De lo que quedó del arpa…
Perugino, La entrega de las llaves. Capilla Sixtina
“Qué ha de hacer un cristiano en una Iglesia decaída, digamos, corrompida; un hombre de verdad a quien le toca el sino de vivir en mala época? ¿Qué es lo que le exige y le permite la fe? ¿Puede callar? ¿Está obligado a hablar? El problema se complica terriblemente con otras preguntas. ¿Qué misión pública tiene? ¿Hasta dónde está corrompida la Iglesia? ¿Qué efecto positivo se puede esperar si chilla? ¿Cómo ha de chillar? La obligación expresa de “dar testimonio de la Verdad”, que fue la misión específica de Cristo, se vuelve espinosa en Sócrates, angustiosa en un pastor como Kierkegaard, perpleja hasta lo indecible en un simple fiel.
Hay dos actitudes extremas que son ilícitas: la de atemperarse al error (que es la más fácil) y la de provocar el martirio.
No puedo atemperarme al desorden eclesiástico que prácticamente induce a los fieles en errores y devasta la fe, decía Kierkegaard. No lo puedo moralmente y no lo puedo ni siquiera físicamente. La misión de la palabra que se me ha dado en la ordenación está doblada en mí de una nativa vocación de poeta y maestro, la cual no puedo declinar sin condenar al ocio a mis facultades y prácticamente a la ruina en toda mi vida interna. El que sea escritor sabrá perfectamente que no se puede ni siquiera resistir físicamente a la palabra que se forma dentro, sin entregarse a una torturante y peligrosa operación contra-cepcional, como la de sofocar o atajar fetos, tan conocida hoy por desgracia. No sirve absolutamente para ninguna otra labor útil que esa, y por consiguiente ¿cómo salvo mi alma si la abandono o impido?
Hay algo de exageración en esto, habría exageración en mí… no la había en Kierkegaard absolutamente. Literalmente, no podía callar. Incluso su equilibrio mental dependía de su trabajo intelectual. Callarse era literalmente suicidio; y el peor de todos. “¿Hay que decirlo? Pues se dice”: fue el título de su último panfleto consistente en 10 artículos acerca de la religión y la iglesia luterana, que a lo que se puede saber le costaron la vida. Cayó redondo en una calle de Copenhague y murió de agotamiento en mitad de esa polémica; pero un sereno gozo y una decisión extraña y lúcida que nunca tuviera en su vida, le acompañaron desde esa decisión, “Pues se dice”, hasta el último instante, señal probable en lo que colegir podemos de la aprobación divina”.
Leonardo Castellani, Cristo y los fariseos, IV
En estos conmovedores días (por calificar al tambaleo de los “fundamentos” de los que habla el salmista, “quando fundamenta evertuntur, iustus quid facere valeat?, cuando los fundamentos de dan vuelta, que puede hacer el justo?) en los que la opinología periodística, eclesiástica, teológica, del estudioso, del novelista, del profeta, del hereje, del simple fiel raquitizado por la catequesis homiliética dominical, como hemos dicho anteriormente oscila bipolarmente y termina siempre marchando como un reloj mal regulado, cada quien quiere –al menos en su propio intelecto y conciencia- pasar en limpio- un acontecimiento que si bien no es nuevo en la larga vida de la Sociedad fundada por Cristo, será para nosotros un suceso similar a la conjunción de ciertos planetas con el nuestro que se repite cada cierta millonada de años.
De algo estamos ciertos, y eso esperamos, que pasen muchas generaciones (si es que el fin ya no está a las puertas, en cuyo caso es necesario con necesidad de medio que esto ocurra) que vean lo que puede parecerse bastante al estado social y teológico de la Iglesia en el siglo XV.
He querido iniciar mi reflexión con el elocuente texto del maestro Castellani, para justificar en cierto modo, la necesidad de “decir”, de responder también por caridad a la pregunta tan insistente como desconcertada del feligrés y el alumno olvidado un poco o de la teología y la historia de la Iglesia.
