“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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PALABRAS IRREALES II. Cuando los cumplidos salen caros…

 

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Marcuse. Muerte de Saúl y Jonathán

 

Nos hemos referido anteriormente, basados en un sermón newmaniano, a las “palabras irreales” que Josué adjudica al pueblo que prometía serle fiel al Señor en la asamblea de Siquem.

 

Por ser simplistas, de algún modo, digamos que aquel caso, como los que de él derivamos, pueden considerarse en el fondo un pecado de presunción.

Y para ser más reductivos, señalamos ahora que la presunción, supone un engaño a otro o a uno mismo.

 

Ya en alguna oportunidad hemos dicho que el pecado original es la mentira.

Siendo la mentira –hija del Demonio, que la Escritura Santa llama “padre de la mentira” vamos a detenernos ahora en la figura de una de sus nietas: LA ADULACIÓN.

 

Un curioso episodio con dos narraciones diferentes nos presenta el final el libro I de los Reyes (cap 31) y el cap 1 del Segundo Libro.

Se trata de la muerte de Saúl, en su última batalla con los filisteos.

 

“Los filisteos persiguieron con todo empeño a Saúl y a sus hijos y mataron a Janatán, a Abinadab y Melquisúa, hijos de Saúl, de modo que el peso del combate vino a descargar sobre Saúl, el cual concibió gran temor cuando le descubrieron los flecheros. Por lo cual dijo Saúl a su escudero: “Saca tu espada, y traspásame con ella, no sea que vengan estos incircuncisos y me maten, mofándose de mí”. Mas no quiso su escudero porque tuvo gran miedo. Entonces tomó Saúl la espada y se arrojó sobre ella. El escudero al ver que Saúl era muerto, echóse él también sobre la espada y murió con él…” ( I Re, 2-5)

 

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“Después de la muerte de Saúl, estando David de vuelta de la derrota de los amalecitas, y hallándose ya dos días en Siceleg, sucedió que al tercer día llegó un hombre del campamento de Saúl, rasgados sus vestidos y cubierta su cabeza de polvo; el cual llegado a David postróse en tierra e hizo reverencia. David le preguntó. “¿De dónde vienes?” “He podido escapar del campamento de Israel”, contestó él. Díjole David: “¿Qué ha sucedido? Cuéntamelo”. A lo que respondió: “Huyó el pueblo de la batalla, y muchos del pueblo han caído y perecieron; también Saúl y su hijo Jonatán han sido muertos”. Preguntó entonces David al mozo que le daba la noticia: “¿Cómo sabes que han muerto Saúl y su hijo Jonatán?” Respondió el mozo que le traía la noticia: “Yo me hallaba por casualidad en el monte Gelboé, y vi a Saúl arrojado sobre su lanza cuando los carros y la gente de a caballo le daban ya alcance. Volviéndose él entonces hacia atrás, me vio y me llamó. Yo respondí: “Heme aquí”. Y me preguntó: “¿Quién eres tú?” Le dije: “Soy un amalecita. Tras lo cual él me dijo: “Ponte sobre mí y mátame; porque se ha apoderado de mí angustia mortal, y mi vida está aún toda en mí”. Púseme entonces sobre él y lo maté; porque sabía que no podía vivir después de su caída. Y tomé la diadema que había sobre su cabeza y el brazalete que tenía en su brazo, y los he traído aquí a mi señor”.

Entonces asió David sus vestidos y los rasgó, haciendo lo mismo todos cuantos estaban con él. E hicieron duelo y lloraron, ayunando hasta la tarde, por Saúl y por Jonatán, su hijo, y por el pueblo del Señor y por la casa de Israel; pues habían caído al filo de la espada.

Después dijo David al mozo que le había traído la noticia: “¿De dónde eres?” Respondió: “Soy hijo de un extranjero, amalecita.” Díjole David: “¿Cómo no tuviste temor de extender tu mano para dar muerte al ungido del Señor?”

