“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Eminentísimo Cardenal

 

 

 

Ladran, Alfredo…

sigues cabalgando…

 

 

Ottaviani

 

 

Citábamos al paso ayer, la saña que no ha disminuido en nada, del progresismo resentido, llegando a hacer de quien fuera en su tiempo Prefecto de la Congregación del Santo Oficio, una figura arquetípica del conservadurismo absurdo, intransigente y obtuso.

El paso del tiempo lo ha convertido en una suerte de caricatura de un Torquemada del siglo XX y la furia de los renovadores de entonces y de hoy vuelve una y otra vez sobre la persona de un hombre humildísimo y de gran piedad y sabiduría.

Vendrá muy bien, para quien no tiene otra referencia sobre el Cardenal Alfredo Ottaviani, a modo de síntesis, la profunda y sentida homilía del Beato Juan Pablo II, con ocasión de sus exequias.

Esto es lo que pensaba y expresaba el Papa de aquel guardián de la Fe, digno antecesor de Ratzinger, en quien pondría su mirada – la del Espíritu Santo- para sucederle al poco tiempo.

 

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Lunes 6 de agosto de 1979

 

Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Deo et inventus est iustus (cf. Sir 44, 16-17): Son éstas las primeras palabras que espontáneamente me vienen a los labios en el momento en que ofrecemos a Dios el sacrificio eucarístico y nos disponemos a dar el último adiós al venerado hermano cardenal Alfredo Ottaviani. Realmente ha sido un gran sacerdote, insigne por su religiosa piedad, ejemplarmente fiel en el servicio a la Santa Iglesia y a la Sede Apostólica, solícito en el ministerio y en la práctica de la caridad cristiana. Y ha sido al mismo tiempo un sacerdote romano, es decir, adornado de ese espíritu típico, quizá no fácil de definir, que quien ha nacido en Roma —como él nació diez años antes de finalizar el siglo XIX— posee como en herencia y que se manifiesta en una adhesión especial a Pedro y a la fe de Pedro e incluso en una exquisita sensibilidad por lo que es y hace y debe hacer la Iglesia de Pedro.

Por esto, he hablado de "fidelidad ejemplar", y ahora que él ha muerto, después de una larga y laboriosa jornada terrena, resulta más fácil reconocer esta fidelidad como característica constante de toda su vida. Realmente la suya fue una fidelidad a toda prueba; sin intentar recorrer las fases de su actividad en los diversos ministerios a los que le llamaron su gran talento y la confianza de los Sumos Pontífices, él se distinguió siempre por esta cualidad moral, cualidad singular, cualidad que quiere decir coherencia, dedicación, obediencia. Como Sustituto de la Secretaría de Estado y luego Asesor, Pro-Secretario, Pro-Prefecto y Prefecto de la entonces Congregación del Santo Oficio; como prelado, obispo y cardenal, demostró poseer esta cualidad como divisa que le caracterizaba y le identificaba ante los ojos de cuantos —y eran muchos, tanto dentro como fuera de Roma— lo conocían y estimaban. Siendo responsable del dicasterio al que institucionalmente está delegada le tutela del sagrado patrimonio de la fe y de la moral católica, manifestó esta misma virtud con un comportamiento de atención perspicaz, en la convicción, objetivamente fundada y en él cada vez más madura por la experiencia de las cosas y de los hombres, de que la rectitudo fidei, esto es, la ortodoxia, es patrimonio irrenunciable y condición primaria para la rectitudo morum u ortopraxis. Su elevado sentido jurídico, que ya en edad juvenil le había convertido en maestro aplaudido y escuchado por muchas generaciones de sacerdotes, lo sostuvo en el trabajo tenaz que desarrolló en defensa de la fe.

Siempre disponible, siempre pronto a servir a la Iglesia, él captó también en las reformas el signo providencial de los tiempos, de manera que supo y quiso colaborar con mis predecesores Juan XXIII y Pablo VI, como ya lo había hecho con Pío XII, e incluso antes con Pío XI. Su existencia se ha gastado literalmente por el bien de la Iglesia santa de Dios. Nuestro hermano fue en todo y siempre homo Dei, ad omne opus bonum instructus (2Tim 3, 17); y esto sí, esto es una referencia de orden esencial, esto es un parámetro válido para encuadrar bien la fisonomía espiritual y moral.

