meditación
sobre un fragmento de una vieja carta
a mi amigo Jerónimo
La cena de Emaús (Rembrandt)
Cada día le pido a Jesús que se quede conmigo porque atardece.
Mi vida atardece, mis proyectos ya son noche. Sé muy bien que para todos los hombres cada día atardece.
Y sé también, que muchos viven como si en lugar de atardecer sus vidas fueran amaneciendo. Son formas. Son maneras.
Pero inexorablemente todos atardecemos.
No obstante este sentimiento de ir dejándolo todo me ha plantado en el misterio de Emaús. Me siento envuelto en esa luminosidad del cuadro de Rembrandt, en una luz rojiza y dorada, en un clima de encuentro con el Señor Resucitado, sin que siempre pueda reconocerlo, porque mis ojos están "detenidos"...
Pero me doy cuenta que "es el Señor" cuando parto el pan.
No sé por cuánto tiempo me dejarán partir el pan. Tengo la sensación que llegará un momento, para que mi cruz sea cruz, en que los poderosos querrán atarme de nuevo las manos.
Por ahora me siento envuelto en la luz de la salita de Emaús. No quiero salirme de allí. No me interesa volver a Jerusalén para contarle esto a los "Apóstoles".
Me quedaría allí siempre, mirando la silla donde se sentó el Maestro, recogiendo cada miguita de la mesa, manteniendo la luz... Y cada mañana dejaría todo en orden para que al atardecer del círculo diurno pudiera encerrarme de nuevo y esperar el preciso momento en que se hizo presente.
Yo también, como Cleofás, creía que Él sería el que salvara a Israel, y ya ves... han pasado casi treinta años desde que sucedió aquello y el drama del Calvario se me hace cada día más estable, y las "resurrecciones" menos frecuentes y estables... No me dejo ilusionar por los que dicen que lo han visto no sé en qué circunstancias.
Ya dije en cierta ocasión que no creo en los subproductos de la fe. Tal vez tenga –a lo Tomás el Dídimo- cierta envidia de los crédulos. Pero lo que me domina es cierto desprecio. Sí, desprecio los subproductos, las mutaciones, las baratijas espirituales que, como un desesperado intento de supervivencia nos ofrecen hoy los que se consideran "columnas".
Veo que todo atardece, la fe se va oscureciendo y vienen tinieblas y se han llevado el cuerpo del Señor... y tienen los templos... y las llaves de la ciencia... Y no entran ni dejan entrar. Y es fecunda como nunca la esterilidad.
Sí, es lo único que veo que se reproduce: la infelicidad de ser estéril, profundamente estéril, rabiosamente fecundos en su esterilidad. Nada entregan, a no ser el sin sentido de hacer lo que hay que hacer, lo establecido, cumplir la consigna de hacer infelices a un decreciente ejército de eunucos.
No me pidas que me consuele con un supuesto número de fieles del resto fiel. Cuando el Señor murió, murió y estuvo muerto, bien muerto. No pidas que vea la resurrección cuando veo cadáveres ambulantes y todo lo que creí que tenía vida fosilizado. Hoy sigue muerto entre nosotros y agoniza, como decía Pascal, hasta el fin del mundo.
Mi esperanza viene por otros caminos. Viene de mirar al Señor que me ha mostrado cuánto me ama y que perdona que yo sea tardo en entender que el Mesías debía pasar por su pasión para llegar a su glorificación. Hoy ya no le digo nada. Lo miro. Lo miro en mi agonía indigna y en mis intentos de resucitar con Él. Él me está mirando por otros ojos. No son los de sus vicarios.
Acuérdate que Caifás era vicario del Dios Bendito... Me arrepiento profundamente de haber creído alguna vez en los magnates de esta Iglesia. Me arrepiento de mis disimulados intentos de lograr su favor y ser alguien y pensar que con algo de poder podría haber hecho el bien. ¡Que yo siempre entienda que en la debilidad se manifiesta el poder de Cristo!
Para resucitar hay que estar bien muerto. Y a mí me falta morir a mí mismo y a mi pecado. Por eso no puedo ser ni un Savonarola ni un Pippo Neri, dos florentinos con agallas.
Argentino y gallináceo, con roturas en las cañerías y entuertos por componer, poco tiempo me queda para redimir instancias superiores. Pero debo componer mis cacharros, cuidar mis plantas, enseñar teología y las decenas de cosas que me pertenecen, porque son mías y me aman...
Debo cuidar mi rosa, deshollinar mi pequeño planeta, porque son míos y lloran por mí. No puedo, no debo, no quiero desatender sus reclamos. Y si fueran sus caprichos, son más santos que el presunto celo de nuestros obispos! Yo los complacería gustoso.
Así tendré descendencia, seré su padre, más padre que los que anteponen el Reverendísimo a su paternidad bastarda y ladrona.
Yo, por dentro, siempre fui rey. Para eso nací. Lástima que me haya esclavizado de mi egoísmo. Pero creo que todavía puedo ser generoso si aprendo a quedarme en la salita claroscura de Emaús sin esperar otra cosa sino que Él cene conmigo y me muestre su rostro.
Y deje mi corazón ardiendo…
P. Ismael