“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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“El historiador de la Iglesia será tanto más apto para comprobar su origen divino,

superior a todo concepto de orden puramente terreno o natural, cuanto sea más fiel a la resolución de no disimular las

pruebas que las faltas de sus hijos y aún de sus ministros han hecho sufrir a la Esposa de Cristo en el correr de los siglos”

 

 

León XII

Carta al Clero de Francia

(8-IX-1899)

“Tiempos de cambio”: una tautología conciliar

Pero, querida, ¿qué le vas ha hacer?

Vivimos en una época de transición”

(Adán a Eva, en el momento de

salir del Paraíso)

WILLIAM INGE

 

 

 

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Miguel Ángel, la expulsión del Paraíso (Capilla Sixtina)

 

Saludado, celebrado, aclamado, incensado (con tres golpes dobles, como dice B. Gherardini) aún antes de su convocatoria y desarrollo, el Concilio Vaticano II no deja de recibir – universo orbe plaudente – los hosannas de la jerarquía, los teólogos y los fieles con mediana o poca formación, como el evento eclesial del siglo XX, una caída del cielo de un rayo de luz y vida, un nuevo nacimiento de la Iglesia, sin entender demasiado qué le debemos, que le deberíamos en verdad, agradecer al concilio que a diferencia de cuantos les han precedido (excepción hecha con Trento, que ya explicaremos en otra ocasión) es el más citado en la producción teológica, pastoral, espiritual, etc. etc., de los últimos cincuenta años.

 

Una incurable febrícula tropical, con sus picos y bajantes, con su permanente ritornello sobre el aggiornamento es la constante consigna, el tema, la predicación y el fundamento de todo cuanto se viene diciendo, escribiendo y digamos, obrando durante los años del postconcilio.

Lanzada la alegre bandera del optimismo sesentista que tenía anclada bien firme su asta en el modernismo que le antecedía en casi un siglo, la gran masa “creyente”, sin haberlo pedido, ni siquiera pensado; se encontró ante las promesas de una puesta al día, un ajuste del reloj de la Iglesia que se veía necesitado de una mano (o muchas manos) de teólogos-relojeros que movieran las agujas (sin considerar demasiado los engranajes internos) para que el mundo viera con simpatía a la Iglesia, que miraba ella al mundo con más simpatía aún.

La política de demonización de quien piensa distinto (la Iglesia pre o post conciliar) no ha hecho más que –como Gherardini lo describe- entonar un de profundis al pasado y un himno al sol del futuro, sin que los documentos conciliares fueran leídos según la criteriología clásica que hubiese aclarado: la continuidad del Vaticano II con la línea de la tradicional enseñanza católica; o la disociación del Vaticano II respecto a esa tradicional enseñanza; o bien la medida de la continuidad y de la hipotética discontinuidad.

 

“Si a todos los concilios se les debe religioso respeto y generosa adhesión, de esto no se sigue que todos ellos tengan una misma eficacia vinculante. La de un concilio rigurosamente dogmático no se pone ni siquiera en discusión: depende de su infalibilidad e irreformabilidad y por lo tanto obliga a la Iglesia entera en todos sus componentes. Es igualmente evidente la ausencia de una eficacia tal un concilio no rigurosamente dogmático. Aquellos estrictamente disciplinares, reformistas, o ligados a lasa contingencias de la época –piénsese en las Cruzadas- también pueden hacer referencia a indiscutibles dogmas de fe, por no por esto son elevados a concilios dogmáticos. Luego, cuando un concilio se presenta a sí mismo, al contenido de la razón de sus documentos bajo la categoría de pastoralidad, autocalificándose así, como pastoral, excluye de este modo todo intento definitorio. Por no puede pretender la calificación de dogmático, ni otros pueden conferírsela. Ni siquiera en su seno resuena ninguna referencia a los dogmas del pasado y se desarrolla en un discurso teológico. Teológico no es necesariamente sinónimo de dogmático.

Esta es la ratio que guió, desde el principio hasta el fin, al Vaticano II. Quien, citándolo, lo equipara al Tridentino y al mismo Vaticano I, acreditándole una fuerza normativa y obligatoria que por sí mismo no posee, hace algo ilegítimo y en última instancia no respeta al concilio. Si luego la exaltación tiene por objeto una reinterpretación reductiva de verdades pertenecientes al patrimonio dogmático católico y éstas pasan por la criba de exigencias extrínsecas a la “analogía de la fe” (Rom. XII, 6), despojadas de su estridente constaste con ella, aguadas según expectativas y simpatías extrañas a ella –la del “diálogo”, por ejemplo-, entonces la misma categoría de la pastoralidad se ve adulterada y la calificación de “dogmático” se vuelve un absurdo”.

