“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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ad quem ibimus?

quo vadis Carracci

Quo vadis?  Annibale Carracci 

 

 

 

El final casi esperado del “Discurso del Pan de Vida” (Jn 6, 22-72) viene resaltado por tres “rápidas y electrizantes” reacciones que colocan al lector en la exacta situación de dramático temblor que suscitó y suscitará en todas las generaciones de cristianos la revelación ascensional de Jesucristo, quien a partir del interés materialista y mesiánico de quienes le aguardaban en la otra orilla, tras la multiplicación de los panes, los introduce en el gran misterio de Su presencia en la Eucaristía.

 

Sin detenernos en los considerandos de la estructura de este discurso, sin desentrañar el profundo contenido de la doctrina de la Presencia Real, como en la necesidad de este Sacramento para la plenitud de la Vida que vino a darnos el Redentor, vamos a reflexionar sobre esas reacciones que calificamos de “nerviosas” que Juan destaca en su relato.

Aclaramos que estos nervios que intentaremos analizar, son en cada quien, de diversa procedencia y calidad.

La respuesta de los oyentes del Señor es doble, una verbal y otra, diríamos de “actitud”.

 

Cuando Jesús terminó de hablar, habiendo tenido diversas reacciones por parte de los judíos, “muchos de sus discípulos que esto oyeron, dijeron: Duro es este razonamiento, y ¿quién lo puede oír?” (6, 61)

“Y desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y no andaban con él” (v 67)

Todo tenía un límite. Hasta aquí llegó la fe y la confianza de aquellos hombres.

Pero no sólo su fe en Jesús, sino además sintieron que su inteligencia estallaba ante algo que no cabía en ella…

Habían caminado bastante con Él. Habían aceptado muchas exigencias e intentaban –sólo Jesús lo supo bien- forzar sus razonamientos ante las paradojas del Evangelio. Pero aquello fue demasiado. ¡Comer su carne! ¡Beber su sangre!

 

La segunda reacción electrizante es la firmeza de Cristo.

El Señor nunca retrocede ante sus afirmaciones. No rectifica. No corrige como los filósofos o los teólogos sus sentencias. A lo sumo las retoca: “habéis oído que se dijo, pero Yo os digo…”; “pocas cosas son necesarias, más bien una sola es necesaria”.

Jesucristo no es un político ni un líder religioso que tema perder adeptos, no es un maestro que busque metodologías digeribles a toda costa, no es un pastor de almas que revuelva en la casuística en busca de una solución prudente, equilibrada, adecuada a los tiempos que corren.

Cuando dice , es . Cuando dice no, es no.

¿Se descolocó el Maestro ante la fuga de discípulos que amenazaba disminuir notablemente su “feligresía”? ¿Los llamó para una conciliación basada en el diálogo y la exposición al menos franca de lo que cada uno quisiera haber comprendido?

En modo alguno.

Supongo que los cultores del diálogo a toda costa pasarán por alto la respuesta de Jesús… No es para nada ecuménica.

Cortada la interlocución con quienes libremente tomaron una decisión, y a pesar de la mansedumbre y dulzura sostenida durante todo el discurso (llevado, como decíamos en esa ley de gradualidad de la revelación) inesperadamente se vuelve ahora a los doce:

“Y vosotros, ¿queréis también iros?” (v. 68)

 

El que dijo “si alguno quiere seguirme…” será consecuente siempre con aquella suprema facultad otorgada al hombre desde la creación: el libre albedrío.

No hay “obligación” de seguir a Jesús. Quien lo hace, acepta sus condiciones.

El Señor, miró y amó al joven rico que mostraba interés en un vuelo más elevado que el resto del vulgo. Y mirándolo fijamente le dirá: “si quieres…”

¿Y si no quiero? ¿Me espera la condenación, la perdición eterna?

Ninguna pista nos ofrece el Evangelio más que el comentario triste de Jesús acerca de las dificultades que encuentran los ricos para entrar en el Reino.

Habla de dificultades. No de imposibilidad.

Pero siempre respetará la libertad.

Lo que no puede admitirse en ningún caso es la falsificación de su doctrina, la libre interpretación de sus mandatos.

No diremos nada nuevo si simplonamente afirmamos que el Evangelio es cuestión de tómalo o déjalo.

Un comentarista de peso, como el Cardenal Gomá, llega a sostener que Jesús, aunque afectado sin duda por la deserción de tantos discípulos, estaba dispuesto a quedar incluso sin sus Apóstoles. Pero Él ya sabe que creen.

