“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Solo con Él…

“Hominem non habeo…”

(Jn 5, 7)

 

 

 

 

 

AMPLEXUS

 

 

San Bernardo, AMPLEXUS

 

 


No es gratuito que haya llamado SOLEARES a este rejunte de mis pensamientos.

 

Casi siempre nos elige.

Algunas veces, la elegimos.

Depende de qué la llenemos.

Y, como decíamos hace poco, re-signamos el sentido de nuestro camino.

 

Al fin de cuentas, Jesús alternó entre las multitudes ávidas de milagros, el selecto grupo de los Apóstoles, algunos amigos, la caterva de los pontífices y la más íntima soledad con el Padre.

Por más que toda la tradición ascética y mística del cristianismo, al igual que las exhortaciones magisteriales nos propongan la identificación con Cristo, por más aproximación a su misterio, su vida y enseñanzas, cada hombre sabe –excepto que sea panteísta o esté tocado por la varita de la fatuidad- la insondable y abismal distancia que nos separa del Señor.

 

No en vano toda la tradición veterotestamentaria considera al Señor como El Qadosh, el cortado, el separado…

 

Jesucristo vino a enseñarnos: Estote vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est…

No quiero decir que la identificación con Cristo no signifique una gradual aceptación de la voluntad de Dios, un despojamiento del hombre viejo, un revestirse del hombre nuevo, una participación de la gracia divina…

No negamos nada de lo que la teología clásica de la gracia explica acerca de esta participación del hombre –por donación absolutamente gratuita de Dios- en la filiación divina y en esa transformación del alma hasta adquirir lo que se ha llamado la capacidad de ser “consortes” de la divina naturaleza.

 

Pero el hombre conserva su propio odre. Está contenido en su existencia concreta. Y aunque toda su voluntad se haga una con la divina, aquello de ser “otro Cristo”, admite muchos distingos.

 

Pensar como Cristo, sentirnos en su propia carne, su alma, sus sentimientos; si aún desde lo humano es una empresa titánica, mirando con verdad su condición divina (de la que quiso “despojarse”, anonadándose, haciéndose semejante a nosotros, tomando la “forma de siervo”) ello no separa de su Persona la Unión Hipostática, por la cual, manteniendo cada naturaleza lo que le es propio, constituye del Hijo de Dios un ser absolutamente único e irrepetible: el HOMBRE-DIOS.

Siendo ello así, no diremos ninguna herejía, si afirmamos que el Señor no se percibía a sí mismo del mismo modo como nosotros nos percibimos.

Aún en los momentos más duros de su vida terrena, es de verdad católica que nunca se separó esa Unión y que el Señor, “vivía” en una constante unión contemplativa de la beatitud que emanaba de su naturaleza divina, unida hipostáticamente a la naturaleza humana.

La soledad del hombre Jesús, con todo lo que la permisión del Padre dispuso que fuese padecida por su Hijo, no puede decirse que sea exactamente como la nuestra.

Él mismo había dicho: “Yo sé que nunca me dejas solo”.

Vengo corriendo el riesgo de ser catalogado por el ocasional lector, de “pesimista”.

Frente a mi “riesgo” está su libertad, la que no puedo menos que respetar.

“Omnis homo mendax”, dice el Salmista. Todo hombre es falaz, o mentiroso, si queremos ser más serviles traduciendo…

¿Por qué la soledad me eligió, o más bien, por qué la voy eligiendo – ciertamente a la fuerza- como una forma de vida o “sobrevida”?

 

Mi defensa de la soledad

 

Yo no sé si existe la “esencia” o la “naturaleza” humana, tal y como las estudiamos desde los diversos sistemas filosóficos; lo que sé es que existen “hombres”. A la “humanidad” nunca me la encontré a la vuelta de mi casa. Para ver a los “hombres”, me basta asomar la nariz a esta sociedad en la que vivo y descubrirme vivo yo mismo.

Nos han formado en los grandes principios. Hemos tenido brillantes formadores y maestros de los principios, conocedores de las esencias, las propiedades, y demás características de la humanidad.

Contradictoriamente estas célebres mentes capaces de describir los más intrincados movimientos de la naturaleza, suelen demostrar una paladina ignorancia para entender a un hombre, a una persona en concreto.

Saben lo que es el sacerdocio, pero no pueden comprender a un sacerdote.

