisamente de un vínculo que existe en la esfera interpersonal.

Así pues, esta reducción desacredita la esfera afectiva de una doble manera: primero, porque reemplaza con una experiencia personal algo que por su propia naturaleza es impersonal y reclama una existencia independiente de nuestras mentes; y, en segundo lugar, porque precisamente a través de esta reducción se priva a la experiencia personal de su propio significado y «razón de ser».

 

Cuando ciertos pensadores reemplazan el mundo de los valores moralmente relevantes y la ley moral objetiva por meros sentimientos de simpatía, nos encontramos de nuevo en la misma situación. A las cosas que, por su propia naturaleza, existen independientemente de nuestra razón, como los valores moralmente relevantes y la ley moral, se les niega su verdadera existencia si se las reemplaza por sentimientos. Y junto con esta substitución se produce también una desnaturalización del sentimiento moral. Al separarlas de sus objetos, al no tener en cuenta su carácter de respuesta, ya no estamos frente a aquellas realidades afectivas que juegan realmente un papel importante y decisivo en la esfera de la moralidad como la contrición, el amor y el perdón, sino que nos encontramos más bien con meros «sentimientos» privados de todo significado, como una especie de gesticulación en el vacío.

 

Pero, ¿por qué deberíamos caer en la trampa de desacreditar la esfera afectiva y el corazón?, ¿sólo por el hecho. de que han sido degradados de modo erróneo?, ¿es correcto condenar al ostracismo a la esfera afectiva porque todo intento de interpretar como sentimiento cuanto no lo es en absoluto conduce a una desnaturalización y a un descrédito de esta esfera? Esto es tan equivocado como desacreditar el entendimiento porque el idealismo subjetivo considera el mundo, que conocemos por la experiencia, como un mero producto de nuestro intelecto. Si siguiéramos un procedimiento tan ilógico tendríamos que desacreditar también el mismo entendimiento a causa de un racionalismo que pretende reducir la religión a la esfera de la denominada «pura razón», como en el deísmo. ¿No deberíamos, más bien, rechazar las interpretaciones erróneas de la esfera afectiva y oponerles la verdadera naturaleza del corazón y su significado real?

 

La esfera afectiva y el corazón no sólo han perdido crédito a causa de teorías equivocadas, sino porque en este ámbito nos enfrentamos a un peligro de falta de autenticidad que no tiene paralelo en los ámbitos del entendimiento y de la voluntad. Un breve repaso de los principales tipos de «falta de autenticidad» que se pueden encontrar en la esfera afectiva ilustrará la tercera fuente de su desprestigio.

 

En primer lugar está la falta de autenticidad retórica representada por el hombre que ostenta un falso pathos y se recrea en su indignación o en su entusiasmo hinchándolos retóricamente. Este hombre tiene una cierta afinidad con el fanfarrón. Y aunque puede que él no fanfarronee al hablar de sus propios asuntos ni al dramatizar los sucesos, su falso pathos es, en sí mimo, una continua fanfarronada emotiva.

Este tipo de hombre posee verborrea, facilidad de expresión, predilección por lo ampuloso. Al imaginárnoslo, sentimos la tentación de pensar en un masón barbudo y decimonónico, cuya voz suena profunda y sonora cuando declama frases cargadas con un falso pathos. Este tipo retórico triunfa al producir un cierto «contenido» emocional en su propia alma; puede incluso experimentar de hecho una respuesta afectiva, pero la adorna y la infla retóricamente. Al deleitarse en sus profusos e hinchados sentimientos se descentra en cuanto se enfrenta con un objeto real y con su tema. Y junto a este deleite en el propio dinamismo emotivo encontramos también un exhibicionismo característico de quien disfruta desplegando este pathos ante una audiencia.

 

Otro tipo de falta de autenticidad afectiva está causado por una profunda inmersión en uno mismo. Este tipo no es retórico, no es dado a frases ampulosas y no se deleita en la declamación y en la gesticulación de respuestas afectivas, pero disfruta del sentimiento en cuanto tal. El rasgo específico de esta falta de autenticidad estriba en que, en lugar de centrarse en el bien que nos afecta o que origina una respuesta afectiva, la persona se centra en su propio sentimiento. El contenido de la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasionado por el objeto. El objeto asume así el papel de un medio cuya función es proporcionarnos un cierto tipo de sentimiento. Un típico ejemplo de esa falta de autenticidad introvertida lo constituye la persona sentimental que goza conmoviéndose hasta las lágrimas como medio de procurarse un sentimiento placentero. Mientras que «conmoverse», en su sentido genuino implica «concentrarse» (being focused) en el objeto, en la persona sentimental el objeto queda reducido a la función de un puro medio que sirve para originar la propia emoción. Lo que debería ser algo que nos afecta intencionalmente, queda así degradado a un puro estado emocional originado o activado por un objeto.

 

Pero la persona sentimental no afronta sus propios sentimientos en el pleno sentido de la palabra, como lo hace quien se autoanaliza constantemente. Busca conmoverse sólo de modo indirecto, pero incluso esta actitud es suficiente para desenfocarlo por lo que se refiere al objeto. Y junto a esta perversión estructural se da la pobre cualidad de la «emoción» experimentada y del objeto que la provoca.

Mientras que la falta de autenticidad retórica en todas sus variadas formas es principalmente una consecuencia del orgullo, el sentimentalismo proviene principalmente de la concupiscencia.

 

Sería, no obstante, una hipersimplificación ridícula considerar todas las ocasiones de conmoverse como ejemplos de sentimentalismo. Conmoverse, en su sentido genuino, es una de las experiencias afectivas más nobles: es el reblandecimiento de la propia aridez o insipidez de corazón, es una rendición ante las cosas grandes y nobles que provocan lágrimas (sunt lacrimae rerum). Sólo una mirada distorsionada por el culto a la virilidad podría confundir la noble experiencia de conmoverse con el sentimentalismo: «la corrupción de lo mejor es lo pésimo» (corruptio optimi pessima). El hecho de que la persona sentimental abuse de esta experiencia no debe ser en absoluto una ocasión para desacreditarla. Todo sentimiento se pervierte y corrompe al disfrutarlo de modo introvertido.

 

El tercer tipo de falso sentimiento, el tipo clásico por decirlo de algún modo, es el histérico. Nos referimos a aquellas personas encerradas en un egocentrismo excitable. Pueden ser muy trabajadoras y eficaces; pueden poseer una energía indomable, una peculiar intensidad y vitalidad; pueden incluso ser refinados; pero todo lo que sienten, hacen o dicen, está inficionado por la falsedad y la inautenticidad. No se trata sólo de que se embellezcan y aumenten artificialménte ni de que estén corroídas por la autoindulgencia afectiva sino que están viciadas por un espíritu de falsedad que, aun en el caso de no ser consciente ni buscado, degrada la verdadera cualidad de todos sus sentimientos.