Alguno dirá que nunca nadie ha definido como dogmático al Vaticano II y, a fin de cuentas, es cierto. Pero es también cierto e incontestable que magisterio, teología y operadores pastorales han hecho del Vaticano II un absoluto. Un error de base, sobre el cual se ha construido el edificio postconciliar y contra el cual es necesario por fin reaccionar. No se trata de guardar en el desván el último concilio ni tampoco de liquidarlo de aquel modo un poco burlón, aunque no infundado, con el que habló hace tiempo Giovanni Scalese. Se trata solamente de respetar la naturaleza, el contenido, las finalidades y la pastoralidad que él mismo reivindica”

 

Esta extensa cita de Gherardini, en su libro “Vaticano II: Una explicación pendiente” es una de las tantísimas voces sensatas y con sentido común a la que acompañan la de un Nicola Bux, o a la otros grandes ya desaparecidos como Klaus Gamber, amigo y contemporáneo de Ratzinger.

Como el mismo Gherardini lo reconocerá en no pocos pasajes de su libro, sus argumentos no pretenderán ser exhaustivos, declinando en teólogos y pensadores sin prejuicios la continuidad de una problemática que debe ser aclarada, más que celebrada.

 

Con tal presupuesto de gente que sabe en serio, tendría yo dos alternativas: la primera (que no seguí) que es callarme y la segunda, a la que me arriesgo, decir alguna palabra, en este medio y estilo que impone un “blog” lanzado al ciberespacio, con el intento de que sea una sola palabra. Un granito de arena que pueda ir sumando claridad (que sólo viene de Dios) más que humaredas de incienso que ya se quemaron y seguirán quemando en las interminables celebraciones que venimos contemplando.

 

Ningún otro concilio (digamos mejor, sus más fervorosos vates) ha tenido tanto “temor y temblor” de no ver concretado lo que (aunque no aparece en ningún texto) se transformó en la “vulgata oral” del postconcilio: el paroxístico retintín del espíritu del Concilio.

Puedo afirmar por propia experiencia no haber visto temblar tanto a mis formadores ante el fracaso (por lo menos conmigo lo tuvieron) de que sus súbditos no se imbuyesen del “espíritu conciliar”.

Bien logrado lo tuvieron otros, en otras vecinas localidades y en el mundo entero con la conformación de cabezas rahnerianas que son las que hoy lucen mitras por todo el mundo, sin que luzca la menor ciencia teológica católica de su cráneo para adentro.

 

El pequeñisimo punto que proponemos a la reflexión tiene que ver con lo mencionado más arriba, la expresión “sol del futuro”.

Será de provecho la lectura de los preámbulos históricos del hecho del último concilio, como así también de los innumerables discursos y su resonancia en un mundo (al que todavía algo de importaba de la Iglesia) e ir señalando en dicho recorrido el hilo del razonamiento acerca de los tiempos presentes, los tiempos de cambio y transición por los que la Iglesia avanza entre los gozos y las esperanzas del mundo : Palabras más, palabras menos, pero repetidas millonadas de veces y bimillonadas de veces escritas, manifiestan un pensamiento sobre el que quisiéramos, sin presunciones, hacer alguna observación.

 

Una tautología

 

Desde el primer instante de la creación, salida ex nihilo por la voluntad (libre toda coacción interna y externa) del Dios de los “Seis días”, comienza en este Eón en el que nos encontramos, el paso de la potencia al acto. Del no ser al ser. De una forma de ser a otra forma de ser.

Con la creación comienza el tiempo. Sin ella éste no tendría existencia.

Pensar un tiempo no creado es un absurdo teológico. “Antes” de él: la eternidad. Una “duración” en otro orden.

No habría tiempo sin no existiese movimiento, paso de la potencia al acto.

Lo definiremos, como la medida del movimiento, según un antes y un después.

Es el ámbito de duración de los seres creados, con comienzo y fin.

Al ámbito de duración de los seres creados con comienzo pero sin fin, la escolástica lo ha denominado evo.

El tiempo se opone a la eternidad, en la que no hay devenir, porque nada “sucede” y media entre el evo y aquella.

