“Si non caste, tamen caute”
¿Y si probamos con la virtud?
François Arnaud, en el papel de César Borgia.
Serie “Los Borgia”
“Que no se le imponga al pueblo un obispo que el pueblo no desee". "Aquel que debe presidir a todos debe ser elegido por todos". "No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberles consultado expresamente al respecto".
Seguro que no pocos lectores pensarán que estas tres afirmaciones están tomadas de algún documento de los movimientos cristianos de base o de colectivos de teólogas y teólogos contrarios al actual sistema de nombramiento de obispos. Pues no. Son textos de los siglos III y V. El primero pertenece a san Cipriano (principios del siglo III-258), obispo de Cartago, quien consideraba "de origen divino" el derecho del pueblo a elegir a sus pastores. Su propia elección episcopal fue muy discutida.
Los dos siguientes corresponden a León Magno, papa de 440 a 461, el más importante del siglo V, que frenó la marcha de Atila sobre Roma. Y no son excepción en la literatura teológica de la época, ni se limitan a reflejar un ideal a conseguir.
Los cito como una brevísima antología que podría ampliar con otros muchos testimonios en la misma dirección. La elección de los obispos por el pueblo fue una práctica habitual en la historia de la Iglesia durante el primer milenio.
Agustín (354- 430) y Ambrosio (340-397) se vieron obligados a aceptar su elección como obispos de Hipona y de Milán, respectivamente, incluso contra su voluntad, porque fueron aclamados por la comunidad cristiana. También Paulino de Nola (355-431), amigo de Agustín, Ambrosio y Jerónimo, fue elegido obispo por aclamación popular, siendo sacerdote casado.
El concilio de Calcedonia (año 451) se opuso a la ordenación de aquellos candidatos que no estuvieran vinculados a una comunidad, hasta el punto de declarar inválida esa ordenación. El obispo o sacerdote que dejaba de presidir una comunidad, volvía al estado laical.
A veces la elección era muy reñida, y se producían altercados si no se respetaba la voluntad del pueblo. Algo parecido sucede hoy, pero no porque la comunidad cristiana participe en la elección de los obispos, sino porque ésta se hace al margen suyo e incluso en contra de sus deseos.
En la tiranía de lo relativo en la que estamos chapoteando, acostumbrados a un escándalo hoy y mañana tranquilizando beatíficamente la conciencia con alguna frasecilla de autoayuda, basados en lo que brillantemente Brunero Gherardini (*) ha llamado la “Vulgata del Concilio” con su colección de términos irritantes a cualquier intelecto que tenga algo de sentido común (y traspasado ello al lenguaje del mundo) los slogans: “pastoral”; “comunión”, “desafío”, “simpatía con el mundo”,“utilidad de los fieles”; “peculiaridades culturales…” –que en su momento nos empacharon los que venían con la fresca oleada de primavera posconciliar, parece que logran –no logran un rabanito- que los incautos (por no decir nueva generación de supersticiosos y superficiales christifideles )se vayan convenciendo, o al menos aceptando de hecho que las cosas deban ser así como son.
En la década de los sesenta un trío de astronautas americanos y la magna comitante caterva (expresión de Virgilio, citada por Gherardini) de los Padres Conciliares, llegaban a la luna.
Unos para sacarse una veintena de fotos, y los otros para producir una veintena de documentos que aún no terminamos de explicar, como lo pide a gritos el sentido común, la Tradición de la Iglesia y con su suavidad acostumbrada, el Pontífice reinante (¿reinante’) De la luna muchos no volvieron y los que volvieron muchos quedaron “lunáticos”.
La “hermenéutica de la continuidad” suplicada por el Santo Padre, exige aclaraciones de profunda teología que dejamos para quienes perdieron su tiempo en las Universidades romanas (y ganaron en lo humano) y que disuelvan las gigantescas contradicciones que de facto se producen entre los altisonantes documentos (pastorales) del Concilio y las bochornosas resoluciones canónicas (que siempre basada en la caridad, para con ellos mismos, obviamente) se contrastan mutuamente.
A propósito de uno de los últimos escandaletes episcopales en nuestro país, dos cuestiones que desearíamos –entre tantas- se resolviesen con toda claridad y totalmente despojadas de hipocresía.
