“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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ad quem ibimus?

quo vadis Carracci

Quo vadis?  Annibale Carracci 

 

 

 

El final casi esperado del “Discurso del Pan de Vida” (Jn 6, 22-72) viene resaltado por tres “rápidas y electrizantes” reacciones que colocan al lector en la exacta situación de dramático temblor que suscitó y suscitará en todas las generaciones de cristianos la revelación ascensional de Jesucristo, quien a partir del interés materialista y mesiánico de quienes le aguardaban en la otra orilla, tras la multiplicación de los panes, los introduce en el gran misterio de Su presencia en la Eucaristía.

 

Sin detenernos en los considerandos de la estructura de este discurso, sin desentrañar el profundo contenido de la doctrina de la Presencia Real, como en la necesidad de este Sacramento para la plenitud de la Vida que vino a darnos el Redentor, vamos a reflexionar sobre esas reacciones que calificamos de “nerviosas” que Juan destaca en su relato.

Aclaramos que estos nervios que intentaremos analizar, son en cada quien, de diversa procedencia y calidad.

La respuesta de los oyentes del Señor es doble, una verbal y otra, diríamos de “actitud”.

 

Cuando Jesús terminó de hablar, habiendo tenido diversas reacciones por parte de los judíos, “muchos de sus discípulos que esto oyeron, dijeron: Duro es este razonamiento, y ¿quién lo puede oír?” (6, 61)

“Y desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y no andaban con él” (v 67)

Todo tenía un límite. Hasta aquí llegó la fe y la confianza de aquellos hombres.

Pero no sólo su fe en Jesús, sino además sintieron que su inteligencia estallaba ante algo que no cabía en ella…

Habían caminado bastante con Él. Habían aceptado muchas exigencias e intentaban –sólo Jesús lo supo bien- forzar sus razonamientos ante las paradojas del Evangelio. Pero aquello fue demasiado. ¡Comer su carne! ¡Beber su sangre!

 

La segunda reacción electrizante es la firmeza de Cristo.

El Señor nunca retrocede ante sus afirmaciones. No rectifica. No corrige como los filósofos o los teólogos sus sentencias. A lo sumo las retoca: “habéis oído que se dijo, pero Yo os digo…”; “pocas cosas son necesarias, más bien una sola es necesaria”.

Jesucristo no es un político ni un líder religioso que tema perder adeptos, no es un maestro que busque metodologías digeribles a toda costa, no es un pastor de almas que revuelva en la casuística en busca de una solución prudente, equilibrada, adecuada a los tiempos que corren.

Cuando dice , es . Cuando dice no, es no.

¿Se descolocó el Maestro ante la fuga de discípulos que amenazaba disminuir notablemente su “feligresía”? ¿Los llamó para una conciliación basada en el diálogo y la exposición al menos franca de lo que cada uno quisiera haber comprendido?

En modo alguno.

Supongo que los cultores del diálogo a toda costa pasarán por alto la respuesta de Jesús… No es para nada ecuménica.

Cortada la interlocución con quienes libremente tomaron una decisión, y a pesar de la mansedumbre y dulzura sostenida durante todo el discurso (llevado, como decíamos en esa ley de gradualidad de la revelación) inesperadamente se vuelve ahora a los doce:

“Y vosotros, ¿queréis también iros?” (v. 68)

 

El que dijo “si alguno quiere seguirme…” será consecuente siempre con aquella suprema facultad otorgada al hombre desde la creación: el libre albedrío.

No hay “obligación” de seguir a Jesús. Quien lo hace, acepta sus condiciones.

El Señor, miró y amó al joven rico que mostraba interés en un vuelo más elevado que el resto del vulgo. Y mirándolo fijamente le dirá: “si quieres…”

¿Y si no quiero? ¿Me espera la condenación, la perdición eterna?

Ninguna pista nos ofrece el Evangelio más que el comentario triste de Jesús acerca de las dificultades que encuentran los ricos para entrar en el Reino.

