“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Pelear con Dios

A  N.A.L. , boxeador desde la infancia,

que cojea de su pierna diestra…

 

 

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La mayoría de los comentaristas se limitan a calificar de “misteriosa” la lucha sostenida por Jacob con aquel misterioso personaje –un ángel que se traba en pelea con el atemorizado y fugitivo hijo de Isaac, al otro lado del Jordán, más allá de Canaán, en la zona controlada por su hermano Esaú- sin indagar demasiado en el extraño suceso, tan extraño como el narrado en el capítulo 28 del Génesis que refiere el sueño de la escala cuyo extremo llegaba al cielo y era transitada ordenadamente por una multitud de ángeles.

 

El relato de la lucha del patriarca con ángel la encontramos en Gén 32, 23-32.

A cierta altura de la noche se ve enfrentado por un sujeto que se pone sin más a luchar con él.

Algo así como una “lucha libre” que se prolongó hasta el despunte de la aurora. Y como el contrincante no podía con el entrenado y astuto (aunque cansado y asustado) hermano de Esaú, le descoyunta la articulación del fémur rogándole: “Déjame partir, porque llega la aurora”.

 

Sospechando de haber tenido contacto con un ser bastante singular, Jacob, que de todo sabía sacar ventaja –su madre Rebeca lo había confirmado en sus artes de “arrebatador”, y antes de soltarle –con todo el dolor que habrá tenido en el nervio ciático- no deja de exigir su premio: no te dejaré ir si no me bendices. Preguntado por el ángel cuál era su nombre y respondiendo que Jacob, y en consonancia con lo que ya por entonces significaba el cambio de nombre y la misión asignada a futuro, el misterioso luchador espiritual –contradictoriamente corpóreo- le dice: en adelante no te llamarás más Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres y has prevalecido…

Todavía Jacob continúa: Por favor, dime tu nombre. Y se le dará una respuesta que encontramos en la misma clave de la que recibirá Moisés en el Sinaí: ¿Por qué preguntas mi nombre?

Lo bendijo, y allí le dejó.

 

¿Cómo quedó Jacob, aparte de continuar el camino cojeando del muslo?

¿Qué compresión tuvo de semejante combate “cuerpo a cuerpo” con un espíritu?

La Escritura Santa nos da por único detalle el coloquio que sostiene consigo mismo el nuevo ISRAEL: “He visto a Dios cara a cara, y ha quedado a salvo mi vida” Bautizó el sitio con el nombre PENUEL – “rostro de Dios”, o “visión de Dios”.

 

Giorgio Castellino, entre otras opiniones recoge la que sostiene un simbolismo sobre los infortunios de los años precedentes de Jacob, luchando con los hombres, por disposición de la providencia divina, y finalmente, ayudado por Dios era ahora depositario de mayores promesas.

Si como es de pensar este episodio tiene alguna conexión con la visión de la escala, ocurrido no bien parte hacia Paddán Aram (Mesopotamia) con la fresca y mañosa bendición arrebatada a su padre.

Enviado a casa de su tío Batuel para que le eligiese una esposa que garantizase una unión endogámica con el fin de evitar toda contaminación con los cultos idolátricos, y transitando de Bersabee, al sur de Palestina, se dirige más hacia el norte de Jerusalén, descansando por la noche sobre una piedra como almohada.

(Además del ciático de Jacob, siempre me han dado que pensar sus cervicales…)

Y además me imagino en el Santo Patriarca el patrono de los que “claudican”…

“Claudus”, en latín: rengo. Renguear, claudicare, no necesariamente significa “traicionar”. Al menos en el sentido latino. Con ello me quedo…

 

Ya conocemos el texto que refiere la visión.

