“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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LOS SIGNOS LITÚRGICOS: EL LENGUAJE. DE LA POBREZA A LA HEREJÍA

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Todo ser creado admite, en su propio orden, y bajo la acción del hombre que ha recibido del Creador la peligrosísima misión de ponerle un “nombre” y transformarlo, un perfeccionamiento o un deterioro que obedecerá a la intencionalidad del mismo hombre.


La Iglesia, obra de Jesucristo, ha recibido de su Divino Fundador la misión de impregnar de sentido trascendente a todo el complejo mundo de los signos que utilizará en su liturgia. La parte esencial de esos signos fue determinada por el mismo Señor. El resto lo hizo la riquísima Tradición anclada en la fe de los cristianos de todos los siglos que nos precedieron.


Consciente de que a Dios, como supremo Hacedor, se le debe junto al culto de latría, dedicar y consagrar lo mejor de lo que dispone el hombre, desde siempre ha impregnado la liturgia el sentido de dejar que sea el Señor mismo quien le vaya señalando qué cosas, cómo y cuándo ofrecérselas.


El entonces Cardenal Ratzinger en su libro “El espíritu de la liturgia” (Ed. Cristiandad, Madrid, 2001), señalaba esta característica del culto: «El ser humano, de ningún modo puede, por sí mismo, “hacer” el culto; si Dios no se da a conocer, no acertará. Cuando Moisés le dice al faraón: “no sabemos todavía qué hemos de ofrecer a Yahveh” (Ex 10,26) realmente está mostrando, con estas palabras, una ley fundamental de toda liturgia. Si Dios no se manifiesta, el hombre puede, sin duda, en virtud de la noción de Dios inscrita en su interior, construir altares “al Dios desconocido” (cf. Hch 17,23); puede intentar alcanzarlo mediante el pensamiento, acercarse a Él a tientas, pero la liturgia verdadera presupone que Dios responde y muestra cómo podemos adorarle. De alguna forma necesita algo así como una “institución”». Consideremos esta genial afirmación del ahora Papa Benedicto XVI como punto de arranque de lo que queremos sostener en el presente artículo: la liturgia no es invención humana y a Dios ha de entregársele una ofrenda “sin defecto” (cf. el relato de la institución de la pascua judía, por no remontarnos a los comienzos y tener en cuenta la ofrenda “del justo Abel”).


Por no hacer prolija nuestra consideración y por no tener estas líneas una intencionalidad científica, quisiera que, plantados en el diagnóstico de nuestra realidad, reflexionáramos sobre el deterioro actual del signo (y por tanto del lenguaje) litúrgico, como un verdadero atentado, no ya sólo a la majestad de Dios y su trascendencia ontológica, sino además una degradación de nuestra misma capacidad como seres intelectuales, abiertos a la perfección espiritual, cultural, en una palabra, a enriquecernos con aquellas cosas mismas que le damos a Dios (por disposición suya) y que nos damos a nosotros mismos como actos santificantes y humanizantes de nuestra vida.


Entre las más sublimes capacidades y expresiones significantes del hombre, encontramos el lenguaje. Acto articulado del sonido y portador del concepto mental, la palabra se hace vehículo de la idea y del corazón. Habla de la grandeza del corazón. San Benito enseña en su Regla: mens nostra concordet voci nostrae (c. 19). A la sublime elevación de las verdades de nuestra Fe católica, no puede corresponderle sino la adecuada expresión verbal (y si queremos decir más: musical, plástica, etc.) en cuya plasmación la Iglesia a lo largo de los siglos ha comprometido la vida misma de sus Santos, sus Doctores y sus Concilios. Ex verbis inordinate prolatis, incurritur haeresis… De las palabras pronunciadas desordenadamente surgen las herejías, sentenciaba San Jerónimo.