Muchísimos católicos “piadosos” viven deplorando la corrupción de las costumbres del mundo contemporáneo, los crímenes contra la vida, las nuevas formas de constitución de la vida sexual de las personas, las desigualdades sociales, etc. Y está bien.
Pero está demasiado. Demasiado porque desplazan cuestiones dogmáticas de fondo que no terminan de cerrar y que hacen de aquellos caballitos de batalla una pantalla de distracción sobre la repelente corrupción de muchos de nuestros obispos.
Y digo nuestros, por estética literaria, nada más. Así como por estética canónica, se ha aplicado el cánon 401…
La primera cuestión es que el obispo, como nos lo han enseñado hasta el paroxismo, es el Pastor Ordinario y propio de una determinada porción del Pueblo de Dios, llamada Diócesis, que junto a su presbiterio, mostrándose solícitos por todos los hombres y por todas las iglesias, están “desposados” con sus propias comunidades (diócesis) al modo como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella… (Cf. TODO EL DOCUMENTO “CHRISTUS DOMINUS”; TODA LA “LUMEN GENTIUM”, TODA LA “PRESBYTERORUM ORDINIS”, TODO EL CONCILIO)
Ahora bien, si Cristo no tiene más que una sola Esposa, que es la Santa Iglesia – diseminada por todo el mundo en las llamadas “iglesias particulares”, según el uso de la vulgata del Concilio; el obispo diocesano, por seguir el símil con el sacramento del matrimonio, ha de desposarse con Ella, y Ella con él, amándola, cuidándola, etc. “tanto en la salud como en la enfermedad, tanto en la prosperidad con la adversidad”…
El Canon 401 de Código de Derecho Canónico, en el par. 1 le ruega al Obispo diocesano que, cumplidos los 75 años de edad, presente la renuncia a su oficio al Sumo Pontífice, el cual proveerá, etc., etc.
Muchísimas personas con 75 y hasta 95 años –por extremar- gracias a los avances de la ciencias médicas (¡que, como tantísimas otras ciencias, tanto ha alabado el último concilio!) cuentan con una salud física y mental verdaderamente envidiables, amén de una riquísima experiencia de vida.
Sabemos que las sociedades que dan espacio a sus ancianos (los que verdaderamente merecen el sentido bíblico de tan gran calificativo) son sociedades de gran experiencia, sabiduría, prudencia y con escasas posibilidades de desatinos y malos ejemplos, entre otras cosas…
Si es teológicamente cierto, aproximado a la fe, sentencia probable, o verdad de la mencionada vulgata, que el obispo se desposa con su iglesia particular, nos preguntamos en qué situación esponsal queda a la hora de pasar a formar parte del nutridísimo número de “obispos eméritos” que tenemos en la universa ecclesia.
¿Es que la iglesia particular, como la “viuda negra” o como la “reina de la colmena” se deshace del macho fecundador cuando se pone viejo?
¿Es que un padre deja de ser padre y esposo cuando pasa los 75 años?
¿Por qué un padre no puede seguir cumpliendo sus funciones de padre -¡Y tanto dice el concilio que el obispo lo es!- por más que exceda los 75 años?
Obviamente que no soy tan absurdo que esté pensando que un prelado con el seso perdido pueda seguir gobernando una diócesis…
Es más, muchos que tienen muchos menos de 75, deberían ser removidos por insanos mentales.
¿Se tenía miedo a una “gerontocracia”? ¿O a gente con experiencia que recordara que los experimentos hay que dejarlos para Einsten, Pasteur, y otros salvadores de la humanidad?
¿Mediante qué causa formal o instrumental, obispos tan jóvenes –sobre todo hoy con la “creatividad pastoral” y libido tan activa- asumen de la noche a la mañana la “paternidad” por un documento de identidad (llamado solemne e irrisoriamente “Bula”) comienzan a tener sentimientos de comprensión por miles y miles de fieles y sacerdotes que no conocen? ¿Hasta aquí llega el “ex opere operato”?
Y aunque muchos olvidaron la escolástica, esto se lo tienen bien masticado: basta sentarse en la cátedra para pontificar… “En la cátedra de Moisés…”, dijo Alguien…
Quisiera encontrar una respuesta coherente, no jurídica.
Al multiplicarse de ésta manera el número de mitrados jubilados e incrementarse la “sangre joven” entre los sucesores de los apóstoles, uno se pregunta acerca de su efectividad pastoral, es decir apostólica.