 

Y ahora llegamos a la tercera intervención “electrizante”.

Una vez más, como tantas en el Evangelio, será Pedro protagonista.

El toma siempre la palabra en nombre del colegio apostólico. Pero habla desde la sinceridad de su corazón que no había reservado nada para sí.

Pero el evangelio jamás oculta su inocentona presunción, sus ímpetus que no conocían la mesura, al igual que la confianza desmedida en unas fuerzas que también podían abandonarle en los momentos difíciles…

No será Pedro el que deje largos silencios en circunstancias de este tipo.

Su respuesta es de un profundo amor y convencimiento de que fuera de Jesús no hay refugio.

“Señor, ¿a quién iremos?

Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (v. 64)

 

Es aquí, una vez más, que Pedro hablará por instinto e inspiración del Padre que está en los cielos. No es ni la carne ni la sangre quien esto le revela.

Más bien, si considerásemos la respuesta desde “la carne y la sangre”, su traducción sería algo así como “ya que no tenemos otra alternativa…”

Pero su ad quem ibimus?, no es un sinónimo de nuestro “¡Qué le vamos a hacer!”

Aún así, me atrevo –prescindiendo del fundamento que el Espíritu le sopla a Pedro para seguir con Jesús- a ver en aquellas palabras del simple y tosco Simón Pedro, un paradigma de lo que yo llamaría la resignación de la fe.

 

Y lo explico desde nuestra pobrísima, pero real experiencia.

Aunque carecemos de la experiencia singularísima de los Apóstoles que vieron, oyeron y tocaron al Verbo de Vida , de una forma asimilable, también, a nuestro modo, somos testigos de cotidianos milagros en nuestra vida de creyentes: no nos han faltado ocasiones de ser protagonistas de verdaderos milagros producidos por la doctrina de Cristo.

Sin embargo, nuestra fe es constantemente puesta a prueba por innumerables instancias provenientes de muchos flancos, siendo las más dolorosas las que se generan en el seno mismo de la Iglesia.

Humanamente no vemos salida a la confusión, la superstición, el relativismo, la desacralización y tantos otros males que nos aquejan “ad intra”, en el torrente mismo de la vida de la Sociedad fundada y querida por Jesucristo.

 

Otra fuente copiosa de pruebas son los males que provienen del mundo –servidor de los espíritus del mal- y nuestra propia carne, siempre pronta a clamar por sus derechos.

El “¿a quién iremos?” también podemos traducirlo como el grito del hombre decepcionado. (*)

La decepción, el desengaño, de suyo, no constituyen un pecado. Tal vez sean la consecuencia ineluctable de la condición humana.

¿Es empobrecer el concepto de la fe, pensar que pueda actuar como camino de resignación?

No es su función principal. Pero la resignación puede ser un camino de vuelta.

Si re-signar, puede interpretarse como re-significar, asignar otro sentido, volver a marcar, no creo que sea pensar fuera del Evangelio que cualquier desengaño “criatural”, del orden que fuere, es lo más humano –y a la vez, lo más divino- que nos pueda pasar.

 

¿A quién iremos?

¿Hay alguien en el mundo que haya colmado nuestras expectativas afectivas, intelectuales… humanas, en general?

¿Quién puede comprender la plenitud que reclama nuestro corazón desorientado, ávido de un guía, de un abrazo cálido, de una comunión promisoria de hondura e intimidad?

¿Será otro hombre, tan extraviado en el camino como nosotros mismos, el que nos pueda llevar a esa plenitud por la que clama cada célula de nuestro ser?

¿A quién iremos?

Si la pregunta de Pedro hubiese terminado aquí, aunque válida, quedaría sin respuesta y retrocederíamos al Qohelet.

Pero “Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”

Y aquí la resignación de la fe, se muta en una serena certeza. Pero está en la misma línea: no busca garantías, no exige comprobaciones milagrosas: sólo confía en las palabras de Cristo y confiesa su Divinidad. Sólo eso. Nada más que eso: que Cristo es el Hijo de Dios.

Pero todas nuestras afirmaciones, (pues provienen de nuestro pensamiento) tal como lo afirman los libros sapienciales son precarias.

Y si son precarias las afirmaciones, ¿cómo no han de ser precarias nuestras acciones?

También Pedro sentirá en carne propia de la distancia entre nuestras afirmaciones y nuestros actos.

