“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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La hija de Jefté

Un voto impugnable


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El odio a los enemigos, al igual que muchos de los episodios de violencia narrados en la Escritura Santa del Antiguo Testamento, en su marcado contraste con la doctrina de Cristo sobre el amor, siempre ha constituido materia de dificultad y de escándalo para muchas conciencias cristianas.


Unos de los mayores obstáculos que encontró Simone Weil, hebrea de sangre, en el Testamento de sus mayores, fue precisamente este cuantioso cúmulo de historias violentas, imprecaciones, odio en definitiva, lo que le llevará al rechazo del Antiguo Testamento y su exclusiva adhesión (a su modo ebionita) al Evangelio de Jesús, que tanto la sostuvo en su predicación de la no violencia, pero que no bastó, de facto, para que abrazase sacramentalmente el cristianismo.


Ciertamente este lenguaje contrasta con el espíritu de amor predicado por Jesús y como apunta con cuidado Giorgio Castellino “las tentativas de solución de los exégetas antiguos y de algunos modernos, si resolvían el problema moral, no resisten en la actualidad al análisis histórico y ambiental”


Pero teniendo en cuenta que todas estas estas historias han sido escritas a Spiritu Sancto dictante, para nuestra edificación y que nada de lo se contiene en las Sagradas Escrituras es vano y deja de anunciar el gran misterio de piedad que ha de revelarse en Jesucristo, consideramos que también de esta piedra dura, podemos nosotros sacar el óleo de la piedad y la verdad que, teniendo en cuenta la así llamada pedagogía divina, Dios, Autor de ambos Testamentos ha permitido –teniendo en cuenta las edades del hombre- entrañen siempre una lección de vida.


El texto bíblico sobre el que vamos a meditar es el tremendo episodio de la historia de Jefté, contenido en el capítulo 11 del libro de los Jueces.


Una lectura superficial y atea de las que podemos encontrar tantísimas en el mundo actual vuelto de espaldas a Dios, encuentra en estas páginas (como lo podemos comprobar por la abundancia de opiniones que van desde la blasfemia hasta la hilaridad, de la superficialidad burlona) la tan buscada respuesta que derribe la afirmación de la existencia de Dios.


O en todo caso la solución maniquea (Manes no ha muerto…) de adjudicarle a Dios el origen de buena parte o la totalidad del mal del mundo.


Ni siquiera faltan imágenes (literarias y visuales) de un Dios al modo del Cronos devorando a sus hijos de Goya, en las que es presentado como un monstruo saciándose de la carne y la sangre humanas.


Vayamos de una vez al texto.


Jefté de Galaad, guerrero esforzado de origen adulterino, vino a ser constituido por razones de conveniencia a favor de Israel en Juez.


Honesto y cumplidor de su palabra recibe la encomienda de negociación con los ammonitas y como lo podremos comprobar por la lectura de los vv 14 al 27, sus razones presentadas al rey de los hijos de Ammón, se encuentran en completo acuerdo con los libros de Moisés, fundamentalmente las que se refieren a la prescripción a favor de Israel por posesión de la tierra durante los últimos 300 años.


No encontrándose en otra alternativa (como era lo corriente) que entablar la guerra ante la negativa de los ammonitas el texto narra desde el v. 29 al 40 la escalofriante historia:


El espíritu del Señor descendió sobre Jefté, y este recorrió Galaad y Manasés, pasó por Mispá de Galaad y desde allí avanzó hasta el país de los amonitas.


Entonces hizo al Señor el siguiente voto: "Si entregas a los amonitas en mis manos, el primero que salga de la puerta de mi casa a recibirme, cuando yo vuelva victorioso, pertenecerá al Señor y lo ofreceré en holocausto". Luego atacó a los amonitas, y el Señor los entregó en sus manos. Jefté los derrotó, desde Aroer hasta cerca de Minit —eran en total veinte ciudades— y hasta Abel Queramím. Les infligió una gran derrota, y así los amonitas quedaron sometidos a los israelitas.


Cuando Jefté regresó a su casa, en Mispá, le salió al encuentro su hija, bailando al son de panderetas. Era su única hija; fuera de ella, Jefté no tenía hijos ni hijas. Al verla, rasgó sus vestiduras y exclamó: "¡Hija mía, me has destrozado! ¿Tenías que ser tú la causa de mi desgracia? Yo hice una promesa al Señor, y ahora no puedo retractarme".


Ella le respondió: "Padre, si has prometido algo al Señor, tienes que hacer conmigo lo que prometiste, ya que el Señor te ha permitido vengarte de tus enemigos, los amonitas". Después añadió: "Sólo te pido un favor: dame un plazo de dos meses para ir por las montañas a llorar con mis amigas por no haber tenido hijos".


