“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Jonás: profeta a la fuerza

i-profeti-giona

 

Como un acabado auto sacramental, en cuatro actos, la breve historia de este libro (una suerte de cuento bíblico, “simple narración” según los especialistas de la Biblia de Jerusalén, “histórico” para Mons. Straubinger –el mejor traductor de una Biblia “argentina”- ), con una intencionalidad marcadamente universalista respecto a la voluntad salvífica de Dios, pinta al vivo los avatares de un hombre que se encuentra, inopinadamente, con una misión que le desborda.

 

Estos cuatro actos del drama pueden designarse con títulos bien definidos:

 

* Primer Acto: Vocación y desobediencia de Jonás

 

* Segundo Acto: Jonás en el vientre del pez

 

* Tercer Acto: Jonás predica a los Ninivitas la conversión

 

* Cuarto Acto: Queja de Jonás

 

Sin pretensiones de exégesis crítica del texto profético, nos proponemos una lectura meditada, dando por sentado el conocimiento del pequeño libro por parte del paciente lector.

 

Primer Acto

 

Sucede muchas veces en nuestra vida, que Dios nos llama a cosas para las que no nos sentimos preparados.

Si nos ponemos a pensar todo el trabajo que el Señor ha encomendado a sus elegidos para sus profetas, podríamos reducirlo a una sola palabra: conversión.

Es toda la línea veterotestamentaria en su más estricta síntesis: llamar al pueblo de Israel y luego a todas las naciones a la conversión al Dios vivo y verdadero, que ha de continuarse armónicamente con la fuerte llamada a la conversión del Precursor (el último profeta del Antiguo y el primero del Nuevo Testamento) y del mismo Jesucristo: “El tiempo se ha cumplido, y se ha acercado el reino de Dios. Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15)

 

Algunos profetas se lanzaron de cuerpo entero a la tarea, como en el caso de Isaías (cf. Is 6, 8) y alguno como Jeremías se excusaba diciendo “…no sé hablar, porque soy un adolescente” (cf. Jer 1, 6)

Otros, que nada tenían que ver con el profetismo, se hicieron cargo del mandato, más allá de su filiación y condiciones, como por ejemplo, Amós: “Yo no soy profeta, ni discípulo de profeta; soy pastor de ganado, y cultivo sicómoros. Pero el Señor me tomó de detrás del rebaño y me dijo ‘Ve y profetiza a Israel mi pueblo’” (Cf Am 7, 15)

 

Pero en el caso de nuestro Jonás (Yoná que significa paloma), apenas si podemos saber por qué Dios se metió con él.

Por eso se me ha venido al recuerdo aquello que mi madre tenía como latiguillo cuando alguno debía hacer algo que no le venía demasiado bien, citando el título de aquella película estrenada en 1932 (el año de su Primera Comunión): “Torero a la fuerza”

 

Sí, Jonás fue “ordenado” a la fuerza. “Torero” para un rodeo totalmente desconocido, adverso, caótico, se vio puesto en un “redondé” que a simple vista le prometía algo más que una cornada…

Huyó cobardemente.

Pero no era tan cobarde como “caballero”. Cuando los marineros echaron suertes para ver por causa de quién sobrevino la tempestad en alta mar, supo confesar que “escapaba del Señor”.

Intentaron salvarlo, aligerando el peso de la nave. Pero en vano.

Él mismo, sin demasiadas vueltas, sugiere la solución: “Tomadme y echadme al mar, y el mar se os calmará, pues bien sé que por mi culpa ha venido sobre vosotros esta grande tempestad”

 

Cuando el profeta, o el sacerdote, huyen de su misión, no le hacen ningún bien ni a los que son enviados, ni a quienes le acompañan.

Cuando el profeta, o el sacerdote se camuflan para soslayar la incómoda tarea de predicar la auténtica conversión, no pueden menos que ser una desgracia para la sociedad y para la Iglesia.

Y cuando el profeta, o el sacerdote deciden arrojarse al mar de la infinita providencia y misericordia divinas, para cumplir su misión, a la sociedad y a la Iglesia retorna la verdadera quietud.