Mucho se ha escrito, predicado y meditado sobre la triple negación de aquel hombre sobre quien el Señor quiso fundar la solidez de la Fe de Su Iglesia.

Ya hemos dicho muchas veces que es SU Iglesia, de Cristo, no de Pedro…

 

Simón Pedro entendió aquella tristísima noche de su cobardía que más allá de la flaqueza, de la defección (tan humillante como arrebatada fue su protesta de amor incondicional en la Cena), el “haber creído”, era camino del retorno: cuando saliendo fuera lloró amargamente; debió repetirse una y mil veces su electrizante respuesta de la sinagoga de Cafarnaúm: “¿Domine, ad quem ibimus?” Señor, ¿a quién iremos? ¿a quién iré?

 

Pero la debilidad humana de Pedro, al igual que la nuestra (¡oh maravilla de nuestra miseria incomprensiblemente sublime!) no había de terminar la noche de la Pasión.

Después de la Resurrección, Pedro, junto con los demás Apóstoles, será el gran anunciador del kerigma de la salvación: Jesús ha sido constituido Señor a la diestra del Padre y él es testigo.

Llamará incesantemente a la conversión y a compartir los sufrimientos de Cristo.

El mismo Señor le predecirá que será llevado donde él no quiera… y de esa forma glorificaría a Dios.

 

Es de todos conocido aquel conmovedor episodio no referido en los Evangelios Canónicos del Quo vadis?

Un manuscrito llamado La leyenda Aurea, según se presume redactado en el siglo XIII, por el monje dominico y arzobispo de Génova, Jacobo de Vorágine, refiere
que cuando el emperador Nerón en el año 64 inicia una ferocísima persecución contra los cristianos, San Pedro temeroso de lo que pudiera sucederle huía de Roma por la Via Apia, pero en el trayecto se encontró con Nuestro Señor Jesucristo cargado con una cruz. Preguntándole "Quo Vadis Domine?" ¿A donde vas Señor?, Jesucristo le contesto: Mi pueblo en Roma te necesita, si abandonas a mis ovejas yo iré a Roma para ser crucificado de nuevo.

 

¿A dónde vas Señor? ¿A dónde vas Pedro?

No hago teología ficción, si sostengo que en aquel instante volvió a la cabeza del pobre Simón Pedro su resignada afirmación-pregunta de algunos años atrás:

“¿Domine, ad quem ibimus?” Señor, ¿a quien iremos?...

Y una vez más el pobre, como les pasa con frecuencia a los de gran corazón y dura cabeza, se sintió avergonzado y volvió a llorar.

Y aquí sus esperanzas humanas, la resignación y la sobrenaturalidad de la Fe, se hicieron una sola cosa: volver sus viejos y encallecidos pies por el camino andado para encontrarse para siempre en la cruz –no podía ser de otro modo- con Aquel a quien, con toda la sinceridad de su corazón había dicho:

Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te.

Señor, tu lo sabes todo, sabes que te amo…

 

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P. Ismael

 

 

(*)

2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

Carta Apostólica Porta Fidei. Benedicto XVI

Telarañas de mi rincón

Hace más de doce años, moría Josesito, un joven vecino de mi antigua parroquia del barrio L., arrebatado de la vida por un absurdo accidente, fruto de la imprudencia y el desenfreno…

 

Recuerdo una de sus últimas frases, tan graciosa, como tautológica, la última vez que cenamos en la casa parroquial con sus amigos: ¡¡¡yo, si me llego a morir, me muero!!!

 

Juntando viejos cuadernos, encontré lo que escribí en aquella ocasión, y quiero recordarlo en este sitio que tal vez tenga poco que ver con él, o tal vez, su fugaz paso por nuestras vidas, tenga bastante que ver. El Señor lo sabe.

Para él era una fiesta cuando me cruzaba al taller de sus amigos a compartir algún festejo y escucharlos. No le he olvidado. La muerte de un joven es un sermón muy fuerte.

 

Aunque ella no conoce este texto, quiero dedicarlo a su siempre dolorida madre.

 

 

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A Josesito,

en tu entierro.

(31-I-2000)

Los ángeles volvieron la cara

con espanto

cuando la helada muerte,

corderito rubio,

rebanó tus sienes.

Y por un instante tembló

la madrugada que se vestía

de decencia.

¡Cómo te desgarraron ese cuerpo

de tibia cera

que tanto amaste,

y esos tus vidriosos ojos garzos!