Quede claro que nuestro lenguaje, nuestro decir “adecuado” de Dios, en el presente estado de “viatores” será siempre incompleto. Ineffabilis, como lo define el Concilio IV de Letrán. Dios es inefable y no hay palabra ni concepto humano que puede adecuarse a lo que Dios es en su Esencia y vida intratrinitaria. Pero Él ha concedido al hombre, en expresión de San Agustín, el don de alabarle. Alabarle es una gracia que promueve en nosotros el Espíritu que nos sugiere aquellos gemidos inefables. Gracia de Dios es alabarle como Él quiere ser alabado y misión de la Iglesia cuidar y escoger entre los términos humanos aquellos que mejor expresan –insisto, dentro de nuestra limitación- lo que Él quiere que le digamos y cómo debamos decírselo.


El recorrido histórico y la genuina evolución de las expresiones que arrancan desde las primeras anáforas consignadas en la Didajé, pasando por los Ordines Romani, hasta llegar a la codificación de la Misa Gregoriana, realizada por obra de San Pío V, darán suficiente cuenta del creciente ars orandi de la Iglesia y el tecnicismo teológico-litúrgico que da como resultado un decir sublime, un significar formidable del claroscuro de la fe. Citar a esta altura el conocidísimo principio lex orandi, lex credendi, es acudir a una verdad suficientemente trillada, pero lamentablemente no puesta en práctica a la trágica hora de la verdad (o de la mentira) de las traducciones, el decir corriente de las cosas de nuestra fe.


Rota la universalidad de la lengua latina para la liturgia Romana, ardía la esperanza de que traductores no traditores sino de mentalidad católica, no traductores intérpretes, no traductores inventores, vertieran auténticamente la significación de las palabras y mantuvieran en la lengua vulgar el mejor decir, la palabra precisa que, supuesto el gran bien que significaría “entender” en la lengua materna la liturgia, habría de lograrse. Y con ello la tan ansiada vuelta de los fieles a nuestras iglesias, hoy más vacías que antes.


El primer mal ha sido la mundanización. “Iglesias mundanas, iglesias vacías” rezaba hace poco un artículo de Luis F. Pérez Bustamante. Ninguna verdad más cruda que ésta. La mundanización (desacralización) de los signos no nos ha reportado ningún valor evangelizador y mucho menos evangélico.


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De conformidad con este principio sentado – facilitar toda comprensión- no podía menos que descomponerse el auténtico sentido del “decir” las cosas de la fe. Queriendo traspasar los límites del misterio (¿qué otra cosa es la liturgia que la viva celebración de los misterios? como lo define Trento) se ha pasado de lo sublime a lo ridículo. Puestas en manos siniestras y mentes ideologizadas las tareas de traducción, ya no vemos detenerse esta ola que parece crecer de día en día y que va autodemoliendo cada vez más el sentido de la fe y la Iglesia. Y ya no tenemos los herejes refinados del pasado, que por lo menos algo de originalidad e inteligencia ostentaban… Hoy son demagogos e ignorantes pastores que confían a “expertos” de su mismo pelaje (el de corderos, cubriendo su realidad de lobos) los despojos que ya venían maltrechos de reformas y reformas de un pasado reciente.


