“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Septuagésima: paraíso y tiempo perdidos

A los pequeños Antonio y Paquito,

que me preguntan por la Septuagésima.

 

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Con las primeras Vísperas del primer Domingo de Septuagésima, iniciamos (en el Año Litúrgico tradicional) un período de semanas preparatorias al santo tiempo de Cuaresma.

Con la finalidad de no llegar sin la adecuada preparación espiritual a la Cuaresma, la Iglesia instituyó la Septuagésima, desde tiempos anteriores a San Gregorio Magno, quien la sancionó definitivamente este período, con características propias y bien definidas, el cual algunos liturgistas denominaron Antecuaresma.

 

Escribe el P. Azcárate en su inmortal obra “La Flor de la liturgia”:

“Los nombres de Septuagésima, Sexagésima, y Quinquagésima con que se distingue cada uno de estos tres domingos,, son derivados del de Quadragésima, con que los latinos designaron a la Cuaresma. La etimología es obvia; pero en cambio no es exacto su significado matemático; pues si bien el domingo de Cuaresma es, numéricamente el día “cuadragésimo” antes de Pascua, éstos otros tres no son ni el “quinquagésimo”, ni el “sexagésimo”, ni el “septuagésimo”; ya que la semana sólo consta de siete días, no de diez, y el número total de días, entre la Cuaresma y la Septuagésima, es de 61, no de 70. La denominación es, pues, una derivación lógica de la palabra Quadragésima; pero no indica el orden matemático que expresa”

 

A partir de hoy desaparece el jubiloso “Alleluia” de todos los oficios litúrgicos. El “benedicamus Domino. Alleluia, alleluia” de las Primeras Vísperas de hoy hace resonar por última vez esta expresión tan familiar para nosotros, como señal de regocijo.

En la Edad Media tuvo tal relevancia esta “despedida” del Aleluya que se compusieron oficios dedicados a demostrar sentimientos de afecto ante el Aleluya al que se despedía como a un viajero que emprendía un largo camino, para luego retornar el Sábado Santo.

A modo de ejemplo citamos un candoroso texto de la liturgia mozárabe:

“¿Te vas, Aleluya? Pues que tengas un buen viaje, y vuelvas contento a visitarnos. Aleluya.

Los Ángeles te llevarán en sus brazos para que no tropiece tu pie, y vuelvas de nueva a visitarnos”.

Aún en el ámbito extralitúrgico se celebraba, como un juego de niños, el así llamado entierro del Aleluya” llevado a cabo por los monaguillos en el cementerio parroquial.

 

Pero el sentido más profundo de la Septuagésima, tal y como lo van señalando los textos litúrgicos, es la toma de conciencia de nuestra más profunda realidad humana y llenar nuestros corazones de aquella sensatez que pide el salmista, para calcular nuestros años y no perder el tiempo.

 

El Catecismo Mayor de San Pío X sintetiza el sentido de la Septuagésima y las semanas que le siguen:

“En los divinos oficios de la semana de septuagésima, la Iglesia nos representa la caída de nuestros primeros padres y su justo castigo; en los de sexagésima, el diluvio universal, enviado por Dios para castigo de los pecadores, y en los tres primeros días de la semana de quincuagésima, la vocación de Abrahán y el premio dado por Dios a su obediencia y a su fe.

En este tiempo, aún más que en otro cualquiera, se ven tantos desórdenes en algunos cristianos por la malignidad del demonio, que queriendo contrariar los designios de la Iglesia, hace los mayores esfuerzos para inducir a los cristianos a que vivan según los dictámenes del mundo y de la carne.”

(Cf. Cap. Parte V, cap. V, 33; 34 “De las virtudes principales y de otras cosas necesarias que ha de saber el cristiano”)

 

Es de sabios comenzar por el principio.

Y la Liturgia Católica, que es sabia, nos hace empezar desde el principio.

¿Cuál es el sentido de la Cuaresma? ¿Por qué la penitencia y la mortificación? ¿Por qué las obras de caridad y la oración más intensa?

Sabiamente instituida, la Septuagésima consigue que no nos sorprenda el Miércoles de Ceniza sin saber por qué nuestro párroco esparce en la cabeza de los fieles aquel signo penitencial.

 

Por ello, el primer gran tema de ese Tiempo es el “origen” del pecado y sus consecuencias.

Es dogma de fe que la caída de los Primeros Padres en el Paraíso (que se transmitiría a sus descendientes por generación, no por imitación), denominada “pecado original” es la “muerte del alma”, mors animae (Conc. Trento, Dz 789), vale decir, la carencia de la vida sobrenatural, o de la gracia santificante.