Porque amabas sin saberlo

el abismo de la muerte

que sembraste en la carne

de tu sacrificio sin sentido.

No te diste cuenta.

No nos dimos cuenta, y ahora

ya es muy tarde…

¡Qué efímero pasaste,

adolescente primitivo,

pequeño fauno

con ilusiones de atlante!

Y ahora es nada

porque el dolor cierra la esfera

de tu edénico mundo

de embriaguez y blanca arquitectura…

Y en la oscuridad de ese cofre que te supera,

los silicatos y el alumbre

apresuran los ángulos de tu cráneo,

y las blondas de organza

arropan tu sexo frío…

Ya no oyes los gemidos de tu madre

y las gotas del hisopo

no llegaron a rociarte…

Porque estás todo encerrado.

Porque no pudimos verte,

Ni tantas manos que estrechaste

tocar aquella cabeza

de cordero casi inocente.

En tu mismo aburrimiento

de cachorro solitario,

aún estás sentando

haciendo nada

en las tardes del verano.

Me raspa en la mejilla

tu beso viril y tu mano

me saluda en una esquina

de domingo futbolero.

Dios te dé su blanda paz

y el mejor amor

que en este mundo no se encuentra.

Aquí quedó tu risa.

y también el olvido de los

egoístas…

Su camino no era el tuyo.

Fue tu tiempo.

El que Dios te tenía reservado.

El único sacramento

que tuve tiempo de darte,

fue hacerte reír y

tal vez que comprendieses

que Dios no estaba tan lejos…

 

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P. Ismael

Pelear con Dios

A  N.A.L. , boxeador desde la infancia,

que cojea de su pierna diestra…

 

 

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La mayoría de los comentaristas se limitan a calificar de “misteriosa” la lucha sostenida por Jacob con aquel misterioso personaje –un ángel que se traba en pelea con el atemorizado y fugitivo hijo de Isaac, al otro lado del Jordán, más allá de Canaán, en la zona controlada por su hermano Esaú- sin indagar demasiado en el extraño suceso, tan extraño como el narrado en el capítulo 28 del Génesis que refiere el sueño de la escala cuyo extremo llegaba al cielo y era transitada ordenadamente por una multitud de ángeles.

 

El relato de la lucha del patriarca con ángel la encontramos en Gén 32, 23-32.

A cierta altura de la noche se ve enfrentado por un sujeto que se pone sin más a luchar con él.

Algo así como una “lucha libre” que se prolongó hasta el despunte de la aurora. Y como el contrincante no podía con el entrenado y astuto (aunque cansado y asustado) hermano de Esaú, le descoyunta la articulación del fémur rogándole: “Déjame partir, porque llega la aurora”.

 

Sospechando de haber tenido contacto con un ser bastante singular, Jacob, que de todo sabía sacar ventaja –su madre Rebeca lo había confirmado en sus artes de “arrebatador”, y antes de soltarle –con todo el dolor que habrá tenido en el nervio ciático- no deja de exigir su premio: no te dejaré ir si no me bendices. Preguntado por el ángel cuál era su nombre y respondiendo que Jacob, y en consonancia con lo que ya por entonces significaba el cambio de nombre y la misión asignada a futuro, el misterioso luchador espiritual –contradictoriamente corpóreo- le dice: en adelante no te llamarás más Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres y has prevalecido…

Todavía Jacob continúa: Por favor, dime tu nombre. Y se le dará una respuesta que encontramos en la misma clave de la que recibirá Moisés en el Sinaí: ¿Por qué preguntas mi nombre?

Lo bendijo, y allí le dejó.

 

¿Cómo quedó Jacob, aparte de continuar el camino cojeando del muslo?

¿Qué compresión tuvo de semejante combate “cuerpo a cuerpo” con un espíritu?

La Escritura Santa nos da por único detalle el coloquio que sostiene consigo mismo el nuevo ISRAEL: “He visto a Dios cara a cara, y ha quedado a salvo mi vida” Bautizó el sitio con el nombre PENUEL – “rostro de Dios”, o “visión de Dios”.

 

Giorgio Castellino, entre otras opiniones recoge la que sostiene un simbolismo sobre los infortunios de los años precedentes de Jacob, luchando con los hombres, por disposición de la providencia divina, y finalmente, ayudado por Dios era ahora depositario de mayores promesas.

