“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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La Piedad Litúrgica

Trasluz auténtico del Dogma


A mi inmerecido hijo espiritual, el Diácono Sebastián


“Ejercítate en la piedad, pues la piedad es útil para todo”

I Tim 4, 8.


Escribía el Abad Mario Righetti en su conocido libro “Historia de la Liturgia”:


La liturgia no sirve solamente para probar la divina tradición de las verdades reveladas, sino que es también la escuela práctica de la más fecunda y eficaz enseñanza dogmática.


El dogma, en efecto, que es como el alma invisible e informa toda la vida interior, queda vulgarizado, hecho más sencillo, fácil, intuitivo, mediante los ritos, las ceremonias y las fórmulas litúrgicas; hace revivir, a través del esplendor de la celebración de los divinos misterios y en el desarrollo anual progresivo de las fiestas eclesiásticas, el drama divino de nuestra redención con todas las circunstancias de lugares y de personas. Si, como está comprobado, la enseñanza resulta mucho más fácil y eficaz por medio de ejemplos, debemos convenir que la liturgia, en toda su múltiple variedad, es el primer catecismo del pueblo, que a través de los sentidos se dirige a sus mentes y a sus corazones.


Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia apelaban a ella sirviéndose de las ceremonias de los sacramentos y de las misas para vulgarizar las abstracciones del dogma e inculcarlo en las mentes de los fieles. Más tarde, en los siglos VII y VIII, cuando los pueblos no civilizados, terminadas sus grandes inmigraciones, se unieron en nuevas formas políticas sobre los territorios de la antigua civilización romana, vino a ser para ellos la Iglesia una potencia civilizadora y cristiana de primer orden, gracias sobre todo a la eficacia de su culto litúrgico. La majestad grandiosa de la liturgia, su rico simbolismo, la exquisita dulzura del canto sagrado, llenaban a aquellos rudos pueblos de una veneración sagrada por lo divino, que les abría la mente a las verdades de la fe y preparaba sus ánimos a los influjos benéficos de la civilización.”


A nadie que posea sensatez católica se le oculta que las verdades dogmáticas han de ser el alma de toda piedad cristiana y, tratándose de la liturgia, el dogma ha de informar todas sus formas. Una piedad que no tuviera basamento dogmático alguno sería desde todo punto de vista (cultual, pedagógico y psicológico) una piedad enervada, enfermiza y hasta blasfema.


Supuesto que la Iglesia, depositaria del mandato de Cristo Señor de predicar el Evangelio a toda criatura, ha cuidado desde siempre los elementos de la piedad, comencemos estableciendo qué cosa sea la “piedad” e intentemos probar que la piedad más auténtica es la piedad litúrgica. Piedad y dogma han estado inseparablemente unidos a partir de la primera “fractio panis” que los Apóstoles realizaron en memoria del Señor, quien en la Cena les había imperado: haec quotiesqumque fecerits in mei memoriam facietis.


La piedad es definida por el Aquinate como “el culto y servicio que prestamos a los padres, a la patria, a los parientes” mas ya que Dios es el principio del ser y del régimen, de un modo mucho más excelente que el padre o la patria… se llama por excelencia piedad el culto de Dios; como Dios por excelencia se llama Padre nuestro” (cf. S.Th. 2,2, q.101, 3).


El Santo Sacrificio de la Misa “officium pietatis” por excelencia, expresa de modo admirable este sentimiento profundo de la piedad del Padre, del mismo Jesucristo, de la Iglesia: “Orad hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea aceptable a Dios Padre Omnipotente”; “A ti, Clementísimo Padre, te rogamos y pedimos por Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro…”


Toda oración “litúrgica” viene a quedar informada por el espíritu de piedad que es manifestación de la filiación divina, efusión del alma. San Pedro recomendaba en su segunda Epístola la práctica de “santas conversaciones y piedades” (3,11) hasta “el día del advenimiento del Señor”. Todo el oficio de la liturgia se considera entonces, en expresión del Cardenal Gomá forma oficial de la piedad cristiana. Ninguna piedad “particular” podrá llenar el corazón cristiano como es capaz de hacerlo la piedad litúrgica. Su Santidad Benedicto XVI en su Encíclica “Spe salvi”, tras reconocer que para que la oración obre en nosotros su fuerza purificadora ha de ser por una parte muy personal (confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo) afirma taxativamente que por otro lado “ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente (n. 34) Seguidamente señala el ejemplo de algunos santos contemporáneos que han sabido encontrar en los textos de la sagrada liturgia el alimento para la piedad de sus almas en tiempos de grandes pruebas de todo orden.


El enmarañado bosque de “celebraciones” y “reuniones de oración” que ha venido creciendo en el recinto de nuestras pobres iglesias es un lamentable e ineficaz intento por llenar el vacío que ha dejado el abandono de los textos auténticos de la liturgia (el Misal, el Gradual, los antifonarios, los riquísimos y consoladores textos del Breviario Romano con sus textos de la Escritura y las Homilías de los Padres de la Iglesia, etc.). Rara vez se asiste a oficios que muevan a la piedad, al sentimiento de sabernos hijos de Dios sumergidos en el misterio de ser llamados “consortes de la naturaleza divina”. ¿De dónde han nacido las verdaderas obras maestras de la literatura devocional de los grandes Santos, sino de la fuente incontaminada de la piedad de la liturgia romana? ¿De dónde extrajeron San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Santa Gertrudis, Santa Brígida y tantísimos otros su celestial unción y esa penetrante y auténticamente sensible conciencia de la filiación divina, de la dependencia criatural y la conciencia de nuestras miserias, sino de esa roca en el desierto que por acción divina mana un agua que siempre sacia y no cansa? Su acceso a las fuentes de la liturgia han producido oraciones inmortales. Las que contemporáneamente se han venido componiendo por encargo con ocasiones más o menos coyunturales y con finalidad supuestamente “pastoral”, son de una factura lamentable, cuando no imprecisas y por tanto desconectadas del dogma. Horizontalistas en el mejor de los casos, empobrecedoras y opacantes de la veneración del misterio…


