“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Salomón. O la corrupción de lo mejor

“la sabiduría no entrará en el alma maligna,

ni habitará en el cuerpo sometido al pecado”

(Sab 1, 4)

 

 

salomon y la reina de saba

 La reina de Saba visita la corte de Salomón

 

Después de la belleza de los lirios de los campos, alabada por Jesucristo, no puede pensarse en toda la Escritura de esplendor alguno alcanzado por un mortal que la gloria de Salomón, hijo de David y sucesor en su trono.


A partir del capítulo III del Tercer Libro de los Reyes, con la narración de las bodas de Salomón, después de la muerte de su padre David, y hasta el capítulo X, encontramos las exquisitas descripciones de la magnificencia de la corte salomónica, sus sabias disposiciones y la construcción del primer Templo, gloria de Israel y de toda la tierra.


Salomón pide al Señor “un corazón dócil, para juzgar a tu pueblo, para distinguir entre el bien y el mal; porque ¿quién puede juzgar este pueblo tan grande?


Agradado por ello, el Señor Dios, le dijo: “Por cuanto has pedido esto, y no has pedido para ti larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos; sino que has pedido para ti inteligencia a fin de aprender justicia, sábete que te hago según tu palabra; he aquí que te doy un corazón tan sabio e inteligente como no ha habido antes de ti, ni lo habrá igual después de ti. Y aun lo que no pediste te lo doy: riqueza y gloria, de suerte que no habrá entre los reyes ninguno como tú en todos tus días. Y si siguieres mis caminos, guardando mis leyes y mis mandamientos, como lo hizo tu padre David, prolongaré tus días” (cf III Reg 3, 10-14).


Todo el relato que sigue de su alianza con Hiram y la construcción del Templo es, como dijimos sorprendente.


En una nueva aparición a Salomón, ya concluido el Templo, Dios le dice:


“Pero, si vosotros y vuestros hijos os apartáis de Mi, y no guardáis mis mis leyes y mis mandamientos, que he puesto delante de vosotros, y os vais a servir a otros dioses postrándoos ante ellos, extirparé a Israel de la tierra que les he dado; y esta Casa que he santificado para mi Nombre, la echaré lejos de mi vista. Israel vendrá a ser objeto de proverbio y burla entre todos los pueblos; y esta Casa será reducida a ruinas, y cuantos pasaren junto a ella se pasmarán y silbarán, diciendo: “Por qué ha tratado así Yahvé a esta tierra y a esta Casa?” Y si les contestará: “Porque abandonaron a Yahvé, su Dios, que sacó a sus padres del país de Egipto y se adhirieron a otros dioses, postrándose ante ellos y dándoles culto; por eso ha descargado Yahvé sobre ellos todos estos males” (IX, 6-9)


El “Rey Pacífico” como señala su nombre, no sólo puso paz en toda la extensión del Reino de Israel, sino que por su inicial rectitud de intención, obtuvo de Dios un corazón prudente y sapientísimio que no se repetiría en la historia del mundo. De él hacen floridos elogios los libros Sapienciales y toda la tradición rabínica.


Salomón compuso 3000 proverbios (breves composiciones de carácter sapiencial) muchos de los cuales podemos encontrarlos en los textos más antiguos del libro de los Proverbios (cc. 10-22 y 25-72); 1005 poemas líricos de los cuales, según afirman los críticos sólo conservamos como ejemplo el salmo 71, 72.


Pensemos por ejemplo, en la hiperbólica alabanza de Rabbí Aquiba: “la creación entera no vale lo que el día en que el Cantar fue entregado a Israel”


Según la atinada afirmación de Gino Bressan, la sabiduría de Salomón no habría que entenderla en la altísima significación que le asigna San Pablo (relación con lo sobrenatural que implica la santidad de quien la posee) sino que era de orden terrenal “prontitud de juicio y agudeza de discernimiento; habilidad política; conocimiento relativamente vasto de todo aquello que integraba la cultura –psicología, filosofía moral, ciencias naturales- de su tiempo. Tal sabiduría fue ciertamente considerada entonces excepcional y don de Dios: por ello Salomón quedó aún en los siglos sucesivos, como ideal del “sabio”, y su nombre llegó a prestigiar obras de los últimos siglos próximos a Cristo, como el Eclesiastés y la Sabiduría”.


El punto máximo de su gloria llega con la visita de la Reina de Saba, supuestamente venida del norte de Arabia, con el propósito de estrechar lazos comerciales entre ambos países, pero principalmente para comprobar por sí misma todo lo que había oído acerca de la sabiduría de Salomón, de la gloria del Templo y del esplendor de su corte.


La descripción de su visita es un solemne y exquisito cuadro de la hospitalidad y la magnificencia oriental. Vale la pena detenerse en la lectura del capítulo X.


No obstante todo ello no oculta el escritor sagrado ciertas zonas oscuras de tan gran esplendor, cual fue la explotación de los súbditos con altísimas contribuciones fiscales. Como dato señalemos que para la tala de los cedros del Líbano, se realizó una leva de 30.000 israelitas, 10.000 de los cuales, trabajaban por turno un mes cada tres.


En la división del territorio en 12 prefecturas, la tribu de Judá fue excluida para no gravarla con las mismas imposiciones fiscales que las otras, lo que originó resentimientos que llegaron a la indignación especialmente por la conducta del rey y su mentalidad profana: Israel y su rey se habían transformado en una potencia sin verdadero fundamento.


Ya con criterios personales diría que Salomón fue a David lo que Luis XIV a Luis IX.