Fue además un hombre de gran corazón sacerdotal: son muchos todavía los que lo recuerdan en su ministerio cotidiano en medio de los muchachos y de los jóvenes del Oratorio de San Pedro, que lo tuvieron —junto con otros sacerdotes y prelados romanos no olvidados— como amigo y hermano, y mejor diría, como padre, solícito y afectuoso. Esta presencia suya no era una evasión para superar la fatiga tediosa de los papeles de oficina y de los compromisos burocráticos, sino una exigencia que brotaba espontánea, intencionada y generosa de un programa sacerdotal: era un servicio que le exigía su vocación.

Había nacido pobre en el barrio popular del Trastévere, y a este origen hay que atribuir su tierno amor y su solicitud preferencial por los pobres, por los pequeños y por los huérfanos. Y ahora precisamente son estas almas inocentes las que —al lado de tantos sacerdotes y laicos que recibieron del cardenal Ottaviani la luz de la sabiduría, la lección de la sencillez, la medicina de la misericordia— interceden por él ante el altar del Señor, para que se le acelere el premio destinado al "siervo bueno y fiel" (cf. Mt 25, 21).

Por singular coincidencia, este rito fúnebre se desarrolla a la misma hora en que, hace exactamente un año, estaba para dejar este mundo mí amado predecesor Pablo VI. Y me complace evocar con vosotros la voz robusta y emocionada del cardenal que, el 21 de junio de 1965, anunció públicamente la elevación al Pontificado del cardenal Giovanni Battista Montini. En el tono mismo de sus palabras, que, por lo demás, repetían la acostumbrada fórmula latina del Habemus Papam, se traslucía la satisfacción del antiguo maestro que veía exaltado a un colega y amigo, tan digno de estima, que abriría en la Iglesia y para la Iglesia una época intensa, prometedora. Uno y otro, en sus respectivas situaciones de responsabilidad, con la obvia diferencia de su propia personalidad, han terminado ahora ya el ciclo de la existencia terrena, para entrar definitivamente —como todos deseamos y pedimos— en ese Reino en el que los había introducido en esperanza su ardiente e intrépida fe.

A uno y a otro conceda ahora el Señor el descanso en su luz, en su paz. Amén.

P. Ismael

 

María Magdalena, la que busca entre los muertos…

María Magdalena

Noli me tangere”  Correggio

 

Este año no tiene lugar la celebración de la fiesta de Santa María Magdalena, por ocurrir un día domingo.

Igualmente no quisiéramos dejar pasar la ocasión para decir algo de tan formidable figura de los Evangelios.

 

Aunque los textos de la tradición litúrgica se hallan entremezclados y confundan, bajo la autoritativa influencia de San Gregorio Magno –cuya vibrante homilía se lee en el Breviario Romano- , detalles que suman al único perfil de Santa María Magdalena, no dejan de presentar a nuestra mirada de fe un asombroso conjunto que nos conmueve profundamente.

Conforme a la exégesis más cuidada y minuciosa, en los Evangelios podemos distinguir tres Marías de temperamentos diversos, al igual que sus vidas, pero con un destino común que les cupo en suerte a quienes dejaron que el Señor entrase en ellas: ya nadie será el mismo…

 

Encontramos en los Evangelios.

Una pecadora innominada: Lc 7, 36-50

María de Magdala (Magdalena o Madalena): Lc 8, 2. También ella aparece en los cuatro relatos de la Pasión (Mt 27, 56-61 y //). En la resurrección (ibid. 28, 1 y especialmente Jn 20, 11-15)

María de Betania: la hermana de Lázaro y Marta (Lc 10, 39-42; Jn 12, 1-8)

 

Vamos a detenernos en un texto seguro, en el que podemos captar bastante de la personalidad de esta Santa, patrona de pecadores arrepentidos y de penitentes.