 

Tanto el orgullo como la concupiscencia están en la base de esta perversión. Estas personas están siempre dándose vueltas a sí mismas, preocupadas constantemente por satisfacer su deseo peculiar e incansable de estar en primera línea, de desempeñar un papel, de hacerse las interesantes no sólo para los demás, sino también para sí mismas. Pueden incluso mentir cuando hablan de sus experiencias y logros. No mienten de modo consciente, no se dan cuenta de su falsedad, pero toda su existencia está construida sobre un fundamento falso, y todos sus sentimientos y su voluntad, toda su actuación y su conducta, están empapados de falta de autenticidad cualitativa, la cual se manifiesta en una, volubilidad que entremezcla verdad y mentira. El ardiente deseo de ocupar el centro del escenario, de impresionar, de atraer la atención y, sobre todo, el interés de los demás, les empuja a decir muchas falsedades. Como están tan aherrojados por esta necesidad y viven en un mundo en el que los deseos y la realidad no están claramente distinguidos, y cuyo clima es de «exaltación» y de falsedad cualitativa, no son conscientes de mentir. Así pues, no son responsables de esas mentiras como lo son las personas no histéricas.

 

Aunque estas actitudes nos ayudan a caracterizar el tipo histérico, queremos, sin embargo, subrayar ante todo la falta de autenticidad de los sentimientos que se encuentran detrás de todas estas manifestaciones. Lo que nos interesa aquí es la intrínseca falsedad de los sentimientos de la persona histérica se trate de alegría, pesar, entusiasmo, indignación, contrición o compasión. Queremos hacer notar este tipo de falta de autenticidad tal como se encuentra en estas personas en comparación con el tipo retórico o sentimental.

El término «histérico» se aplica a veces a un estado emotivo caracterizado por un cierto grado de confusión incontrolable. Si, por ejemplo, a causa de la muerte de un ser querido, una persona está fuera de sí por la pena y se comporta de un modo extremadamente inconsistente, alternando el llanto y la risa, decimos que «se ha puesto histérica». Si los estados afectivos tales como el pesar, la desesperación, la agitación o el temor degeneran en un estado de excitación que ya no se corresponde con la respuesta afectiva en cuestión, la calificación de «histérico» tiene una cierta justificación.

 

Sin embargo, se debe subrayar con fuerza que hay una diferencia fundamental entre el grado de intensidad de una experiencia afectiva y el carácter irracional e inconsistente de ciertos estados emocionales. La persona que se encuentra a merced de estos estados manifiesta sus sentimientos no sólo de un modo totalmente inadecuado, sino también con una conducta que falsifica y contradice la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Debemos insistir en este punto porque a veces el término «histérico» se aplica a cualquier grado elevado de intensidad en la esfera afectiva. Tan pronto como manifiesta abiertamente una pena o preocupación profunda, es a veces calificado de «histérico», incluso cuando su respuesta es totalmente adecuada. La tristeza que un esposo amante manifiesta sin ambages ante el lecho de muerte de su mujer, o la preocupación agobiante por una persona amada en peligro son respuestas afectivas que obviamente no merecen en absoluto una consideración peyorativa. No poseen el carácter irracional e inconsistente de la respuesta neurótica, y menos aún tienen nada que ver con la falta de autenticidad de la persona histérica en el sentido antes indicado.

 

Una teoría y una actitud completamente erróneas se esconden detrás de este uso impropio del término «histérico». Muchos elementos y falsas tradiciones han concurrido a crear una mentalidad que considera toda manifestación afectiva intensa, y especialmente su manifestación abierta, como algo despreciable y desagradable. Un estoicismo anglosajón y una mojigatería puritana, así como la desafortunada identificación de la objetividad con una actitud neutral, de exploración (lo cual es legítimo en un laboratorio), son los responsables del descrédito de la afectividad en cuanto tal. También ha contribuido a ello algunas veces la intrusión de frases hechas tomadas de manuales de psicología de escasa calidad. En cualquier caso, esta actitud es síntoma de una superficialidad deplorable.

 

Desde un punto de vista filosófico, no se puede justificar el descrédito de la esfera afectiva y del corazón simplemente porque están expuestos a tantas perversiones y desviaciones. Y aunque es verdad que en la esfera del entendimiento y de la voluntad la falta de autenticidad no juega un papel análogo, de todos modos el daño causado por teorías erróneas o falsas es incluso más siniestro y desastroso que la falta de autenticidad de los sentimientos. ¿Deberíamos acaso mirar con desconfianza al entendimiento sólo por las innumerables absurdidades que ha concebido y porque la gente no intelectual, que nunca ha sido afectada por esas absurdidades, se ha mantenido más sana que los infelices que han sufrido su influencia? ¿Tiene razón el filósofo alemán Ludwig Mages cuando llama al espíritu «la calle muerta de la vida» porque ha sido el espíritu, y especialmente el entendimiento, el responsable de toda suerte de distorsiones artificiales y de la pérdida de autenticidad en muchos sectores de la vida?.

 

Hemos mencionado ya que la esfera afectiva comprende un conjunto de experiencias que difieren de manera notable en estructura, cualidad y rango, y que van desde los estados no espirituales hasta respuestas afectivas de alto nivel espiritual. Enumeraremos ahora brevemente los principales tipos de experiencias afectivas o «sentimientos» para mostrar cuán erróneo es tratar esta esfera como si fuera homogénea. Esta enumeración nos mostrará en sus alturas y en sus profundidades el tremendo papel que juega la esfera afectiva y el lugar que ocupa el corazón en la vida y en el alma del hombre.

 

La primera diferencia fundamental en el campo de la afectividad es la que existe entre las sensaciones físicas y los sentimientos psíquicos. Consideremos, por ejemplo, un dolor de cabeza, el placer que sentimos al tomar un baño caliente, la fatiga psíquica, la agradable experiencia de descansar cuando estamos cansados o la irritación de nuestros ojos cuando han estado expuestos a una luz demasiado intensa. En todos estos casos, la sensación se caracteriza por ser una experiencia claramente relacionada con nuestro cuerpo. Todas estas sensaciones son, evidentemente, experiencias conscientes, y están separadas por un insalvable abismo de los procesos fisiológicos aunque guardan con ellos la más estrecha relación causal.