Al final de mi último artículo me proponía “cortar las cuerdas del arpa”…
Pero escojo una guitarra, porque me ocurre lo del salmista: “me dije… pondré un freno a mi boca… callé… pero mi dolor se exasperaba… entonces solté mi lengua…” (Ps. 38)
Como siempre abro mi paraguas, me adelanto a declarar que cuanto sigue, como cuanto antecede, no pretende ni ha pretendido nunca ser un comentario exhaustivo, prolijo, científico. Ya hay muchos que atentan en estos terrenos. Estoy escribiendo con la sola ayuda de mi memoria, sin demasiado plan manualístico. Y no quiero practicar ninguna suerte de “terrorismo” informático en estos días, en los que como decía, estalla el mundo, la vista y la cabeza de los lectores del plasma, triunfante sustituto de la letra impresa que otrora nos concedía tranquilos placeres al intelecto.
Hubiese querido darle a estas palabras del formato de aquellas cartitas imaginarias que redactábamos en la escuela: “Carta a Jesús”, o la de la carta a los Reyes Magos para el 6 de enero.
En ese caso hubiese elegido un título como éste: “Carta a Su Santidad”, “Mi primera y última carta al Papa”, “Carta al Pontífice dimitente (o emérito)
No habiéndome determinado por una forma u otra distinta, porque también mi cerebro está colapsado como las opiniones que van y vienen, mi decisión de hablar, viene determinada por la necesidad que explica Castellani, necesidad que creo miles de personas mucho mejor ilustradas que yo podrían hacerlo, y seguramente lo estarán haciendo desde sus lugares.
Claro que no quisiera que ello se elabore en nuestro apoltronado sillón de trabajo frente al ordenador, sino que desearía sea el fruto, al menos de la sinceridad en la búsqueda de la verdad, en la búsqueda del encuentro con el mismo Cristo, LA VERDAD MISMA, que en este bien morado tiempo cuaresmal ha de constituir un verdadero trabajo ascético-intelectual.
¡Qué lamentable es oír la repetición de las mismas cantinelas y frases comunes que constituyen el devoto caldo oracional y doctrinal del católico medio, con los mediocres sacerdotes y pastores a la cabeza!
Uno de esos nuevos latiguillos a los que me refiero es, entre otros el de ministerio petrino. Pero sobre él me detendré un poco más adelante.
Suponer que por la mente del Papa dimitente, hombre de entraña introspectiva, libresca, de memoria y espiritualidad finísimas, no hayan desfilado por estos tiempos chorreras de textos del Evangelio escritos especialmente para él, es un absurdo.
Como todos estos pasajes han horadado seguramente su espíritu, me voy a detener en uno de los textos más significativos de la exégesis Católica sobre el Primado del Romano Pontífice, precisamente, en el comienzo del relato de la Confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, referida en Mateo 16, 13-20.
La profesión de fe de Pedro, viene inducida por una pregunta del Maestro, a modo de encuesta que tiene la evidente finalidad no tanto de averiguar la opinión de la gente, cuanto sondear en el corazón de los Apóstoles qué tanto venían entendiendo sus enseñanzas y la finalidad de tanta predicación sobre el “Reino de los Cielos”.
La respuesta de los Apóstoles y concretamente la de Pedro han de desenvolver una de las páginas más comprometidas de toda la doctrina de Iglesia, su fundamento, su finalidad y la misión de aquel hombre rudo, sincero, capaz de declinar, acobardarse y desencajarse en la defensa de su Maestro: Jesús sabía que Su Iglesia había de fundarse sobre la roca de un arrepentido y que la debilidad de sus negaciones y de sus lágrimas habrían de ser más fuertes que todos sus defectos juntos: a este hombre –cuyas flaquezas jamás se ocultan- habría de entregarle la potestas clavium, el poder de las Llaves del Reino de los Cielos.
Cristo no fue un iluso ni un romántico. Cuando rogó al Padre, durante la Última Cena, que la sociedad que había fundado fuera UNA, lo hizo para que la unidad, fuera fundamento de algo más importante: la FINALIDAD. Una sociedad si está unida es por una finalidad. La unidad por la unidad no saca a ninguna sociedad de la medianía humana y mucho menos la lanza a la transformación del mundo, como el acontecimiento de Pentecostés lo hizo con la Iglesia confirmada por Pedro en la Fe, según la promesa del Salvador.
Dije que me interesa la pregunta inicial de Jesús a los suyos:
¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?...
Ya conocemos el listado de opiniones que transmiten los Apóstoles y la afirmación categórica que, por instinto del Espíritu Santo, no por acción ni de la carne y la sangre ha de formular Pedro, cuando Jesús, en su proceso pedagógico continúe interrogando: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Quisiera ahora que sobre la base de este texto que fundamenta la misión del Príncipe de los Apóstoles y permitiéndonos un viraje en el desarrollo natural de la historia referida y sus consecuencias dogmáticas, apliquemos con cierta libertad el proceso de mayéutica realizado por Cristo y pongamos su pregunta en boca de Pedro.