Si como es de pensar este episodio tiene alguna conexión con la visión de la escala, ocurrido no bien parte hacia Paddán Aram (Mesopotamia) con la fresca y mañosa bendición arrebatada a su padre.

Enviado a casa de su tío Batuel para que le eligiese una esposa que garantizase una unión endogámica con el fin de evitar toda contaminación con los cultos idolátricos, y transitando de Bersabee, al sur de Palestina, se dirige más hacia el norte de Jerusalén, descansando por la noche sobre una piedra como almohada.

(Además del ciático de Jacob, siempre me han dado que pensar sus cervicales…)

Y además me imagino en el Santo Patriarca el patrono de los que “claudican”…

“Claudus”, en latín: rengo. Renguear, claudicare, no necesariamente significa “traicionar”. Al menos en el sentido latino. Con ello me quedo…

 

Ya conocemos el texto que refiere la visión.

Recordemos lo que dice la voz de Dios:

Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu posteridad será como el polvo de la tierra; y te extenderás hacia el occidente y hacia el oriente; hacia el aquilón y hacia el mediodía; y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las tribus de la tierra. Y he aquí que yo estaré contigo, y te guardaré en todos tus caminos y te restituiré a esta tierra; porque no te abandonaré hasta haber cumplido cuanto te he dicho”

Lleno de temor, al despertar, Jacob exclamará ¡Cuán venerable es este lugar!, no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo!

Levantado muy de mañana erigió la piedra-almohada en monumento, derramando aceite sobre ella y bautizándola BETEL (ciudad de la luz) haciendo ante el Señor sus promesas, algo interesadas, como no podían ser las de un peregrino errante como él, asegurando para Dios el diezmo de lo que obtuviera.

 

Aquellos lugares “altos” tan frecuentes en la cultura mesopotámica, sitios de culto y encuentro con las divinidades extranjeras serían la constante tentación del incipiente pueblo de Israel.

En concreto Harrán, ciudad de su tío Laban, era sede de un templo dedicado a la luna (el dios Sin), conectada con Ur, de donde había partido al llamamiento divino Abran con su padre Tare.

Con la seguridad de tan enjundiosas promesas por parte Dios, Jacob entra en la Mesopotamia, fortalecido por una bendición divina.

Aún esposado con Raquel (que había escondido entre sus pertenencias los terafim –pequeños idolillos familiares-) Jacob no se contaminó con ninguna seducción idolátrica, permaneciendo fielmente anclado en las promesas divinas y en la experiencia absolutamente palpable de un ángel que se le escapó de las manos, pero como con Abraham, marchará delante de él.

 

Estas someras consideraciones de base textual no serán impedimento para otra mirada que vea en este “misterioso encuentro” un aspecto –siempre en el claroscuro de nuestro entendimiento aquí en la tierra- de lo que podríamos llamar la “pelea” de todo hombre con Dios.

Jesucristo dirá a Saulo, en los comienzos de su elección como vaso destinado a tan grande misión, es en vano dar coces contra el aguijón…

Y el mismo hombre, ya el Pablo fortalecido por la lucha contra sí mismo y las potestades enemigas dirá al fin de su vida: He peleado el buen combate…

 

¡Luchar con Dios!

¡Una locura!

Pero si miramos nuestras vidas, tal vez nos demos cuenta que no hemos venido haciendo otra cosa que trabarnos en lucha cuerpo a cuerpo (¿¡!??) con el ángel del Señor…

Sin una misión tan señalada como la de Israel, sin una tierra que conquistar y una descendencia heredera de tan grandes promesas, sin promesas tan eternas, todos hemos soñado con un cielo al que acceder y luego nos vemos, no sabemos cómo ni por qué en esa misteriosa lucha, que pienso, es la lucha más humana de todas las que lo hombre sostiene en su corta y azarosa existencia.

 

Lucha con la belleza de lo divino que se encubre en la engañosa criatura que lo subyuga, y por ello no quiere soltarla hasta que le bendiga…

 

¿Tiene el combate con el ángel un filón de la pudorosa sensualidad con que oculta el hebreo la desembozada crudeza de la fricción de los luchadores grecorromanos?

¿Es la bendición del ángel el amor que todo hombre busca en cualquier pelea que se presenta en este mundo?

¿Qué se quiebra en nosotros tras una pulseada inacabable con lo sublime y lo que nos supera?

¿Por qué no abandonamos al otro hasta que obtenemos su “bendición”?

