“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Narciso: el ipsismo de la autoestima

 

 

 

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 NARCISO. Caravaggio

 

 

 

“¿Eres o te haces?”

Es esta la pregunta que casi siempre me queda sin salir de los labios tras escuchar entre paciente, complaciente, y siempre con creciente asombro, a mis habituales interlocutores o ínter corresponsales que hablan y piensan (en este orden) con una convicción que no los convence ni a ellos mismos.

 

Sentados en la cátedra que se han erigido, te hablan con una seguridad, un aplomo que erizan los pelos del alma.

Los encontramos en todos los niveles culturales, sociales y religiosos.

Pronuncian una sentencia y ves en sus gestos una suerte de placer ipsista que los exalta al Parnaso del submundo en el que habitan.

Se han enamorado de la propia imagen que creen ser ellos los únicos que la ven.

Y efectivamente, ellos solamente la ven…

 

Que los pensamientos del hombre son insustanciales (Ps. 93) no es verdad que yo venga a descubrir porque vendría a revelar que el mío no puede ser de otra manera.

Tenemos la sensación de que esta fanfarronería narcisista que ha enfermado a tantos es un mal contemporáneo, fruto de corrientes psicologistas con la que hace rato se viene formando a nuestra niñez y juventud, fundada en la aceptación a ultranza de todo lo que al sujeto le brote de su interior y cuidadosa de no corregir (mucho menos reprimir) nada de lo que sea espontáneo y “auténtico” en la persona.

 

Siempre me ha inquietado el justo medio que ha de buscarse entre el optimismo prefabricado y el pesimismo militante: una suerte de piedra filosofal que de hecho sirva para vivir de veras.

(El pesimista tenderá a adjudicarse la sensatez y el optimista la voluntad)

 

Tomaremos como texto de análisis el conocido pasaje de Lc 14, 25 hasta el final con el clásico “Quien tiene oídos para oír, que oiga”

El Señor se dirige a la multitud que lo seguía y lanza esta sentencia que supone una condicional antes enunciada en el v. 26, la libertad del seguidor: “Todo aquel que no lleva su propia cruz y no anda en pos de Mí, no puede ser discípulo mío” (v. 27)

A continuación propondrá dos ejemplos que tienen que ver con las capacidades de quienes, libremente, deseen seguirlo: el de la edificación de la torre y el de iniciar una batalla con menor número de soldados que el adversario.

 

En el variopinto mundo de las personas y las personalidades nos encontramos con muchos osados –o enfermos de autoestima- que tienden a lanzarse a las empresas más ambiciosas; con densos calculadores de sus recursos que nunca terminan de decidirse por una u otra acción; con ingenuos incurables y con quijotescos voluntaristas.

Asombra ver la poca claridad y conciencia que se tiene de las propias fuerzas y recursos.

 

Tomemos por ejemplo a nuestros estudiantes, aquellos que deberán pasar por el tubo de la ilustración académica y la práctica que anticipa el futuro ejercicio de la profesión elegida. O condenada…

Es el típico estudiante, y también hasta el investigador, que parece no haberse “sentado” a considerar si con los materiales y recursos disponibles en su “ser personal” podrá acabar la construcción de su torre. El abandono y cambio de carreras –en algunos casos como hábito- demuestra que no hubo una toma de conciencia de los materiales acopiados.

 

Y muchísimos que han llegado a construir algo (no entremos a considerar el material de la construcción, porque sino seríamos nosotros quienes no acabaríamos este artículo) se presentan con una gallardía y suficiencia que mete miedo.

Nos pasma como tantísima gente con tan poca “materia” (la gris puede ser una de ella) se lanza a grandiosos emprendimientos.

Esto lo podemos aplicar al campo de lo afectivo con el mismo paradigma y tal vez peores resultados.

 

El espejo del propio criterio y la propia mirada, generalmente no devuelven la imagen correcta de quien en él se mira.

Todos tenemos la secreta (o no tan secreta) convicción que el único que me mira y me ve tal cual soy, no puede ser otro que yo mismo.

Y así como las generaciones pasadas nos acostumbramos a mirarnos más feos de lo que éramos-, hoy te encuentras con un mundo de lindos: un mundo de gente que ve muy bien a sí misma.

Y cuando hablamos de lindura no lo restringimos a las condiciones físicas que el sujeto aprecia en sí, más bien apuntamos a todas las aptitudes de la persona.

 

Al contrario de los proselitistas religiosos, que a toda costa quieren presentar el seguimiento de Cristo como tarea de mera adhesión y voluntad instantánea, Nuestro Señor, sin temer la falta de matrícula en su discipulado, tras aclarar que el seguirle es asunto de libertad, no duda en poner de inmediato ante los ojos de todos la necesaria sensatez para que cada uno vea qué puede hacer.

 

Si Jesús ha dicho “si alguno quiere venir en pos de Mí…” la introducción de la condicional si, más allá de los resultados que tenga para la vida eterna para ese alguien, da por supuesto su libertad.

Esta libertad inicial en su seguimiento jamás debería ser olvidada.

Como tampoco debe olvidarse aquello con lo que uno cuenta: ni pelagianismo, ni jansenismo.

 

Para tener una justa visión de lo que uno es, hay que mirarse en el espejo que es Cristo.

Si nos miramos a lo Narciso en el espejo del agua cambiante de nuestra propia apreciación, al igual que él nos hundiremos en lo más profundo del fracaso al que conduce el amor propio y el olvido de lo que somos.

Para alcanzar las alturas a las que hombre está llamado por vocación divina, hay que sudar mucho sabiendo que es Dios quien da la fuerza sobre la natura de cada quien.

Y cada quien alcanza las alturas, como diría el P. Julio, como las águilas o como las serpientes.

Aquellas volando alto, éstas arrastrándose.

 

El Apóstol nos exhorta:

“No fomentéis pensamientos altivos, sino acomodaos a lo humilde. No seáis sabios a vuestros ojos…” (cf Rm 12, 16)

Terminemos con una sentencia de oro y hormigón de San Josemaría Escrivá:

“¿Tú…, soberbia? - ¿De qué?”

(Camino, 600)

 

 

 

 

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P. Ismael