Harto extenso (y me temo que hartante también para los lectores) sería ceder a la tentación de querer “decirlo todo”.
La historia del desarrollo teológico del dogma de los poderes otorgados a Pedro y sus sucesores (no de Cristo, ya que Él no tiene sucesor, dicho sea de paso por si acaso se escuchase por allí) es tan extensa y polémica que podemos afirmar, que debieron superarse muchísimas tormentas (desde los primeros siglos, pasando por la catástrofes del conciliarismo de Constanza y las “Reformas” luterana y calvinista) hasta llegar a la formulación, fundada en la Tradición de la Iglesia, que plasmará el lamentablemente inconcluso Concilio Vaticano I.
El principio de clarificación básico que se deriva de la pregunta inicial de Cristo es el siguiente: dime qué dices de Cristo y te diré si has entendido su Ser y su Misión.
Como hemos dicho, Pedro dio en la tecla. Él que tantas veces embarraba con sus arrebatadas respuestas e intervenciones bien intencionas y que a los pocos instantes de haber recibido las llaves, fue apostrofado por Cristo, nada menos con aquel vade retro! Aléjate de mí Satanás porque tus pensamientos no son de Dios. Por decirlo burdamente: después de haber sido constituido piedra y sentado en el trono con las llaves en la mano, se ligó un fenomenal sacudón del Dueño de la Iglesia.
Pero Pedro, a pesar de los pesares dio en el blanco de la FE.
Pedro, asistido por el Padre que está en los Cielos, reconoció a Cristo como Mesías, como el Hijo de Dios: acertó como el águila en la suprema verdad sobre la Persona Divina de su Maestro.
Ahora vamos a dar vuelta la pregunta.
La pondremos en boca de Pedro, que hoy puede interrogarnos a nosotros…
¿Quién dicen los hombres que es el Sucesor mío, el Papa?...
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, el Papa?
Nos damos cuenta que la respuesta puede tomar varios caminos.
A no ser que sostengamos que Papa no es el sucesor de Pedro, podemos hacernos cuatro preguntas:
¿Quién dicen los hombres que es Pedro?
¿Y vosotros quién decís que es Pedro?
¿Quién dicen los hombres que es el Papa?
¿Y vosotros quién decís que es el Papa?
Porque damos por supuestas las dos primeras respuestas y en razón de la brevedad prometida, pasaremos a las dos últimas.
Y por precisar el sentido de lo que intentamos expresar, sin detenernos demasiado en el QUÉ, lo sustituimos por DEL.
Y aquí estamos acercándonos al planteo de lo que hoy la historia viva de la Iglesia tendrá que registrar, intuir y dejar a Dios el juicio, sin que por ello el católico tenga que renunciar a la búsqueda de una inteligencia de la Fe.
¿QUÉ DICE LA GENTE DEL PAPA?
1- Algunos dicen que ha realizado un supremo gesto de grandeza.
2- Otros que está muy bien que así lo haga porque como hombre que es –anciano y débil- ya no puede cumplir con tamañas obligaciones del “ministerio petrino”
3- Otros que ha actuado bajo presión.
4- Otros que se ha bajado de la cruz.
5- Y algunos más audaces que abandona la nave por cobardía.
Cada una de estas afirmaciones pueden, terriblemente, tener algún elemento cierto y cada una origina nuevos interrogantes.
Y también es cierto que por tener “algo” de cierto, pero faltarles el otro “algo”, pueden resultar no ser auténticamente ciertas.
Veamos cada una.
1) Está fuera de toda duda la humildad del Papa renunciante. Pudo haber elegido la fiesta de la Cátedra de Pedro (22 de febrero) para celebrar su “última Misa” en público, pero escogió el día de Cenizas. En el antiguo ritual de la coronación papal un cardenal, tras haber ceñido sobre sus sienes la triple corona, apagaba de un soplido una vela ante el rostro del nuevo Pontífice recordándole: Pater Sancte: sic transit gloria mundi. Santo Padre, así se pasa la gloria del mundo.
Posteriormente, este rito fue reemplazado por la ceremonia de la stoppa. Un alto cirial en cuya cúspide ardía una estopa, era portado por un acólito que se detenía tres veces ante la marcha del Papa y, haciendo una genuflexión, repetía las palabras antedichas.
