“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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MEDITACIÓN EUCARÍSTICA

DEL NOMBRE Y LA OFRENDA


 

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Cuando uno promedia la vida, comprueba que la vocación al amor es, de diversas maneras (muchas veces marcada por signos confusos) una constante creciente no exenta de dolores y gozos mixturados. Todo hombre nace para el amor, aunque no siempre del amor. Sabemos que Dios está algo más que detrás de todo hombre que viene a este mundo. Se comprende que el amor no puede existir en sí mismo sino a condición de que tenga un nombre.


Que yo pueda nombrar al amor con un nombre humano, o con un nombre que Dios mismo se haya dado a Sí, revelándose al hombre de muchas maneras y en los últimos tiempos con el nombre de Amor, porque Él es Amor... Nombrar es amar. Evitar el nombre es el desamor. No quisiéramos nombrar a quien estamos traicionando. “Qué me daréis si os lo entrego”. No dijo el traidor “Qué me daréis a cambio de Jesús” Si lo hubiese nombrado no hubiera tenido cuerpo para traicionarlo. Cuando nombro, necesariamente amo. A los que detestamos, ni siquiera queremos nombrarlos.


Judas ya no quería nombrar a quien le seguía amado. Tal vez pensaba secretamente que poner en sus labios tal nombre le hubiese asegurado el retorno. Y parece que ya no quería retornar. Pero el amor siempre tiene retorno. Y cuando se ama de verdad ya no hay retorno del amor. Y no hay pena más grande en el mundo que el desamor cuando es respuesta a un amor que se entrega como oblación. Cuando se evita nombrar al amor es que está huyendo de nosotros. Si el Señor dijo “Esto es mi cuerpo”, es porque quiso ser comido, es decir, ser amado de la manera más plena y humana que el hombre puede incorporar a sí el “objeto” de su amor. Los apóstoles ya no podían ayunar durante la cena porque su Maestro, su Esposo era todo pan. Sabía a pan, olía a pan. Y el pan solo puede comerse. Nada más. Nos cuesta entender que el amor necesita del cuerpo. Nos fascina meditar y cantar aquello de panis angelicus. ¡Como si los ángeles pudieran comer! ¡Sólo el hombre come, señores!


No rechazo la sublime expresión de los libros sapienciales (refiriéndose al maná) y la traslación del Aquinate –aquel enamorado eucarístico – pero el maná fue dado para un pueblo famélico y el Cordero-Pan para otro pueblo sujeto a la inevitable sacramentalidad de la existencia... Y el amor es de las entrañas. Y merece ser nombrado como tal. Nombrar al amor que existe y nos da vida. Todo un trabajo de fe. La obra de Dios consiste en que creamos en Aquel que El ha enviado. Trabajar la fe sabiendo que ésta se acrecienta en la medida en que tengamos cada día más hambre del Cuerpo del Señor... Pienso que nuestra integración al misterio del amor de Dios se resuelve en esta sístole y diástole del nombrar y el comer. En el primer movimiento Dios llama al hombre y el hombre clama a El desde el fondo de su indigencia. Si el hombre no quiere nombrar a Dios, no es porque desconozca como Jacob con quién lucha. Si no clamo es porque no quiero ser a mi vez llamado. Si llamo y me responden, escucharé a mi vez ese nombre nuevo que sólo puede conocer aquel que lo recibe escrito en “una piedrecita blanca” (Ap 2).


Pero Dios no llama simplemente para darnos un nombre. Haber llamado comporta estar dispuesto a ser ofrenda, ofrenda plena, ofrenda que ha de ser comida. He aquí el segundo movimiento. Dios viene a ser objeto de nuestros deseos y necesidad de nuestra vida. No podemos no alimentarnos. Me he preguntado con frecuencia que será esto de ser hostia viva y perfecta. Mi mente se va tras la imagen del Cordero degollado. Es un cordero todavía vivo. Agonizante para ser más preciso. Pascal decía que la agonía de Cristo durará hasta el fin del mundo... Se trata de un estado victimal como el del Cristo con los ojos entreabiertos en la cruz, sin haber sido aún traspasado. Todavía no se ha consumado la entrega definitiva. Me parece que la visión que San Juan contempla de este cordero victimado fuera una adecuada imagen de nuestro ser hostia viva. Una vez que hayamos cerrado los ojos a este mundo, no podemos ser más “hostias vivas”. En todo caso nuestra vida será el presentarnos con nuestras obras (más bien las manos vacías de las que habla la Santa lexoviense) ante el trono del Viviente y del Cordero. Entre tanto nuestro ser hostia viva creo se trata de una agonía por no ser todo lo que de Dios reclama la potencialidad del alma agobiada por su sed de plenitud y tironeada por el límite de su incapacidad natural.