Por lo que el pecado original consiste en el estado de privación de la gracia, que tiene su causa en el voluntario pecado actual de Adán, cabeza del género humano.

Este pecado (originante en Adán y originado en nosotros) ha despojado al hombre de sus bienes sobrenaturales y herido en los naturales (spoliatus gratuitis, vulneratus in naturalibus)

 

En relación a la vulneración de la naturaleza, la doctrina católica no la concibe como una total corrupción de la misma: aún en estado de pecado original el hombre tiene la facultad de conocer la verdades religiosas naturales y de realizar acciones moralmente buenas en el orden natural.

El Concilio tridentino enseña que por el pecado de Adán no se perdió ni quedó extinguido el libre albedrío (Dz 815)

 

La herida abierta en la naturaleza, interesa al cuerpo y al alma.

 

Heridas del cuerpo: + passibilitas (parirás con dolor, etc.)

+ mortalitas (morirás de muerte)

Heridas del alma (opuestas respectivamente a las cuatro virtudes cardinales):

+ ignorancia -------------prudencia

+ malicia -----------------justicia

+ fragilidad --------------fortaleza

+ concupiscencia --------templanza

 

Añadamos a esto consecuencias derivadas, tales como el desorden interior, la aparición del pudor, el desajuste con la naturaleza creada (natura naturata): “la tierra te producirá abrojos…” la lucha entre hermanos, pueblos; etc. etc.

 

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Ignorar el pecado original, además de herético, es una soberana gansada roussoniana.

Sin embargo asistimos con frecuencia a la triste constatación que este tema medular de la Fe (no por “bonito” sino por fundante de la historia de la Salvación) es soslayado en la enseñanza práctica de nuestras catequesis y desconocido totalmente a la hora de sacar conclusiones bien prácticas y concretas sobre la concepción del hombre y su educación cristiana.

La pérdida en el nuevo ciclo litúrgico del tiempo de Septuagésima, es otro indicador de la sensible y progresiva pérdida del sentido del pecado y del creciente –aunque desmentido por la realidad- optimismo que impulsó a los cráneos litúrgicos y pastoralistas.

 

¿Ingenuidad? ¿malicia? ¿ambas cosas juntas? (porque todo es posible) No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que no sólo se prescinde de este punto esencial (y picajoso) de nuestra Fe, sino que se actúa como si el hombre no hubiese sido afectado por esta realidad que lo hiere desde su concepción misma: nuestros colegios (llamados) católicos, nuestras asociaciones, grupos o movimientos (llamados) católicos parecieran desconocer la inclinación al pecado, el pecado mismo que a todos nos afecta.

 

La escuela mixta, los infaltables “campamentos”, entre otras variadas realidades, se han construido sobre el desconocimiento de esta vulneración de la humana naturaleza como si fuésemos ángeles; inmunes de toda vinculación con aquel lejano y folclórico relato del Génesis.

Desconocer la realidad del pecado no es un recurso catequístico para iniciar a nuestros niños y jóvenes en la vivencia de los valores evangélicos.

 

Nuestro Señor Jesucristo nos dejó bien claro su conocimiento sobre nuestra naturaleza (la que Él posee verdaderamente, con excepción del pecado original o personal e inmunidad de toda concupiscencia) cuando nos dijo: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos…”

La catequesis actual, influenciada por el pascualismo teológico y litúrgico imperante, pasa por alto la verdad del pecado original y sus consecuencias, para lanzarse en un salto suicida al alegre festejo de un hombre redimido, no sabemos de qué.

 

Que el perdido tiempo de Septuagésima no sea tiempo perdido para nosotros y volvamos, una vez más a la vigilancia y sensatez de entender que aunque se vista de seda, el pecado pecado siempre se queda…

 

P. Ismael

 

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Inés: cordera del Cordero

 

 

glorifico nomen tuum in aeternum”

(Antífona de Vísperas)

 

 

 

 

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En el la fiesta de Santa Inés, transcribo este “poema en vuelo” de su libro El río ensimismado” de mi recordado y apenas reconocido sacerdote-poeta, el Canónigo Edmundo García Caffarena: un hombre tan difícil y apasionado como el Evangelio mismo…

 

Para alimento de la piedad y examen de los Pastores…

 

“Letrilla del Evangelio”

 

“He aquí el Cordero Dios” Juan, I,2.

“Yo soy el Buen Pastor” Juan, X, 14.

 

 

Juan repite: “Es Buen Pastor”

Y el Bautista: “Es el Cordero”

¿Quién se pudo equivocar

si a los dos debió inspirar

el Espíritu de Amor?