El lenguaje religioso ha sido degradado, trivializado. Se evitan los términos “triunfalistas”. Dios ya no es el “Dios de majestad”. Dios es llamado sistemáticamente “Padre” sin respetar el Dominus de la Editio Typica. Ya no “Dominus” “Señor”, porque como me dijo un obispo encargado de la traición (o traducción) del Misal, la gente va a pensar en el Emperador Romano (¡¡¡¿¿¿???!!!) ¡Se están burlando del Pueblo de Dios al que dicen querer cuidar! Un proyecto presentado hace poco proponía quitar el “conmigo, indigno siervo tuyo” del Canon, referido a los señores obispos, porque la gente se iba a escandalizar (¡como si no se escandalizara ya con los ejemplos de vida de algunos prelados!). Les respondí a una consulta formal que me hicieron, que si ése era el principio, debían también sacar el “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” porque de otra manera estarían ofendiendo a los fieles ¿no? ¿Decir “indigno” no es lo mismo que decir “no soy digno”? Todo ha sido tocado menos la “omnipotencia episcopal”. He conocido tres ediciones del Misal “argentino”. Y dos del Pontifical Romano. Una más lamentable que otra. A modo de ejemplo de esta degradación del lenguaje de que hablamos, en la fórmula de la consagración del obispo Electo, el Pontifical anterior a la reforma decía: Spiritum principalis (espíritu principal, de príncipe). La segunda edición: espíritu de soberanía. La tercera espíritu de gobierno. Para la próxima ¿qué nos espera? Seguramente: espíritu de diputado. Es siempre el mismo principio “putrefaciente” de la fe de ir rebajándolo todo, so pretexto de “adaptación”, “puesta al día”.


La Editio Typica del Misal de Pablo VI dice: “beati qui ad coenam Agni vocati sunt” (felices los invitados a la cena del Cordero, cf. Ap ). Se prefirió la forma más protestante de “cena del Señor” porque “la gente va a pensar que se trata de un asado” (sic). Nunca se han visto mejor amalgamadas demagogia, ignorancia, herejía y desestima de la capacidad del Pueblo de Dios. Elimínense entonces de una vez: reparación, desagravio, oblación, pecado, etc. etc., porque el pueblo ya es incapaz de comprender, pues los Pastores son incapaces de creer que los fieles crean lo que ellos no creen…


Si miramos el Ofertorio, o lo que quedó en su lugar, la traducción de la así presentada beraká hebrea (y de paso, ¿qué tiene que ver el Sacrificio de Cristo que va a consumarse sobre el ara del Altar, con la oración de bendición de la mesa pascual judía?) fue realizada con intencionalidad. Veamos.


“Benedictus es Domine Deus universi quia de tua largitate accepimus… quem tibi offerimus fructum terrae et operis manuum hominum…” Tibi offerimus: a Ti te ofrecemos. Se tradujo por “presentamos”. El texto latino no dice “presentamus” sino “offerimus”. NO es lo mismo presentar que ofrecer. Lo que se presenta queda allí, así como está. Se acepta o no. Lo que se ofrece es transformado por quien lo recibe. Pregúntesele al pueblo: ¿será lo mismo decir “te presento a mi mujer” que “te ofrezco a mi mujer”?


“Manuum hominum”: “de las manos de los hombres”. Se tradujo por “del trabajo DEL HOMBRE”. ¡No pudieron no ceder a la tentación tehilardiana!


Miremos ahora la bien “compuesta” Anáfora IV. Allí pone la Editio Typica [Cristo anunció] “redemptionem captivorum” (“la redención de los cautivos”, o sea presos de cualquier esclavitud de pasión) y se tradujo por: “la liberación de los oprimidos”. ¿Quién no ve aquí que es una interpretación que bien podría llevar la firma de Boff, Sobrino y todos los que se liberaron de la teología?


Al comienzo del Canon, el texto latino dice: “una cum Papa nostro… et Antistite nostro…”. Se tradujo: “con el Papa… y nuestro Obispo…” Ya se ve claro, parece que el Papa es menos nuestro que nuestro Obispo. Otra sutil forma de ampliar la omnímoda presencia del “episcopado” y hacer aparecer lejana la persona del Sumo Pontífice.


Esto atendiendo sólo a la traducción, ya que no entramos en la estructura de los grandes cambios introducidos en la esencia misma del lenguaje, los “inventos” litúrgicos, tales como el aditamento de la aclamación “tuyo es el reino” de origen protestante, detección que si la acentuase en este artículo, habría de llevarme al análisis del Novus Ordo, motivación que no está en la intencionalidad del título con que lo encabezamos.