 

Es importante darse cuenta, sin embargo, que la relación de estas sensaciones con el cuerpo no se limita a una vinculación causal con los procesos fisiológicos, implica también una relación consciente y experimental con el cuerpo. Mientras sentimos estos dolores o placeres, los vivimos como algo que tiene lugar en nuestro cuerpo. En algunos casos están estrictamente localizados en una parte determinada de nuestro cuerpo como, por ejemplo, el dolor en un pie o en un diente. En otras ocasiones, como la fatiga, afectan a todo el cuerpo. Algunas veces los vivimos como el efecto de algo en nuestro cuerpo, por ejemplo, cuando la aguja del doctor nos pincha; en otras, como «sucesos» que tienen lugar dentro del mismo cuerpo (No resulta necesario mencionar los instintos o impulsos fisiológicos como un grupo distinto de experiencias corporales. Es verdad que la sed, o cualquier otro instinto corporal, difiere bajo muchos aspectos de las sensaciones típicamente corporales, como el dolor o el gusto. Pero también lo es que los sentimos, de modo que pertenecen a la especie de las «sensaciones» corporales. La caracteristica que interesa en este contexto se aplica también a estos instintos por lo que podemos incluirlos en este ensayo bajo el concepto de «sensaciones (feelings) corporales»).

 

Incluso prescindiendo del conocimiento que se deriva de experiencias previas y de la información que nos da la ciencia, estas sensaciones muestran claramente la característica propia de las experiencias corporales. Si comparamos un dolor de cabeza con la tristeza por un suceso trágico es imposible no darse cuenta de la diferencia fundamental que existe entre estos dos «sentimientos». Uno de los rasgos más caracteristicos de esta diferencia está precisamente en el carácter corporal del dolor, que lo distingue de la tristeza. Este carácter corporal lo descubrimos tanto en la cualidad de estas sensaciones como en la estructura y naturaleza de su ser experimentadas. Este tipo de sensaciones y de instintos corporales son el único tipo de sensaciones que tienen una relación fenomenológica con el cuerpo. Son, de algún modo, la «voz» de nuestros cuerpos. Forman el centro de nuestra experiencia corpórea, la que nos afecta de manera más aguda y la más alerta y consciente; son el núcleo más existencial de nuestra experiencia corpórea.

 

Sería completamente erróneo pensar que las sensaciones corpóreas de los hombres son las mismas que las de los animales ya que el dolor corporal, el placer y los instintos que experimenta una persona poseen un carácter radicalmente diferente del de un animal. Los sentimientos corporales y los impulsos en el hombre no son ciertamente experiencias espirituales, pero son sin lugar a dudas experiencias personales.

Esto supone que existe un puente infranqueable entre las sensaciones corporales humanas y las sensaciones corporales animales. Aun concediendo que algunos procesos fisiológicos son homólogos, en la vida consciente de un ser humano todo es radicalmente distinto al estar inseriado en el mundo misteriosamente profundo de la persona y al ser vivido y experimentado por un «yo».

 

No es necesario indicar aquí hasta qué punto resulta patente el carácter personal de esta experiencia corporal ni discutir la inagotable diferenciación de su significado en cada personalidad individual. Esta diferenciación nace de la actitud de la persona hacia la experiencia corporal, que es determinante, y del modo en que la vive, es decir, de la diferencia de ethos por lo que se refiere a la pureza y a la integridad espiritual. Surge también del simple hecho que se trata de esta persona, esta amada personalidad individual quien lo experimenta.

 

Consideremos ahora los sentimientos psíquicos. Nos enfrentamos aquí con una variedad de tipos mucho más grande. De hecho, es precisamente en este reino de los sentimientos no-corpóreos donde encontramos las más desastrosas equivocaciones sobre el término «sentimiento». Hay que establecer muchas diferencias decisivas en este ámbito.

Un ejemplo de un tipo de sentimiento no-corporal ontológicamente bajo es el buen humor que se experimenta frecuentemente después de tomar bebidas alcohólicas. No nos referimos a la embriaguez sino más bien a ese ligero «estar alegres». Esta euforia o su estado opuesto de depresión (que puede seguir a la embriaguez real) no es ciertamente una simple sensación corporal a la que se podria oponer, por ejemplo, una sensación diversa como una cierta pesadez. Estas experiencias difieren de las sensaciones corporales que hemos considerado anteriormente como el dolor, el placer físico, la fatiga o el sueño. Estos estados de «alegría» y depresión son «humores» que no tienen la marca de las experiencias corporales. Porque, para empezar, estos estados psíquicos no tienen por qué estar causados por procesos corporales. Una depresión puede estar causada por una experiencia psíquica como, por ejemplo, una gran tensión o una impresión no asimilada. Además, se puede estar deprimido o de mal humor sin saber la causa, que de hecho puede estar en una penosa discusión del día anterior o en que se ha estado sometido a una situación de gran tensión o sufrimiento.

Pero incluso en el caso de que estos humores estén causados por nuestro cuerpo, no se presentan como la «voz» de nuestro cuerpo ni son estados de nuestro cuerpo, Son mucho más «subjetivos», es decir, están más radicados en el sujeto que las sensaciones Corporales. Podemos estar alegres mientras padecemos un dolor físico; y este estado de ánimo positivo se manifiesta en el ámbito de nuestras experiencias psíquicas: el mundo aparece de color de rosa, el mal humor desaparece y la alegría inunda todo nuestro ser.

 

Naturalmente, no pretendemos negar que pueden existir diferentes sensaciones corporales que acompañan a este estado psíquico de buen humor. Pero que estos sentimientos psíquicos estén acompañados por sensaciones corporales y que ambos coexistan en nosotros, no disminuye la diferencia entre ellos. La diferencia esencial permanece incluso si se experimenta una conexión entre una sensación corporal y un estado psíquico como, por ejemplo, cuando una sensación corporal de salud y vitalidad coexiste con el sentimiento físico de alegría o de buen humor. En este caso, las dos realidades no sólo coexisten y se interpenetran mutuamente, sino que podemos darnos cuenta en esta misma experiencia de la influencia que nuestra vitalidad corporal tiene sobre nuestro estado psíquico de alegría. Pero la experiencia de esta conexión no borra de ningún modo la diferencia básica entre las sensaciones corporales y el sentimiento o estado psíquico.

 

El carácter intencional está presente en cada acto de conocimiento, en cada respuesta teórica (como la convicción o la duda), en cada respuesta volitiva y en cada respuesta afectiva. Está también presente en las diferentes formas de «ser afectado» como conmoverse, llenarse de paz o ser edificado. Aunque la intencionalidad no garantiza aún la espiritualidad en su sentido pleno, sí implica la presencia de un elemento racional, de una racionalidad estructural. Los sentimientos psíquicos no-intencionales son por lo tanto claramente no-espirituales. La falta de intencionalidad les separa claramente de la esfera de la espiritualidad.