La vemos presente en el momento crucial de la muerte del Señor, junto a Su Madre y el Discípulo amado, entre otros: “Junto a la cruz de Jesús esta de pie su madre, y también la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena(Jn 24, 25) y será ella la elegida por Cristo Resucitado como primera testigo y apóstol de los apóstoles (Jn 20, 1-18)

“Así hacen los que buscan alguna piedra preciosa u otra cosa de gran valor que perdieron: que muchas veces vuelven y revuelven el mismo lugar que ya vieron, para ver si, por ventura, hallarán las postreras veces lo que las primeras no hallaron” (Fr. Luis de Granada, Una suma de la vida cristiana, Libro III, cap. XL)

 

Los ángeles que se aparecen sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde había sido depositado el cuerpo de Jesús le dicen:

“Mujer, ¿por qué lloras?...Porque se han quitado a mi Señor, y yo no sé dónde lo han puesto” (v 13)

“Bien parece estar fuera de sí esta santa mujer, pues cuantas palabras pronuncia tantas ignorancias dice. Porque, lo primero no responde a propósito ni entiende lo que le preguntan, porque no entiende más de lo que ama ni tiene sentido para otra cosa.

Y demás de esto, llama señor al hortelano, que era demasiada cortesía para quien tan bajo oficio tenía. Y junto con esto no habla por nombres, sino por pronombres, diciendo: Si tú o tomaste, dime dónde lo pusiste, porque yo lo llevaré. Apréciale que todos estaban en lo que ella estaba y que así no había necesidad de más declaración.

También parece disparate presuponer que el hortelano andaba tomando los cuerpos de los muertos, y mucho mayor, ya que por algún misterio lo hubiese tomado, que luego por una palabra lo diese a quien no conocía.

Todo esto obraba el amor, el cual tan santamente la hacía errar, aunque mayor yerro era tener al Señor delante y no conocerlo; porque como estaba enferma de amor, de tal manera se le habían oscurecido los ojos con esta enfermad que no veía a quien veía, porque veía a Jesús y no sabía que era Jesús” (Fr. Luis de Granada, Una suma de la vida cristiana, libro III cap XL)

 

También a nosotros el dolor, por muy justificado y santo que pueda ser, muchas veces nos vela –con la profusión de sus lágrimas humanas- el descubrimiento de Cristo vivo en los más diversos dramas de nuestra existencia.

No queremos asumir que el dolor es el gran maestro del encuentro con el Señor y que quien no conoce la “desesperación” de no hallar al Señor, en realidad no ha comenzado su camino en la fe cristiana.

¿Qué sabe el que no ha sufrido? ¿Qué de lo humano puede comprender quien no sabe lo que es perder “el amor”? ¿Y qué sabe del amor cristiano quien se no se ha preguntado alguna vez no sé dónde han puesto a mi Señor?

¿No podría ser acaso ésta la angustia de tantos cristianos de nuestro tiempo?

“NO SÉ DÓNDE LO HAN PUESTO”

 

Teólogos, pastoralistas, opinólogos, visionarios, devotos, renovadores y tantos etcéteras de todos los tiempos, han dicho, dicen: “no está aquí”; “está allí”…

Y allí van las manadas abandonadas, ayunas de doctrina y verdadera vida espiritual buscando, tanteando, errantes… como ovejas sin pastor.

No debemos asustarnos o avergonzarnos si hoy, locos como la Magdalena, damos vueltas en espiral en torno a la fe que debiera ser nuestra seguridad (el sepulcro vacío) y buscamos una y mil veces y no hallamos al Verdadero y Único Jesucristo.

¿Dónde ha puesto al Señor?

¿Nos lo robaron? ¿Nos lo cambiaron por un clon irreconocible?

No nos referimos a la imaginería religiosa que ha ido mutando con las culturas.

Nos referimos a los contenidos de fe, desde Nicea a Trento.

¿Es Cristo el mismo, ése del que la carta a los Hebreos dice que es el mismo, ayer, hoy y siempre?

¿Si Cristo es el mismo? ¿Cómo no puede ser la misma su doctrina, su moral, su Evangelio?

¿Dónde lo han puesto?

 

Revísense con paciencia, en especial ciertos escritos contemporáneos y establézcanse columnas comparativas con la doctrina de la Tradición más antigua que el mismo Evangelio.