En tiempos de Toribio de Mogrovejo –Patrono súper aclamado del Episcopado Latinoamericano- ¿cuántos obispos viajan de aquí para allá convocados para asambleas plenarias, comisiones permanentes, asambleas ordinarias, equipos episcopales para las diversas áreas de la pastoral de la Iglesia?
¿Han incrementado los frutos de santidad en el pasivo “pueblo de Dios”?
¿Cuántas veces visitó la misma parroquia el mencionado Toribio? ¿Cuántas declaraciones a la “prensa” de su tiempo hizo? ¿Cuántas campañas de batifondo publicitario en las que invirtiera el dinero y la estólida ilusión de los fieles?
Y lo segundo, que tiene que ver con el parágrafo 2 del mencionado canon.
Se menciona una enfermedad u otra causa grave que disminuyera su capacidad para el desempeño de su oficio.
El canon pareciera desconocer que los obispos han sido concebidos, ellos también, en pecado original.
Los últimos escándalos, que –COMO SIEMPRE DEFINEN LOS VOCEROS- son calificados de “imprudencia”, “desconcierto de los fieles”, son eufemismos por: sacrilegio, traición a Jesucristo y Su Iglesia, engaño a los fieles, doble vida.
¿Sanción moral? ¿Deposición del cargo? ¿Degradación?
No señores, esas son cosas de la época inquisitorial.
Con ellos toda la comprensión. Muy bien. Que se tenga la misma comprensión con los que piensan distinto en otras materias…
Nada se improvisa en la vida. Lo dijimos muchas veces.
“Un abismo llama a otro abismo”.
Los abismos de las infidelidades personales, llaman a los abismos del encubrimiento y la complicidad.
Pero no son los pecados de la carne de estos señoritos monseñores los que me preocupan. No diré que me alarman (porque la alarma suena cuando comienza el incendio, y aquí ya estamos casi en cenizas). Simplemente digo con Chesterton: “No queremos que la Iglesia se mueva con el mundo, queremos que la Iglesia mueva al mundo” y que “para entrar a la Iglesia, hay que sacarse el sombrero, no la cabeza”.
La cabeza ve muy claro que el problema de los que estos señores hacen no reside en su bragueta, sino en su modo de concebir el sacerdocio: allí está el verdadero problema. Con lo cual, el que terminen yéndose (porque fueron descubiertos, no por la valentía de cortar con el Señor al que no podían servir) es lo mejor que puede pasar.
Pero aquí no termina todo.
Es que parece que nada hubiera pasado. Siempre bajo capa de prudencia y caridad, entre ladrones se cubren: un obispo que renuncia por mantener una “relación sentimental” con una mujer (relación sentimental ¿mandarle flores?) quiere “humildemente” (¿alguna vez fue humilde?) continuar como simple sacerdote trabajando a favor de los humildes…
Los que decimos o escribimos estas cosas, somos los negativos, los pesimistas, los derechosos, los “tradis” resentidos, los trogloditas de siempre. Los que deberíamos vivir y dejar vivir para que no se nos quemen las neuronas…
Es fácil ser optimista prefabricado mientras las cosas te van bien. Siempre que estamos bien somos buenos…
Estamos. Estoy. En soledad.
No esperamos más.
Y si yo pudiera decirle alguna palabra; una palabra de alguien que no vale nada, que no sabe nada, al Beatísimo Padre, de rodillas le imploraría que cree un “Seminario para obispos” y allí los tenga en Roma por tres años con él. Porque Pedro y Pablo sabían bien a quienes imponían las manos… Y el Santo Padre lo que tiene ante sí son los papeles (y también las presiones) de los obispos “enamoradizos” de los Nuncios comodones y las Conferencias Episcopales que le obedecen en lo que les conviene…. Santo Padre, perdóneme: ¡así le está yendo!
Y un último atrevimiento, Amado Santo Padre: ¿por qué no vuelve al bolillero? ¿por qué no prueba como con San Matías y echa suertes?
Tal vez, tengamos mejor suerte.
San Matías, Apóstol.
Electo por el Dedo de Dios
P. Ismael
(*) “Vaticano II: Una explicación pendiente” Ed, Peripecia, Madrid, 2001