Él nos lo puede aclarar:

fue Cordero y es Pastor.

 

Pedía la oveja mejor

pastor, cansada de errar

en manos del embustero.

No alcanzó otro conductor,

sino Aquél, que sin balar

fue llevado al matadero.

Para llegar a Pastor,

primero hay que ser Cordero.

 

No llegaré a bien mandar

si no he servido primero

si hasta la muerte, mejor

pues vivo lo que es amor

y de otro modo no quiero.

Para llegar a pastor

lo mejor es ser primero

cordero.

 

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Dulce niña, mansa como tu manso Maestro,

que tu nombre sea para nosotros

lección de martirio

y esponsal misterio…

Y aprendamos quienes pastores nos llamamos

a ser corderos por dentro.

 

P. Ismael

 

 

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El Bautismo del Señor

 

…intus reformari mereamur”

que seamos interiormente reformados”

 

(Oración del día)

 

 

 

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Completando la trilogía epifánica junto a la adoración de los Magos y el primer milagro a instancias de Santísima Madre, en Caná de Galilea, el Bautismo del Jesús en el Jordán, constituye el luminoso escenario que preanuncia la salvación que vino a traernos el Verbo de Dios Encarnado mediante sus Sacramentos.

 

Entremezclado entre los pecadores, Aquel que no consideró su divinidad como algo que debía guardar celosamente (cf. Flp 2) se humilla hasta el gesto (no solamente exterior) de recibir una ablución penitencial.

¡El Cordero inocente que había de quitar el pecado del mundo insiste ante la resistencia del Precursor que lo sumerja en las aguas del Jordán para cumplir toda justicia! (Cf Mt 3,15)

 

A más de un monofisita le hubiese gustado que el Señor obviase este gesto tan comprometedor, anticipo de aquella bendita costumbre de Jesús de Nazaret de meterse entre los indeseables (pecadores, publicanos, meretrices y demás desconocedores de la Ley)

De hecho, su inclinación por estos miserables, le acarreará la perpetua antipatía de los purísimos fariseos que acecharán constantemente las actitudes de benevolencia y misericordia sobre aquellas masas.

 

“Misereor super turbam…” “Me da pena esta gran masa de gente…”

 

Y por ello, ante esta multitud de pecadores que acudían a Juan para confesar sus miserias y ante la mirada de nuestra fe, el Evangelio nos describe con detalles más que impresionantes la testificación del Cielo sobre el Hijo predilecto del Padre, que nos manda escucharle...

“Los cielos se abrieron y el Espíritu Santo, bajo la forma corporal de una paloma descendió sobre Él y se oyó la voz del Padre: este es mi Hijo..”

 

Nuestro propio Bautismo, prefigurado en el episodio del Jordán, prometido en el diálogo con Nicodemo e instituido antes de la Ascensión, encuentra en esta fiesta un motivo para remozarnos en el espíritu de audacia que nos hace llamar a Dios “Padre”.

 

Llamar Padre a Dios supone, inicialmente, un indispensable sentimiento (sentido) de humildad.

Yo no soy más hijo que los demás hijos de Dios. Soy tan hijo como ellos.

Y tan pecador.

“Audemus dicere…” “Nos atrevemos a decir…”

Sí. Es un verdadero “atrevimiento”. Un divino atrevimiento al que nos animó Nuestro Señor cuando nos enseñó cómo y con qué palabras debemos dirigirnos a Dios.

El fundamento bautismal es el reconocimiento de no merecer ser ni llamarse “hijo adoptivo de Dios”.

Dios ha querido que no sólo nos llamemos sino que en verdad lo seamos.

Y ello no puede vivirse sin la conciencia de ser pobres pecadores amados libérrima y gratuitamente por Dios.

 

“…El os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego” (Cf Lc 3, 16)

 

En tanto que el bautismo en el Espíritu Santo es el sello sacramental (indeleble) que marca nuestra alma como propiedad divina, principio operativo de la vida espiritual cristiana; el bautismo “en fuego”, podríamos entenderlo como lo explica el Crisóstomo: “Y así como Jesucristo llama agua a la gracia del Espíritu, manifestando por la palabra agua la pureza que produce, a la vez que el inmenso consuelo que introduce en nuestras almas; así San Juan (Bautista) con la palabra fuego expresa el fervor y la rectitud dela gracias, como también la destrucción de los pecados” (Hom 11, in Matth)

Estrechamente unido a la gracia de la humildad (porque ser verdaderamente humilde es gracia de Dios) se halla el fervor (ardor de fuego) propio de quien no puede menos que “arder” en su corazón por saberse Hijo de Dios.

 

Audacia y fervor sintetizan el espíritu del bautizado.