Y finalmente, vencieron imponiendo el “ustedes”. Remito al respecto a las serias refutaciones que se han hecho sobre el particular. La forzada repetición del pronombre que obligadamente habrá de colocarse para saber si se trata de la segunda o tercera persona del plural, la falta de correspondencia o incongruencia en el diálogo entre el celebrante y la asamblea, da por resultado un “híbrido” que en nada glorifica a la lengua española hablada en Argentina. Duele sobre todo la incoherencia. ¿Por qué se mantiene entonces el “tú”, el “ti”, el “contigo”? Si el celebrante ha de decir: “El Señor esté con ustedes”, la asamblea deberá responder: “y con Usted”, o bien, “y con vos”, para ser más porteños, o “con vos, ch’amigo”, si de un correntino se tratase.


Las traducciones del Leccionario no son menos lamentables. En el relato de la visión del Ezequiel (el agua que sale del templo) se traduce Templo por “Casa”. En el lenguaje hablado no hay distinción de mayúsculas. La pobre señora que escucha con atención la Liturgia de Palabra pensará que Ezequiel vivía en una casa muy grande que tenía cuatro puertas: una mirando al levante, otra al poniente, otra al norte y otra al mediodía…


Pareciera se tratase del trasbordo de los términos de un profano poco informado al decir del seminarista y clérigo de cualquier orden. Hasta hace algunos años esto estaba medianamente salvado, pero ya parece todo perdido. Las Letanías Lauretanas también tuvieron su “toque”. Ya no es más “Regina Virginum”, Reina de la Vírgenes, sino “Reina de los que se conservan puros”. Se perdió el valor de la virginidad y más su predicación. Pura también era mi abuelita, pero no era virgen.


Saliendo ya de los textos del Misal con su recognitio y todo el acervo oracional católico “tocado” voy a citar algunas expresiones que ya se han hecho clásicas, pasando, como dije, del lenguaje de un “extraño” al tema, al decir de muchos “licenciados” en universidades romanas:

“Prédica”, en lugar de homilía, sermón, etc.

“¿Dónde nos cambiamos la ropa?” (¡!!!!!), por “¿dónde nos revestimos?”;

vestición”, por “imposición de los ornamentos”. ¿Qué somos? Monjitas?


Ya no se habla de ministros “sagrados”; ministros del Altar; ornamentos “sagrados”. Somos “agentes de pastoral” que, “oportunamente” usamos “vestiduras” adecuadas.


Ya no más “música sacra”, sino “ministerio de la música”. Unos verdaderos alaridos disonantes y la puesta de notas a expresiones que son, a mi modo de ver “inmusicables”. Díganme ustedes: ¿Qué notas admiten expresiones como “iglesia diocesana”, “misión intercontinental”, etc.?


Cuando no valoramos el don de Dios, Él puede quitárnoslo. Como lo hizo con su viña amada de Israel, para entregarla a otro Pueblo que produjera frutos a su tiempo.


Todo el riquísimo y milenario ritual de los sacramentos despojado de sus “elementos” y signos. Fuera la sal del rito del Bautismo. Ahora las catequistas (que también hacen “cirujeo” litúrgico) entregan frasquitos de sal a los niños para enseñarles que somos “sal de la tierra”. Y en cierto modo está bien. Es una lección. Los ministros sagrados han tirado los signos por tierra (y merecerán por haber perdido su sabor, ser pisoteados por los hombres…) mientras que algunas personas con algún “sensus fidei” recogen los despojos execrados y de algún modo preservan el valor del significante…


Los clásicos enemigos del hombre de los que habla la Nueva Ley: el demonio, el mundo y la carne; también han sido “resignificados”. Con el mundo hay que “dialogar”, la carne hay que “asumirla” y el “demonio” ¡quién sabe si existe!. Por lo menos en las catequesis escolares y homiléticas es un ilustre y útil desparecido más.