Las grandes construcciones eran el signo de un gran rey.


Y un rey grande debía serlo también por lo nutrido y entretenido de su harén.


David había tenido una veintena de mujeres, pero Salomón lo superó a lo grande.


Según los datos del capítulo XI de III Reyes, tuvo 700 mujeres de primer grado (esposas) y 300 de segundo orden (concubinas), en tanto que según el Cantar de los Cantares 60 y 80 respectivamente, pudiendo considerarse estas últimas como jovencitas a la espera de ingresar en el harén.


Releamos el texto:


“El rey Salomón amó, además de la hija del Faraón, a muchas mujeres extranjeras: moabitas, ammonitas, idumeas, sidonias y heteas; de las naciones que había dicho Yahvé a los hijos de Israel: “No os lleguéis a ellas, ni ellas se lleguen a vosotros; pues seguramente desviarán vuestro corazón hacia los dioses de ellas”. A tales se unió Salomón con amor. Tuvo setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas; y sus mujeres eran causa de los extravíos de su corazón. Pues siendo Salomón ya viejo, sus mujeres arrastraron su corazón hacia otros dioses; pues no era su corazón enteramente de Yahvé su Dios, como lo fue el corazón de su padre David.


Salomón dio culto a Astarté, diosa de los sidonios y a Milcom, abominación de los ammonitas… erigió en el monte que está frente a Jerusalén (el monte de los Olivos) un santuario para Camos, abominación de Moab y para Moloc, abominación de los hijos de Ammon. Lo mismo hizo para todas sus mujeres de tierra extraña, que quemaban incienso y ofrecían sacrificios a sus dioses” (11, 1-8)


“Corruptio optimi pessima”, rezaba el antiguo principio escolástico.


Podemos hacer varias consideraciones en torno a esta sombra del reino davídico que terminará por dividirlo y destruirlo.


¿Fueron la mera lascivia de Salomón y su afán complaciente los móviles de su idolatría?


¿Dónde quedaron su sabiduría y su grandeza para llegar a tal extremo?


Está claro que para la Sagrada Escritura no hay pecado más abominable y execrable que la idolatría.


Tanto que Dios no reprocha a Salomón aquel desproporcionado número de amantes, sino que a causa de las mujeres extranjeras se haya dejado arrastrar hasta la idolatría.


Los antiguos tratados de Ascética señalaban acertadamente, fundándose en Sto. Tomás, que el desenfreno de la lujuria conduce irremediablemente a un cierto, y casi siempre inconfesado deseo, de que Dios no exista. Esto es la idolatría.


El pecador, cegado por su pasión, desviado del último fin; quisiera que Dios no existiese y así poder liberarse de la opresión que le significa el control de sus pasiones. Se trata de un enredarse cada vez más en su debilidad que termina siendo lo más fuerte y dominante en toda su vida.


Y por satisfacer aquella pasión y la voluntad de las criaturas que pujan por apartarle de Dios, llega a borrar todo lo bueno que pudo hacer en su vida.


Hace muchos años se usaba en el común hablar entre nosotros el adjetivo de “viejo verde”. Nadie puede pensar de sí estar lo suficientemente impermeabilizado por el paso de los años para no esforzarse en mantener la verdadera “sabiduría” hasta el fin de sus días.


Hemos visto muchos “sabios” entre nosotros, derribarse como cedros del Líbano y cambiar la sabiduría de las cosas de Dios por la prudencia de la carne. O como dirá San Pedro: habiendo empezado por el espíritu, terminaron en la carne…


Licenciados, grandes doctores, gente del mundo de la cultura (profana y eclesiástica) vinieron a derrumbarse también por un inmoderado deseo de conocimiento –al modo del Fausto- y por una base interior de soberbia intelectual.


Y aquellos mismos tratados que citamos también afirmaban que Dios castiga soberbia oculta con lujuria manifiesta.


¿Salomón fue lujurioso por soberbio, o soberbio por lujurioso?


Amar es incorporarse a la forma de lo que se ama. Hacerse uno con el objeto hacia el que tiende la voluntad.


Si el texto antes citado nos dice que el gran rey amó ardientemente a sus mujeres paganas, no podía menos que hacer su voluntad una con la de aquellas, que no era otra que la adhesión a los dioses falsos.


Según un antigua leyenda, el demonio, que tuvo siete hijas, fue desposando a cada una de ellas con diferentes géneros de personas (por ejemplo, a la envidia con los artistas); a su última hija, la lujuria, no la desposó con nadie, para dejarla a disposición de todos.


Sabios e ignorantes, todos podemos caer en la lujuria de la idolatría o en la idolatría de la lujuria.


Para decirlo simplemente la idolatría es la sustitución de la adoración debida al Dios Verdadero por una imagen extraña.


Y peor que la sustitución llega a ser la coexistencia monstruosa de ambas adoraciones, como ocurrió en tiempos de Salomón. Doble vida, que le decimos ahora.


Está bien claro que cuánto más ilustrado o elevado sea el sujeto que se corrompe, tanto peor será la consecuencia de su descomposición: repugna menos el cadáver de un mosquito que el de un hombre.


¡Cuántos que se estimaron y se hicieron estimar por sabios, lujuriosos o no –pero siempre con el demonio de la idolatría soplándoles al oído- terminaron tristemente su carrera revolcándose en el cieno del error!


Tanto más repulsiva resultará la caída idolátrica de un cristiano, de un ungido de Dios, que la conducta de un pagano en serie.


P. Ismael


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