 

Las estadísticas anuales que transcriben las cifras de bautizados en el mundo dan cuenta de una razón meramente numérica.

Hay muchos bautizados. Eso es lo que se puede contar

 

Esperando que respondiese “La Gioconda o la Victoria de Samotracia” le preguntaron a un famoso cineasta de cuestionable moralidad e incuestionable inteligencia qué salvaría del Louvre si éste se incendiase.

A lo que instantáneamente contestó: “¡El fuego!”

Mutatis mutandis, si nos preguntaran qué debemos salvar de nuestro cristianismo –ese que el Divino Redentor inauguró con los misterios de su Epifanía- no dudemos que Su fuego es lo que debe ser salvado.

 

P. Ismael

 

 

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Epifanía, llamado y camino

“Esta estrella resplandece como

una llama,  y muestra al Rey de los reyes;

los Magos la vieron y ofrecieron dones al gran Rey”

(5ta. ant. Laudes. Brev. Romanum)

 

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En el Calendario litúrgico tradicional el Tiempo de Epifanía se extiende hasta el comienzo de Septuagésima, que este año comienza el domingo 31 de enero.

Hasta esa fecha la Iglesia, iluminada por el fulgor de la Epifanía del Señor, saborea el misterio de la manifestación del Hijo de Dios.

 

El destino de los Magos

 

Que Dios se revela como, cuando y a quienes Él quiere, es una realidad de la que da cuenta la misma Escritura la que, a lo largo de su extensión histórica y literaria va refiriendo de forma impresionante la voluntad salvífica universal de un Dios que vino a ser para todos, el Niño que se nos ha dado.

Habiendo Dios hablado de muchas maneras en otro tiempo, ahora se nos ha revelado en Su Hijo Único… (Cf Heb 1,1 ss)

 

Por esas “muchas maneras” podemos entender no sólo las comunicaciones directas de la divina revelación al pueblo escogido, sino extender además –según el auténtico sentido de la Escritura- otras formas de divina intervención en la historia de la humanidad más allá de los límites de la verdadera religión depositada en Israel y llevada a plenitud por nuestro Señor Jesucristo.

 

El esplendor de la Epifanía, que se prolonga a través de estos días, ofreciéndonos preciosos textos de la Escritura y los Padres, es tan deslumbrante que nos lleva de la mano a la consideración de la bondad infinita de Dios para con los hombres de todo tiempo y lugar.

 

El pueblo escogido estaba más que acostumbrado a los ángeles: ellos revolotean por todas las páginas de la Biblia y eran los autorizados heraldos de Dios para las grandes noticias y los fuertes guerreros protectores de la nación y los individuos.

No es de extrañar que para el anuncio de la concepción del Bautista y de la Encarnación del Redentor, Dios Padre haya señalado a San Gabriel (“Fortaleza de Dios”) como su embajador para indicar la fuerza incontenible de la voz que clama en el desierto y la acción salvífica del Fuerte León de Judá, el Mesías Salvador.

 

Son los coros angélicos los que después del anuncio de otro ángel, llenarán el cielo de Belén con el primer Gloria in excelsis Deo de la historia.

Efectivamente, es por mediación de un ángel que Dios comunica a los pastores el nacimiento del Salvador: “se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz, quedando ellos sobrecogidos de gran temor...” (Cf Lc 2, 9 y ss)

Para un pueblo acostumbrado a los ángeles, son los ángeles quienes le llevan a Belén a ver esto que el Señor nos ha anunciado (Lc 2, 15)

 

¿Y para los paganos? ¿Tomará Dios el mismo procedimiento? ¿Serán los espíritus celestiales quienes les llamen a Belén?

La historia sagrada nos dice que Dios tomó otro camino, otro recurso…

Para que los paganos volvieran a Él “por otro camino” (cf Mt 2, 12)

La sabiduría divina que, como centella de luz, también se difundió entre los paganos, los dirige al Dios verdadero por el camino por el que ellos intentaban transitar: la ciencia de las cosas superiores.

 

Cuando la ciencia procede de un intelecto límpido, de una intención pura, teniendo en Dios su mismo origen, no puede dejar en tinieblas a los hombres que buscan a Dios con sinceridad de corazón…

 

Los Magos miraban constantemente las estrellas, criaturas sublimes del firmamento, creadas por Dios.

Ellas habían sido “colgadas” en el espacio por el Señor, el cuarto día de la Creación, como luminarias en la oscuridad (Gén 1, 4)

A los pueblos circunvecinos de Israel esta imagen ciertamente les escandalizaría bastante: que aquellas divinidades celestes fuesen tratadas por el relato del Génesis casi como faroles y semáforos de la noche…

Sin embargo, a un selecto grupo de científicos con fe en lo invisible, una estrella no les significó un objeto de adoración: más bien una flecha direccionada hacia la trascendencia de un Dios personal.