Y como la tentación de triunfalismo –que parecen no padecerla estos alquimistas de la liturgia- siempre tiene fuerza sobre cualquier hijo de Adán, su lenguaje “espiritual” es común con el de los dueños del instante: “diálogo”, “tolerancia”, “no discriminación”, “respeto”. Todo esto en un sentido bastante inferior a lo que un buen epicúreo del siglo I podría haber propuesto a sus contemporáneos. Así creen que ganan al pueblo y que les facilitan la compresión de nuestros santos misterios. Pero su búsqueda bien delatada es el triunfalismo… de sus ideas. No ya las de Cristo.


La nuncupata oración “Por la Patria” es un verdadero muestrario de la pobreza en el decir de nuestra Conferencia Episcopal: “María desde Luján nos dice: ¡Argentina canta y camina!” ¡Así estamos!, como la cigarra. Mejor le hubieran hecho decir a Nuestra Señora el único “consejo” que dio en su vida: “Haced lo que Él os diga”. Sus documentos –casi todos de índole social, que no dejan una pizca de espiritualidad para los fieles- son de una redacción lamentable. “Navega mar adentro” ¿Para qué? ¿Para llevar al creyente a qué profundidades? Adentrarlos ¿en qué misterio? Para pescar, dirán. Y luego llevar el fruto de la pesca a la más triste de las mediocridades. Nada se dice claro. Se defiende la vida concebida, pero ¿qué pastor repite el sexto mandamiento del Decálogo: No fornicar? ¿Quién se anima a llamar la cosas por su nombre? ¿Por el nombre que Dios mismo les da en la Revelación? “Mar adentro”, “Misión”, no “apostolado”. “Naufraga mar adentro”, debió llamarse.


“La Semana Santa es la semana de Dios” acabo de leer en una pastoral de un obispo poseso de frivolidad. Se han quitado los adjetivos de “santa”, “sagrada” a casi todas las funciones, personas, instituciones, textos y manifestaciones de la Iglesia. A los ministros ya no les gusta ser “sagrados”, más bien prefieren ser “encarnados”… no se sabe en qué.


Me argüirá algún ingenuo que todas las reformas y modificaciones que se han ido introduciendo tienen en su base el haber sido solicitadas por las Conferencias Episcopales. En su simple afirmación está la respuesta. Claro, así es. A ese tal le recordaría las palabras del Cardenal Ratzinger en su entrevista con V. Messori (Informe sobre la Fe): “No debemos olvidar que las conferencias episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal como la quiso Cristo; solamente tienen una función práctica, concreta”.


¿Qué pensar de ello? ¿Podemos creer que se trata de una ignorancia inculpable? Imposible. Se trata de traición. Y de idolatría. Es decir, la sustitución de la imagen (signo, palabra) del Dios verdadero, por una sutil variante. ¿Actuaron así los Apóstoles? ¿Adaptaron el Evangelio al mundo pagano al que terminaron convirtiendo desde sus raíces? ¿Se preguntaron si los habitantes de Creta, Herculano o Alejandría iban a comprender aquello de que Cristo se hacía presente cada vez que partían el pan? O dijeron más bien: “Él tiene palabras de vida eterna. ¿Ustedes también quieren irse?”. Y como eran ecuménicos, dejaron la puerta abierta…


Creo oportuno dejar, por ahora, estas reflexiones en suspensivo, cerrándolas con la continuación del pensamiento del ahora Santo Padre en su libro arriba citado: “La apostasía es más sutil. No se da el paso abierto de Dios al ídolo, sino que, aparentemente, se permanece al lado del mismo Dios: la pretensión es glorificar al Dios que sacó a Israel de Egipto y se intenta hacerlo representando debidamente su fuerza misteriosa en la figura del becerro. Aparentemente todo es correcto, el ritual parece ajustarse a lo prescrito. Y, a pesar de ello, es una apostasía y una idolatría”.


P. Ismael


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