Y llamó David a uno de los jóvenes, al cual dijo: “Acércate y mátalo”. Y él lo hirió, y murió, mientras David le decía: “Tu sangre caiga sobre tu cabeza; pues tu misma boca ha dado testimonio contra ti, al decir: Yo he dado muerte al ungido del Señor”. (II Re 1; 1-16)

 

No hace falta demasiada indagación para descubrir que el amalecita fingió su participación en la muerte de Saúl, esperando ganarse el favor del Rey David.

Primero lo expolió de sus joyas, como buen oportunista y luego urdió la mentira del postrer favor prestado al vapuleado Saúl.

 

De la lectura de ambos relatos concluimos que le salió bastante mal su mentira.

En este caso, sus palabras irreales, procedentes de su interés personal, revisten la forma de adulación.

De este vicio o pecado, como queramos llamarlo, nos proponemos hacer alguna consideración.

 

Enseña Santo Tomás:

“La amistad antes dicha, o afabilidad, aunque tenga por objeto propio agradar a quienes le rodean, sin embargo, no debe temer, en caso necesario, desagradar por conseguir un nuevo bien o por evitar un mal. En efecto, si uno quiere conversar con otro con intención de agradarle siempre, se excede en su afabilidad y, por lo tanto, peca por exceso. Si lo hace por mera jovialidad, se le puede llamar “afable”, según Aristóteles; pero, si con ello busca algún beneficio, entonces es “adulación”. Sin embargo, el nombre de adulación se extiende comúnmente a todos aquellos que de manera desmedida buscan agradar a otros con palabras o con hechos en el trato corriente”

(S.Th. 2-2 q. 115 a. 1)

 

Por no frustrar prematuramente un talento que pudiera ser, por animar a un desalentado “ensayista” de cualquier campo, por los innumerables cumplidos que la vida educada nos impone, por “no faltar a la caridad” –virtud tan imprescindible como compleja en sus terminalidades- y por otras tantísimas razones, caemos de hecho en pequeñas o no tanto, adulaciones.

 

Si a ello añadimos el mencionado interés personal por quedar bien por un simple cumplido y los beneficios que eventualmente nos reportaría (aunque más no sea subir un punto en la estimación que merecidamente o no hemos perdido) etc., las circunstancias de caer casi inadvertidamente en la tipología del adulador se multiplican entre quienes –insisto, no siempre con mala intención- cultivan la convivencia como la más preciada de los frutos del amor cristiano.

 

Si no estamos atentos a los movimientos más secretos de nuestras intenciones, que tantas veces son desconocidos para el mismo sujeto, es muy probable que nos convirtamos en delicados y piadosos aduladores.

 

Antonio Poliseno en su jugoso libro Los defectos de los otros, le dedica el primer capítulo al adulador, del que nos complace citar este extenso párrafo.

 

“…Lee en tus pensamientos y en tu corazón; sabe cómo hacer brotar de ti lo que piensas y no te atreves a expresar; lo que deseas, pero no te atreves a probar. Es el hábil revelador de lo que te agrada. Sabe que –como todos los hombres, por lo demás- tienes tendencia a captar más el aspecto provechoso que el verdadero de las palabras que oyes; sabe que posees una innata propensión a que te elogien; sabe que es difícil discernir los esfumados límites que separan lo verdadero de lo falso…

Siempre logra aprisionarte con esa cadena de dulces satisfacciones que produce el reconocimiento de quien te aprecia no tanto por lo que eres, sino por lo que te gustaría ser; después de haberte convencido de que realmente eres así. Por cierto que tú opones resistencia y te defiendes; al principio con relativa firmeza, después cada vez más débilmente, pero al final te rendirás. ¿Cómo puedes oponerte a su lógica, al poder de sus argumentos, a una “sinceridad” tan sentida?

Por lo demás, te gusta lo que él dice, y en lo que gusta se cree…

¿Estás secretamente convencido de que tienes algún mérito, y el miedo de confrontarlo con la realidad lo devuelve a tu interior? El capta tu íntimo tormento y te estimula para que abandones tu excesiva humildad. No importa lo que hagas, él te convence de que lo has hecho de la mejor manera posible.