 

En segundo lugar, los estados psíquicos están «causados» por procesos corpóreos o psíquicos mientras que las respuestas afectivas están «motivadas». Una respuesta afectiva nunca puede surgir por una simple causación, sino por una motivación. La verdadera alegría implica necesariamente no sólo la conciencia de un objeto sobre el que nos alegramos, sino también la conciencia de que este objeto es la razón de la alegría. Al alegrarnos por la recuperación de un amigo sabemos que es este suceso el que engendra y motiva nuestra alegria. La recuperación de nuestro amigo está conectada por lo tanto con nuestra alegría a través de una relación significativa e inteligible. Esta experiencia difiere esencialmente del estado de buen humor causado, por ejemplo, por las bebidas alcohólicas. Entre la bebida y la jovialidad sólo existe una conexión de causalidad eficiente, una conexión que en cuanto tal no es inteligible. Nos limitamos a saber, por experiencia, que las bebidas alcohólicas tienen este efecto. En el caso de alegría por la recuperación de un amigo, la conexión entre este suceso y nuestra alegría es tan inteligible que la verdadera naturaleza de este suceso y su valor reclama la alegría. Y esto significa que nuestra alegría presupone el conocimiento de un objeto y de su importancia, y que el proceso por el que el objeto, al ser importante, engendra nuestra alegría es también consciente y tiene lugar en el reino espiritual de la persona. Más adelante volveremos sobre las características de la intencionalidad y de la motivación.

 

Al poner de relieve el carácter espiritual de las respuestas afectivas y su diferencia con respecto a los meros estados psíquicos y aún más de las sensaciones corporales, no descuidamos de ningún modo el hecho que estas respuestas afectivas tienen repercusiones en el cuerpo. Estamos muy lejos de esas posiciones que tienden a negar la íntima unión que existe entre el alma y el cuerpo. Nuestro empeño por distinguir claramente entre las experiencias corporales y espirituales no implica de ningún modo que caigamos en un falso espiritualismo. Pertenece ciertamente a la naturaleza del hombre que estas respuestas afectivas espirituales repercutan en el cuerpo. Pero la gran proximidad entre estos dos tipos de experiencias no disminuye en nada su radical diferencia. Es más, deberíamos darnos cuenta de que aunque las respuestas afectivas puedan engendrar estas repercusiones corporales, la situación no es reversible de ninguna manera: los procesos corporales en cuanto tales nunca pueden engendrar estas respuestas afectivas. Un determinado estado corporal de salud y vitalidad puede ser un presupuesto necesario para estas respuestas, pero su llegada a la existencia se debe siempre a un motivo, es decir, al conocimiento de un suceso que reviste cierta importancia.

 

En los estados psíquicos, la « informalidad», el carácter transitorio y fugaz, que tan a menudo se atribuye injustamente a los «sentimientos» en general, en cuanto opuestos a los actos de conocimiento o de voluntad está realmente presente. El mal humor, el optimismo, la depresión, la irritación, el nerviosismo, tienen un carácter irracional fluctuante. Son el precio que el hombre paga por su debilidad, por su vulnerabilidad, por su dependencia del cuerpo incluso hasta en sus estados de ánimo y en sus escasas defensas frente a influencias irracionales.

 

Lo que aquí nos ocupa son los humores irracionales que no son la resonancia legítima de una respuesta espiritual y que por lo tanto no están «justificados» ni son «significativos», sino que son el efecto, o bien de causas corporales o de experiencias que no justifican de ninguna manera esos estados de ánimo. Estos estados de ánimo o bien no guardan proporción con las experiencias vividas o no están ligados racionalmente con ellas. El carácter negativo con que un hombre ve todo porque duerme demasiado poco, pretende pasar por un aspecto auténtico del mundo en vez de presentarse como lo que realmente es: un mero estado de cansancio, es decir, el simple resultado de haber dormido poco. Es precisamente la inmanente pretensión de estos estados de ánimo a lograr una justificación racional, el hecho de presentarse como algo muy superior a su realidad objetiva, lo que los hace ilegítimos y los convierte en pesadas cargas de nuestra vida espiritual.

 

No basta emancipar nuestro intelecto y nuestra voluntad de la esclavitud de estos humores irracionales: nuestro corazón también debe librarse de esta tiranía. Cuando superamos el despotismo de estos sentimientos psíquicos, hacemos espacio para los sentimientos espirituales. Nuestro Corazón se puede llenar entonces con respuestas afectivas significativas. Podemos alegramos con la existencia de bienes grandes y permanentes que merecen ser el objeto de nuestra alegría.

En este contexto, debemos mencionar dos formas de dependencia de nuestro cuerpo, una consciente y la otra inconsciente. La primera se refiere a nuestra capacidad de emanciparnos de nuestras sensaciones corporales. Algunas personas se abaten completamente ante el dolor corporal o se ensimisman ante las molestias físicas o las incomodidades. Para algunas personas, cualquier dolor físico, por pequeño que sea, es un drama. Otros se ensimisman completamente cuando tienen que realizar un esfuerzo corporal como, por ejemplo, permanecer de pie durante mucho tiempo, o estar sentados de manera poco confortable; consiguientemente son incapaces de concentrarse en otras cosas, como disfrutar de una buena música o conversar con un amigo. Otras personas, por el contrario, muestran una gran independencia respecto de su cuerpo. Su alma permanece libre aunque su cuerpo esté sometido a dolores (no estamos hablando de dolores particularmente violentos); pueden disfrutar de realidades espirituales a pesar de padecer dolores corporales, tensiones y molestias.

 

En segundo lugar, hay una forma inconsciente de dependencia, es decir, una dependencia de estados de ánimo psíquicos que en realidad están causados por nuestro cuerpo. Una persona puede ver todo oscuro simplemente porque ha dormido demasiado poco, o puede estar irritado o de mal humor a causa de algunos procesos fisiológicos que están teniendo lugar en su cuerpo. En este caso, la influencia del cuerpo en nuestro estado de ánimo no se experimenta de manera consciente. Al dejarnos invadir por estas sensaciones (que no tienen bases racionales y se perciben erróneamente como una situación real de nuestra alma) concedemos a nuestro cuerpo un dominio sobre nosotros mayor que si estuviéramos completamente afectados por sensaciones corporales reales, por lo que esta influencia camuflada resulta aún más honda y peligrosa. En las sensaciones corporales el cuerpo nos habla, sabemos que se trata de su voz; pero aquí, los sentimientos, aunque están causados en realidad por procesos meramente fisiológicos, se presentan como si fueran psíquicos y como si constituyeran estados reales de nuestra alma. Al tomarlos en serio y rendirnos a ellos (aunque deberíamos saber que no hay una razón válida para ello, que no ha sucedido nada que debiera justificar nuestro cambio de humor), nos hacemos esclavos de nuestros cuerpos en un grado mayor que en el caso precedente. El mismo hecho de que esta depresión o estado de ánimo no tenga ninguna justificación objetiva, que incluso contradice lo que deberíamos. sentir como respuesta verdadera a la situación en la que nos encontramos, debería hacernos sospechar de estos sentimientos y hacernos ver que estos estados de ánimo son el resultado de meros procesos corporales o de alguna depresión. Y esta idea repercutirá notablemente sobre nuestro mal humor. Nos proporciona una distancia espiritual de ese estado, lo invalida, y nos libera de él en buena medida. Mientras que las sensaciones corporales no cambian por el hecho de que modifiquemos nuestra actitud frente a ellas, la depresión o el mal humor, una vez que nos hemos dado cuenta de que son el resultado de procesos corporales, pierden buena parte de su fuerza.