Dejemos para la inquietud de quien desee estudiarlas, las relaciones entre el ser temporal y el ser eterno. Temática apasionante, si las hay…

El asunto práctico es la recurrencia interminable (si digo eterna, no sería correcto) a esta base sobre la que se asienta la consigna del aggiornamento: los tiempos de cambio que se operaron en el paso siglo y en el que empezamos a caminar…. ¡Hacia el Tercer Milenio!

¿Por qué hay que “ponerse al día?

Pues para estar con los tiempos de transición en que vivimos.

 

La Iglesia primitiva, tan alabada por los “grandes teólogos” progresistas, ha ofrecido desde siempre el paradigma de la una Iglesia Apostólica, no contaminada con los alambiques escolásticos y el triunfalismo de corte constantiniano con que se pegotearía a los largo de los siglos.

Pues esta Iglesia, nadie lo podrá negar, en ningún momento tuvo la preocupación del “ponerse al día”; más bien quiso poner al mundo al día con ella: a saber insertar al mundo en la esencial “atemporalidad” a la que la conduce la esencia misma del Evangelio, sin que ello fuera una vergüenza para sí misma.

Más que el diálogo con el mundo, que será la febrícula de la llamada Iglesia postconciliar, la primitiva Iglesia, anunciaba con simplicidad su elemental kerigma y en todo caso entabló un diálogo polémico con los “sabios del mundo” en orden a refutar las acusaciones estrambóticas que como enjambre de dardos eran dirigidas a los primeros cristianos.

Tampoco los Apóstoles y los Apologistas de los primeros siglos se dirigían a las “autoridades de este mundo”: Ni Pedro, ni ningún Apóstol perdieron su tiempo en discutir las leyes del Imperio: su preocupación se centraba en clarificar a los cristianos cuál debía ser su actitud para con el mundo. La palabra diálogo no aparece ni en los escritos de los Apologistas, ni en los de los Padres.

Más bien, recomendarán la obediencia a las autoridades legítimamente constituidas, en lo que se les debía obediencia (dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios)

En lo que no podrán ceder los cristianos es en la aceptación de la idolatría: de ello dan irrefutable cuenta histórica la crónica del Martirologio que nos muestra a los seguidores del Evangelio enfrentando la muerte, precisamente por no ser nada “ecuménicos” ni dialogantes.

 

¿Que lo que el concilio propuso fue un acercamiento, una simpatía con el mundo, un cordial acercamiento con otras confesiones religiosas, cristianas o no?

En modo alguno ello es nuevo en la historia de los Concilios (II de Lyón, por la unión de las Iglesias; Ferrara-Florencia, por la reconciliación de griegos y Latinos, etc.) Ello es prueba del ecumenismo auténtico que siempre vivió la Iglesia.

Ello lo ha recordado Juan Pablo II en la Declaración Ad tuendam fidem, cuando clarifica que la igualdad en el diálogo ecuménico significa igualdad de las personas que dialogan, no igualdad de los contenidos de fe que profesan las partes.

 

Otro de los caballitos de batalla de la vulgata conciliar es la ya mencionada “simpatía con el mundo”, con la problemática del hombre contemporáneo, basada sobre una antropología que ya, para ese entonces, la filosofía imperante (si se trataba de fundamentarse en alguna filosofía actual) ya había pasado de moda.

Era simplemente –peligrosamente inconsciente- el deseo de “abrir las ventanas” para que entrarse un supuesto aire fresco que ayudase en la floración de la anunciada “primavera de la Iglesia”, aún antes de toda siembra.

Contradicción que no podemos imaginar de otra manera que fundada en una ingenuidad, que hubiese tenido una solución más sencilla (la sencillez devino en la áurea virtud) que ya había iniciado, sin ostentación, Pío XII, cuando se hacía presente en medio del dolor de la guerra, no tanto hablando, sino haciendo por los dolientes de aquel dramático tiempo de la historia, el oficio del Buen Samaritano: cargar a los hombres sobre su propia cabalgadura y estirarse –al punto de casi caerse de la gestatoria- acariciando a los niños y bendiciendo al pueblo.

Si ésta es la “simpatía con el mundo”, es una formidable injusticia pensar que esta sintonía con el hombre de cada tiempo haya comenzado hace apenas 50 años.

Cualquier historiador de la Iglesia, con sólo abrir sus escritos, podría corroborar sin forzarlos, que todo tiempo de la Iglesia ha sido tiempo de salir al paso de las coyunturas socio-culturales, sin que ello haya significado una defección de su custodia del depósito de la Fe, que hoy, si no en sus raíces (como lo hemos dicho en otras ocasiones) sí en sus terminalidades prácticas, nos ponen en la terrible situación de comparar y comprobar que en muchísimas de ellas, nos encontramos con un contenido dogmático innegablemente contradictorio.