¿Esa bendición es la aceptación de nuestro destino que sólo Dios conoce?

Podemos considerarnos benditos si, como Jacob, nos disponemos a realizar nuestro “viaje” con las provisiones que Dios quiera acercarnos hasta que retornemos a nuestro origen…

Y ¿vale la pena esa lucha de la que sabemos podemos sacar algo más que una renguera compañera fiel de lo que nos quede por andar?

 

De muchas maneras el hombre lucha con Dios.

Lucha cuando lo busca y no lo descubre ni en los acontecimientos históricos generales o particulares de su vida.

Cuando no ve su mano en la dirección que los sucesos cotidianos de mayor o menor consecuencia tienen en la rutina de existir.

También es lucha la resistencia a dejarse vencer por la primacía que Dios exige en nuestros corazones, con la consiguiente expulsión de los falsos ídolos que nos prometen llevarnos a la cima de las torres más altas de nuestras realizaciones carnales o de poder…

Y las luchas podrían seguir enumerándose…

 

Bástenos distinguir entre peleas “buenas”, con causa, y luchas obstinadas, que no tienen otro origen que el pecado que resiste a la gracia de Dios.

No será tan difícil sacar nuestras propias conclusiones.

Ideales, proyectos, deseos de toda índole, son para muchos de nosotros una constante batalla entre lo que pretendemos y lo que Dios quiere para nosotros…

A veces a brazo partido, como Jacob. Otras veces sin resistencia, a lo Jeremías…

 

Aclaremos que Jacob sostiene una “lucha o guerra justa con Dios”: no lucha por sus caprichos o pasiones, por su mera prevalencia sobre su piloso hermano…

Si los ángeles que suben por la escala, llevan la oraciones de los hombres hasta el trono de Dios y los que bajan, traen su respuesta, la gran lucha del hombre de fe será siempre el permanecer “hasta el amanecer” (es decir hasta que despunte la aurora de la resurrección) en estado de resistencia y perseverancia en su oración.

 

También Moisés mantuvo, no sin fatiga –y no sin ayuda humana- los brazos en alto para obtener la victoria de Israel sobre Amalec. Sus brazos elevados no significan otra cosa que aquello que Jesús nos enseñó que es necesario orar, sin desfallecer jamás

Y dicho sea de paso, al igual que Moisés, sería bueno encontrar quienes nos ayuden en el combate de la oración… Al menos sosteniéndonos los brazos.

En otra ocasión hemos hablado de las cualidades dispositivas de la oración, dejando bien en claro que no es para torcer la voluntad divina por lo que pedimos a Dios aquellas cosas que estimamos buenas para ser buenos.

El episodio que comentamos contrapesa aquella afirmación: el que persevera en un buen propósito verá colmadas sus esperanzas.

 

Nos parece que el siguiente comentario de San Agustín tiene algo que ver con lo que intentamos esbozar:

 

“La parte paralizada de Jacob significa a los malos cristianos, de modo que en él se dan la bendición y la claudicación.

Es bendito Jacob por parte de los que viven bien, y cojea por parte de los que viven mal. En el mismo hombre se dan ambas cosas ahora. Pero algún día se hará la reparación y la distinción.

Eso es lo que la Iglesia desea, cuando dice en el salmo: Júzgame, ¡Oh Dios!, y discierne mi causa de la gente no santa… (Ps. 42, Iudica me)

Ahora la Iglesia es coja. Hinca bien un pie, pero el otro es inválido.

Atended hermanos, a los paganos. Hallan, a veces, cristianos buenos que sirven a Dios, y se admiran, son atraídos y creen.

Pero a veces ven los que viven mal y dicen: “¡Mira a los cristianos”. Esos que viven mal corresponden al tendón del muslo tocado y se han secado…”

 

(Sermones. V: El combate de Jacob con el ángel)

 

Y lo que Agustín distingue en el trigo y la cizaña que se da en la Iglesia, no sin apartarnos de su sentir, podemos aplicarlo a cada hombre en sí mismo:

Hay días que peleamos con Dios por ser buenos, y otros, luchamos por salirnos con la nuestra: caminamos rengueando…

 

Pero recordemos que es preferible llegar rengueando, antes que tirarse para siempre en el camino, sin sueños, sin ángeles hermosos que revoloteen sobre nuestras cabezas endurecidas en la almohada de la vida y sin la emoción sublime de pelear con la belleza misma.

 

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P. Ismael