 

De todos modos, debemos subrayar que sería completamente erróneo negar que los estados de depresión con origen corpóreo son una fuente de sufrimiento terrible y una tortura para la persona que los padece. En general, evidentemente, estos estados pierden mucha parte de su poder sobre nosotros cuando nos damos cuenta de su origen, cuando, por así decir, los desenmascaramos. En cuanto nos damos cuenta de que el mundo no ha cambiado, que no ha sucedido nada que justifique nuestra depresión, que es sólo el resultado de una condición corporal, ya no nos influye del mismo modo ni nos aprisiona; nos hemos logrado distanciar de ella. De todos modos, existen situaciones como la menopausia para algunas mujeres o algunos disturbios neuróticos, en los que el peso del estado depresivo no disminuye en nada a pesar de que el afectado conozca perfectamente su causa. Esta persona hará bien en buscar la ayuda del médico para alejar o mitigar su sufrimiento.

 

Debemos distinguir las pasiones de estos estados psiquicos no-intencionales. Se ha identificado a menudo el término «pasión» con el entero ámbito de los sentimientos psíquicos y espirituales en cuanto opuestos a la razón y a la voluntad. La filosofía tradicional, al igual que la filosofía de Descartes, usa el término passiones en este sentido. Pero utilizar el término «pasiones» para todo el ámbito de los sentimientos psíquicos puede dar lugar a muchos equívocos. Incluso si uno lo usa en un sentido meramente análogo, persiste el peligro de pasar por alto las radicales diferencias que existen en el campo de la afectividad. Nosotros restringiremos el término «pasiones» a determinados tipos de experiencias afectivas que corresponden exclusivamente al significado primario del término.

 

Al hablar de pasiones, nos podemos referir en primer lugar a un determinado grado de experiencia afectiva. Cuando ciertos sentimientos alcanzan un alto grado de intensidad, tienden a silenciar la razón y a dominar a la voluntad libre. La ira puede privar a un hombre de razón en el sentido de que ya no se dé cuenta de lo que está haciendo. «Pierde la cabeza» y, quizá, por ejemplo, golpea furiosamente a otra persona sin que desee conscientemente ir contra él ni contra ninguna otra cosa. En esta situación también pierde su capacidad de decidir libremente. Ciertamente, desde un punto de vista objetivo, no se queda sin razón y es responsable por haberse dejado dominar por este estado. Pero, al mismo tiempo, es claro que es menos responsable de las acciones que comete mientras está furioso que si cometiera la misma acción cuando no está «fuera de sí».

El modo inferior de «estar fuera de sí» (que hemos mencionado anteriormente como uno de los significados de pasión o apasionado) se caracterixa por la irracionalidad. Implica un ofuscamiento de nuestra razón que impide hasta su uso más modesto. No sólo nuestra razón está comfundida sino que está estrangulada. El brutal dinamismo de este estado engulle tanto a la razón como al centro espiritual libre de la persona. Nuestro centro espiritual libre resulta superado y la persona arrojada en un brutal dinamismo biológico. No es necesario decir que este dinamismo no es espiritual.

 

Se debe subrayar, de todos modos, que en el ámbito del modo inferior de «estar fuera de sí» se pueden encontrar numerosos tipos diferentes. La cualidad específica del «estar fuera de sí» inferior o negativo varía mucho según la naturaleza de la experiencia afectiva que conduce al ofuscamiento de la razón y al destronamiento de la libertad. El «estar fuera de sí» posee una cualidad y un carácter muy diferente si está causado por la ira, el temor o el deseo sexual. Incluso el «estar fuera de sí» típico de la ira asume una tonalidad diferente según el tipo de ira de que se trate. Esto es obvio, ya que la cualidad y naturaleza de la condición «apasionada» depende de si la ira está causado por el orgullo o por la concupiscencia, o si se trata de una ira «justa», es decir, de la ira causada por un mal moral.

Del mismo modo, el «estar fuera de sí» tiene un carácter completamente diferente en el caso de un hombre que experimenta dolores físicos insoportables, que se está muriendo de hambre o de sed, o en el caso de un drogadicto. Y más lejos aún de todas estas formas de «estar fuera de sí» es la situación del hombre que, a causa de una tristeza profunda, sufre un ataque de desesperación y se arranca los cabellos o se da de cabezazos contra la pared.

 

Sin embargo, al hablar de las pasiones, no nos referimos únicamente a la situación de intensidad y violencia en la que nuestra razón se ofusca y nuestra voluntad queda dominada por un sentimiento intenso; nos referimos también a la esclavitud habitual ante ciertos deseos cuando, por ejemplo, a un individuo le devora su ambición o su resentimiento o su avaricia. En estos casos, no nos referimos a una situación pasajera de apasionamiento sino a un dominio habitual por parte de ciertas tendencias. Encontramos en la naturaleza específica de este dominio una analogía con el estado apasionado. Este dominio tiene un carácter irracional y oscuro, como una especie de avasallamiento habitual de nuestra libertad. Sin embargo también difiere, en muchos aspectos, del estado apasionado que hemos discutido previamente.

En resumen, podemos decir que hay cuatro tipos de experiencias afectivas que tienen un dinamismo antirracional, cada una a su modo y que por lo tanto se pueden denominar pasiones en un sentido amplio. En primer lugar tenemos las pasiones en el sentido más estricto del término como la ambición, el deseo de poder, la codicia, la avaricia o la lascivia; todas ellas tienen un carácter oscuro y antirracional.

 

En segundo lugar están las actitudes que poseen un carácter explosivo como la ira. No estamos pensando en este momento en la ira causada por ambición, venganza, odio o codicia, ya que la ira que surge de estas pasiones no constituye un nuevo tipo. Pensamos más bien en la ira motivada por un daño objetivo infligido a un hombre y que nos parece «razonable». Pensamos en la ira que responde al mal moral objetivo, por ejemplo, la ira que surge en nosotros cuando somos testigos de una injusticia. Aunque esta ira qua ira posee un carácter explosivo, incontrolable e impredecible, no tiene el carácter oscuro, antirracional y demoníaco típico de la ira causada por la ambición o por la codicia. Podríamos compararla más bien con un rifle cargado. Esta condición explosiva e incontrolable es la que da a la ira, en cuanto tal, el carácter de pasión.