La piedad es además Don del Espíritu Santo, consecutivo a la efusión de la gracia en el alma, que se plenifica en el Sacramento de la Confirmación. Hemos recibido el espíritu de hijos adoptivos que nos hace llamar a Dios “Padre nuestro”. Este Don no puede encontrar ocasión más favorable para derramarse en los hijos, que en toda acción litúrgica, y como dijimos más arriba, en la Acción por excelencia: el Santo Sacrificio de la Misa. En ella se alcanza el grado máximo de piedad cuando el sacerdote invita a los fieles a invocar al Padre con la oración salida del Corazón de Cristo: Audemus dicere… Nos atrevemos a decir: Pater noster…


El Don de Piedad nos lleva a ser reverentes. Nos sabemos hijos de Dios en su Hijo. Pero un hijo ha de conducirse con respeto y cuidado ante su Padre. El amor no puede andar en zapatillas. Se ha dicho (desde Tomás de Kempis) que la familiaridad genera el menosprecio. Nos sentimos tan hijos de Dios que ya podemos presentarnos ante Él como unos zaparrastrosos, distraídos habladores en el templo, mascando chicle, cuando no haciendo exhibición de desnudez ante el silencio cómplice del pastor-animador que “preside” la función. No se me tilde de talibán cuando me imagino al Señor haciendo un azote de cuerdas y diciendo en muchas de nuestras iglesias: “sacad todo esto de aquí…” El vibró con piedad (que sólo Él podía tener de un modo particularísimo) por las cosas de su Padre: “el celo por tu casa me consume”


goma

 


Cuatro notas, o caracteres ha señalado en su hermoso libro “El valor educativo de la liturgia católica”, el Cardenal Isidro Gomá y Tomás, a quien antes citábamos. Sobre ellos quisiera detenerme brevemente a modo de conclusión que nos ofreciera un criterio de discernimiento en tiempos de confusión y necesidad de discernir, valiéndome de sus titulados, permitiéndome una interpretación personal y actualizada.


Para el cultísimo Cardenal la piedad litúrgica, por su conexión con el Dogma católico es:


1) Llena y fuerte; 2) Filial; 3) Santamente severa; y 4) Auténtica.


1) Llena y fuerte. En su esencia. La liturgia nos ofrece la síntesis perfecta de los contenidos de fe. Nada queda fuera del alcance de sus expresiones: toda la historia de la salvación nos es presentada a lo largo del ciclo litúrgico (cristológico y santoral). Sus expresiones son fuertes y a la vez tiernas. Recórranse las rúbricas del Misal y se comprobará el vigor y la dulzura de gestos y palabras que se circunscriben en el estrecho y misterioso espacio del altar en el que se desarrolla el drama de nuestra Redención y allí veremos la majestad y la ternura del Padre, la entrega y el abrazo de Cristo desde la Cruz y la misma unción del Paráclito que todo lo penetra y convierte nuestros corazones enfermos.


2) Filial. Decía Fenelón sobre los ejercicios litúrgicos: “cuando son comprendidos, procuran el íntimo placer del amigo o del hijo ante el padre o el amigo. Escuela de respeto profundo es la Liturgia un medio de comunicación afectuosa con el Dios de quien viene toda paternidad”. Nunca somos más hijos del Padre que está en el Cielo que cuando nos comportamos conforme a la “etiqueta” que nuestra Madre la Iglesia nos impone para tratar a Su Esposo.


3) Santamente severa. También la flojedad puede filtrarse en la piedad. No es el diletantismo ni la emoción estética lo que ha de guiarnos en nuestro culto como hijos. Hemos de encontrar en la piedad litúrgica el equilibrio de nuestras mejores emociones, sin “abajarse a ser el alimento de una afectividad mórbida y una forma ingenuamente perversa de personal egoísmo” (Don Festugiére). No es juego de niños. Ellos están llamados a la confianza en Jesús que los abraza, pero la liturgia (y la Misa en particular) no se puede transformar en un show en el que ya no distingan entre el Sacrificio de Cristo y una contratación que hicieron sus padres de un payaso animador de su cumpleaños. Ejemplos sobran.


4) Auténtica. Queda sentado por lo que expresaba al comienzo. Cuanto más se acerque a la liturgia, la piedad será más legítima y eficaz. Una es la fe. Una la oración de la Iglesia. Uno el culto rendido al Dios Uno y Trino. Lamentamos el vaciamiento de los actos del culto pero pocos se animan a establecer el nexo de causalidad entre la avalancha de elementos extraños a la liturgia y la piedad inconsistente de muchos. “Piedad popular” es la expresión que aparece en muchos documentos. Ha de aclarase qué se entiende por ella. En casos no viene a ser otra cosa que la aceptación tácita de haberse equivocado fiero arrancándole, con furia iconoclasta, los elementos devocionales y de piedad al indefenso pueblo de Dios. “Piedad popular”. En otros casos es un eufemismo por el tranquilo trasbordo de supersticiones que nada tienen que ver con la pureza del mensaje cristiano y su modo de vivirlo en la piedad. ¡Pobre y denostada Edad Media a la que adjudican los eruditos liturgos actuales el añadido pegajoso de oraciones y rúbricas al primitivo modelo de la Synaxis eucarística! ¡Pobres los fieles cuando por errado (o diabólico) “criterio pastoral” son empujados a rezar y cantar con textos del último producto de laboratorio del exitoso creativo inculturado!


P. Ismael

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