Su padre le respondió: "Puedes hacerlo". Ella se fue a las montañas con sus amigas, y se lamentó por haber quedado virgen. Al cabo de los dos meses regresó, y su padre cumplió con ella el voto que había hecho. La joven no había tenido relaciones con ningún hombre. De allí procede una costumbre, que se hizo común en Israel: todos los años, las mujeres israelitas van a lamentarse durante cuatro días por la hija de Jefté, el galaadita.”


Nuestro intento es aproximarnos con espíritu de fe y piedad a este relato tan desconcertante como rico en disparadores hacia una lectura cristiana del mismo y posibles consideraciones para la vida espiritual.


La Carta a los Hebreos (11, 32-33) cita a Jefté como ejemplo de fe, lo que de significa que su autor presupone la intención recta que tuvo de obligarse con un voto ante Dios.


Mas ese voto fue, como lo dice tajantemente San Jerónimo imprudente y necio.


La nota al v 29 de la Biblia de Straubinger cita el comentario de Schuster-Holzammer:


“El Espíritu del Señor vino sobre él sólo para libertar a su pueblo, y no le preservaba –como no preservó a Gedeón, Sansón, David, etc. de los pecados personales de la ignorancia e irreflexión, ni le elevaba sobre las ideas erróneas y costumbres depravadas de aquel tiempo, no sobre todo aquello que pudo quedarle de los años de merodeador… Acaso se dejara arrastrar… por el ejemplo de los pueblos paganos vecinos, los cuales ofrecían a la las divinidades los seres más queridos cuando a ellas acudían en demanda de algo importante”.


Nos parece de suma consideración esta aclaración que nos ilustra de la ignorancia que el mismo Jefté pudo tener de la lección final del sacrificio exigido por Dios mismo al padre Abraham.


Seguro el Señor de la rectitud del padre por quien se bendecirían todas las naciones de la tierra, detiene la mano temblorosa del anciano interiormente destrozado, cuando se disponía a cumplir la voluntad divina.


Ubicados en la postura planteada al principio, también se estará pronto a condenar a Dios por semejante exigencia y al mismo Abrahán por ser tan mal padre


Sabemos que en la sustitución del sacrificio de Isaac por el carnero con sus cuernos atrapados en la zarza, se muestra el rechazo explícito del Dios de Israel de todo sacrificio humano, más que suficientemente condenado en la Torá.


Esto se vinculará luego en la legislación mosaica con la prescripción de redimir al recién nacido mediante la inmolación de un animal, como lo vemos también en el Nuevo Testamento (cf Lc 2, 22-24).


Un voto


Vinculado con la virtud de RELIGIÓN, el voto, según el Aquinate implica cierta obligación de hacer u omitir algo (cf 2-2 q.88 a 1 – 12).


Tres cosas se requieren necesariamente en el voto:

1) La deliberación

2) Un propósito de la voluntad

3) La promesa, en que se consuma la esencia del voto.


El mismo Sto. Tomás enseña que, en casos, se añaden otros dos elementos que confirman el voto: la fórmula oral (“cumpliré los votos que pronunciaron mis labios”) y la asistencia de testigos.


Así Pedro Lombardo definirá (In Sent. 4 d38 q.I a.I q 2) al voto como “Testificación de una promesa voluntaria que debe hacerse a Dios y que versa sobre algo que le concierne”.


En el siguiente artículo, Sto. Tomás se preguntará si el voto debe hacerse siempre de un bien mejor, y en las dificultades (2) citará el episodio de Jefté:


“Jefté es enumerado en la Epístola a los Hebreos en el catálogo de los santos. No obstante, sabemos que mató a su hija inocente en cumplimiento de un voto. Si tenemos en cuenta que la occisión del inocente no es un bien mejor, pues es intrínsecamente ilícita, parece deducirse que el voto puede hacerse no sólo de un bien mejor, sino también de cosas ilícitas”.


Jefté pudo muy bien no hacer el voto.


En el sed contra del artículo que estudiamos, Tomás cita al Deuteronomio:

“Si no haces voto, no cometes pecado”.

De nada ilícito o indiferente debe hacerse voto, sino tan sólo de un acto virtuoso.


Por ello lo que no supone necesidad absoluta ni condicionada a un fin tiene toda la razón de voluntario y constituye la materia más propia del voto. A ello es a lo que se le llama bien mayor en comparación al bien necesario para la salvación. Por lo tanto, en términos propios, debe decirse que el voto es de un bien mejor ( q 88 a 2, resp.).