Bajo la muletilla ambigua de los llamados “signos de los tiempos” (vulgata postconciliar usada sin discreción y reductivamente ) uno de los cuadernillos de la Fundación Lluís Espinal (Barcelona, Nº 178, 2012) de la autoría de Javier Vitoria, dedica su inocultable antipatía a la Tradición, en un extenso artículo (fundamentado en su “larga experiencia”) instruyendo al lector que la Iglesia aún no entiende, ni lee los “signos de los tiempos”.

 

Transcribo algunos párrafos:

Estamos ante la imagen canónica de una Iglesia piramidal, muy alejada de la conciliar. La jerarquía en sus distintos niveles –desde el más elevado (el obispo) hasta el más bajo (encargado de la parroquia)- está en condiciones de hacer y deshacer a su antojo (bastante razón tiene en esto, pero quiere llegar a otra cosa) Nada se lo impide. Por una razón bien sencilla: no existen controles jurídicos del ejercicio de su poder (también para uds. los jesuitas) La Iglesia se convierte así en un campo abonado para los desmanes de los ottavianis de turno, que “haberlos, hailos” (como para los Benellis, Bugninis, etc. que tú quisieras resucitar ¿no?)

Recientemente González Faus (*) ha recordado que el Vaticano enseñó que “la verdadera Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia católica, pero no se identifica con ella (LG 8) (Esto es una magnífica mentira. No dice así el concilio. Tómense la molestia de leer el texto, preferentemente sobre la versión latina) y que esa enseñanza es precisamente, y significativamente, la que con más afán pretenden desmotar los no aceptan el Vaticano II”. Hoy quizás urja recordar una enseñanza complementaria del Concilio, que igualmente se pretende dejar de lado: la Iglesia católica-romana no es el Reino de Dios, sino solamente su anunciadora, su servidora, su germen y su principio (seguro que no estás pensando en los fieles cristianos del este Ortodoxo)

Pero nuevamente debo insistir con el Concilio en algo que se pretende ocultar: el espíritu es el ama del Cuerpo de Cristo que lo constituye el Pueblo de Dios (¿quién lo niega) y a quienes tienen autoridad en la Iglesia les “compete ante todo no sofocar el Espíritu y retener lo que es bueno.

La imagen pública de la Iglesia católica contradice y oculta esta enseñanza conciliar. Quien la contemple desde fuera no será capaz de sospechar estas palabras del Concilio. Más bien parece que el Espíritu sólo es “principio de vida” para la jerarquía y, SI SE ME APURA, SÓLO PARA EL PAPA. Todo aquello que quede fuera de las consignas oficiales es reprimido o prohibido por los jerarcas, sin intentar probarlo todo para quedarse con lo bueno… Se ha renunciado al diálogo como único medio evangélico de buscar la verdad y crear comunión y se ha optado por la impoisición con “el rodillo” del PODER Y DE LA AMENAZA, que nada tien que ver con Jesús…

 

Me pregunto en que mundo vive este señor!!!

Tergiversa, le sigue picando Ottaviani y no se curó del complejo sesentista: debe ser bastante mayor ya, sospecho, aunque no quiero tener el gusto de conocerlo personalmente.

¿Qué jerarquía amenaza? ¿Qué obispo tiene poder? ¿Quién estima el magisterio petrino?

Hacia el final, como buen pedagogo el editor, propone preguntas “comprometidas” para la reflexión.

Retengo ésta:

2. ¿Qué vientos de cambio te parece que corren por la Iglesia en estos días de encrucijadas y aturdimiento? ¿Es posible averiguar dónde sopla el Espíritu y en qué dirección, para dejarnos mover por él y no por “otros aires”, AUNQUE SOPLEN DESDE LA CURIA VATICANA?

 

Si yo fuese manipulador de los textos como él diría lo de Caifás:

“¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios…?

 

¿Queremos más vientos de cambios?

¿No nos ha bastado el vendaval, el tsunami que ha destrozado la piedad de los fieles, la fe en los sacramentos, y fundamentalmente en las verdades básicas de la Fe cristiana para transformarnos en un cocoliche que pierde día a día los que llamamos en teología católica “motivos de credendidad”?