El egoísmo del corazón infantil es quererlo todo para sí. El niño quiere absorber a su madre pero no resiste que su madre lo absorba. Queremos en el mejor de los casos comernos a un Dios que murió por nosotros horneado en la cruz para ser nuestro pan... Pero nos atemoriza dejarnos comer por El. Quedar como medio vivos o medio muertos en estado victimal. No queremos ser “corderos”. Llegado el momento de la entrega no nos portamos como corderos. No somos mansos. Y hasta parece que ya no escuchamos la voz del Pastor que nos ha llamado por nuestro nombre. Estamos impedidos para escuchar porque ya no podemos nombrar a Dios. No queremos que sea nuestra comida. Es lo peor que nos puede pasar. Ni víctimas ni comensales. Enteros y famélicos. Isaac salió entero de la oblación que su padre había determinado consumar por mandato divino. La hija de Jefté no estaba en la intencionalidad de su padre de ser ofrecida ella en sacrificio (Jefté parece no haber tenido tan claro que el relato del monte Moria condenaba ya todo sacrificio humano) Abraham ofrece el todo y Dios muta la ofrenda. No siempre coinciden la intencionalidad de la ofrenda con la voluntad de Dios y ésta con lo que el hombre cree que a Dios le agrada. En el primer caso el mandato viene de Dios. En el segundo es el hombre quien se adelanta. Esa es la gran diferencia: aunque sea costoso, visto lo que Dios quiere, su realización será redentora.


Cuando es el hombre quien establece la ofrenda y el modo de entregarla, tendrá muchas veces, como la hija de Jefté que ir a llorar por los montes... Los sacrificios mosaicos ofrecían la variedad de holocautómata, pacifica, communio; según la destrucción total o parcial de la víctima. Con la pulcra y sencilla excepción de Melquisedec, todos los sacrificios del Antiguo Testamento han tenido el derramamiento de la sangre el papel preponderante. De hecho la renovación incruenta del sacrificio de Cristo en la Cruz llevada a cabo cada vez que el sacerdote profiere Sus palabras y lo “llama” sobre el pan y el vino, re-presenta el derramamiento de la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna. Cristo es “destruido” por una parte y por otra resucita para ya no morir más. ¿Cómo se ofrenda el creyente siendo hostia viva de amor?


Pedro insiste en ello cuando nos exhorta a presentar nuestros cuerpos como hostias santas, vivientes... Medios vivos, medios muertos. Así comulgamos de veras con el cuerpo del Señor. En estado de disponibilidad, como corderos, así quedamos al recibirlo. No hemos muerto del todo realmente. No estamos enteros, porque completamos en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión mística de Cristo. Alguien ha pensado que al modo como recibimos a Cristo todo entero en la comunión eucarístico, así hemos de darnos al otro en “comunión entera”, sin que nada de lo que somos quede sin comulgarse. Audaz. ¿Ideal para todo creyente que se aventure a vivir una entrega total al amor del prójimo? ¿Puedo comulgar enteramente a mi prójimo del mismo modo que lo comprendo cuando lo nombro? Nombrar y comulgar. Nombrarlo y comulgarlo. Pablo se hubiera arrancado sus ojos por los corintios, ¡tan queridos llegaron a serle! Entrega de todo su ser. Hubiera deseado darles, junto con el evangelio que les predicó su vida misma. ¿Por qué? Porque su vivir era Cristo. Daba lo mismo.


Abrazarlos y besarlos tiernamente era una prolongación de la synaxis que probablemente no celebraría a diario. Él y todos los santos se han presentado como corderos para ser inmolados y comidos. Y muchas veces la inmolación es el desprecio, el abandono, la angustia, el rechazo de su misma ofrenda. Pero mientras no seamos perfectos, puros... ¿podemos ofrecer nuestras imperfecciones como “materia comulgable”? ¿Me atreveré a ofrecer junto con un corazón bien intencionado mis defectos y hasta el mismo pecado que carga mi naturaleza y mi persona? Cuando digo amén a la comunión con mi prójimo, no puedo seleccionar qué vísceras habrán de ser quemadas fuera del campamento... Allá va todo. Cuando abrazo al prójimo-ofrenda todo es abrazado.


Porque el fuego que la ofrenda necesita para ser tal es el del amor. Y si éste es verdadero y no fatuo, purificará la ofrenda y al comulgante, borrará toda diferencia, derribará todo muro de separación. Y nacerá la ternura. Un ingrediente que no sazonó las víctimas típicas, pero que está en la entraña de toda eucaristización. El Cordero tiene entrañas de ternura y misericordia infinitas. Y quienes lo sigan dondequiera que vaya sabrán que nuestra alma sólo puede comulgarse bajo las especies de la ternura. Nombrar - Amar. Ofrecer - Comulgar.


Soy nombrado por mi propio nombre para una vocación: amar ofreciéndome y aceptando... Aunque ya nuestros altares y las vestiduras de sacerdotales no se empapan de la sangre del sacrificio, los que comulgan con el Cordero Degollado sabrán más de una vez de una herida sangrante en sus vidas... El que quiera entender, que ame.


P. Ismael


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