Habla de dificultades. No de imposibilidad.

Pero siempre respetará la libertad.

Lo que no puede admitirse en ningún caso es la falsificación de su doctrina, la libre interpretación de sus mandatos.

No diremos nada nuevo si simplonamente afirmamos que el Evangelio es cuestión de tómalo o déjalo.

Un comentarista de peso, como el Cardenal Gomá, llega a sostener que Jesús, aunque afectado sin duda por la deserción de tantos discípulos, estaba dispuesto a quedar incluso sin sus Apóstoles. Pero Él ya sabe que creen.

 

Y ahora llegamos a la tercera intervención “electrizante”.

Una vez más, como tantas en el Evangelio, será Pedro protagonista.

El toma siempre la palabra en nombre del colegio apostólico. Pero habla desde la sinceridad de su corazón que no había reservado nada para sí.

Pero el evangelio jamás oculta su inocentona presunción, sus ímpetus que no conocían la mesura, al igual que la confianza desmedida en unas fuerzas que también podían abandonarle en los momentos difíciles…

No será Pedro el que deje largos silencios en circunstancias de este tipo.

Su respuesta es de un profundo amor y convencimiento de que fuera de Jesús no hay refugio.

“Señor, ¿a quién iremos?

Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (v. 64)

 

Es aquí, una vez más, que Pedro hablará por instinto e inspiración del Padre que está en los cielos. No es ni la carne ni la sangre quien esto le revela.

Más bien, si considerásemos la respuesta desde “la carne y la sangre”, su traducción sería algo así como “ya que no tenemos otra alternativa…”

Pero su ad quem ibimus?, no es un sinónimo de nuestro “¡Qué le vamos a hacer!”

Aún así, me atrevo –prescindiendo del fundamento que el Espíritu le sopla a Pedro para seguir con Jesús- a ver en aquellas palabras del simple y tosco Simón Pedro, un paradigma de lo que yo llamaría la resignación de la fe.

 

Y lo explico desde nuestra pobrísima, pero real experiencia.

Aunque carecemos de la experiencia singularísima de los Apóstoles que vieron, oyeron y tocaron al Verbo de Vida , de una forma asimilable, también, a nuestro modo, somos testigos de cotidianos milagros en nuestra vida de creyentes: no nos han faltado ocasiones de ser protagonistas de verdaderos milagros producidos por la doctrina de Cristo.

Sin embargo, nuestra fe es constantemente puesta a prueba por innumerables instancias provenientes de muchos flancos, siendo las más dolorosas las que se generan en el seno mismo de la Iglesia.

Humanamente no vemos salida a la confusión, la superstición, el relativismo, la desacralización y tantos otros males que nos aquejan “ad intra”, en el torrente mismo de la vida de la Sociedad fundada y querida por Jesucristo.

 

Otra fuente copiosa de pruebas son los males que provienen del mundo –servidor de los espíritus del mal- y nuestra propia carne, siempre pronta a clamar por sus derechos.

El “¿a quién iremos?” también podemos traducirlo como el grito del hombre decepcionado. (*)

La decepción, el desengaño, de suyo, no constituyen un pecado. Tal vez sean la consecuencia ineluctable de la condición humana.

¿Es empobrecer el concepto de la fe, pensar que pueda actuar como camino de resignación?

No es su función principal. Pero la resignación puede ser un camino de vuelta.

Si re-signar, puede interpretarse como re-significar, asignar otro sentido, volver a marcar, no creo que sea pensar fuera del Evangelio que cualquier desengaño “criatural”, del orden que fuere, es lo más humano –y a la vez, lo más divino- que nos pueda pasar.

 

¿A quién iremos?

¿Hay alguien en el mundo que haya colmado nuestras expectativas afectivas, intelectuales… humanas, en general?

¿Quién puede comprender la plenitud que reclama nuestro corazón desorientado, ávido de un guía, de un abrazo cálido, de una comunión promisoria de hondura e intimidad?