¿Quiénes generaron los aturdimientos de desobediencia y confusión en estos días?

¿Si el Espíritu les sopla a ellos? Porque no dicen directamente que Roma es la gran Ramera? Lutero no llegó a tanta hipocresía.

¿El espíritu de los vientos de cambio no se ha saciado aún con lo que ha arrasado?

 

Los cristianos orientales, a los que se los inciensa nada más que en las ponencias teológicas experimentales y en alguna que otra ceremonia litúrgica; los cristianos orientales que no se animaron a convocar ningún concilio ecuménico después del III de Constantinopla, no conocen el cuasi sintagma: vientos de cambio.

Será por esto que no se sigan preguntando dónde han puesto al Señor, porque ya tienen su fe afirmada en el mismísimo Sepulcro vacío del Redentor y no se plantean la hipotética y blasfema teoría de un sepulcro con su respectivo cadáver.

 

Un sacerdote amigo, árabe, de rito Bizantino, me hacía hace poco el siguiente comentario: “Padre, estamos asistiendo a los funerales de la Iglesia”.

Seguro que él nunca leyó ni conoció a Ottaviani.

Y en cuanto a los Concilios, le sobran con los primeros que fueron la base de la fe cristológica.

Y en cuanto a los vientos, tiene todo el aire de fuego del Crisóstomo, Atanasio, Basilio y el gran denostado Cirilo Alejandrino.

Y en cuanto a ver a Cristo presente en los tiempos actuales, el viento que le sopla es el del amor a los pobres a los que alimenta personalmente en su olvidada y modesta parroquia, a la que no la afectó, ni Bugnini, ni los jesuitas.

 

Volviendo a la Magdalena.

Por insistir y mirar dónde ya nada se veía, mereció encontrar lo que deseaba.

Así como uno desesperadamente revisa una y mil veces el sitio donde dejó algo que ha desaparecido.

“Dime dónde lo pusiste y yo lo buscaré…”

Estos alquimistas de la fe, se reirán de ella, buscarán contradicciones en la redacción del cuarto Evangelio, recurrirán a las prescripciones judaicas que prohibían transportar un cadáver y más un día de Pascua…

Pero la verdad que ella fue apóstol de los Apóstoles.

 

En el mencionado cuaderno, entre otros reproches a la Iglesia(todos viejos, ninguno nuevo… poco original el hombre…) está la postergación de la mujer.

Se ve que Jesucristo ya tenía resuelto esto. Porque fue una mujer la primera en reconocerlo, cuando Él la llamó: “¡María!”.

Pero para la pobre gente, esa gente que estos portavoces del “magisterio paralelo” quieren preservar del olor a rancio de la Tradición, se prolonga el dolor de la búsqueda:

¡No saben dónde está puesto el Verdadero Cristo Resucitado!

Porque del Sacrificio de la Misa, la Presencia Real en la Eucaristía, y el verdadero viento de los dones del Espíritu Santo; en el supradicho cuadernito, en sus cabezas y en su predicación:

Nada de nada.

 

El dolor de los “verdaderos pobres” –aquellos a quienes se les ha sustraído la fe- tendrá sí, porque la Fe misma nos lo asegura, su recompensa: aquel grito y aquel abrazo contenido: ¡RABBONNI!

 

(*) el gran inflado “cristólogo” español

 

 

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P. Ismael

Los nuevos Borgia

Si non caste, tamen caute”

¿Y si probamos con la virtud?

 

César Borgia

François Arnaud, en el papel de César Borgia.

Serie “Los Borgia”

 

“Que no se le imponga al pueblo un obispo que el pueblo no desee". "Aquel que debe presidir a todos debe ser elegido por todos". "No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberles consultado expresamente al respecto".

 

Seguro que no pocos lectores pensarán que estas tres afirmaciones están tomadas de algún documento de los movimientos cristianos de base o de colectivos de teólogas y teólogos contrarios al actual sistema de nombramiento de obispos. Pues no. Son textos de los siglos III y V. El primero pertenece a san Cipriano (principios del siglo III-258), obispo de Cartago, quien consideraba "de origen divino" el derecho del pueblo a elegir a sus pastores. Su propia elección episcopal fue muy discutida.

