“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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O REX GENTIUM…

« Tu trono es de Dios para

siempre jamás; un cetro de equidad,

el cetro de tu reino”

(Salmo, 44)

 

 

REX GENTIUM

 

 

O Rex gentium, et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unun: veni, et salva hominen, que de limo formasti” »

 

« ¡Oh Rey de los gentiles y Deseado de las naciones, y piedra angular que haces de dos pueblos uno! Ven y salva al hombre, que del lodo formaste”

 

 

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Como una sinfonía perfecta, en que los movimientos, centrados en un motivo que la vertebra, va preparando un final glorioso, las Antífonas O, van, a medida que se aproxima el momento de cantar la llegada del Salvador creando en el oído del alma un crescendo, un clímax de profundo gozo espiritual.

Hemos ido, como conviene a la naturaleza de la liturgia, que responde en último término al orden de la Revelación, ascendiendo “gradualmente” en estos ansiosos llamados al Verbo, tal y cual en la Historia de la Salvación fueron dándose: según la sapiente pedagogía de Dios, deteniéndonos en cada peldaño de su manifestación ascensional.

 

Así cantamos al Verbo Increado, preexistente en el seno eterno de la Santísima Trinidad (Sapientia); conocimos el nombre con que Dios quiso manifestarse y ser llamado por nuestros padres en el Antiguo Testamento (Adonai); reconocimos en el Hijo de David el linaje humano del Redentor (Radix Iesse); veneramos sus prerrogativas como conductor de la Casa de David y Fundador de la Iglesia (Clavis David); nos ha deslumbrado su resplandor que viene a quitar la tinieblas de nuestra vida (Oriens); lo proclamamos como Rey de las Naciones que aúna ambos Testamentos y Pueblos (Rex Gentium) y nos dejará con el aliento contenido el llamarlo con el dulce nombre de Dios con nosotros, Rey y Legislador (Emmanuel)

 

Este el penúltimo movimiento, o si queremos, el penúltimo escalón de este canto insistente de la Iglesia.

 

Hoy llamamos a Cristo “Rey deseado por las Naciones”, que ha venido ha hacer de ambos pueblos (el Israel de Dios y toda la Gentilidad) uno solo Pueblo.

A partir de la venida del Señor, se derribarán todos los muros de mezquindad que separan a los hombres, las diferencias y orgullos raciales…

Este Rey nuestro viene, a diferencia de los reyes de la tierra, revestido de la pobreza de nuestra condición mortal.

No podría salvarnos si Él mismo, en cuanto Perfecto Hombre, no hubiese recibido un cuerpo como el nuestro “formado del barro de la tierra”.

Si Él mismo no hubiese asumido el barro, no hubiera podido redimirlo.

Glorificada eternamente a la diestra del Padre, la Humanidad Santísima de Cristo, no olvida que pudo compadecerse de nosotros, como un Sumo Sacerdote que entró en el santuario del Cielo, no con la sangre de animales irracionales, sino con su misma Sangre preciosísima.

 

“¿Quién es ese que viene con ropaje teñido de rojo… y por qué está rojo tu vestido y tu ropaje, como el de un lagarero? (Is 63, 1-2)

“Fue llevado como cordero al matadero, y como oveja, muda ante los que la trasquilan, no abrió la boca” (Is 53, 7; Hech 8,32)

Así es como se presenta ante nosotros el Rey de la Naciones.

Mezcló su Sangre con nuestro lodo: nos re-modeló.

Y así como Elohim, formó con su manos la forma humana, soplando en su rostro el hálito de vida, Jesucristo nos re-creó empapando a ese hombre con su Sangre, saldando así la deuda de nuestra naturaleza insolvente y enemistada para siempre con Dios.

 

Por ello con toda justicia, Dios Padre lo constituyó Rey y Señor, porque nos compró para Él al precio de Su Sangre. Y le otorgó un Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de JESÚS, toda rodilla se doble, el Cielo, en la tierra y en los abismos…

En razón de la Unión Hipostática, en razón de su conquista, Jesucristo es el único Rey, no sólo de las Naciones y de los hombres todos, sino hasta de la creación entera, que como hemos señalado en estas reflexiones, fue hecha para Él. Omnia per Ipsum facta sunt. Todas las cosas fueron hechas por y para el Verbo.