Lo que no se realizó el día de su entronización (o “comienzo de su ministerio petrino”, como ahora se dice) lo ha hecho elocuentemente recibiendo en su cabeza la ceniza que le recuerda a él y A TODOS LOS CARDENALES, el común destino de los hombres: volver al polvo, de donde todos venimos.
Es gesto de grandeza porque a todos los hombres (todos –también el Sacro Colegio- gracias a Dios!) recuerda que moriremos, y sabemos por experiencia personal que el ansia de poder, dominio y vanidad es algo que viene con el fomes del pecado, y sólo es grande en el Reino de los Cielos quien se hace pequeño.
Esto también puede decirle al mundo y a los grandes del mundo que dominan las naciones como si fueran sus dueños, que el Papa no se considera un superhombre.
Pero cuanto acabamos de afirmar a favor de la presente opinión también puede tener sus objeciones.
a- La “grandeza” que detenta no es suya, sino conferida por Dios.
b- La grandeza se manifiesta también en la aceptación de nuestra limitación y muchas veces en dejar que Dios sea quien nos quite del medio cuando le plazca.
2) “Ad imposibilia nemo tenetur” Nadie está obligado a lo imposible. También el Papa se puede acoger a esta norma de misericordia del Derecho de la Iglesia. No es el primer Pontífice que reconociendo las limitaciones de sus achaques ha pensado en dimitir. Pío XII confiaba a Mons. Tardini: “Nos sentimos como una cariátide, somos una carga para la Iglesia” Y aunque apareció en público, con una debilidad extrema, pocos días antes de morir, había pensado en su dimisión.
A esta opinión podemos oponerle también sus objeciones.
a- ¿Qué se entiende en definitiva por el término ministerio petrino de reciente acuñación? ¿Qué paradigma tiene?
Hemos dicho con anterioridad que si concebimos al Papa como párroco del mundo, no hay cuerpo ni edad que lo aguante.
Si se le va a exigir, o él mismo lo pretendiese, ser la figura omnipresente de la Iglesia visible, si el Papa debe estar presente (como lo hacen, salvadas abismales diferencias, algunos jefes de estado de mal disimulado corte dictatorial) en cuanta fiesta, inauguración, acto, jornada y demás yerbas de la vida de la sociedad que gobierna, estaríamos, me parece, bastante equivocados acerca de la persona y la misión del Sucesor de Pedro.
b- Tan Papa lo es quien preside personalmente un Concilio, como quien lo hace por medio de sus Legados. Recordemos el caso de Efeso, que no por lejano en el tiempo (431) cambia la esencia del ministerio petrino.
Aquel magnífico y triunfante concilio que definió la Maternidad Divina de María frente a la herejía nestoriana fue presidido, animado y redactado casi en su totalidad por el infatigable San Cirilo de Alejandría, quien actuó como Legado Papal de San Celestino I, quien aprobara posteriormente las actas conciliares. Y esto cuando ya el pueblo cristiano entero había proclamado por toda la ciudad a voz en cuello, conocida la decisión de los Padres: ¡María, Madre de Dios!
c- ¿Tiene el Papa que estar presente necesariamente en todas las celebraciones litúrgicas de la Santa Sede? No necesariamente. ¿Serán más santos los jóvenes que se aprestan para su Jornada Mundial si es el Papa quien aplaude junto con ellos al son de sus cantos?
d- Quien sabe gobernar, sabrá delegar. Y esto, mientras funcione la cabeza, al menos teóricamente, se puede hacer desde un lecho de enfermo.
Pero no podemos ocultar que esta objeción se da de cabeza contra un suelo muy duro: para delegar, el Santo Padre debe estar seguro que sus “legados” le son fieles. Y los hechos demuestran resultados bien distintos…
3) Que el modesto y afable Benedicto XVI viene sufriendo presiones desde el inicio de su pontificado es algo que no necesita demasiada probación.
Presiones de fuera, y principalmente presiones en el seno mismo de la Iglesia, el episcopado mundial y su distorsionada idea de “colegialidad” y presunción del más exacto conocimiento de la realidad, y la Curia Romana, a la que más de una vez estamos tentados de tomar prestados los adjetivos de Lutero para describirla. Y esto es ya bastante rancio.
