La historia de los hijos de Helí, Ofní y Fineés, sacerdotes del santuario de Silo (Cf. I Sam 2, 12- 36; 4, 1-22) nos narra la mala conducta de estos ministros del Santuario que echaban mano a las mejores porciones que los piadosos israelitas ofrecían en sus sacrificios, transgrediendo la legislación que asignaba escrupulosamente qué parte de la ofrenda estaba reservada a los sacerdotes y en qué condiciones debía apartarse para su sustento.
“Los hijos de Helí eran hijos de Belial; no conocían a Yahvé, ni los deberes de los sacerdotes para con el pueblo. Pues cuando alguno ofrecía sacrificios, mientras aun se cocía la carne venía ya el criado del sacerdote, teniendo en la mano un tridente, y lo metía en la caldera o en la cazuela, o en la olla, o en el puchero, y todo cuanto sacaba el tridente, lo tomaba el sacerdote para sí. Así hacían ellos con todos los israelitas que venían allí a Silo. Aun antes de quemarse el sebo, venía el criado del sacerdote y decía al que lo inmolaba: Dame carne para asársela al sacerdote; pues no tomará de ti carne cocida, sino cruda. Y si el hombre respondía: Hay que quemar primero el sebo, y luego toma para ti cuanto desee tu alma, le decía: No, ahora mismo me la darás; de lo contrario la tomaré por la fuerza.
“Era, pues, muy grande el pecado de aquellos jóvenes delante de Yahvé; porque esos hombres trataban con desprecio las ofrendas de Yahvé”
Además cometían muchos otros crímenes acostándose con las mujeres que servían a la entrada del Tabernáculo de la Reunión. Todo el pueblo, escandalizado, le hablaba de estas fechorías a Helí, un hombre anciano y vencido, temeroso de Dios, pero sin fuerzas para controlar a sus muchachos (2, 22 y ss)
La narración termina dramáticamente con la muerte de Ofní y Fineés cuando llevan el Arca del Señor de los Ejércitos al campo de batalla, esperando que Dios les acompañara en su su enfrentamiento con los filisteos, que terminarán matando a estos dos “hijos de Belial” y capturando el Arca de la Alianza.
Al recibir la tremenda noticia Helí cae de su silla desnucándose y su nuera, la mujer de Fineés, muere en el parto de su hijo Icabod…
Una lectura atenta de estos capítulos y los siguientes que se refieren a la devolución del Arca por parte de los filisteos a Israel –muchas fueron las desgracias que el sagrado mueble les trajo- nos ayudará a una mejor comprensión de este tramo final de la historia de los Jueces, que dará inicio al período de los reyes de Israel con la elección de Saúl al frente de las tribus.
Este episodio histórico del Libro I de los Reyes (I de Samuel) nos ofrece materia para la consideración enunciada al comienzo del artículo.
Helí, al igual que sus hijos, pertenecían legítimamente a la casta sacerdotal, encargada de todo lo referente al complejo culto veterotestamentario, legislado al pormenor por la Ley de Moisés en los libros del Éxodo y el Levítico.
Eran de la “familia sacerdotal” y su herencia , como toda la tribu de Leví, era el culto, no una porción de tierra, como el resto de las tribus de Israel. El Señor era su heredad, su territorio. Su pertenencia a una clase selecta, estaba garantizada por la sangre.
Pero Dios dispondrá que su mala conducta les lleve a la perdición.
Ello nos ofrece la ocasión de reflexionar sobre la diferencia entre ser y pertenecer.
Nos encontramos con muchos cristianos, de toda clase y órdenes, a quienes les basta y llena el mero pertenecer, sin que se preocupen por lo que son en realidad: el haber alcanzado una determinada posición en el seno de la Iglesia ha sustituido a la verdadera tarea de ser, más allá de la pertenencia.
No negamos la importancia de la pertenencia: de hecho la Santa Iglesia es el conjunto de todos los fieles bautizados, unidos por la Fe, el Culto y el Pastoreo, a su Cabeza, Cristo Señor.
Pero para que cada miembro de este Cuerpo lo sea en verdad, es decir pertenezca a él, no basta la adscripción jurídica, ni afectiva, ni la integración a una determinada “clase”…
Ejemplos lamentables de lo que queremos decir encontramos a diario en movimientos, instituciones, congregaciones, colegios (el episcopal también), etc.
La pertenencia les presta una entidad de la que carecen en absoluto y amparados en el conjunto “social” se dispensan de la tarea insoslayable de ser coherentes, o por decir mejor, lo menos indignos posible.
Y aquí es cuando viene la trampa revestida de miles de formas a encubrir la despreocupación por una vida auténticamente justa, de cara a Dios, a la que sólo debiera importarle lo que Él ve en nosotros.
Cuando uno no es lo que debe, cualquier pertenencia –por más encumbrada que sea- no garantiza nada. Creo haber citado en otra ocasión algo que me parece, si no teológico, espiritualmente acertado: el sacerdocio es un estado del alma.
¡Cuántos han luchado por un puesto, por una pertenencia, para luego trinchar la mejor parte en ganancias materiales, viviendo de la Iglesia, mas que vivir para ella, sirviéndose sus mejores porciones en provecho personal!
Se trata del típico sujeto que elude cualquier obligación porque piensa que su condición de “consagrado” le dispensa de los elementales deberes del resto de los mortales: para él no existen horarios, cargas, impuestos y compromisos. Él (o ella) siempre argumentarán que sus deberes religiosos (o las normas de su instituto, o grupo, el que fuere) le desobligan de aquellas bagatelas.
Pero debemos ir más al fondo de esta descripción.
Si estas personas no “pertenecieran”, en realidad, nada serían.
Son lo que son, solamente por pertenecer. Espíritu gregario, que le dicen.
En el mundo no hubiesen tenido oportunidad alguna.
Es la típica monjita devenida en Madre Provincial, quien de seglar apenas si sabía leer -ahora tampoco lo hace mejor- , quien calzados los guantes de mando ¡Dios te libre de ella! De novicia ni miraba a los ojos (cuidado con quienes tienen esta característica) y ahora la ves escudriñando con su entrecejo la vida y la conciencias de sus infelices súbditas.
Es el párroco abierto, dialogante, ecuménico y misionero, a quien le cayó (o más bien la atajó, porque dicen que ninguna mitra cae en el suelo) la “carga episcopal”, el cual como simple sacerdote apenas decía tres palabras coherentes en su sermón –ahora tampoco lo hace- quien hoy, investido del munus regendi, pontifica con expresiones que si la gente las acepta es por el residuo de reverencia que queda en nuestra feligresía.
Es el activista de un movimiento que se ha apropiado de las llaves de la ciencia teológica (y también de la sacristía) que en su trabajo jamás descolló por su eficiencia (y muchas veces por su honradez) quien ahora tiene la sartén por el mango en el pobre y reducido reino que le fue confiado.
Para todos ellos, el pertenecer es que les ha dado entidad: serían unos ilustres anónimos fuera del ámbito que conquistaron.
Los hijos de Helí, además de sinvergüenzas, eran unos pobres infelices que se contentaban con sus chuletas de cada día: para eso les sirvió el sacerdocio que recibieron de su familia.
Y terminaron mal: cuando fueron puestos para hacer lo único heroico y sagrado que les tocó en la vida, los filisteos los pasaron a cuchillo y les quitaron de las manos lo que no merecían llevar.
Esta será la prueba de detección para descubrir cuándo es auténtica la pertenencia:
Retiremos la pertenencia y veamos qué queda en la persona: porque en definitiva seremos juzgados por cómo hemos participado del Sacrificio.
P. Ismael