“illos tuos
misericordes oculos…”
Hace poco, utilizando la expresión de uso vulgar “los ojos son ventanas del alma”, nos quedó la necesidad de reflexionar un poco más –sin pretensiones de especialista- sobre el mirar, el ver, los ojos en particular.
No decimos nada nuevo cuando notamos que junto con el sentido del oído (por el cual viene la fe, en el sentir de San Pablo), la visión ocular, constituirá para el bienaventurado la fuente de su eterno conocimiento y fruición del rostro de Dios (cf. Artículo anterior, en la conmemoración de los Fieles Difuntos).
Tampoco es novedad para el lector asiduo del Santo Evangelio, las sutiles anotaciones de sus Autores sobre las miradas y los ojos de Jesús.
El padre de la parábola vio a su hijo y se conmovió (cf Lc 15, 21).
Jesús vio a Zaqueo, quien subido a un sicómoro quería verlo a Él: “y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista…” (Lc 19, 5).
Al joven rico el Señor dirigirá una mirada muy particular. “Jesús fijando en él su mirada, le amó y le dijo…” (Mc 10, 21).
Ante la dureza de aquellos de la sinagoga que le acechaban a ver qué hacía aquel sábado con el hombre de la mano paralizada, nota Marcos: “Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón…”(3, 5).
Al ver el sitio donde habían puesto el cuerpo de su amigo Lázaro “Jesús se echó a llorar” (Jn 11, 35).
Durante su Pasión, mientras Pedro peleaba con su corazón que quería ser del Maestro y temblaba ante unos sirvientes ordinarios, y tras el escalofriante canto del gallo predicho por ÉL, “el Señor se volvió y miró a Pedro… y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22, 61,62).
Dejemos aquí el listado, que sería extenso, de citas que tienen que ver con la mirada y los ojos del Hijo de Dios.
El Evangelio da cuenta de muchos sucesos de miradas y otros podemos suponerlos por el contexto, la realidad y la Persona de Jesús.
¿Cómo sería la mirada de Cristo que bastó para que de una, casi todos sus Apóstoles, dejándolo todo, le siguiesen?
¿Cómo sería la mirada del Maestro que dijo sinite parvulos venire ad me?
¿Cómo fue la mirada sobre la adúltera, la Magdalena, la hemorroísa y tantos pobrecitos y pecadores que se atrevieron a acercársele?
Es imposible imaginar en Él unos ojos enjuiciadores, duros, indiferentes…
Hace bastante leí, creo que la idea era de Martín Descalzo, que hacia cierta edad de la vida uno ya es responsable del rostro que tiene. Digo que no lo recuerdo con exactitud y espero que desde el cielo me perdone la imprecisión, ya que no el plagio, cosa que siempre me ha repugnado.
La reflexión giraba en torno a las facciones. Yo lo aplicaría a las miradas y a los ojos que miran.
San Juan en su Primera Carta habla de la concupiscencia de los ojos (Cf I Jn 2, 16) entendiendo por ello la idolatría de la insaciable avaricia; dándose la mano con el crudo Cohélet para quien “no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír” (Qo 1, 8).
Supuesta en el hombre esta tendencia originada por el primer pecado y la inclinación desordenada a querer apropiarse, al menos mediante la vista, de toda criatura, y la insaciabilidad de los ojos, hay algo que podemos, y debemos considerar.
Si Jesús ha dicho “Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios”, hemos de pensar que la pureza interior y la felicidad eterna también se forjan a partir del ver las cosas como Dios las ve.
Si con el paso del tiempo somos “dueños de nuestro rostro” (porque él acusa las expresiones faciales más habituales de nuestro diario gesticular), con el mismo implacable avance, nos vamos haciendo dueños de nuestros ojos: ellos son lo qué miramos, cómo miramos y los más ingobernables delatores de nuestro estado interior.
En su pegadiza canción “Miradas” el cantautor argentino Axel (¡y no se escandalicen la devota Filotea ni el ortodoxísimo teólogo por mi cita!) hay una sugestiva y necesariamente incompleta, lista o tipología de “miradas” de esas que a diario nos encontramos en la vida.
En mi juvenil mundo andaluz sonaba también aquello de “y tu mirá se me clava en los ojos como una espá…”
Cada uno, más allá de la tonalidad del iris, ha ido labrando su mirar “hacia fuera”: el mundo, el prójimo, las más pequeñas situaciones.
Por deambular un poco por el mundo animal, podríamos por ejemplo, graficar algunas miradas: de perro, de tigre, de león, de cobra, de ternero, de lechuza, etc., etc. ; salvando claro está, la mención de los caninos, que excepto en caso de rabia, tienen miradas más tiernas que muchos humanos…
Cada quien, va siendo, día a día, responsable de su mirar, de sus ojos: quien mira mal no puede tener otra cosa que ojos de malo.
¿Qué cirugía estética u oftalmológica podrá cambiarnos, a esta altura de la vida, estos ojos que tenemos, que nosotros mismos, en buena parte nos hicimos?
Pienso en la vocación de Abrahán y el imperativo que el Dios que lo saca de su pueblo le señala: “Yo soy Él Shadday, anda en mi presencia y sé perfecto” (Gén 17, 1)
Caminar en la presencia del Señor no es otra cosa que sentirse mirado por Él, dejarse mirar, buscar su mirada, mirarlo en definitiva.
Ser dueño de tus ojos.
En la retina del alma se graba lo que cautiva la mirada. Allí se guardan los recuerdos más fuertes de la vida de un hombre: los rostros amados y las grandes tragedias y dolores.
Imborrables, coloridas, fidelísimas con un verismo perfecto…
Si nos dejamos mirar por Dios, tal vez Él mismo cambie nuestra mirada y nuestro mirar. Presencia de Dios, que le llamamos en Ascética.
Y en los caminos de la Mística, que no es otra cosa que unión de amor con Dios, veremos qué sentido tan natural –y lo remarco porque no hay otra felicidad para el hombre- tienen los versos de San Juan de la Cruz:
Descúbreme tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura,
mira que la dolencia de amor,
que no se cura,
sino con la presencia y la figura.
De los ojos y el mirar de Nuestra Señora, nada nos dice el Evangelio.
Por lo que hemos considerado acerca de Su Divino Hijo, y por lo que nos enseña la cristología, inferimos que los ojos de Jesús y su mirar han sido lo más parecidos, lo más calcado, a los ojos de Su Madre.
Jesús tiene los ojos de Su Madre.
Este habrá sido uno de los primeros cumplidos que recibió el Niño que María mostraba con alegría de Madre y temblor de sacerdotisa a sus parientes y vecinos.
Mucho antes que el zafado piropo de aquella mujer de la multitud (que a algunos puritanos les gustaría que el Evangelio mejor lo omitiese) “Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”.
¿Cómo pudo, cómo puede mirar la Virgen?
Como se lo enseño a Jesús. Como Él la vio mirar.
Con aquellos dulces ojos de Misericordia, como rezamos en la Salve.
Porque al mundo, si no se lo mira con ojos de misericordia, se le condena.
Y Jesucristo no vino al mundo para condenar sino para que el mundo se salve por Él.
Y por su mirar…
P. Ismael