Recordemos lo que dice la voz de Dios:

Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu posteridad será como el polvo de la tierra; y te extenderás hacia el occidente y hacia el oriente; hacia el aquilón y hacia el mediodía; y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las tribus de la tierra. Y he aquí que yo estaré contigo, y te guardaré en todos tus caminos y te restituiré a esta tierra; porque no te abandonaré hasta haber cumplido cuanto te he dicho”

Lleno de temor, al despertar, Jacob exclamará ¡Cuán venerable es este lugar!, no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo!

Levantado muy de mañana erigió la piedra-almohada en monumento, derramando aceite sobre ella y bautizándola BETEL (ciudad de la luz) haciendo ante el Señor sus promesas, algo interesadas, como no podían ser las de un peregrino errante como él, asegurando para Dios el diezmo de lo que obtuviera.

 

Aquellos lugares “altos” tan frecuentes en la cultura mesopotámica, sitios de culto y encuentro con las divinidades extranjeras serían la constante tentación del incipiente pueblo de Israel.

En concreto Harrán, ciudad de su tío Laban, era sede de un templo dedicado a la luna (el dios Sin), conectada con Ur, de donde había partido al llamamiento divino Abran con su padre Tare.

Con la seguridad de tan enjundiosas promesas por parte Dios, Jacob entra en la Mesopotamia, fortalecido por una bendición divina.

Aún esposado con Raquel (que había escondido entre sus pertenencias los terafim –pequeños idolillos familiares-) Jacob no se contaminó con ninguna seducción idolátrica, permaneciendo fielmente anclado en las promesas divinas y en la experiencia absolutamente palpable de un ángel que se le escapó de las manos, pero como con Abraham, marchará delante de él.

 

Estas someras consideraciones de base textual no serán impedimento para otra mirada que vea en este “misterioso encuentro” un aspecto –siempre en el claroscuro de nuestro entendimiento aquí en la tierra- de lo que podríamos llamar la “pelea” de todo hombre con Dios.

Jesucristo dirá a Saulo, en los comienzos de su elección como vaso destinado a tan grande misión, es en vano dar coces contra el aguijón…

Y el mismo hombre, ya el Pablo fortalecido por la lucha contra sí mismo y las potestades enemigas dirá al fin de su vida: He peleado el buen combate…

 

¡Luchar con Dios!

¡Una locura!

Pero si miramos nuestras vidas, tal vez nos demos cuenta que no hemos venido haciendo otra cosa que trabarnos en lucha cuerpo a cuerpo (¿¡!??) con el ángel del Señor…

Sin una misión tan señalada como la de Israel, sin una tierra que conquistar y una descendencia heredera de tan grandes promesas, sin promesas tan eternas, todos hemos soñado con un cielo al que acceder y luego nos vemos, no sabemos cómo ni por qué en esa misteriosa lucha, que pienso, es la lucha más humana de todas las que lo hombre sostiene en su corta y azarosa existencia.

 

Lucha con la belleza de lo divino que se encubre en la engañosa criatura que lo subyuga, y por ello no quiere soltarla hasta que le bendiga…

 

¿Tiene el combate con el ángel un filón de la pudorosa sensualidad con que oculta el hebreo la desembozada crudeza de la fricción de los luchadores grecorromanos?

¿Es la bendición del ángel el amor que todo hombre busca en cualquier pelea que se presenta en este mundo?

¿Qué se quiebra en nosotros tras una pulseada inacabable con lo sublime y lo que nos supera?

¿Por qué no abandonamos al otro hasta que obtenemos su “bendición”?

¿Esa bendición es la aceptación de nuestro destino que sólo Dios conoce?

Podemos considerarnos benditos si, como Jacob, nos disponemos a realizar nuestro “viaje” con las provisiones que Dios quiera acercarnos hasta que retornemos a nuestro origen…

Y ¿vale la pena esa lucha de la que sabemos podemos sacar algo más que una renguera compañera fiel de lo que nos quede por andar?

 

De muchas maneras el hombre lucha con Dios.

Lucha cuando lo busca y no lo descubre ni en los acontecimientos históricos generales o particulares de su vida.