Los dos siguientes corresponden a León Magno, papa de 440 a 461, el más importante del siglo V, que frenó la marcha de Atila sobre Roma. Y no son excepción en la literatura teológica de la época, ni se limitan a reflejar un ideal a conseguir.

 

Los cito como una brevísima antología que podría ampliar con otros muchos testimonios en la misma dirección. La elección de los obispos por el pueblo fue una práctica habitual en la historia de la Iglesia durante el primer milenio.

Agustín (354- 430) y Ambrosio (340-397) se vieron obligados a aceptar su elección como obispos de Hipona y de Milán, respectivamente, incluso contra su voluntad, porque fueron aclamados por la comunidad cristiana. También Paulino de Nola (355-431), amigo de Agustín, Ambrosio y Jerónimo, fue elegido obispo por aclamación popular, siendo sacerdote casado.

El concilio de Calcedonia (año 451) se opuso a la ordenación de aquellos candidatos que no estuvieran vinculados a una comunidad, hasta el punto de declarar inválida esa ordenación. El obispo o sacerdote que dejaba de presidir una comunidad, volvía al estado laical.

A veces la elección era muy reñida, y se producían altercados si no se respetaba la voluntad del pueblo. Algo parecido sucede hoy, pero no porque la comunidad cristiana participe en la elección de los obispos, sino porque ésta se hace al margen suyo e incluso en contra de sus deseos.

 

En la tiranía de lo relativo en la que estamos chapoteando, acostumbrados a un escándalo hoy y mañana tranquilizando beatíficamente la conciencia con alguna frasecilla de autoayuda, basados en lo que brillantemente Brunero Gherardini (*) ha llamado la “Vulgata del Concilio” con su colección de términos irritantes a cualquier intelecto que tenga algo de sentido común (y traspasado ello al lenguaje del mundo) los slogans: “pastoral”; “comunión”, “desafío”, “simpatía con el mundo”,“utilidad de los fieles”; “peculiaridades culturales…” –que en su momento nos empacharon los que venían con la fresca oleada de primavera posconciliar, parece que logran –no logran un rabanito- que los incautos (por no decir nueva generación de supersticiosos y superficiales christifideles )se vayan convenciendo, o al menos aceptando de hecho que las cosas deban ser así como son.

 

En la década de los sesenta un trío de astronautas americanos y la magna comitante caterva (expresión de Virgilio, citada por Gherardini) de los Padres Conciliares, llegaban a la luna.

Unos para sacarse una veintena de fotos, y los otros para producir una veintena de documentos que aún no terminamos de explicar, como lo pide a gritos el sentido común, la Tradición de la Iglesia y con su suavidad acostumbrada, el Pontífice reinante (¿reinante’) De la luna muchos no volvieron y los que volvieron muchos quedaron “lunáticos”.

 

La “hermenéutica de la continuidad” suplicada por el Santo Padre, exige aclaraciones de profunda teología que dejamos para quienes perdieron su tiempo en las Universidades romanas (y ganaron en lo humano) y que disuelvan las gigantescas contradicciones que de facto se producen entre los altisonantes documentos (pastorales) del Concilio y las bochornosas resoluciones canónicas (que siempre basada en la caridad, para con ellos mismos, obviamente) se contrastan mutuamente.

 

A propósito de uno de los últimos escandaletes episcopales en nuestro país, dos cuestiones que desearíamos –entre tantas- se resolviesen con toda claridad y totalmente despojadas de hipocresía.

Muchísimos católicos “piadosos” viven deplorando la corrupción de las costumbres del mundo contemporáneo, los crímenes contra la vida, las nuevas formas de constitución de la vida sexual de las personas, las desigualdades sociales, etc. Y está bien.

Pero está demasiado. Demasiado porque desplazan cuestiones dogmáticas de fondo que no terminan de cerrar y que hacen de aquellos caballitos de batalla una pantalla de distracción sobre la repelente corrupción de muchos de nuestros obispos.

