“Fili, praebe mihi cor tuum…”
“Hijo, dame tu corazón…”
(5ta. Ant. Laudes
Fiesta del Sacratísimo
Corazón de Jesús)
Nuestro Señor, a propósito de su controversia con los fariseos acerca de sus puntillosas costumbres de purificación, expondrá el sentido de la verdadera pureza que exigirá a sus discípulos, rectificando y purificando el concepto de lo que es verdaderamente puro (Cf Mc. 8, 1- 23; especialmente los vv 17-23).
La síntesis de su enseñanza es que lo que procede del interior del hombre – de su corazón- es lo que lo mancha, pues es “del corazón de los hombres de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, perversiones, dolo, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez..” (vv 21 y 22).
Ello nos inclina a considerar que la sanación del corazón se alcanza evitando que el pecado arraigue en él, hacer que salga, no para hacer lo suyo, sino para morir.
En la summula (enumerado), hecha por Jesucristo de estos trece pecados que anidan en el corazón humano, ocupa el primer lugar lo que se designa como dialogismoi, los malos pensamientos.
Son ellos los que impulsan al hombre, perturbado espiritualmente, a sacar afuera y concretar el mal que lleva dentro, y en ellos, de algún modo se resumen los demás pecados que siguen a continuación.
Hemos hablado anteriormente de la necesidad del invierno de los dolores de la vida para purificar ese corazón inmaduro y alcanzar el morado de una existencia identificada con la Pasión del Señor.
Dios conoce lo que hay dentro de nuestro corazón: Él lo ha entretejido desde nuestra concepción. Sabe qué podemos y qué no. Y también qué estamos dispuestos a hacer o no por re-orientarlo hacia Él.
Por ello nos pide constantemente la entrega de ese órgano (que juntamente con la lengua, en el decir de Santiago) es el más difícil de dominar, de ponerle bridas…
Meditando el salmo 138 (139) vemos cómo Dios es el único que sondea nuestro corazón y conoce sus fibras y sentimientos más profundos.
Nuestros “pensamientos” no son originariamente rectos a causa de la original orientación al mal con la que nuestra naturaleza nos programa desde Adán.
Fuente inagotable de engaños, errores en el juicio, trasposición de valores, angustias interminables, junto a un deseo inextinguible de plenitud, aceptación y amor a cualquier costa; el corazón del hombre no sólo saca de lo que lleva dentro, sino que él mismo quisiera salirse fuera de su pecho y lanzarse con la locura de la que sólo él es capaz, tras las criaturas que lo cautivan en búsqueda de una felicidad de la que tarda mucho en darse cuenta que se encuentra puertas adentro…
En al artículo anterior hemos citado a Leopoldo Marechal, el poeta teologal que alcanzará en su breve y profundísimo tratado-ensayo sobre estética “Descenso y ascenso del alma por la belleza”, la mejor síntesis metafísica y ascética que en esta materia yo haya conocido hasta el presente.
Allí escribe:
“Dice Plotino, comentando esta odisea del alma: `Si es dado mirar las bellezas terrenales, no es útil correr tras ellas, sino aprender que son imágenes, vestigios y sombras. Si corriéramos tras las imágenes para tomarlas como si fuesen reales, seríamos como aquel hombre (Narciso) que queriendo alcanzar su imagen retratada en el agua, se sumergió en ella y pereció´. El alma busca su destino, y halla en la criatura una imagen de su destino, y en la imagen se pierde. Y el alma debe perderse, tal es su vocación gloriosa, pero no en la imagen de su destino, sino en su destino verdadero y final”.
Y a esta altura vamos llegando al centro de lo que queremos proponer.
Esta búsqueda, este correr tras la criatura, genera en nosotros algo que podríamos enunciar con aquella descripción hecha giro idiomático de andar en la vida con el corazón en la mano.
Mendigos del amor, y de todo lo que enumerábamos antes, llevamos el corazón en la mano, como ofreciéndolo –muchísimas veces a muy bajo y lamentable precio- a cambio no sabemos de qué ganancia para él.
Y para cualquiera que alguna vez haya tenido esta experiencia de andar por la vida con su corazón en la mano, además de poder perderlo en cualquier momento, casi siempre se lo han devuelto (como se tantea una fruta en el mercado para luego cambiarla sucesivamente por otra y otra) manoseado, ajado, sucio y por sobre todo desolado.
Cuando el hombre, iluminado por la gracia o por el sentido común de la vida (que se perfecciona con el paso del rojo al morado), ya que por inteligencia el alma posee y por amor es poseída, asume su señorío de Juez sobre las cosas –que le fue conferido desde la primera hora de su creación- e interroga a las cosas: “la esfinge devolverá su presa, y le revelará su secreto, por añadidura; porque las cosas –dice San Agustín- no responden sino al que las interroga como juez” (Op. Cit. C 5 “El Juez”).
Sólo el alma juzgante de sí misma y capaz de ver a qué profundidades ha descendido por ir por la vida con el corazón en la mano, podrá nombrar con toda crudeza el estado de su corazón: su víscera más preciada ha sido deshilachada por la filosa navaja del hechizo de la criatura: la más sublime y peligrosa de todas las esfinges.
En el esquema marechaliano del Descenso y Ascenso, tras el juicio del hombre sobre la criatura, vendrá un Sí de la misma que romperá las cadenas del rey amarrado e incapaz del retorno si no vuelve por el mismo camino por donde se perdió.
Tendrá que volver sobre sus pasos pues como decía Sören Kierkegaard “La felicidad es como una puerta que se abre hacia adentro. Para abrirla hay que dar humildemente un paso hacia atrás”.
El paso hacia atrás es, en realidad, un paso hacia arriba: hemos dicho que de los laberintos se sale por arriba.
La propuesta.
Mejor que llevar el corazón en la mano, es poner la mano sobre el corazón.
Esto está mejor.
Ya no seré el que vaya entregando mi corazón en la inestable esperanza del encuentro del alma gemela, la comprensión absoluta, la ternura inacabable, sino quien ponga honesta y fuertemente la mano sobre el corazón para sujetarlo, contenerlo, conducirlo…
“Corazón en la Cruz, corazón en la Cruz”, como gustaba repetir San Josemaría Escrivá.
Entonces el corazón volverá de la mano al pecho: el lugar que le corresponde ocupar en la anatomía espiritual que Dios ha pensado para nosotros, las más perfectas criaturas después de los ángeles; que, para su suerte o su envidia, no tienen corazón.
¿Podrá el hombre en ocasiones poner su corazón en la mano?
Ciertamente. Cuando se trate de ofrecérselo a Dios, su Padre y Creador:
“Hijo, dame tu corazón”
Y su postura será como la del Hijo de Dios que, en el bellísimo cuadro de Batoni lo sostiene en su mano izquierda y con la derecha se lo ofrece al hombre pecador.
¿Qué otra actitud nos corresponde a nosotros, receptores de tanto amor, que hacer lo mismo entregando nuestro corazón al Padre de las misericordias?
¿Y frente a nuestros prójimos qué haremos?
En la seguridad de que mi pensamiento puede ser mejorado, no dejaré por ello de decir que me parece mejor –en estos tiempos de tanta falsa caridad, insinceridad y diplomacia utilitarista- llevar nuestra mano con honestidad al pecho y hablar, actuar y amar con la mano sobre el corazón.
Seremos más dueños de nosotros mismos, menos sensibleros y amaremos mejor.
Porque lo que importa, como nos lo enseñó el Maestro, no es lo que sale, sino lo que está bien adentro.
P. Ismael