No nos extraña su miedo, su angustia, su “¿por qué a mí?”

 

También Juan María Vianney quiso, en cierta ocasión, huir de su pequeña villa de Ars, fatigado por sus luchas y en busca de la quietud de un monasterio… Tal era su “desesperación”.

Pero mucho más “desesperado” hubiese quedado su corazón, cuando descubriese que escapaba del camino de santidad, que haría de él el Santo Cura de Ars.

Para los hebreos Tarsis significaba un Finisterre, un punto lejano del Santuario de Sión donde habitaba el Altísimo.

Pero cualquiera sabía que Dios habita en todas partes y aún descendiendo al abismo, es imposible escapar de su Presencia.

 

¿Una infidelidad? ¿Una locura?

Una reacción humana. Nada más y nada menos.

 

Segundo Acto

 

“Un pez grande”. Es lo que dice simplemente el texto.

 

Los ictiólogos y las iluminaciones de los códices medievales sugieren un monstruoso squalus carcarias y la grandiosa pechina en el remate del Juicio Final de Miguel Ángel, parece mantener la tradición.

 

Hecho milagroso, sin duda, pues las condiciones de supervivencia en el vientre de un pez –del que se dice “lo tragó”, no que lo masticara- no son corrientes, si bien algún que otro dato histórico, refieren hechos similares.

El milagro es que Dios “hizo venir” a ese pez para salvar a Jonás.

 

Jesús mismo, describe el episodio en Mt 12, 40 -41, comparando su permanencia en el seno de la tierra con la estadía de Jonás en el vientre del pez y refiriéndose al efecto de conversión de su predicación en Nínive.

La misión que había de cumplir no sería frustrada por su acto de honestidad, que en otras circunstancias calificaríamos de suicidio.

 

Dios se las ingenia siempre.

¿Por qué dudar del milagro?

Si Dios creó los peces; el Señor Jesús los multiplicó en varias ocasiones; indicó por dónde había que echar las redes; mandó a Simón Pedro que buscase una moneda en un “pez alcancía” y después de su Resurrección, premia el esfuerzo de los Apóstoles con ciento cincuenta y tres peces grandes, ¿no podía disponer un pez “guardavidas” para quien había destinado a salvar a ciento veinte mil almas?

 

Y otra consideración: nunca sabemos por qué medios Dios nos preserva para que cumplamos lo que Él quiere, y cómo lo quiere.

 

Tercer Acto

 

Vomitado a tierra por el pez, a la orden de Dios, Jonás –la paloma salvada por el cetáceo- y sin ningún nuevo intento de excusas, el profeta se dispone a hacer lo que el Señor le indicará.

Fundada por Asur, originario de Babilonia, Nínive era un conglomerado de cuatro ciudades: Nínive, Rehobot, Calé y Resen (Gén 10, 11ss).

Un monstruo urbano lo esperaba… Más parecido a un barrio chino, que a las devotas callejuelas de Jerusalén.

Caminó un día entero con un mensaje poco ecuménico, según los criterios contemporáneos: “De aquí a cuarenta días, Nínive será destruida” (3,4).

Es que ocultarle al enfermo su mal, no lo cura de su enfermedad.

Y esto no es fácil ni grato para cualquier médico.

 

Bajo razones de comprensión y moral de situación, no nos atrevemos a la simple y fuerte urgencia que Dios nos impone al anunciar sus Mandamientos al mundo contemporáneo.

Sea porque, como decía Pío XII, se ha perdido la noción de pecado; sea porque con el caballito de batalla del diagnóstico “posmoderno” que todo lo explica, ya pensamos que el pueblo es incapaz de comprendernos; sea –lo que es peor- porque, en realidad, el pecado (lo que se designa bajo ese nombre) va mutando según la cultura y la construcción social, ya no llamamos a las cosas como Dios las llama desde la Revelación y la ley natural.

 

Sin conversión y penitencia, el mensaje evangélico resultará un edulcorante o una medicina homeopática para una humanidad enferma de ignorancia, a cuyo empeoramiento contribuyen los falsos profetas.

 

Y aquí viene otro milagro.