Cuando no ve su mano en la dirección que los sucesos cotidianos de mayor o menor consecuencia tienen en la rutina de existir.

También es lucha la resistencia a dejarse vencer por la primacía que Dios exige en nuestros corazones, con la consiguiente expulsión de los falsos ídolos que nos prometen llevarnos a la cima de las torres más altas de nuestras realizaciones carnales o de poder…

Y las luchas podrían seguir enumerándose…

 

Bástenos distinguir entre peleas “buenas”, con causa, y luchas obstinadas, que no tienen otro origen que el pecado que resiste a la gracia de Dios.

No será tan difícil sacar nuestras propias conclusiones.

Ideales, proyectos, deseos de toda índole, son para muchos de nosotros una constante batalla entre lo que pretendemos y lo que Dios quiere para nosotros…

A veces a brazo partido, como Jacob. Otras veces sin resistencia, a lo Jeremías…

 

Aclaremos que Jacob sostiene una “lucha o guerra justa con Dios”: no lucha por sus caprichos o pasiones, por su mera prevalencia sobre su piloso hermano…

Si los ángeles que suben por la escala, llevan la oraciones de los hombres hasta el trono de Dios y los que bajan, traen su respuesta, la gran lucha del hombre de fe será siempre el permanecer “hasta el amanecer” (es decir hasta que despunte la aurora de la resurrección) en estado de resistencia y perseverancia en su oración.

 

También Moisés mantuvo, no sin fatiga –y no sin ayuda humana- los brazos en alto para obtener la victoria de Israel sobre Amalec. Sus brazos elevados no significan otra cosa que aquello que Jesús nos enseñó que es necesario orar, sin desfallecer jamás

Y dicho sea de paso, al igual que Moisés, sería bueno encontrar quienes nos ayuden en el combate de la oración… Al menos sosteniéndonos los brazos.

En otra ocasión hemos hablado de las cualidades dispositivas de la oración, dejando bien en claro que no es para torcer la voluntad divina por lo que pedimos a Dios aquellas cosas que estimamos buenas para ser buenos.

El episodio que comentamos contrapesa aquella afirmación: el que persevera en un buen propósito verá colmadas sus esperanzas.

 

Nos parece que el siguiente comentario de San Agustín tiene algo que ver con lo que intentamos esbozar:

 

“La parte paralizada de Jacob significa a los malos cristianos, de modo que en él se dan la bendición y la claudicación.

Es bendito Jacob por parte de los que viven bien, y cojea por parte de los que viven mal. En el mismo hombre se dan ambas cosas ahora. Pero algún día se hará la reparación y la distinción.

Eso es lo que la Iglesia desea, cuando dice en el salmo: Júzgame, ¡Oh Dios!, y discierne mi causa de la gente no santa… (Ps. 42, Iudica me)

Ahora la Iglesia es coja. Hinca bien un pie, pero el otro es inválido.

Atended hermanos, a los paganos. Hallan, a veces, cristianos buenos que sirven a Dios, y se admiran, son atraídos y creen.

Pero a veces ven los que viven mal y dicen: “¡Mira a los cristianos”. Esos que viven mal corresponden al tendón del muslo tocado y se han secado…”

 

(Sermones. V: El combate de Jacob con el ángel)

 

Y lo que Agustín distingue en el trigo y la cizaña que se da en la Iglesia, no sin apartarnos de su sentir, podemos aplicarlo a cada hombre en sí mismo:

Hay días que peleamos con Dios por ser buenos, y otros, luchamos por salirnos con la nuestra: caminamos rengueando…

 

Pero recordemos que es preferible llegar rengueando, antes que tirarse para siempre en el camino, sin sueños, sin ángeles hermosos que revoloteen sobre nuestras cabezas endurecidas en la almohada de la vida y sin la emoción sublime de pelear con la belleza misma.

 

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P. Ismael