 

Así es como fue una estrella la que “habló” a aquellos hombres sabios que se despidieron de sus familias respectivas con un: me voy a seguir un cometa… no sé cuándo regresaré…

La Epifanía es una auténtica fiesta “ecuménica”: todos son llamados por el Dios Verdadero a la Verdadera Fe.

Y para los Magos ya no hubo otro dios que el Dios que se hizo Hombre: Jesucristo.

 

Ciencia, intuición, confianza, audacia: combinación admirable de estos misteriosos hombres para quienes el misterio se hace Luz a partir de aquello que les era propio y familiar: mirar al cielo.

Y en el cielo es donde se les manifiesta el signo divino.

A un ángel no lo hubiesen entendido y seguido.

 

Pero como todo tiene su unión, también podemos pensar –con el Angélico y el Dante- que si cada estrella es movida por un espíritu celestial, la “peregrina” estrella de Belén fue “empujada” por su ángel y los Magos empujados por Dios…

Por donde no dejará de comprobarse una vez más que Dios es el Primer Motor y conduce a todos a la feliz oportunidad de encontrar la salvación.

 

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El arca que contiene las reliquias de los Reyes Magos. Catedral de Colonia.

 

El destino de los dones

 

Si los Magos fueron como mínimo tres o superaron la docena (ello se lo dejamos al misterio de la “leyenda”) no lo sabemos con certeza.

Si fueron Reyes, tampoco.

 

Razonablemente podemos suponer que se trataba de sabios o científicos nada corrientes y con sobrados recursos para semejante viaje.

Que pertenecerían a la nobleza de sus naciones es muy verosímil si tenemos en cuenta la cualidad de los dones ofrecidos al Divino Infante.

El texto de Mateo dice: “… y abriendo sus tesoros, le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11)

No se trataría de una cantidad exigua ciertamente.

 

Podemos preguntarnos entonces qué destino tuvieron tales presentes y cómo los administrarían los castísimos padres del recién Nacido con tan escaso ajuar como el que tenían al momento de la sorprendente visita de aquel cortejo.

 

Lo que no llena la información revelada no le está vedado a nuestra piedad contemplarlo a la luz del espíritu del Evangelio.

 

Si a la vuelta de Egipto José se instala en Nazaret y retoma su humilde oficio de artesano, podemos preguntarnos: ¿qué fue de aquel oro que poco tiempo atrás le entregaron los magos orientales?

 

No sería absurdo pensar que, si al momento de la Presentación del Niño en el Templo, José ofrece un par de pichones de paloma (ofrenda de los pobres, ya que quienes contaban con recursos ofrecían un corderito) y, llegados a Egipto, y allí seguir trabajando José; los padres de Jesús hayan practicado anticipadamente el precepto del Maestro: entregar todo a los pobres para tener un tesoro en el cielo.

 

¿Y con aquella cantidad del rico y sublime incienso? ¿Qué pudieron hacer? ¿Qué destino le correspondía a la santa resina que sólo se quema en el culto divino?

Es posible que lo llevaran con todo amor al Templo para que los sacerdotes encargados de ofrecerlo cada día a la hora del sacrificio, lo quemaran en la Presencia de Aquel que se sienta sobre los Querubines.

 

Nos parece que María sólo guardó consigo la perfumada y amarga mirra:

aquel don que significa la Santísima Humanidad de Jesús.

Sí. Porque así quiso presentarse el Hijo de Dios: revestido de la carne mortal, semejante al hombre al que venía a redimir.

Nuestra Señora pudo no verlo todo en aquel momento.

Pero todo lo guardaba en su corazón.

Y su corazón de Madre intuía que de los tres dones recibidos aquel magnífico día, éste sí lo usaría para su Jesús…

P. Ismael

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La Epifanía, festín oriental

Reges Arabum et Saba

dona adducent.

 

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Fra Angelico. Adoración de los Magos.

(Nótese la delicada caricia del Niño sobre la cabeza del anciano rey)

 

De institución litúrgica mucho más antigua que la Navidad, la fiesta de la Epifanía del Señor, originada en oriente y luego traspasada a Roma, constituye uno de los más espléndidos “estallidos” de teología, arte y “leyenda” que muestre el ciclo cristológico de nuestro Año Litúrgico.