Los ninivitas no sólo se convirtieron de sus maldades, sino que creyeron en el Dios Verdadero, comenzando por el rey, quien dispone un original plan de penitencia para todos, extensivo a los animales (¡!).

¿Fue momentánea aquella conversión?

Por los datos de la misma Escritura, pareciera que sí.

Pero la lección está dada. Y es suficiente.

Dios se mueve a compasión cada vez que con sinceridad nos volvemos a Él: eso es convertirse. Y ya sabemos que la conversión no es una y única, sino múltiple: de toda la vida.

De allí que no queda lugar para el desaliento o la desidia en el anuncio.

 

Cuarto Acto

 

El desaliento le sobreviene ahora al pobre Jonás, profeta a la fuerza…

Un desaliento que se transforma en enojo: un verdadero berrinche.

Está “alunado” como un niño que tiene un mal despertar.

No es de los profetas que se gratifican con las conquistas que Dios ha obrado por su mediación.

Hay que respetar el temperamento de Jonás.

Seguramente le dolió que Dios tuviera clemencia de aquel gran reino que oprimía a su patria.

Tuvo una visión demasiado humana de la misericordia de Dios.

 

¿Qué más podía desear un corazón sacerdotal que su palabra moviese a penitencia? ¿Qué otra cosa era más preciosa que la gracia que Dios ofreció a todo un pueblo? ¿Por qué se molesta de que Dios sea bueno?

 

Sin embargo se enoja, aunque no deja de creer…

 

Nos resulta singularmente simpática su figura de anunciador de calamidades devenida en salvador que ahora, no teniendo vehículo para volverse a su tierra, se establece en una choza, en los límites de la gran ciudad, para ver qué pasaba.

 

Tal vez no estaba suficientemente convencido de la conversión de los ninivitas y se aprestaba a contemplar una lluvia de azufre, a la manera de Sodoma y Gomorra.

 

Aquí nos encontramos con lo más conmovedor del relato: la humorada de Dios y la rabieta de Jonás.

 

Jonás se desea la muerte.

Dios se compadece de su forzado profeta y manda crecer un árbol para que le dé sombra (kikahión, que Jerónimo traduce por hiedra, los LXX por calabacera y modernamente por ricino). Un arbolito que crece rápido y que alegra desproporcionadamente a Jonás quien se duerme a su sombra.

Pero al rayar el alba, Dios manda a otro bichito, esta vez un gusano, para que pique al arbusto y éste se seque.

Un sol rabioso y un viento abrasador del oriente caen sobre la cabeza del pobre Jonás.

Una vez más desea morir.

 

“Y Dios dijo a Jonás: ¿te parece bien enojarte a causa del ricino? Respondió él: Sí, me parece bien enojarme hasta la muerte. Y dijo el Señor: Tú tienes lástima del ricino, que ningún trabajo te ha costado, ni tú lo hiciste crecer, creció en una noche, y en una noche pereció. ¿Y yo no he de tener lástima de Nínive, la ciudad tan grande, en la cual hay más de ciento veinte mil almas que no saben discernir su mano derecha de la izquierda, y muchísimos animales?”

Y con esta respuesta de Dios termina el libro más singular de los llamados Profetas Menores.

 

Por poca cosa se alegró Jonás y por poca cosa se angustió.

¿Es un niño enrabietado capaz de golpearse la cabeza contra el suelo por un juguete roto?

¿O es un hombre cansado?

Las dos cosas tal vez.

 

Aquellos ninivitas son imagen del mundo actual: ya no discierne. Toma lo malo por bueno, y lo bueno por malo.

Nos espera a nosotros, profetas y sacerdotes, para que les enseñemos también la “elementalidad” de su izquierda y su derecha.

Y ello puede ser muy duro para nosotros.

Pero es la grandeza de Dios.

 

Jonás nos enseña a comprender al párroco cascarrabias y agotado, al teólogo y al liturgo desanimado, al misionero a quien se le vino el mundo encima.

Y Dios nos enseña que su amor y su misericordia son eternos.

 

Más eternos que un ricino…

P. Ismael

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