Y digo nuestros, por estética literaria, nada más. Así como por estética canónica, se ha aplicado el cánon 401…

 

La primera cuestión es que el obispo, como nos lo han enseñado hasta el paroxismo, es el Pastor Ordinario y propio de una determinada porción del Pueblo de Dios, llamada Diócesis, que junto a su presbiterio, mostrándose solícitos por todos los hombres y por todas las iglesias, están “desposados” con sus propias comunidades (diócesis) al modo como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella… (Cf. TODO EL DOCUMENTO “CHRISTUS DOMINUS”; TODA LA “LUMEN GENTIUM”, TODA LA “PRESBYTERORUM ORDINIS”, TODO EL CONCILIO)

 

Ahora bien, si Cristo no tiene más que una sola Esposa, que es la Santa Iglesia – diseminada por todo el mundo en las llamadas “iglesias particulares”, según el uso de la vulgata del Concilio; el obispo diocesano, por seguir el símil con el sacramento del matrimonio, ha de desposarse con Ella, y Ella con él, amándola, cuidándola, etc. “tanto en la salud como en la enfermedad, tanto en la prosperidad con la adversidad”…

 

El Canon 401 de Código de Derecho Canónico, en el par. 1 le ruega al Obispo diocesano que, cumplidos los 75 años de edad, presente la renuncia a su oficio al Sumo Pontífice, el cual proveerá, etc., etc.

 

Muchísimas personas con 75 y hasta 95 años –por extremar- gracias a los avances de la ciencias médicas (¡que, como tantísimas otras ciencias, tanto ha alabado el último concilio!) cuentan con una salud física y mental verdaderamente envidiables, amén de una riquísima experiencia de vida.

Sabemos que las sociedades que dan espacio a sus ancianos (los que verdaderamente merecen el sentido bíblico de tan gran calificativo) son sociedades de gran experiencia, sabiduría, prudencia y con escasas posibilidades de desatinos y malos ejemplos, entre otras cosas…

 

Si es teológicamente cierto, aproximado a la fe, sentencia probable, o verdad de la mencionada vulgata, que el obispo se desposa con su iglesia particular, nos preguntamos en qué situación esponsal queda a la hora de pasar a formar parte del nutridísimo número de “obispos eméritos” que tenemos en la universa ecclesia.

¿Es que la iglesia particular, como la “viuda negra” o como la “reina de la colmena” se deshace del macho fecundador cuando se pone viejo?

¿Es que un padre deja de ser padre y esposo cuando pasa los 75 años?

 

¿Por qué un padre no puede seguir cumpliendo sus funciones de padre -¡Y tanto dice el concilio que el obispo lo es!- por más que exceda los 75 años?

Obviamente que no soy tan absurdo que esté pensando que un prelado con el seso perdido pueda seguir gobernando una diócesis…

Es más, muchos que tienen muchos menos de 75, deberían ser removidos por insanos mentales.

¿Se tenía miedo a una “gerontocracia”? ¿O a gente con experiencia que recordara que los experimentos hay que dejarlos para Einsten, Pasteur, y otros salvadores de la humanidad?

 

¿Mediante qué causa formal o instrumental, obispos tan jóvenes –sobre todo hoy con la “creatividad pastoral” y libido tan activa- asumen de la noche a la mañana la “paternidad” por un documento de identidad (llamado solemne e irrisoriamente “Bula”) comienzan a tener sentimientos de comprensión por miles y miles de fieles y sacerdotes que no conocen? ¿Hasta aquí llega el “ex opere operato”?

Y aunque muchos olvidaron la escolástica, esto se lo tienen bien masticado: basta sentarse en la cátedra para pontificar… “En la cátedra de Moisés…”, dijo Alguien…

 

Quisiera encontrar una respuesta coherente, no jurídica.

Al multiplicarse de ésta manera el número de mitrados jubilados e incrementarse la “sangre joven” entre los sucesores de los apóstoles, uno se pregunta acerca de su efectividad pastoral, es decir apostólica.

 

En tiempos de Toribio de Mogrovejo –Patrono súper aclamado del Episcopado Latinoamericano- ¿cuántos obispos viajan de aquí para allá convocados para asambleas plenarias, comisiones permanentes, asambleas ordinarias, equipos episcopales para las diversas áreas de la pastoral de la Iglesia?