 

Un Concilio Parenético

 

A la confesión de las partes, que presentaron al Concilio (quede claro que legítimamente convocado y con la religiosa aceptación que de acuerdo a su finalidad le corresponde) como un Concilio Pastoral, nadie podrá negar que es el carácter parenético (exhortativo, moral, de animación) lo que dominará la base y sobre todo, las directivas de su variada temática.

Revísense”; “tengan en cuenta los Pastores”; “anímese a los Presbíteros”; “exhórtese”; “sepan apreciar los fieles”; “ábranse los tesoros de la Escritura”; “Procúrese siempre”; “estúdiense”; “Procuren los padres… los educadores…”: “Establézcanse…” etc., etc, etc. Parénesis inacabable. Cualquier lector de los documentos conciliares lo percibe de inmediato.

 

 

Una presentación optimista de cómo la Iglesia deseaba verse a sí misma y ser vista por un mundo del que se esperaba que (no sé por qué acción milagrosa de la gracia) habría de abrirse a la Iglesia tanto como ella deseaba abrirse al mundo.

La historia de estos 50 años, a no ser que seamos completamente ciegos y nos deslumbren las consignas, slogans y sobre todo las “celebraciones” (precedentes, concomitantes y posteriores) y no veamos que la Iglesia no pasa de ser una sociedad religiosa mas (bien que pobre en sus adherentes y más pobre en sus auténticos fieles) en lo que a su número se refiere.

 

El razonamiento es bien comprensible.

Convencidos de el mundo ya no se interesa por lo que la Iglesia piense, mande o decida sobre la vida de las personas, a la hora de pensar en un aggiornamento, no se encuentra otra actitud que la de la sonrisa postiza, de un convencimiento a medias de que los Sacramentos apenas si pueden con su “ex opere operato” y que no habrá camino más sincero que el del encarnacionismo con la realidad.

Como la realidad ya no responde a aquel mundo teocéntrico que dejó de existir a partir del siglo XIV con el nacimiento del sentido nacionalista de los nuevos Estados y su olvido de ser todos los pueblos una única Cristiandad; como ingenuamente cada generación ha creído que su tiempo era tiempo de transición, se ha creído –más ingenuamente aún- que el “espíritu de Concilio” no era otra cosa que una ruptura práctica con la tradición interrumpida de la Iglesia e iniciar la era de las experimentaciones pastorales traería finalmente la genuflexión y el rendimiento del género humano al Evangelio de Cristo.

 

En otras palabras, me parece que, el triunfalismo , tan denostado por los más fervorosos defensores del Concilio (que lo asociaron exclusivamente a la seriedad de la liturgia, y el ceremonial vaticano con sus flabelos y su guardia palatina) no les ha abandonado tanto a ellos como ellos lograron que abandonara estos aspectos –en verdad accidentales- considerados como factores de alejamiento del pueblo de Dios de lo que (lo reconozcan o no ) constituye la esencia del cristianismo: la conversión al Dios verdadero y la adoración, por Cristo, con Él y Él, en el culto perfecto que le tributa al Padre.

Sí, los más encarnizados detractores del “triunfalismo de la Iglesia preconciliar” no han dejado de ser triunfalistas, de otro signo, pero triunfalistas al fin.

Maliciosos o ingenuos. Dios lo sabrá.

 

Pero ¿quién puede creer que el mundo contemporáneo se encuentra en disposiciones de mayor acogida al mensaje evangélico? ¿Han dejado de ser triunfalistas –insisto, con otro signo y algo más- miles de obispos que imaginan que los jóvenes, el mundo del trabajo, de la política y la compleja conciencia y vida del hombre contemporáneo, están celebrando las ventanas abiertas (¿lo están para todos) de la Roma burocrática, plagada de arrivistas, progresistas y funcionarios de cuestionable moralidad.

Serán algunos cuantos. Pero en el conjunto de los seres humanos que nos rodean, sumergidos ellos también en sus realidades que comprendemos más de lo que muchos imaginan, ¿habrá tanta gente que esté convencida por los llamados a la unidad, el diálogo (que no es una instancia para lograr un tertium quid) y toda la nomenclatura de la batería documentaria de un Magisterio tan particular con pretensiones de universalidad a la par que vivimos pidiendo perdón por ser católicos?

 

Muchas cosas debieran ser aclaradas, antes que celebradas.

