“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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En la Fiesta de la Presentación de Ntra. Señora

“Nadie se presentará delante del Señor con las manos vacías”

Dt. 16, 16

 

 

 

 

manos

 

 

 

 

Con ocasión de la fiesta de la Presentación de la Ssma. Virgen María, quisiéramos reflexionar sobre el sentido que tiene para nosotros el mandato de presentarnos delante de Dios.

 

La Sgda. Escritura, en general utiliza muchas veces indistintamente los términos presentar y ofrecer, si bien, o por el contexto y por la precisiones que la teología ha ido realizando en el decurso del tiempo podemos establecer diferencias de notar, principalmente cuando nos referimos a la ofrenda sacrificial realizada en el Sacramento del Altar.

 

A propósito de las traducciones del Ofertorio de la Misa, ya hemos señalado, en otra oportunidad, las grandes diferencias que existen entre presentar y ofrecer.

No es el propósito del presente artículo reincidir en aquellas consideraciones, sino más bien focalizarnos en otro aspecto que puede tenerse en cuenta desde una mirada “desde nuestro interior”, una consideración de que procediendo del interior del hombre la autenticidad de todas nuestras acciones, será este estado del alma el que venga a dar sentido y explicación a muchas de nuestras batallas cotidianas por alcanzar esa coherencia de vida, esa unidad interior tan buscada para llegar a ser en verdad alabanza de gloria para Dios.

 

En primer término recordemos la oración que nos propone la liturgia del día que recuerda el momento en que los bienaventurados padres de Nuestra Señora, al cumplirse los cincuenta días de su nacimiento (tal como lo manda la ley de Moisés, para la niñas) presentaron al precioso fruto de su entrañas en el Templo de Jerusalén.

 

Hemos rezado en la Oración Colecta de la Misa:

 

Deus, qui beatam Mariam semper Virginem, Spiritus Sancti habitaculum hodierna die in templo presentari volvisti: praesta, quaesumus, ut, ejus intercessione, in templo gloriae tuae praesentari mereamur. Per Dominum…

 

Oh Dios que quisiste que la bienaventurada siempre Virgen María, Sagrario del Espíritu Santo, fuese hoy presentada en el Templo: haz que, por su intercesión, merezcamos nosotros ser presentados en el templo de tu gloria. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…

 

Como toda oración Colecta, la presente hace referencia y glorificación del misterio que celebra y luego dirige a Dios una determinada petición. El sentido inmediato de oración, en lo que la parte de la “petición” se refiere, implora la consecución del ingreso a la “vida eterna”, significada aquí por la figura “templo de tu gloria”.

 

Mas podemos permitirnos una consideración intermedia que se centre en nuestro estado actual de “viatores” (caminantes, peregrinos hacia la Patria del Cielo) y darle al término ser presentados, un sentido anticipado a aquella entrada que todos esperamos, por misericordia de Dios, alcanzar en la eternidad.

 

Tratemos de mirar, sencillamente, a lo humano, qué sea esto de “presentarnos” delante de Dios, así como todo hijo de Israel era presentado por sus familiares allí donde el Altísimo quiso morar.

Entrar simplemente en el Templo.

 

Aquí señalamos la diferencia que se mantiene, entre ser presentados y ser ofrecidos, entre presentarnos y ofrecernos.

Manteniendo la misma analogía que hemos sentado, decíamos, en relación a la ofrenda de la Hostia Santa, Hostia Pura, Hostia Inmaculada (Suscipe Sancte Pater… hanc immaculatam Hostiam quam … offero Tibi…) no nos resultará difícil entender que el “ofertorio” de nuestra vida, casi todos nosotros (al menos quien esto escribe, así se siente) estamos más para presentarnos que para ofrecernos.

Y ya presentarse en bastante difícil.

 

Presentarse uno mismo. Y presentarse con algo en las manos…

Uno mismo

¿Qué otra cosa puede hacer el hombre más que presentarse, así como está delante del Señor?

¿Podemos componernos de algún modo para no aparecer impresentables?

Sí y no.

Sí, porque estamos llamados a la purificación de nuestras conciencias, por medio de la penitencia y las buenas obras.

Sí, porque creemos que Dios puede sacar de las piedras hijos de Abraham.

 

Aún así, cada uno sabe, si toma conciencia de la grandeza de Dios y su conocimiento del corazón de cada hombre, que se encuentra temblando por su propia desnudez y también que no puede eludir en modo alguno el decirle: “Aquí estoy, Señor”

Esta es nuestra presentación: sin rebozos, sin fingimientos.

En modo alguno nos sería lícito eludir este ponernos frente a Él:

Es esta nuestra primera “presentación”: ponernos en su Presencia.

 

Somos hechura de sus manos y Él ha visto que todo lo que hizo era bueno…

También nosotros, en el orden criatural, así como estamos y somos; en cuanto salidos de su libertad creadora, en cuanto hombres, y pesar de nuestra casi infinita vergüenza –como Adán escondiéndose del Señor- fuimos hechos buenos por el Único que es Bueno.

 

Y también sentimos en lo profundo de nuestra alma que no estamos a la altura de tan grande encuentro. Pero el Criador llama a su criatura, y ella no puede no decir: Adsum, aquí estoy.

Pienso que el primer paso es pararse –como uno pueda- ante Dios.