 

Detengámonos un instante sobre este bellísimo texto de Newman:

“Pero Cristo vino a hacer un nuevo mundo. Entró en este mundo para regenerarlo en Él, para hacer un nuevo comienzo, para ser principio de la creación de Dios, para reunir todas las cosas y recapitular todo en Él. Los rayos de su gloria fueron esparcidos por el mundo; un estado de vida recibieron algunos, otro otros. El mundo era como un espejo bello, roto en pedazos, que no muestra ninguna imagen uniforme de su Creador. Pero Él vino a combinar lo que estaba disipado, a reunir en Él lo que estaba destrozado. Dio principio a toda excelencia y de su plenitud todos hemos recibido.

Cuando vino, un Niño nación, un Hijo nos fue dado, y era Hermoso, Consejero, Dios Todopoderoso, Eterno Padre, Príncipe de la Paz. Los ángeles anunciaron un Cristo, un Señor, pero además, “nació en Belén”, y fue “puesto en un pesebre”. Sabios orientales le trajeron oro porque era Rey, incienso porque era Dios, pero por otro lado también mirra, como señal de la muerte y sepultura que vendrían.

Al final, “dio testimonio de la verdad” como Profeta ante Pilato, sufrió en la cruz como nuestro Sacerdote, mientras era asimismo “Jesús de Nazareth, Rey de los Judíos”

 

(Bto. J. H. Newman, Los tres oficios de Cristo. Sermón de Navidad)

 

En el presente sermón, el brillantísimo Cardenal, ha resumido lo que venimos intentando decir.

Este Rey que une lo que parecía irreconciliable: al hombre con Dios, a la gentilidad con el pueblo de la Alianza.

Y ello por el camino de la humildad y el anonadamiento más inimaginable que podamos concebir, iniciado en el mismísimo instante de la Encarnación.

Tres Tronos ocupa el Rey de la Paz: el Pesebre, la Cruz, la Diestra del Padre.

 

El mismo Newman remarca que solamente en la Persona de Jesucristo pudieron juntarse los tres oficios (o misiones) de Profeta, Sacerdote y Rey.

Así fue posible la perfecta reconciliación con Dios.

Melquisedec fue sacerdote y rey, pero no profeta. David fue rey y profeta, pero no sacerdote. Jeremías, sacerdote y profeta, pero no rey.

En ninguno de estos grandes de la Historia Sagrada se pudieron –como nunca se podrán juntar- los tres oficios a la vez.

Solamente Dios mismo podía hacerlo.

 

Este hombre formado del barro de la tierra y redimido por Jesucristo, aún sigue resistiendo el imperio de cohesión a la unidad en Él.

Pasaron los siglos y ante la contemplación de este mundo en variada pero constante desintegración, nuestro ánimo lucha por sostenerse en la fe en la eficacia de la Encarnación Redentora.

 

Terminemos contrastando la realidad de este mundo con un texto de León XIII

se podrían restañar muchas heridas, todo derecho adquiriría su antigua fuerza, volverían los bienes de la paz, caerían de las manos las espadas y las armas, si todos aceptaran voluntariamente el imperio de Cristo, le obedecieran y toda lengua proclamase que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria del Padre” (Annum sacrum, 25-5-1889)

Remarcamos el se podrían y demás verbos potenciales que inteligentemente utiliza el Papa Pecci, como condicional. ¿Cuál es esta condicional? La de siempre: la voluntad del hombre.

 

Más allá de que los hombres seguimos haciendo barro, creemos que el Señor podrá mantenernos sobre la sólida piedra angular, que es Él mismo, y soplar sobre nosotros su majestuoso aliento.

 

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Para escuchar la Antífona:

 http://www.youtube.com/watch?v=4v926AQ3oTQ&feature=related

 

P. Ismael