Se han cerrado las instancias de “pedir aclaraciones” con el más firme dogmatismo que se declara haber abandonado: otra contradicción inexplicable.

Los Concilios de Pisa y Constanza, el Sínodo de Pistoya, por poner un ejemplo, ameritaron aclaraciones y contramarchas en aquellos tiempos no menos turbulentos que los nuestros, aunque más impregnados de fe.

El mencionado teólogo italiano autor del libro citado al comienzo, concluye su trabajo con un epílogo: una súplica dirigida a S.S. Benedicto XVI, de la que extracto algunos párrafos con los que me parece adecuado cerrar la presente reflexión.

 

“Reflexionando sobre estos extremos, hace tiempo que nació en mí la idea –que ahora oso someter a Vuestra Santidad- de una grandiosa y posiblemente definitiva puesta a punto sobre el último concilio en cada uno de sus aspectos y contenidos. En efecto, parece lógico y necesario que cada uno de sus aspectos y contenidos sea estudiado en sí y en el contexto de los otros, con la mirada puesta en las fuentes, y bajo la específica perspectiva del precedente magisterio eclesiástico, solemne y ordinario. Una trabajo así de amplio y riguroso, que se confronte con conclusiones seguras extraídas del examen crítico del secular magisterio de la Iglesia, permitirá una segura y objetiva valoración del Vaticano II que dé respuestas a las siguientes preguntas (entre muchas otras):

 

1.- ¿Cuál es la verdadera naturaleza del Vaticano II?

2.- ¿Qué relación guarda su pastoralidad –noción que la autoridad deberá precisar –con su eventual carácter dogmático? ¿Se concilia con él? ¿Lo presupone? ¿Lo contradice? ¿Lo ignora?

3.- ¿Es realmente posible calificar y referirse al Vaticano II como dogmático? ¿Es posible fundar sobre él las nuevas afirmaciones teológicas? ¿En qué sentido? ¿Con qué límites?

4.- ¿Es un “evento” en el sentido que sostienen los profesores boloñeses? Es decir: ¿rompe los vínculos con el pasado e instaura una nueva era bajo todo aspecto? ¿O por el contrario en él revive todo el pasado “eodem sensu eademque sentencia”?

 

Es evidente que la hermenéutica de la ruptura y de la continuidad dependen de las respuestas que se den a tales preguntas. Pero si la conclusión científica del examen ha de llevarnos a la hermenéutica de la continuidad como única necesaria y posible, será entonces necesario demostrar –más allá de toda afirmación retórica- que la continuidad es real, y una realidad se manifiesta sólo en la identidad dogmática de fondo. En el caso de que ésta continuidad, en todo o en parte, no resultara científicamente probada, sería necesario decirlo con serenidad y franqueza, en respuesta a la exigencia de claridad sentida y esperada desde hace casi medio siglo.

 

Vuestra Santidad me preguntará por qué le digo lo que conoce mejor que yo, puesto que ha hablado clara y valientemente sobre ello. En el fondo, también me lo pregunto yo, un poco maravillado por mi osadía y contrariado por el tiempo que le quito. Sin embargo, en mi osadía distingo un acto a la vez de “parresía” (Franqueza, sinceridad. En griego: decirlo todo…) y de coherencia, en línea con la eclesiología que mis grandes maestros habían aprendido de la Palabra revelada, de la patrística y del magisterio y que –lo digo en un acceso de locura (II Cor XI, 17)- también yo he tenido el honor y el gozo de transmitir a millares de alumnos. Es la eclesiología que en la Iglesia una-santa-católica-apostólica reconoce la presencia mistérica de Nuestro Señor Jesucristo y según la cual el Papa, también “seorsim” (Él solo) , siempre está en grado –para decirlo con San Buenaventura- de “reparare universa” (restaurar todas las cosas) incluso en el caso de que “omnia destructa fuissent” (todas hubieran sido destruidas) Basta una palabra suya, Beatísimo Padre, para que, siendo ella misma LA Palabra, todo vuelva a su cauce de la pacífica, luminosa y gozosa profesión de la única Fe en la única Iglesia”.

 

Quiera Dios que esa Palabra llegara, aún a costa de mayores críticas para el mesurado y criticado Pontífice reinante.

Por el momento, sólo empezamos con las “celebraciones”.

Y yo, que no tengo ni la ciencia de Gherardini, ni la mesura de Ratzinger, mucho me temo que nos quedemos celebrando.

 

Quiera el Dios Verdadero, que yo me equivoque.

 

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P. Ismael