¡No digas que te disgusta! El lo sabe, y te brinda la satisfacción que buscas.

¿Alimentas deseos, cultivas esperanzas, tienes aspiraciones? El te arranca de las vacilaciones y te impulsa a actuar; casi te asegura que ya eres dueño de aquello que no osabas poseer.”

 

La “especie” de los aduladores se da allí donde haya hombres. Verdad de Perogrullo. Los hubo muchos en los pasados tiempos de las cortes reales, y suponemos que bastante en cortes principescas o democráticas de la actualidad…

Pero sobrevive aún mucho en los ambientes religiosos y clericales en especial.

 

Cuenta Martín Descalzo cómo en tiempo de las sesiones del último Concilio, un clérigo se ponía a la entrada (o salida) de la manada de Padres conciliares, para saludar a uno y a otro, interesándose por la salud de su señora hermana, por la evolución de la artritis o del catarro del prelado, por los contratiempos de sus viajes o sus numerosas tareas pastorales.

Según el genial escritor, al cabo de no mucho tiempo, el mencionado personaje (más de sainete que de la humilde milicia de Cristo) terminó recibiendo la retribución de sus “cumplidos”, siendo elevado a las episcopales ínfulas.

Y todo por el (no neguemos que sacrificado) mérito de cumplir tan fielmente sus rituales de adulación.

 

Claro que aunque la mayoría de los adulones son casi siempre los súbditos, personas de inferior condición al adulado, esta regla también admite algunas excepciones.

Podemos encontrar aduladores entre aquellos que uno pensaría que no necesitan este mezquino recurso, pues nos parece que todo lo tienen y es poco lo que puede reportarles.

No es tan así.

 

También encontramos al superior que “adula” al súbdito.

Tal vez saliéndose de la forma antes descripta, el superior adulón no es tanto el posible beneficio personal lo que busca, cuanto la humillación y burla de su subordinado.

Y ello resalta con mayor nitidez si las condiciones ensalzadas son evidente carencia en sus víctimas.

Los ejemplos pudieran ser inacabables.

Destacar las dotes oratorias de quien no sabe hilar tres palabras en una conversación corriente, animar a quien no tiene el menor sentido de lo sacro y la estética a que edifique una catedral, promover a un cargo que exija tacto y prudencia a quien está claramente falto de ellos, nombrar maestro de capilla a quien desafina hasta para tocar el timbre…

 

Y esta otra forma de adulación se me ocurre tal vez la más demoníaca.

Es claro que Satán es más inteligente que Eva, y por lo tanto, en ese orden, superior.

 

Si leemos bajo esta mirada la primera adulación de la historia, veremos al padre de la mentira, adular al hombre en el paraíso del Edén: hacerle creer que –siendo Dios mentiroso, la peor de las blasfemias- ellos podían por su preclara inteligencia, saber lo que les convenía, por encima de una realidad que no quisieron, o no pudieron por su ofuscación ver con claridad.

Así, el inferior ofuscado por el superior tiene dos posibilidades por descubrir: o se busca su perdición, como en el caso de nuestros protoparentes, o se están burlando de él. O la tercera que junta ambas: una burla que busca perdernos. Leamos el final de “Cartas del diablo a su sobrino” y entenderemos bien lo que quiero decir…

 

A esta clase de adulador, lo llamaría yo “el guasón”…

 

Jesucristo desnudó al instante estas “guasas” de sus adversarios cuando fueron con preámbulos como: “Maestro bueno…”, “Sabemos que enseñas el camino de la justicia y no haces acepción de personas”, “Moisés nos dijo…¿Tú que dices?... etc.

 

Dante los puso en la segunda sima del octavo círculo, en una fosa inmunda, tragando eternamente una sustancia repugnante, fétida y nauseabunda.

Para el autor de la Commedia era el más repugnante de los vicios.

 

La ira de David, o la imaginación del Dante, no pronostican buen fin para esta clase de amigos de las “palabras irreales”.

En definitiva, los que juegan con “palabras irreales”, eligen, como Judas, el árbol del que se quieren colgar.

 

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P. Ismael