 

La trilogía Adoración de los Magos – Bautismo de Jesús – Primer milagro en Caná, conforma el tríptico teológico-litúrgico de esta festividad, celebrada como la manifestación del gran misterio de piedad a todos los pueblos de la tierra.

En tanto que la Navidad entraña el sentido más intimista de llamado a los pastores (los pobres de Yahvéh –annawin-, que aguardaban el consuelo de Isarel), la Epifanía del Señor es la fiesta más cargada de refulgentes connotaciones a la gloriosa manifestación del Mesías y su llamado universal: Cristo ha aparecido hoy sobre la tierra: venid a adorarlo.

 

Los textos de la Escritura escogidos cuidadosamente por la liturgia son un verdadero festival oriental de luz, colorido y resonancias tan intenso que de las escenas de la vida de Jesús que ha tratado el arte cristiano, no se puede encontrar otra que haya tenido tantas expresiones pictóricas de las que dan cuenta las más ricas colecciones de los grandes museos.

Especialmente el arte flamenco, el italiano, las escuelas italianas y españolas de la pintura cuentan con un número altamente significativo de piezas de paneles, retablos, lienzos y esculturas más cuantiosas que otros motivos de la Vida del Redentor.

Otro tanto podrá decirse de cuánto el carácter “oriental” del acontecimiento ha inspirado antiquísimas leyendas y costumbres inmemoriales.

 

Ello es indicador de lo subyugante del misterio y del encanto que desde la más remota antigüedad suscitó la Adoración de los Magos en la fe y los sentimientos de los cristianos, tanto de oriente, como de occidente.

 

Vamos, por sobre la verdad histórica revelada por el relato de San Mateo, a detenernos en varias y deliciosas leyendas que circulaban en oriente sobre estos misteriosos personajes, a los que el evangelista del ángel llama simplemente “Magos venidos de oriente”, sin decir que se tratara de reyes, ni especificar su número y las circunstancias de su aventurado viaje y entrada en la conmocionada Ciudad Santa de Jerusalén.

 

Escribe Chesterton, refiriéndose a los valores de la “leyenda”: “De toda nuestra cultura surge la noción de que han de venir mejores días.Y los hombres de las Edades bárbaras estaban convencidos de que se habían ido los días felices. Creían ver la luz hacia atrás, y hacia delante adivinaban la sombra de nuevos daños… en cambio, la situación de aquellos hombres era tal, que esperaban, si, pero esperaban, si vale decirlo, del pasado…”  (aut. cit. “Pequeña historia de Inglaterra)

 

Sobre este principio y sobre la base de un original artículo de Juan Francisco Giacobbe * en que sostiene que la leyenda es “una necesidad lírica de la vida, y es, por lo mismo, una ansiedad de embellecimiento y de enaltecimiento de todo aquello que es fatalmente útil, necesariamente feo y obligatoriamente vulgar. Porque de aquella misteriosa necesidad de excelencia, que anima al hombre en querer transformar la cruda sucesión de los hechos monótonamente ordinarios, nace la leyenda”; arrimamos a la cierta y segura verdad histórica del misterio de la Epifanía, el misterio humano del asombro y la ingenuidad de la leyenda, que no por leyenda, puede dejar de ser real…

 

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Desde hace dieciocho siglos, en lengua árabe y en lengua siria, los padres y los abuelos decían a sus niños: “Hoy es Navidad (nótese que para ese entonces se celebraba una única fiesta con esta impronta epifánica), Jesús fue adorado, primero por los pastores, que eran sus semejantes, pobres y puros, y después fue adorado por los Reyes Magos. Estos Reyes venían de Persia, sabían adivinar y adoraban las estrellas”

 

“En esa noche, un ángel guardián del cielo se les apareció mientras estaban en un festín espléndido y les anunció el nacimiento de Jesús.

Los Reyes comprendieron el anuncio de Dios , con gran pompa y aparato tomaron tres libras de oro, tres de incienso y tres de mirra y, acompañados por nueve hombres y siguiendo la Estrella, salieron con el primer canto del gallo”

“Desde Persia a Belén hay leguas y leguas: las caravanas, en viaje ordinario, tardaban días y semanas en llegar; pues bien, los Reyes Magos llegaron al rayar la aurora del día 25 habiendo salido hacía apenas unas horas, con la diana del gallo. ¡¡Eso era un espectacular prodigio!!

 

“Y después de hablar con Herodes, llegaron a la caverna donde Jesús había nacido: allí estaban también la Estrella, el Ángel, María y José con el Niño”.