Entrar en el detalle de este calvario –con tantos flancos y sucesos- es tarea más periodística que otra cosa, por lo cual, si atendemos solamente a las fuentes suficientemente fidedignas, vendrán a nuestra memoria acontecimientos que van desde lo doctrinal (la masonería larvada de muchos príncipes y prelados de la Iglesia) hasta los incidentes irritantes tales como las exigencias de “reparación” por parte del Islam, el caprichoso inconformismo de quienes no admiten matices a la hora de recomponer sus relaciones con Roma, hasta los desplantes y ridiculeces de conventillo: retirarle bruscamente la mano cuando quiso saludar a los obispos alemanes, la alegre insolencia de los neocatecumenales con su payasa Carmen, y el grosero episodio del salto de aquella mujer (ella sí lo quiso saludar, como declaró luego) que lo tiró proféticamente a tierra sobre el marmóreo pavimento de la Basílica Vaticana.
a- A ello se puede objetar que la Sede Primada por nadie es juzgada, y por ende presionada. Y que por más débil que pueda ser el hombre que IMPERSONA A PEDRO SOBRE LA TIERRA, su debilidad es más fuerte que la fortaleza de todos los hombres.
Y que la Roca inquebrantable de Pedro puede hacer añicos toda presión humana y aún diabólica.
b- Las presiones vienen desde el comienzo. No son cosa nueva. Lo que está muy claro, para disipar todo juicio malévolo sobre la persona del Papa Ratzinger es que ha sido coherente: si ha permitido ser “presionado” ello es el precio de la Caridad, desde su última carta con motivo de la Cuaresma, en la que describe magistralmente las relaciones entre la Fe y las obras –la Caridad- y comenzando por su primera Encíclica, su firmeza ha sido la firmeza del Amor de Dios.
4) y 5) “Accepto in crucem” Lo acepto como una cruz.
Esa es la fórmula ritual con la que un Papa acepta la elección para el Sumo Pontificado.
¿Quién puede no ver el enorme peso que recibe este hombre el día en que acepta ser Cristo en la Tierra, el Sucesor de Pedro, Padre de la Cristiandad, etc.?
Si hemos sentado anteriormente que la Sede Primada por nadie debe ser juzgada, si no nos falla la memoria y recordamos cuantos pequeños grandiosos y largamente esperados actos de valentía que le han valido la crucifixión, hemos visto el desarrollo teológico del joven Ratzinger devenido en Pontífice en plena “ancianidad” y reconocimos en él su prudencia, inspiración y responsabilidad en los asuntos que la Iglesia fue poniendo sobre su frágil contextura humana; ¿por qué este gesto –del que ya dijimos, sólo Dios y él son los testigos cualificados- habría de ser una cobarde decisión de volver la espaldas no ya al ministerio pontificio, sino a Cristo mismo?
Santo Tomás Moro tiene una frase tan cierta como lapidaria:
“No debemos abandonar la nave en medio de la tormenta, porque no sabemos dónde podrían llevarnos los vientos”
Vista de fuera, la decisión de Su Santidad, es la de un timonel que abandona la nave.
Que la tormenta actual es dramática, hay que ser un ciego, hipócrita o enemigo de la Iglesia para negarla.
Pero, de no estar próximo el fin, como antes dije, cosa que no puede dejar de pensarse, en la Barca de Iglesia, siempre estará Cristo, aunque duerma en el escabel y sea necesario que le gritemos, y que Su mismo Vicario le grite: Salva nos Domine, perimus!
Yo no tengo agallas teológicas ni morales para un sed contra en estas objeciones.
Lo que digo es que en este particularísimo caso, Benedicto XVI aún no ha muerto, y por lo tanto la Cruz lo acompaña, como todo hombre rendirá su alma a Dios, como Vicario de Cristo, el mismo Señor de la Historia y Cabeza de la Iglesia, le pedirá su triple confesión de amor. Tal vez esta forma inusitada sea su última enseñanza a la Iglesia, su decisión de “apacentar el rebaño” desde una inmolación y sacrificio que sólo el Señor conoce.
CONCILIARISMO Y OBISPO DE ROMA VERSUS SUMO PONTÍFICE
Quedan muchas cosas por verse y muchas dificultades seguirán inquietando nuestro espíritu.
Estamos lejanos en el tiempo a las escuetas definiciones que Trento dedicará a la persona del Papa. Sus sesiones disciplinarias irán dirigidas sobre todo a los cardenales y obispos.