 

En tercer lugar, hay impulsos que son pasiones a causa del dinamismo con el que esclavizan a la persona. Estamos pensando en el borracho, el drogadicto o el jugador. Estos impulsos son como una camisa de fuerza o los tentáculos de un pulpo; tampoco tienen la nota demoníaca y oscura de las pasiones en sentido estricto sino un espeluznante dinamismo irracional e ininteligible.

 

En cuarto lugar están las respuestas afectivas que a pesar de tratarse de respuestas al valor, pueden escapar a nuestro control. Éste es el tipo específico del amor entre el hombre y la mujer, por ejemplo, el amor de Chevalier des Grieux por Manón o el de don José por Carmen. Cuando este tipo de amor alcanza una gran intensidad se convierte en un flujo tumultuoso que echa por tierra todos los bastiones morales y arrastra a la persona. En estos casos, también el amor asume el carácter de pasión al «encadenar» al amado. Hay que subrayar, de todos modos, que los responsables de esta degeneración son tanto el nivel moral de la persona como el hecho de que este amor contiene elementos que le son ajenos. Mientras que los tres tipos anteriores de pasión llevan el veneno en sí mismos, en el cuarto, la causa de que este tipo de amor pueda ejercer una tiranía peligrosa depende sólo de elementos ajenos.

Esta breve ojeada a las experiencias afectivas que, de diversos modos, se pueden llamar pasiones debería bastar en este contexto. La cuestión realmente importante es la diferencia radical entre las pasiones y las experiencias afectivas motivadas por bienes dotados de valores. Resulta imprescindible aclarar del todo esta diferencia decisiva si queremos levantar el destierro indiscriminado que se ha dictado contra toda la esfera afectiva y contra el corazón. Mientras los patrones de toda la esfera de la afectividad sigan siendo las pasiones, mientras se siga considerando cualquier respuesta afectiva a la luz de la pasión, estamos condenados a malinterpretar la parte más importante y auténtica de nuestra afectividad.

Queremos subrayar ahora especialmente la espiritualidad de la experiencias afectivas motivadas por los valores. Esta espiritualidad distingue a estas experiencias afectivas no sólo de las pasiones en sentido estricto, sino también de los estados no-intencionales y de los deseos e impulsos. Las distingue también de un tipo de experiencia que, aun siendo intencional, no está generado por bienes que poseen un valor.

 

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La espiritualidad de una respuesta afectiva no queda garantizada por una «intencionalidad» formal; requiere además la trascendencia característica de una respuesta al valor. En la respuesta al valor, lo único que genera nuestra respuesta y nuestro interés es la intrínseca importancia del bien; nos conformamos al valor, a lo que es importante en sí mismo. Nuestra respuesta es tan trascendente ‑es decir, tan libre de necesidades y apetitos, puramente subjetivos y de un movimiento meramente entelequial‑ como lo es nuestro conocimiento cuando capta la verdad y se somete a ella. Es más, la trascendencia propia de la respuesta al valor es mayor incluso que la del conocimiento. El hecho de que nuestro corazón se conforme al valor, que lo que es importante en sí mismo sea capaz de movernos, produce una unión con el objeto mayor que la del conocimiento. Y es que en el amor, la unión que establece toda la persona con el objeto es mayor que en el conocimiento. De todos modos, no debemos olvidar que el tipo de unión característico del conocimiento se encuentra necesariamente incorporado en el amor. Las respuestas afectivas espirituales incluyen siempre una cooperación del intelecto con el corazón. El intelecto coopera en la medida en que se trata de un acto cognitivo en el que captamos el objeto de nuestra alegría, pena, admiración o amor. Y también es un acto cognitivo aquél en el que captamos el valor del objeto.

 

Una vez concedido que la respuesta afectiva al valor presupone la cooperación del intelecto, hay que añadir que también se requiere la cooperación del libre centro espiritual. La respuesta afectiva al valor constituye por tanto la antítesis más radical a cualquier desarrollo meramente inmanente de nuestra naturaleza como el que se despliega en todos nuestros impulsos y apetitos. Y junto a esta trascendencia se da una extraordinaria inteligibilidad. La relación causal entre la quemadura y el dolor se debe aprender de modo experimental: al mirar el fuego no podemos intuir que nos hará daño si nos acercamos; y tampoco podemos saber sin un conocimiento experimental que mucho vino puede emborracharnos. Pero esto no es lo que sucede en la conexión que se establece entre la respuesta afectiva al valor y el objeto que la motiva. No necesitamos observar experimentalmente el hecho que alguien se llene de entusiasmo al ver un paisaje precioso o al escuchar el relato de una acción noble; la relación interna y significativa entre el valor estético o moral y la respuesta de entusiasmo se puede intuir inmediatamente tan pronto como nos concentramos en la naturaleza del valor y de esta respuesta.

 

Esta espiritualidad de la respuesta afectiva al valor aumenta con el grado del valor y de esta respuesta.

Cualquier mención al amor, al hecho de «conmoverse» o a anhelar se consideraba un subjetivismo trivial que había que rechazar en nombre de una sólida sobriedad y de un espíritu de objetividad.

Esta tendencia permanece viva todavía y se manifiesta de muchas maneras. Por ejemplo, la tendencia a acelerar el tiempo musical, a reemplazar siempre que sea posible el legato por el staccato, a interpretar la música llena de profunda y gloriosa afectividad (como la de Beethoven o Mozart) de una manera no-afectiva y simplemente « temperamental », son otros tantos síntomas de la batalla en acto contra la afectividad en sentido propio.

Resulta significativo que esta tendencia antiafectiva se dirija sólo contra un determinado tipo de afectividad a la que podríamos denominar como «tierna». Los campeones del funcionalismo y de la «objetividad» sobria no rehúyen el dinamismo afectivo o lo que podemos llamar «afectividad enérgica» o temperamental. No es el fuego de una ambición devoradora o el dinamismo de la ira y de la furia lo que desprecian como «subjetivo» o «romántico». Este tipo oscuro y dinámico de afectividad «enérgica» se acepta como algo simple y genuino.