 

“Los Magos dejaron los ricos presentes y María les dio, como reconocimiento de tanta humildad, un pañal del Niño Dios; pasaron luego cinco días al lado del Hijo del Cielo y después, evitando el encuentro con el cruel Herodes, se volvieron a Persia. El viaje de retorno fue tan milagroso como el de ida; salieron con la noche y llegaron justamente a la hora del almuerzo a su tierra: comieron opíparamente, narraron el nacimiento del Recién Venido y cuando el clarear matutino del día siguiente llegó, los Magos hicieron una gran fogata y, después de adorar al fuego, echaron en él el pañal que María les había regalado”.

 

“Un hecho prodigioso se hizo ante el pueblo: el pañal no se quemó, y he aquí que todos comprendieron que ese pañal era la vestidura del Dios de los dioses y lo adoraron con fe ardiente”.

 

Los mismos Evangelios Apócrifos conservan aún el calor del prodigio, el milagro y la celeridad con una sencillez y gracia cautivantes.

Los afluentes a esta inicial “leyenda” van incrementándose desde Egipto, Armenia, Bizancio y la India.

 

Todo el oriente brinda su tributo imaginativo para hacer más esplendorosa esta leyenda que esconde bajo su apariencia pueril, la esencia de un misterio religioso que han producido de los Santos Padres, extensas y profundas consideraciones.

 

Y así pasaron los Magos de ser unos desconocidos, a tener sus nombres…

En el principio fueron tres y se llamaron: Melkon, rey de Persia; Gaspar, rey de los indios y Baltasar, rey de los árabes.

Cada uno contaba con un enorme séquito, compuesto de cuatro mil soldados y cuatro generales, de manera que, cuando llegaron a Belén, doce mil soldados hicieron guardia de honor al recién Nacido. Y cuando los reyes bajaron de sus riquísimas cabalgaduras, las bocinas, las arpas, los tamboriles, los platillos, los pífanos y los panderos, hicieron sonar el aire de alegría, y toda la multitud empezó a entonar un cántico de alabanza ante el Niño, y Dios fue loado.

 

Pero estos Magos no habían llegado, como los de los árabes y sirios, en unas pocas horas. Habían tardado todo el período de la gestación del Infante y, desde el día de la Anunciación (desde nueve meses atrás) venían viajando con tan poderoso séquito, trayendo cada uno, no un presente sino innumerables y maravillosos regalos.

 

El Rey de Persia traía, no sólo la mirra, sino aloe y muselina vaporosa, púrpura de Tiro, cintas de un lino transparente y los Libros Sagrados sellados por el dedo divino.

 

El Rey de los indios, no sólo traía el incienso cultual, sino además preciadas esencias que purifican y espiritualizan el alma hacia el cielo, y, por eso, traía nardo oloroso, cinamomo en cuentas perfumadas (de las cuales nacería el rosario) y la sabrosísima canela.

 

Y el Rey de los árabes, aparte del oro, plata bruñida, piedras preciosas con los tonos del zodíaco, perlas finas y zafiros de precio incalculable.

 

En los himnos bizantinos y en el arte del mosaico los Reyes Magos fueron teniendo aceptación, como en el rito litúrgico. Y la fiesta fue haciéndose propia, es decir, separada de la fiesta del Natalis Domini.

En tiempos de Romano el Melodista la fiesta forma parte aún de la Navidad y en el precioso himno de este santo de la Iglesia de oriente, los Magos tienen un diálogo de nueve largas estrofas con la Virgen.

Con extraordinario arte, Romano no fija el número de magos y sí dice que vinieron de Caldea, de Babilonia y de Persia, no dice cuántos ni quiénes eran, quedándose dentro de la más perfecta ortodoxia de los evangelios canónicos.

 

San Juan Crisóstomo tenía por cierto que los magos habían empleado dos años y trece días en seguir a la estrella y que por ello llegaron el 6 de enero.

La leyenda se va aumentando de forma sorprendente: para San Agustín y San Juan Crisóstomo eran nada menos que doce.

 

Estos son los nombres que dan los relatos orientales:

Barkhuridai, Dadmusai, Bardimsa, Sahabani, Khorina, Dedmusa, Dispugai, Khumarai, Savura, Ispanai, Sahurai y Samiram.

En otras leyendas, con el número tradicional de tres, adquieren los nombres dignos de altas letras: Así en una se llaman Appelios, Amerus y Damascus; en otra Ator, Sator y Peratoras y, en otra: Megalath, Galgath y Sarasin.

 

Para la tradición herética de los gnósticos, que era como la síntesis de toda la cultura mágica de oriente traspasada a occidente por el canal del neoplatonismo y uniendo los ideales del nuevo mundo lógico y el cabalístico, convivían, por el sincretismo judío, toda la sabiduría persa, la cultura del zenda-avesta, la cabalística caldea (kábala de Adam Karmok) unido ello a la necromancia y astrología de los egipcios.