¿Será otro hombre, tan extraviado en el camino como nosotros mismos, el que nos pueda llevar a esa plenitud por la que clama cada célula de nuestro ser?

¿A quién iremos?

Si la pregunta de Pedro hubiese terminado aquí, aunque válida, quedaría sin respuesta y retrocederíamos al Qohelet.

Pero “Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”

Y aquí la resignación de la fe, se muta en una serena certeza. Pero está en la misma línea: no busca garantías, no exige comprobaciones milagrosas: sólo confía en las palabras de Cristo y confiesa su Divinidad. Sólo eso. Nada más que eso: que Cristo es el Hijo de Dios.

Pero todas nuestras afirmaciones, (pues provienen de nuestro pensamiento) tal como lo afirman los libros sapienciales son precarias.

Y si son precarias las afirmaciones, ¿cómo no han de ser precarias nuestras acciones?

También Pedro sentirá en carne propia de la distancia entre nuestras afirmaciones y nuestros actos.

Mucho se ha escrito, predicado y meditado sobre la triple negación de aquel hombre sobre quien el Señor quiso fundar la solidez de la Fe de Su Iglesia.

Ya hemos dicho muchas veces que es SU Iglesia, de Cristo, no de Pedro…

 

Simón Pedro entendió aquella tristísima noche de su cobardía que más allá de la flaqueza, de la defección (tan humillante como arrebatada fue su protesta de amor incondicional en la Cena), el “haber creído”, era camino del retorno: cuando saliendo fuera lloró amargamente; debió repetirse una y mil veces su electrizante respuesta de la sinagoga de Cafarnaúm: “¿Domine, ad quem ibimus?” Señor, ¿a quién iremos? ¿a quién iré?

 

Pero la debilidad humana de Pedro, al igual que la nuestra (¡oh maravilla de nuestra miseria incomprensiblemente sublime!) no había de terminar la noche de la Pasión.

Después de la Resurrección, Pedro, junto con los demás Apóstoles, será el gran anunciador del kerigma de la salvación: Jesús ha sido constituido Señor a la diestra del Padre y él es testigo.

Llamará incesantemente a la conversión y a compartir los sufrimientos de Cristo.

El mismo Señor le predecirá que será llevado donde él no quiera… y de esa forma glorificaría a Dios.

 

Es de todos conocido aquel conmovedor episodio no referido en los Evangelios Canónicos del Quo vadis?

Un manuscrito llamado La leyenda Aurea, según se presume redactado en el siglo XIII, por el monje dominico y arzobispo de Génova, Jacobo de Vorágine, refiere
que cuando el emperador Nerón en el año 64 inicia una ferocísima persecución contra los cristianos, San Pedro temeroso de lo que pudiera sucederle huía de Roma por la Via Apia, pero en el trayecto se encontró con Nuestro Señor Jesucristo cargado con una cruz. Preguntándole "Quo Vadis Domine?" ¿A donde vas Señor?, Jesucristo le contesto: Mi pueblo en Roma te necesita, si abandonas a mis ovejas yo iré a Roma para ser crucificado de nuevo.

 

¿A dónde vas Señor? ¿A dónde vas Pedro?

No hago teología ficción, si sostengo que en aquel instante volvió a la cabeza del pobre Simón Pedro su resignada afirmación-pregunta de algunos años atrás:

“¿Domine, ad quem ibimus?” Señor, ¿a quien iremos?...

Y una vez más el pobre, como les pasa con frecuencia a los de gran corazón y dura cabeza, se sintió avergonzado y volvió a llorar.

Y aquí sus esperanzas humanas, la resignación y la sobrenaturalidad de la Fe, se hicieron una sola cosa: volver sus viejos y encallecidos pies por el camino andado para encontrarse para siempre en la cruz –no podía ser de otro modo- con Aquel a quien, con toda la sinceridad de su corazón había dicho:

Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te.

Señor, tu lo sabes todo, sabes que te amo…

 

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P. Ismael

 

 

(*)

2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

Carta Apostólica Porta Fidei. Benedicto XVI