 

Con algo en las manos

 

Aquí podríamos entrar en el complejísimo discurso de la Fe Católica sobre la necesidad de las obras y fundamentar todo lo que la Iglesia nos ha enseñado desde la herejía de Pelagio hasta la de Lutero.

Para ello tenemos los documentos magisteriales y la historia de la Iglesia.

 

“No te presentarás ante el Señor con las manos vacías”

¿Y si no tenemos nada?

¿Tendremos que salir como las vírgenes fatuas corriendo en busca del aceite para nuestras lámparas?

Ciertamente, mientras estemos “en camino”, ya que habrá un instante en que el tiempo de llenar la lámpara se terminará, y como ha dicho el Señor, “a la hora menos pensada”

Sin combustible no hay combustión. Para que brille la luz de Cristo (tanto lo hacemos cantar a nuestros niños…) hay que tener aceite.

La luz sería la Fe, el aceite la buenas obras.

 

Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, alejada en el tiempo y en el conocimiento de la tortuosa teología luterana, nos deja pasmados cuando afirma en sus Novísima Verba, que a la hora de presentarse ante la majestad de Dios, lo hará con las manos vacías

¿En qué quedamos entonces?

Una vez más nos encontramos, como gustaban decir Chesterton y Castellani, ante las paradojas del Evangelio.

 

Nadie acusará a Teresita de luterana… (¡Ya se las vería conmigo!) Pero su afirmación, fundada en su profunda teología de la confianza hasta la audacia y en el omen novum (su camino de infancia espiritual) no hace más que resaltar que aún las “buenas obras”, sin el Amor, NO SON NADA.

Baste para persuadirnos de esta verdad, releer la interpretación de la Santita del texto paulino de I Cor 13. Por eso “sus manos vacías” no contienen Nada más que el Amor: y con ello contienen todo. Es más, creo que al enrevesado Lutero le hubiese hecho bajar su obstinación y darle sentido a su postura el saber que la Santa lexoviense planificaba poner en sus manos todos los merecimientos de Cristo.

 

Lo cierto es que, en esta primera instancia que describimos, quisiéramos estar dispuestos a presentarnos. Tal como nos pillen las circunstancias y estado de nuestra alma. Tal vez estemos impresentables.

Y pienso que ante el apurón, nuestro recurso es la Santísima Madre del Redentor.

 

¿A quién de nosotros no nos puso “presentables” nuestra madre a la hora de salir a la calle, de actuar en una obrita de la escuela, corriendo con el peine hasta la puerta de casa para que nuestra cabecita de niños no fuera un nido de lechuza?

No dudemos en salir a presentarnos. Y la Virgen hará lo suyo.

 

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¿Y qué hay del ofrecerse?

 

Aquí la cosa es mucho más seria. Se trata de una voluntad coincidente con la divina de no hacer de nuestra vida otra cosa que absolutamente todo lo que Dios espera y quiere de nosotros.

Supuesto que conozcamos esa voluntad ¿Son en verdad sinceras nuestras disposiciones? Supuesto que lo fueren ¿conocemos los alcances de un “ofrecimiento”?

Presentarse es decir: Aquí estoy. Ofrecerse equivale: Haz de mí lo que quieras; estoy aquí para ser transformado, transubstanciado, si se me permite el atrevimiento en el lenguaje.

 

No es argumento ni garantía de nada el que yo refiera circunstancias personales en este sitio, pero si la propia experiencia no le sirve a muchos más que a quien la tiene, tal vez, la sinceridad en referirla, pueda ayudar a alguno.

 

Para seguir con mi querida “doctorcita”. Recuerdo que a poco de ordenarme sacerdote copié en un papel que trataba de llevar siempre conmigo el ofrecimiento al Amor Misericordioso que redactó Santa Teresita (un texto de una conmovedora profundidad teológica, espiritual y mística)

Como todos sabemos, los primeros años de nuestra vida sacerdotal tienen mucho de bucólicos (por no decir utópicos o sencillamente ingenuos) y aquel ofrecimiento de quien tanto oró por los sacerdotes significaba para mí algo así como un programa de vida, un talismán protector, algo que creía conmovería a Dios por la sublimidad de lo que comportaba…

Tal vez Dios se haya conmovido. No por mi ofrenda, sino por mi inconsciencia.

 

Con el tiempo –he aquí mi confesión- tuve miedo. Sí me di cuenta que Dios se lo tomaría en serio. Pero Aquel que está más dentro nuestro que nosotros mismos, en el decir de S. Agustín, es el único que ha de saber la verdad de aquella aventura mística…

Lo que yo sé decir es que a partir de mi “cobardía” –humana, comprensible, todo lo que se quiera, pero una falta de confianza manifiesta- me di cuenta que me faltaba mucho para considerarme (con obras y de verdad) una víctima para el ofrecimiento.

 

Lo que ahora puedo agradecer es el estupendo porrazo que Dios permitió para mi presunción:

Aunque sé muy bien que Dios es quién conoce cuando la Hostia está lista para el Gran Ofertorio, ayer opté por ponerme ante el altar, de pié, y en el transcurso del Iudica reforzar con la voz –quiera Él que también el corazón- spera in Deum, quoniam adhuc confitebor illi..- Espera en Dios, que todavía volverás a alabarlo…

 

Por ahora, preséntate como eres, con todas tus miserias, pecados, negligencia y cobardías, que Dios no te rechaza…

Llegará el momento en Él mismo te convierta en Ofrenda permanente…

 

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P. Ismael