Ejerce una fascinación sobre el mundo helénico y romano, absorbente y desorientador, llegado como coqueteo cultural o como diletante posición mágica.

 

Aunque Plotino no está inmune del influjo del gnosticismo, los exponentes más representativos hay que buscarlos en Apolonio de Tiana, Simón el Mago y Valentino (con su petulante y enmarañada exposición del evangelio) en oposición al verdadero espíritu del verdadero Evangelio.

 

Los Magos, respondiendo a los principios de Ormuz y a un número cabalístico, eran doce, y cada uno de ellos tenía un nombre que representaba una emanación de Dios.

Y así se llamaron: Reino, Corona, Belleza, Magnificencia, Juicio, Inteligencia, Gloria, Prudencia, Severidad, Victoria, Fundamento y Sapiencia.

 

Estos magos vieron nacer en el día de Jesús una constelación nueva: la del Pesebre y vieron los signos astrológico que anunciaban el arrasamiento total de Jerusalén y el final de las pasadas edades en la conjunción de Marte y Júpiter.

 

Llegaron a Belén desde los cuatro puntos cardinales y a través de los elementos: desde el mar, desde el desierto, desde la selva y desde el aire por el anuncio del cometa: en ellos estaban representadas las edades del hombre en la vida, los símbolos de la vida.

 

Cuando pasaban por los caminos los templos antiguos se tambalearon y los dioses se despedazaron, mientras el Rey David se despertaba en su tumba para cantar a Su Señor, el Dios verdadero.

 

Y llegando al pesebre, cada uno acompañado de un genio celeste, entregaron sus extraños presentes:

 

Corona: acompañado por un genio negro, trajo un trozo de la luz iluminante;

Sapiencia: trajo el “logos” iluminado;

Prudencia: un cántaro de agua del Paraíso;

Magnificencia: el símbolo de la cabeza del león;

Severidad: una columna de fuego rojo y negro;

Belleza: el símbolo del espejo con los colores del alma, que son el verde y el amarillo;

Gloria: la columna salomónica

Y Sabiduría: el “abaxas” sagrado, maravilloso símbolo total en el cual las 365 inteligencias que rigen al mundo en todos sus órdenes están escritas en el fuego eterno.

 

Una leyenda posterior asegura que apenas Jesús tuvo ante sí todos estos presentes, extendió su mano (que venía a dar el reino a los pobres) y redujo todo a polvo, mostrando al cristianismo enemigo de toda posición intelectualista, hermética e iniciada.

 

estrella

 

La estrella

Había sido creada con el mundo del Paraíso terrestre y había desaparecido con la culpa de Adán, reapareciendo para la Encarnación del Verbo, para terminar su ciclo el Día del Juicio.

 

Para Santo Tomás aquella estrella “no fue una de las estrellas creadas desde el principio del mundo: porque ninguna delas estrellas ordinarias se mueve desde el septentrión al mediodía, ninguna interrumpe su movimiento, ninguna luce de día y ninguna está tan cerca de la tierra como para hacer distinguir netamente la posición de una casa” Para el Aquinate ello fue una manifestación del Espíritu en forma de estrella y no un absurdo astronómico.

 

En 1572 Tycho Brahé descubre en la constelación de Casiopea una gran estrella fulgurante a la cual da el nombre de “La Pellegrina”, identificándola con la estrella de los magos, por aparecer a distancia de 315 años, llegando a tener por ello su protagonismo en el nacimiento de Jesús.

 

Para Kepler la estrella de Belén fue la reverberación de la conjunción de Marte, Saturno y Júpiter que formaron el temible trígono de fuego, tan importante para el mundo antiguo en su especulación de lo divino.

 

Según una muy segura tradición los restos de los tres Reyes Magos, fueron trasladados por el emperador Federico, desde Milán a Colonia, a la magnífica catedral alemana, cuyos planos, también según la tradición fueron diseñados por el genio de San Alberto Magno, descansando las mencionadas reliquias en una magnífica arqueta.

 

Que el temblor, la ansiedad y emoción de la noche de Reyes de nuestros años infantiles se renueven en esta Epifanía y seamos nosotros, adultos ya en la fe, pero niños en la audacia, quienes nos atrevamos a pedirle una estrella y a ofrecerle al Divino Infante lo que los misteriosos dones significan: el más puro amor, la oración más ardiente y confiada y la mortificación de nuestros inveterados vicios.

 

Y esperemos a la luz del pasado…

 

(* fino músico y compositor argentino)

P. Ismael

 

 

 

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