¿resistirá?
En este domingo la Palabra de Cristo causa cierta incertidumbre y perplejidad en sus Apóstoles a quienes pone en estado de pura receptividad.
Es lo que Catellani, siguiendo a Kierkegaard, llamó “desesperación”: “no en el sentido de pecado contra la esperanza –excepto en Judas- sino en el sentido de conmoción espiritual extrema y profunda”.
Más adelante se explaya el teólogo santafesino:
“En esta coyuntura Cristo les anuncia la derrota y la victoria en forma simple y sedada: que van a tener que afligirse, entristecerse y acongojarse y que el mundo va a triunfar; pero que después su tristeza se convertirá en gozo, y que ese gozo nadie se los podrá quitar…”
Pronunciadas en el contexto del extenso discurso de Despedida del Maestro, durante la Última Cena (Juan 16, 16-22) estas palabras – “Un poquito me veréis y un poquito más y ya no me veréis” – suscitaron más interrogantes entre los Apóstoles asustados que se decían unos a otros: “¿Qué quiere decir con ese poquito?”
¿Se refería el Señor a lo que inmediata e inminentemente iba a ocurrir a la “hora de la Pasión” o estaba prediciendo el futuro de la toda la vida de la Iglesia que habría de nacer cincuenta y tres días más tarde?
Ambas posibilidades son reconciliables si miramos el ejemplo fuertemente humano que toma para referirse al “estado” habitual de quienes seguiríamos (o intentáramos) sus pasos.
Nuestra vida cristiana en la Iglesia sería como un parto.
“La mujer, en los dolores del parto, está triste, porque le llegó su hora: mas cuando ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de aquel trance, por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo.”
La alegría, la verdadera alegría de la maternidad (ínsita en la naturaleza de la mujer) trasciende el mismísimo interés por el propio hijo y se proyecta en un gozo universal: un niño es algo más que un ser de la madre: es un bien de la humanidad.
El Señor sabía que nuestros gozos habrían de mixturarse con grandes pruebas y tristezas que jalonan nuestra existencia y que todo el esfuerzo por vivir la dureza del “parto” cristiano habría de ser superado por ese inmenso, insospechado, misterioso alumbramiento para el mundo, de los frutos de haber permanecido unidos a El.
Podrán quitarle a la madre su hijo. Lo que nunca podrán quitarle es su maternidad: el haber parido para el mundo de los hombres.
Podrán quitarle (o irse por su cuenta) los hijos de la Santa Madre Iglesia.
Pero ella nos ha parido a la vida verdadera: gracias a su alumbramiento, la Vida que el Señor nos ha conseguido por su Pasión y Muerte, será siempre prenda de salvación, más allá de toda debilidad y malicia humanas.
Intuimos un cierto buen humor de Cristo en aquellos momentos tan temblorosos de la Cena: nos anima a no asustarnos cuando por un poquito no le veamos.
¿Cuánto tiempo duran esos poquitos tiempos de ausencia del Señor?
¿Se dará en nuestra existencia temporal una visión más nítida de Jesús, o habremos de esperar el lumen gloriae para verlo por toda una eternidad?
La historia de la Iglesia da cuenta de ciertos tiempos o períodos en los cuales ese gozo de ver a su Redentor más patentemente ha sido –aún en medio de las vicisitudes de esta vida- un hecho social constatable.
No encontrando un término con el que designar al calamitoso siglo X, Baronio lo califica de saeculum ferreum (por su aspereza y esterilidad), plumbeum (por la deformidad de sus males) y obscurum (por la pobreza de sus escritores).
La decadencia universal de la vida religiosa y la falta de santos fue la característica de este período que conocemos en la historia de la Iglesia como Siglo de Hierro.
Me pregunto cómo designarán los escritores católicos de las próximas centurias (si Cristo no viene antes, porque ya todo está preparado) a nuestro joven siglo XXI que ya casi está saliendo de su infancia y entrando en la precoz y conflictiva adolescencia.
Si algo bueno se le puede encontrar al hierro, no lo dudamos es su consistencia. Frío y oscuro, no deja de tener su sentido de elemento estructurante.