Definen con toda la batería documentaria la esencia y las propiedades del matrimonio cristiano (y también las de toda unión) pero no entienden a Fulanita y Menganito.

Las precarias alianzas que vamos haciendo a lo largo de la vida con la gente que se nos acerca están siempre condicionadas por aquello en que podamos “servirle”. Y con esta cantinela del servicio como ley suprema de nuestra existencia, tal vez lleguemos al convencimiento subjetivo que hemos servido mucho a la Iglesia y a la sociedad. Subjetivo digo, porque no puedes saber qué caracoles has podido lograr con este oficio de sacerdote-bombero que es siempre llamado cuando el incendio está en lo más volcánico de su punto.

 

Los compañeros sacerdotes

 

Los “buenos”. Ortodoxos, engominados, externamente impecables, con la sonrisa, la disculpa y la invitación siempre listas.

Invitación inocultablemente interesada: sus propios intereses personales, o, para no ser tan injusto, los intereses de sus grupos (utilizo este término genérico para no dar pistas de su filiación).

“Afán apostólico”, que le dicen, a saber “pescarte” para su bolero de Ravel… Una repetición circular in crescendo con un final (que me perdone el compositor) que pareciera que no sabiendo cómo resolverlo, lo acaba con un derrumbe orquestal.

Ésa es mi experiencia con los buenos y piadosos sacerdotes, siempre dispuestos a la obediencia, al “nihil sine episcopo”, NISI, en aquellas cosas que tengan que ver con la vida interna de sus “grupos”.

Están dispuestos siempre a ayudarte. Ellos a ti. Desde su torre ebúrnea dónde no padecen las vulgares penurias de un pobre cura secular que tiene batallas por todos los flancos de su vida: desde la cocinera (que generalmente no la tiene) hasta el obispo (que generalmente es un ausente, o un vitando)

Pero tendrás que ayudarlos tú a ellos, especialmente con tu metálico, a sostener “labores” maravillosas, heroicas, universales, en tanto que el techo de tu casa se descascara sobre tu calva.

Los sacerdotes “progres”

Por más que te vistas a su uso, que te aparezcas en sus fraternas reuniones masticatorias luciendo un atuendo a la moda “Padre Pinto”, serás siempre el “cuervo”, el troglodita.

Si te llaman una vez para que les des una mano en alguna tarea, no lo harán una segunda: tu estilo “escandaliza” a los fieles.

 

Los seminaristas

 

“Sine pecunia, sine verecundia et cum apparentia sanctitatis”. Así se los definía otrora simpáticamente… La definición sigue valiendo, pero sin simpatía alguna.

Siempre a la pesca de algún “padrinazgo”. Si el tuyo les conviene, te “adoptan”, agasajándote con sus periódicas visitas, la interminable enumeración de sus pesares, especialmente los económicos y la protesta irrebatible de que quieren ser como tú (¡Oh modelo del sacerdocio!) y serás eternamente su padre espiritual.

Lo cierto es que no llegas ni a tío postizo.

Su debilidad y flojera espiritual –sin contar la nesciencia de su formación- nos prometen un clero digno de competir con la gran masa eclesiástica que dominaba los siglos XIV y XV.

 

El laicado

 

Alabado y superexaltado como el fermento en la masa, la manus longa de la jerarquía, protagonistas potenciales de las megalómanas ideas de alcanzar sitios políticos donde impartir la justicia social de la Iglesia, mutantes en una especie subdiaconal que los convierte en “ministros” intermedios entre el clero que menosprecia su poder sacramental y el simple fiel de Misa dominical.

Una síntesis, nada más, es lo que podemos hacer aquí de las múltiples interferencias e intercambios en roles, funciones y principalmente ese sentirse interiormente con una misión que cumplir, directamente descendida del cielo.

A la hora de la verdad –y es verdad que debe ser respetada- no pueden estar más que en el sitio que les corresponde: su propia casa, su familia, su trabajo.

Pero han embarcado a su cura en una tarea que descansará, a la larga sobre sus espaldas y que las más de las veces terminará extinguiéndose en el boscoso jardín de los proyectos de pastorales de conjunto.

 

Y tus amigos…

 

Laicos o curas, jóvenes sobre todo.