Aclaremos, por otro lado, que no sería sujeto de voto o promesa, aquellas cosas que debemos cumplir por tratarse de Ley Divina positiva, como por ejemplo, los Mandamientos.


Yo debo cumplir los mandamientos sin voto alguno…


Muy lejos de las sutiles precisiones del Aquinate encontramos a Jefté con toda su genética oriental y bastante supersticiosa.


No pudo hacer semejantes distinciones y al igual que Herodes, aunque en nada similar a su cobardía y lascivia, a causa del juramento y por los testigos (Mc 6, 27), su palabra era su palabra, máxime que el destinatario de la promesa era Dios mismo y no una concubina con corazón de serpiente.


Hacia el final de la segunda solución a la objeción planteada más arriba, Sto. Tomás, analiza el desafortunado voto de Jefté.


“…Esta promesa ciertamente podía tener un desgraciado desenlace si le salía al encuentro un ser no inmolativo, un asno o un hombre, como así sucedió.


Con esto se aclara el que San Jerónimo diga que ‘obró insensatamente al hacer el voto –por falta de discreción- e impíamente al cumplirlo’.


“Sin embargo, la Escritura observa que ‘el Espíritu del Señor fue sobre él’… por la victoria que obtuvo y también porque, con mucha probabilidad se arrepentiría de su iniquidad, que, a pesar de todo figuraba un bien”.


Imprudencia y necedad sentencia el gran Jerónimo.


Ello no le resta por otra parte nada al manifiesto dolor y profunda angustia de Jefté quien, al ver aparecer a su hija querida seguramente se deseó la muerte.


Queriendo salvar a su pueblo mediante una costosa y a su juicio, sublime ofrenda a Dios, humanamente arruina dos vidas: la suya propia y la de su hija, cuyo nombre desconocemos y cuya actitud, conforme a la mentalidad de su tiempo, nos estremece.


Muchas veces he pensado si acaso, aprovechando los dos meses de plazo para el llanto por su virginidad en los montes, no pudo la joven intentar la huída, con lo que desobligaba a su padre y salvaba su vida.


¿Pudo hacerlo de hecho?

Tal vez sí.


Abandonada a su suerte en el desierto, o tal vez rescatada por alguna caravana, quizás el final de la historia, desde nuestro modo de seguir una novela, nos hubiese gustado más.


Pero para la joven el voto de su padre tenía el mismo valor divino.


Ella se sintió igualmente obligada por un voto que no formuló.


La misma Simone Weil, de la que hablamos al comienzo, hizo su elección inmolativa y seguramente, lloró en tierra extranjera, no concretar su impresionante oblación.


La historia de la hija de Jefté está cerrada, pero no el camino de nuestras consideraciones.


Nuestros votos


Todo lo que se ofrece a Dios, supuesto como hemos dicho, el bien mejor, bajo la forma obligante del voto, adquiere una dimensión de vínculo sagrado que atrae del Señor especiales gracias para quien realiza tal ofrenda.


Así se comprende en su profundidad más excelsa la emisión de los votos de un religioso u otra suerte de consagración que comprometa la vida en servicio de Dios, la Iglesia y las almas.


Y también se comprende cuan grave sea su quebrantamiento y qué lamentables consecuencias tiene para toda la Iglesia el tomar a la ligera los votos que se pronunciaron ante ella.


Más imprudente y necia que Jefté se muestra la sociedad humana contemporánea incapaz de sostener para siempre sus promesas, sus decisiones y hacerse cargo de sus consecuencias.


Cuando algo comienza a molestar (y los ejemplos extenderían nuestra exposición más allá de lo conveniente) los votos se botan: ¡al pozo con ellos!


Valieron mientras se sintió el cosquilleo del supuesto amor a Dios o al prójimo en el corazón.


Y junto a la triste e innumerable colección de votos o promesas incumplidos (religiosos, sacerdotales, matrimoniales, amicales) podríamos señalar finalmente otra incontable cantidad de promesas vanas, absurdas, estériles, inútiles…


Es propio de sujetos de mente corta hacer votos de esta índole.


Como aquel compañero mío que hizo voto de silencio y en la mesa parecía un mono cuando quería que le alcanzáramos la sal…


Porque, como termina risueña y magistralmente la cuestión Santo Tomás,

“Vota vero quae sunt de rebus vanis et inutilibus sunt magis deridenda quam servanda”

“Los votos de cosas vanas o inútiles, son más que otra cosa, dignos de risa”


P. Ismael


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