Si tuviese que elegir algunos elementos que nos dieran una imagen del siglo (temporal y eclesial) en que vivimos, el primero que me viene a la mente es el plástico.
Estamos viviendo el Siglo de Plástico de la Iglesia. Y aclaro inmediatamente que cuando aplico analógicamente este término a nuestra Madre, la Santa Iglesia, lo hago desde la vista temporal que ofrece a nuestros ojos de carne la imagen que los impresiona con las características peculiares de este ya no tan moderno derivado del más viejo, paleolítico, conocido y disputado petróleo.
No se ofendan conmigo los técnicos y especialistas en las diversas constituciones moleculares de la multiforme (por no decir infinita) variedad de sustancias a las que (desde mi ignorancia en el tema) englobo en el conjunto plástico. Poliuretano, polietileno, polímeros en general…
Me explayo algo sobre las características de este omnipresente material:
- Funcionalidad
- Elasticidad
- Flexibilidad
- Vistosidad
- Descartabilidad
- Degradabilidad (en algunos casos)
Aquí me detengo por no hacer interminable la lista.
A ojos vista, la imagen que se nos presenta de nuestra Iglesia contemporánea (y no hay que ser muy rebuscado para sacar conclusiones) es una comunidad que de hecho, en la práctica aparece detentando las características del nombrado elemento.
Buen número de pastores (Epíscopos y Presbíteros) han optado por la practicidad y funcionalidad de una teología plástica, una moral plástica, una liturgia de plástico.
Y también contamos, en el variopinto exhibidor eclesiástico de mercado, curas de plástico, obispos de silicona y seminarios de celuloide…
Fácil de transportar en el intelecto, más fácil de vivirse y predicarse, el estilo plástico de nuestro siglo ha sido transferido a los productos de la Fe; universalizado por su accesibilidad, el plástico católico ha devenido en uso universal.
¿Que usted no puede sostener ya las promesas del Sacerdocio y del Matrimonio?
Deshágase de ellas, porque son de plástico.
¿Que la moral católica resulta pesada para la mayoría de la gente y del único mandamiento del que se habla es del Quinto?
No hay problema, los otros nueve son de plástico.
¿Que la liturgia no puede ser ya comprendida porque los contemporáneos cibernéticos no entienden ya los signos humano-divinos del culto tradicional?
Sustituya por celebraciones plásticas (bien plásticas, con baile y todo) el Rito Romano para que la gente entienda y celebre la fiesta.
¿Que no nos da el cuerpo para ser de fierro o tener madera de santo, como se decía antes?
Sea un católico de plástico: vistoso, adaptable a todo y a todos, pluralista, polivalente.
Pero quédese tranquilo, también como el plástico, Ud. será cambiado por otro adminículo del mismo material cuando ya no lo necesiten en este bazar de subproductos cristianos.
El siglo de Hierro, con toda su frialdad y dureza, tal vez resista la prueba del fuego que el juicio de Jesucristo hará sobre la Historia, de la que dice la Teología (y también los Obispos) que Él es el Señor…
San Pedro dice “Porque ha llegado el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios” (I Pe 4, 17) “Pues más le hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que les fue transmitido. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: “el perro vuelve a su vómito” y “la puerca lavada, a revolcarse en el cieno” (I Pe 2, 21, 22)
Y San Pablo afirma taxativamente: “¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, JESUCRISTO. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquél, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (I Cor 3, 10-15)
El Apóstol se refiere aquí a tres tipos de constructores (predicadores): los que construyen con solidez, los que construyen con materiales que no resisten la prueba, y los que en lugar de construir, destruyen.
Sin demasiado esfuerzo llegamos a la conclusión:
En este poquito de tiempo que nos toca vivir en el que no vemos demasiado al Señor y nos desesperamos como los Apóstoles, podemos pensar:
El hierro tal vez resista la prueba del fuego, aquí en el tiempo o en la eternidad.
¿Qué será del plástico, aquí en el tiempo o en la eternidad?
P. Ismael