Y Trento ya distaba de aquellos arrebatos místicos de la Santa de Siena que lo llamarían el dulce Jesús en la tierra.
¡Y qué lejano más aún el espíritu que inspiró al gran orador Bossuet aquella sentencia que desafiaba: “Pido que se me muestre a un solo autor católico, un solo obispo, sacerdote u hombre cualquiera que crea poder decir en la Iglesia católica: No admito la fe de Trento, se pueda dudar de la fe de Trento; este hombre no se encontrará jamás”!!!
Pues bien el Concilio de Trento, en la sesión XXV, sin recoger la teoría de la infalibilidad pontificia propuesta por los teólogos jesuitas, se limita a proclamar al Papa “Pastor Universal con plenos poderes para regir la Iglesia Universal”, “obligado por los sagrados deberes de su cargo a velar sobre la Iglesia Universal”, extirpar los abusos, vigilar a los pastores negligentes, “porque Jesucristo le pedirá cuenta de la sangre de las ovejas derramada por el mal gobierno de los pastores”… “que no se rodee más que de cardenales elegidos”dignos de su alta misión.
La conclusión de Trento: que el Papa cree cardenales de todas las partes de la cristiandad, y así, en adelante, no habrá en el Trono de San Pedro más que buenos Papas. (Cf. Daniel Rops, El Concilio de Trento y la obra de los Santos)
Cuando muchos obispos y cardenales se han enfrentado abiertamente con el dimitente Pontífice Benedicto XVI reprochándole su –por decirlo de una manera simplista, pero clara- conato de vuelta atrás de la Iglesia, retrocediéndola al tiempo y estilo mal llamado preconciliar, cuando Hans Küng (el saludable hereje condenado por el Papa Woytila) vuelve una y otra vez a recriminarle su inconsecuencia con el espíritu del Consilium, se quedan de algún modo cortos en su imaginación prejuiciosa: nuestra loca osadía (por llamar de algún modo al pronóstico al que toda conciencia cristiana tiene derecho) quisiera darles una mano para que corrijan la acusación y la aumenten llevándola, no a los años 50, sino al siglo XV.
Si de hablar osadamente se trata en estos días, me arriesgo a una no muy lejana vuelta a los tiempos de Pisa, Constanza y Basilea: estamos a las puertas del retorno del “conciliarismo” y si nos descuidamos un poco con una tríada o cuarteto de Papas, con la consecuencia de un cambio tremendo no sólo de la figura, sino de la “teología” misma del Papado.
Y esto en teología y en la historia de la Iglesia tiene un nombre: Cisma.
Y digo a corto tiempo, pues si antes se acusaba a la Iglesia de tener la lentitud de un quelonio, hoy tiene la rapidez de la Web…
Si Dios concede larga vida al Papa Emérito y otro tanto a su sucesor, quien por similares razones, a su tiempo considera que no puede llevar adelante el ministerio petrino, y es sucedido por el electo de otro Cónclave –legítimo, por supuesto- cabe la posibilidad de que tengamos en vida, coexistiendo, tres Papas Eméritos…
¿Nos acostumbraremos entonces a mandar a nuestro Padre, aún vivito y coleando a un geriátrico, mientras los tíos ya buscan esposo para nuestra Madre?
Muchas cosas, en mis volados pensamientos astrales, hubiese querido agradecerle y preguntarle a Benedicto XVI. No será nunca.
Muchas cosas quisiera decirle a los Cardenales electores.
Y en mis volados pensamientos astrales imagino una esquirla del meteoro que lijó los Urales, cayendo de punta en la Sixtina. Lo sentiría mucho por la Sixtina. Y mis volados pensamientos me representan a Benedicto XVI, tembloroso, a pocos metros, diciéndole a su secretario: “Y bueno… Tendremos que volver…”
Hay muchos interrogantes. Mucho que orar. Mucho que temer.
Y mucho que esperar…
Pero esto sólo les diré a los señores cardenales.
Aquello que sin eufemismos dijera en las aulas de Trento a los Padres Conciliares el arzobispo Bartolomé de Braga:
“A mi entender Vuestras Ilustrísimas Señorías tienen gran necesidad de una ilustrísima reforma”.
Refórmense ustedes, señores, y la Iglesia que tanto pretenden reformar o deformar, tendrá la forma que Cristo siempre quiso para Ella.
P. Ismael