El tipo de afectividad al que se opone la «nueva objetividad» o funcionalismo es la afectividad de carácter específicamente humano y personal. Una racionalidad fría y un pragmatismo utilitarista se alzan contra lo que hemos llamado «afectividad tierna», y las manifestaciones de vigorosa vitalidad como la vivacidad o el temperamento fuerte (o pasiones como la ambición o la lascivia) no sólo se toleran sino que se aceptan como elementos legítimos de la vida y del arte. No pretendemos criticar aquí la utilización de estas pasiones . es por el arte, en el que siempre desempeñan un papel legítimo e importante. Lo que criticamos es el hecho de que la «afectividad tierna» esté excluida del arte por los campeones de la «nueva objetividad».

 

Nadie se atrevería a llamar «sentimentales» a sentimientos como la ambición, el deseo de poder, la codicia o la lascivia. Por muy censurables que se consideren estos sentimientos desde un punto de vista moral, como no son proclives al sentimentalismo, se consideran algo grande, poderoso y viril. Ésta es la actitud de los antiafectivos que ven estos sentimientos como algo estéticamente impresionante y no como algo ridículo o desagraciado.

Lo mismo puede decirse de todas las experiencias afectivas localizadas en la esfera vital. Una vez más, no hay ningún peligro de «oler» algo de sentimentalismo en el placer que se experimenta al nadar, montar a caballo o bailar.

La gente que está siempre al acecho de manifestaciones de sentimentalismo y emotividad dirigen sus sospechas contra el reino más específico de la afectividad, la voz del corazón. Y aunque su lucha contra el sentimentalismo es legítima, estas personas, desgraciadamente, condenan a toda la esfera de la afectividad tierna por ser subjetiva, blanda y ridícula.

La afectividad tierna se manifiesta en el amor en todas sus formas: amor paternal y filial, amistad, amor fraterno, conyugal y amor del prójimo. Se muestra al «conmoverse», en el entusiasmo, en la tristeza profunda y auténtica, en la gratitud, en las lágrimas de grata alegría o en la contrición. Es el tipo de afectividad que incluye la capacidad para una noble rendición y en la que está implicado el corazón.

La distinción entre estos dos tipos de afectividad es de la mayor importancia puesto que difieren de tal modo que una noción de afectividad que abrazara ambas constituiría forzosamente un equívoco. El ethos es radicalmente diferente en cada caso.

 

Al distinguir entre estos dos tipos de afectividad no nos estamos refiriendo a una distinción moral y ni siquiera a una diferencia de valor ya que en ambos reinos de la afectividad existen actitudes legítimas, deformaciones y aberraciones morales. La afectividad enérgica propia del reino de la vitalidad está muy lejos de encarnar un valor negativo. Es evidente que el placer que se experimenta en los deportes o en una vitalidad sobreabundante es, en sí mismo, algo bueno. La diversión que se experimenta en una relación social entretenida es en sí misma algo positivo. Y lo mismo se puede decir de otros tipos de afectividad enérgica aparte de las pasiones en sentido estricto. La satisfacción al mostrar los dones y talentos personales es ciertamente algo positivo. Por otra parte, en el ámbito de la afectividad tierna existe la posibilidad de una perversión como el sentimentalismo que no existe en el área de la afectividad enérgica. Esta diferencia entre las dos afectividades es decisiva y determina dos ámbitos diferentes de afectividad. En ambos encontramos diferencias de nivel aunque, ciertamente, los niveles más elevados sólo se pueden encontrar en la afectividad tierna que lo sea realmente.

 

Existe una cierta dimensión del sentimiento que implica la tematicidad del corazón y que sólo se actualiza en la afectividad tomada en sentido propio. Aunque todos los tipos de amor incluyen esta afectividad hay enormes diferencias de grado según la naturaleza del amante y de su amor. En Tristán e Isolde de Wagner encontramos un máximo de afectividad. También encontramos el mayor grado de afectividad tierna (aunque de cualidad diferente) en el anmr‑de Leonor por Floristán en el Fidelio de Beethoven y en el dueto amoroso Namenlose Freude. Lo mismo sucede en el Cantar de los Cantares. Las palabras «reanimadme con manzanas porque desfallezco de amor» constituyen la auténtica expresión de esta afectividad. Comparémosla con la afectividad meramente enérgica de Carmen que se expresa tan adecuadamente en su canción: L´amour est enfant de Bohéme» (el amor es un ave errática). Cuanto más desea permanecer el amante en su amor, cuanto más aspira a la experiencia de la plena profundidad de su amor, cuanto más desea recogerse y permitir a su amor que se desarrolle en un profundo ritmo contemplativo, cuanto más desea la interpenetración de su alma con el alma de su amado ‑un anhelo expresado en las palabras cor ad cor loquitur (el corazón habla al corazón)‑ más poseerá esta verdadera afectividad. Pero en la medida en que su amor tiene un carácter meramente dinámico y rehúye un desarrollo plenamente contemplativo, posee sólo una afectividad energética o temperamental.

 

Algunas personas son incapaces de mostrar sus sentimientos o les avergüenza hacerlo, por lo que los esconden bajo una aparente indiferencia. Lo que buscan esconder es la afectividad tierna. No procuran esconder su ira o su rabia, su irritación o su mal humor; no se avergüenzan de mostrar antipatía, desprecio, excitación en sus negocios o diversión ante algo cómico. Algunas veces, incluso llegan a mostrar su rabia e irritación sin ningún rubor. No estamos pensando evidentemente en el tipo estoico cuyo ideal es la ataraxia (indiferencia) y que suprimiría cualquier manifestación de afectividad tanto tierna como enérgica. Estamos pensando más bien en ese tipo familiar de persona que se avergüenza de admitir que algo le conmueve, de expresar su amor o de revelar su arrepentimiento. De todos modos, mientras que algunas personas son incapaces de mostrar sus sentimientos o se avergüenzan de hacerlo, existen otras que en ocasiones los esconden pero no por estas razones sino a causa de la verdadera naturaleza de la afectividad. Pertenece, en efecto, a la naturaleza de la verdadera afectividad que algunos sentimientos profundos sólo se comprendan en un ambiente de intimidad. Pero la razón que está en juego aquí es la opuesta a la de la persona antiafectiva. En este caso, se esconden los sentimientos profundos porque no se desea profanarlos, porque son demasiado íntimos. Su valor, su carácter íntimo y su profundidad exigen que. no se muestren delante de espectadores. En el otro caso, por el contrario, la persona se avergüenza de tener estos sentimientos, se desea esconderlos porque se les considera embarazosos.

 

Ciertamente, la afectividad tierna también puede desplegar un gran dinamismo. Pero este dinamismo difiere completamente del dinamismo meramente energético, ya que es el resultado del ardor o de la plenitud interior. En cada una de sus fases es la voz del corazón;nunca pierde su intrínseca dulzura y ternura, y despliega simultáneamente su poder irresistible y glorioso. Comparado con el dinamismo de la afectividad verdadera, cualquier dinamismo meramente enérgico presenta el carácter de una mera llamarada.