Serás su paño de lágrimas, el espacio de sus largas horas muertas, principalmente cuando no tienen el corazón ocupado en algún afecto que les llene lo que en el fondo desean llenar.

Allí estarán, colmados de inquietudes intelectuales, grandes dramas existenciales, trabajos sin futuro y la desafiante pretensión de que les respondas como un oráculo a los bizantinismos de cierta etapa de la vida.

Casi siempre tendremos algo más que la mera sensación de que nos han robado el tiempo. Más. Creo que casi lo deseábamos, ¡porque no teníamos en qué emplearlo! Y su cariñosa y promisoria compañía nos hizo sentir vivos…

 

estrella

 

Y ahora (en esto nomás) me siento como Santa Teresa, que confesaba haberse disparado de su intento inicial y debiera confesar: “tornando pues a aquello que pretendía decir…”

Que con esto de poner ejemplos, lo que pretendo describir es el estado tan particular de nuestras soledades.

Pero para darme a entender bien, debo, en mi caso, aclarar que la más tremenda de las soledades es la de no ser “entendido”.

Y digo “entendido”, no en el sentido de comprensión personal, contención afectiva, etc. Sino que me refiero a una acertada comprensión de lo que uno quiere “explicar”, “clarificar” en la mente de aquellos que Dios pone a nuestro lado.

Gran injuria le haría al Señor, si dijese que Él no tuvo experiencia de ello.

Basta recorrer el Evangelio para darnos cuenta cuánto le costó la comprensión de sus más allegados y cómo en ocasiones esa incomprensión le causó fastidio… “¿Hasta cuándo tendré que soportaros?”…

 

Es entonces que no tengo otra respuesta para mí que esta soledad es constitutiva de quien sepa lo que ha recibido cuando le fue conferido el Orden Sacerdotal.

 

Hace bastante decíamos que siempre ha de haber un espacio vacío para Dios.

Ahora bien, este vacío no se logra simplemente dejando abierta una ventana para que las cosas se vayan cuando quieran, si quieren irse.

A veces será necesario, aunque parezca una brutalidad (hay santas brutalidades) tomar una escoba… y barrer… o sacar a escobazos…

La caridad nos exige muchísimas veces perder el tiempo con nuestro prójimo.

Y otras tantas no permitir que nos roben un instante de la soledad que Dios nos exige.

 

Solos. A nuestro modo.

¿Igual que Cristo?

Cada uno lo sabrá.

¿Seremos como Él?

El lo sabe.

Respeto la entidad de la soledad: no es solamente ausencia.

Ella es toda realidad cargada. Cargada de humanidad.

Quiera Dios que yo intente divinizarla.

 

Y porque nada deja de tener su poesía en esta vida, y en estas “soleares”, transcribo este sugestivo poema de García Lorca.

 

 

 

 

(Homenaje a Fray Luis de León)
Difícil delgadez:
¿Busca el mundo una blanca,
total, perenne ausencia?

Jorge Guillén

 

 

Soledad pensativa
sobre piedra y rosal, muerte y desvelo
donde libre y cautiva,
fija en su blanco vuelo,
canta la luz herida por el hielo.
Soledad con el estilo
de silencio sin fin y arquitectura,
donde la planta en vilo
del ave en la espesura
no consigue clavar tu carne oscura.
En ti dejo olvidada
la frenética lluvia de mis venas,
mi cintura cuajada:
y rompiendo cadenas,
rosa débil seré por las arenas.
Rosa de mi desnudo
sobre paños de cal y sordo fuego,
cuando roto ya el nudo,
limpio de luna, y ciego,
cruce tus finas ondas de sosiego.
En la curva del río
el doble cisne su blancura canta.
Húmeda voz sin frío
fluye de su garganta,
y por los juncos rueda y se levanta.
Con su rosa de harina
niño desnudo mide la ribera,
mientras el bosque afina
su música primera
en rumor de cristales y madera.
Coros de siemprevivas
giran locos pidiendo eternidades.
Sus señas expresivas
hieren las dos mitades
del mapa que rezuma soledades.
El arpa y su lamento
prendido en nervios de metal dorado,
tanto dulce instrumento
resonante o delgado,
buscan ¡oh soledad! tu reino helado.
Mientras tú, inaccesible
para la verde lepra del sonido,
no hay altura posible
ni labio conocido
por donde llegue a ti nuestro gemido.

 

 

 

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P. Ismael