¿Han incrementado los frutos de santidad en el pasivo “pueblo de Dios”?

¿Cuántas veces visitó la misma parroquia el mencionado Toribio? ¿Cuántas declaraciones a la “prensa” de su tiempo hizo? ¿Cuántas campañas de batifondo publicitario en las que invirtiera el dinero y la estólida ilusión de los fieles?

 

estrella

 

Y lo segundo, que tiene que ver con el parágrafo 2 del mencionado canon.

Se menciona una enfermedad u otra causa grave que disminuyera su capacidad para el desempeño de su oficio.

El canon pareciera desconocer que los obispos han sido concebidos, ellos también, en pecado original.

Los últimos escándalos, que –COMO SIEMPRE DEFINEN LOS VOCEROS- son calificados de “imprudencia”, “desconcierto de los fieles”, son eufemismos por: sacrilegio, traición a Jesucristo y Su Iglesia, engaño a los fieles, doble vida.

 

¿Sanción moral? ¿Deposición del cargo? ¿Degradación?

No señores, esas son cosas de la época inquisitorial.

Con ellos toda la comprensión. Muy bien. Que se tenga la misma comprensión con los que piensan distinto en otras materias…

Nada se improvisa en la vida. Lo dijimos muchas veces.

“Un abismo llama a otro abismo”.

Los abismos de las infidelidades personales, llaman a los abismos del encubrimiento y la complicidad.

 

Pero no son los pecados de la carne de estos señoritos monseñores los que me preocupan. No diré que me alarman (porque la alarma suena cuando comienza el incendio, y aquí ya estamos casi en cenizas). Simplemente digo con Chesterton: “No queremos que la Iglesia se mueva con el mundo, queremos que la Iglesia mueva al mundo” y que “para entrar a la Iglesia, hay que sacarse el sombrero, no la cabeza”.

La cabeza ve muy claro que el problema de los que estos señores hacen no reside en su bragueta, sino en su modo de concebir el sacerdocio: allí está el verdadero problema. Con lo cual, el que terminen yéndose (porque fueron descubiertos, no por la valentía de cortar con el Señor al que no podían servir) es lo mejor que puede pasar.

Pero aquí no termina todo.

 

Es que parece que nada hubiera pasado. Siempre bajo capa de prudencia y caridad, entre ladrones se cubren: un obispo que renuncia por mantener una “relación sentimental” con una mujer (relación sentimental ¿mandarle flores?) quiere “humildemente” (¿alguna vez fue humilde?) continuar como simple sacerdote trabajando a favor de los humildes…

 

Los que decimos o escribimos estas cosas, somos los negativos, los pesimistas, los derechosos, los “tradis” resentidos, los trogloditas de siempre. Los que deberíamos vivir y dejar vivir para que no se nos quemen las neuronas…

 

Es fácil ser optimista prefabricado mientras las cosas te van bien. Siempre que estamos bien somos buenos…

Estamos. Estoy. En soledad.

No esperamos más.

 

Y si yo pudiera decirle alguna palabra; una palabra de alguien que no vale nada, que no sabe nada, al Beatísimo Padre, de rodillas le imploraría que cree un “Seminario para obispos” y allí los tenga en Roma por tres años con él. Porque Pedro y Pablo sabían bien a quienes imponían las manos… Y el Santo Padre lo que tiene ante sí son los papeles (y también las presiones) de los obispos “enamoradizos” de los Nuncios comodones y las Conferencias Episcopales que le obedecen en lo que les conviene…. Santo Padre, perdóneme: ¡así le está yendo!

Y un último atrevimiento, Amado Santo Padre: ¿por qué no vuelve al bolillero? ¿por qué no prueba como con San Matías y echa suertes?

 

Tal vez, tengamos mejor suerte.

 

San Matías

 

San Matías, Apóstol.

Electo por el Dedo de Dios

 

 

 

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P. Ismael

 

(*) “Vaticano II: Una explicación pendiente” Ed, Peripecia, Madrid, 2001