Es verdad, de todos modos, como ya hemos dicho, que esta elevada afectividad se puede pervertir. El sentimentalismo y un egocentrismo mezquino y fofo sólo se pueden dar en este tipo de afectividad; una afectividad meramente temperamental o la esfera de las pasiones no conducen a este tipo específico de desviación. Pero ver la afectividad tierna a la luz de su posible perversión no constituye sólo un imperdonable error intelectual sino la expresión de un ethos antipersonal peligroso. Se trata de una perspectiva que se encuentra fácilmente en la historia de la humanidad, por ejemplo, en la lucha contra la religión, la Iglesia o el «espíritu». Aunque estas luchas se dirigen en principio contra algunos abusos, de hecho, no se trata de meras reacciones contra estos abusos sino de manifestaciones de una perversa rebelión contra valores elevados. Y esto sigue siendo verdad incluso si los líderes de tales luchas creen que están reaccionando simplemente contra un abuso.

Considerar toda la afectividad tierna a la luz de su posible perversión es, en realidad, una manifestación de cierto antipersonalismo para el que todo lo personal es necesariamente «subjetivo» en el sentido peyorativo de este término. Para estos antipersonalistas, la mera noción de persona conlleva el carácter de una subjetividad negativa, egocéntrica y separada de lo que es «objetivo» y válido. Según ellos, cuanto más personal, consciente y comprometido con un ethos personal, cuánto más afectivo es algo, más limitado e insubstancial resulta. Y contra el reino de lo personal alzan las fuerzas de los instintos o de los asuntos económicos y políticos porque se refieren a comunidades en vez de a la persona individual.

 

Cometeríamos un gran error, de todos modos, si pensáramos que la oposición a la afectividad tierna se limita al «funcionalismo» o consiste exclusivamente en una reacción contra el ethos específico del siglo XIX. Es una mentalidad que se puede encontrar en individuos de cualquier época y que se pone de manifiesto en una gran variedad de campos y tendencias culturales.

 

La verdadera conciencia no implica ningún tipo de introversión sino más bien una experiencia más plena y despierta. Cuanto más consciente es una alegría, tanto más se ve y se comprende su objeto en su significado pleno; más despierta y manifiesta es la respuesta y mayor es la alegría vivida. La afectividad tierna reclama este tipo de conciencia de un modo especial. La afectividad meramente energética, por su parte, no la requiere. El veneno antipersonalista de las tendencias antiafectivas se manifiesta también en una antipatía a la conciencia que refleja una rebelión contra la «autoposesión», contra el estar «despierto» y contra la «subjetividad» en el sentido de Kierkegaard. Y es que cuanto menos consciente es una respuesta afectiva, menos se despliega su verdadero carácter afectivo y menos «afectivamente» se experimenta.

Uno de los puntos más importantes en el estudio del papel del corazón y de la esfera de la afectividad tierna consiste en exponer el error de considerarles meramente «subjetivos» o en construir una oposición entre «objetividad» y «afectividad».

 

La verdadera afectividad implica, como hemos apuntado en diversas obras, que una actitud se adecúa a la verdadera naturaleza, tema y valor del objeto al que se refiere. Un acto de conocimiento es objetivo cuando capta la verdadera naturaleza del objeto. En este caso, objetividad equivale a adecuación, validez y verdad. Igualmente, un juicio es objetivo cuando está determinado por la materia o tema en cuestión y no por prejuicios. Y una respuesta afectiva es objetiva cuando corresponde al valor del objeto.

El hombre verdaderamente afectivo responde al bien que es la fuente y la base de su experiencia afectiva. Al amar busca al amado; en la felicidad dirige sus pensamientos a la razón por la que es feliz; al entusiasmarse se centra en el valor del bien al que se dirige su entusiasmo. La verdadera experiencia afectiva implica el convencimiento de su valor objetivo. Una experiencia afectiva que no está justificada por la realidad no resulta válida para el verdadero hombre afectivo. Tan pronto como el hombre se da cuenta de que su alegría, su felicidad, su entusiasmo o su dolor se basa sólo en una ilusión, la experiencia se desvanece. Por tanto, la pregunta fundamental no es: «¿Me siento feliz?» sino: «¿La situación objetiva es tal que resulta razonable ser feliz? ».

 

El hombre verdaderamente afectivo, el hombre con un corazón alerta es, precisamente, quien se da cuenta de que lo que importa es la situación objetiva, es decir, si hay motivos para alegrarse o sentirse feliz. Precisamente cuando se toma en serio la situación objetiva, cuando se busca conocer si la situación objetiva reclama felicidad, alegría o dolor es cuando tienen lugar las experiencias afectivas sobreabundantemente espirituales

Por el contrario, al «subjetivista» (en el sentido negativo de la palabra) sólo le preocupan sus propios sentimientos y reacciones. No le interesa la situación objetiva en cuanto tal ni su petición de respuesta. Un hombre de estas características, evidentemente, nunca será capaz de desarrollar una afectividad profunda, honda y genuina.

Aunque hay sin lugar a dudas, como ya hemos visto, subjetivismo en sentido negativo, sigue siendo verdad que uno debería desear una respuesta afectiva plena de acuerdo con la situación objetiva. La capacidad para responder de este modo es un don que, además, se experimenta como una bendición, como ocurre, por ejemplo, cuando experimentamos de modo pleno la felicidad o el amor. Por lo tanto, la experiencia subjetiva es un tema legítimo, pero un tema que nunca se puede disociar del objeto que constituye su auténtica razón de ser sin desvirtuar su carácter genuino.

 

Es propio de la verdadera naturaleza de las experiencias afectivas que una profunda alegría o amor, aunque cada una posee un tema propio, está penetrada por la conciencia de que nuestra alegría o nuestro amor está objetivamente justificado y es objetivamente válido. Es, por tanto, un error deplorable ver la esfera espiritual y afectiva a la luz del subjetivismo, o creer que el comportarniento frío y «razonable» o el tipo de afectividad meramente enérgica, en el que el corazón juega un papel menor, es más objetiva, Sucede más bien lo contrario, el «tullido» afectivamente hablando, al igual que el hombre que carece completamente de una verdadera afectividad, nunca es, en el fondo, verdaderamente objetivo. Al no responder con su corazón a la situación objetiva en aquellos casos en los que están en juego valores que requieren una respuesta afectiva, no es en absoluto objetivo.

 

Ya es hora de liberarnos de la desastrosa equiparación entre objetividad y neutralidad. Debemos liberarnos de la ilusión de que la objetividad implica una actitud de mera observación e indagación. No. La objetividad sólo se puede encontrar en aquella actitud que responde adecuadamente al objeto, a su sentido y a su atmósfera.

 

 

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