“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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El Adviento: un tiempo para conjugar

“Mirando a lo lejos, veo llegar

el poder de Dios y una nube

que cubre la faz de la tierra”…

“Oh Cielos, derramad desde las alturas

vuestro rocío y haced que las nubes

lluevan al Justo”

(Responsorio de Maitines, Primer Domingo, Breviarium Romanum)

 

 

 

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San Gabriel Arcángel

 

Una de las notas más sobresalientes del tiempo litúrgico que iniciamos es la curiosa conjugación verbal de los tres tiempos básicos de nuestro lenguaje.

El Adviento presenta ante nuestros ojos el misterio de Cristo que vino, que viene y que vendrá.

 

Ello se encuentra de algún modo implícito en la revelación que hace el Dios de Israel a Moisés en el Horeb, cuando el caudillo de los Israelitas le pregunta por su nombre. Dios dará a conocer su Nombre como: “El que es” “Yo soy el que Yo soy”, literalmente en hebreo. “Yo soy el que es”. El existente. Ego eimi o on traducirán los LXX. (Cf. Ex 3, 14)

Siendo Dios la plenitud de la existencia, “existiendo” fuera de todo transcurso, es decir por encima de la temporalidad creada, sabemos por la Revelación y también por la teodicea que su “duración” es la “eternidad”.

Cuánto contenga de hondura este punto concreto de la duración divina la revelación de Santísimo Nombre del Tetragrama, apenas si tendremos algún atisbo en nuestro discurrir teológico.

 

Pero siendo bien claro para nosotros que el Dios Único es el revelado por Cristo, pues quien lo ve a Él ve al Padre, y que nadie conoce al Padre, sino aquel a quien Cristo se lo muestre, podemos conocer, a partir de las palabras del Verbo Encarnado el misterio de la vida intratrinitaria.

Es precisamente el último libro de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis, el que enlaza sugestivamente y cierra aquella larga serie de contactos reveladores de Dios para con el hombre.

“Y Aquel que estaba sentado en el trono dijo: “He aquí, Yo hago todo nuevo”…”Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin…” (Ap 21 5-6)

“He aquí que vengo presto, y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Ap 22, 13)

Es el mismo que “en el principio estaba junto a Dios” (Jn 1, 2) y que vino a anunciarnos que Su Reino ya estaba en medio nuestro “El tiempo se ha cumplido, y se ha acercado el reino de Dios. Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15)

 

El Adviento se nos presenta entonces, en su significación más profunda, como una estupenda conjugación de todos los tiempos. Así lo han visto los Padres de la Iglesia y los primitivos escritores eclesiásticos.

Bástenos recordar las catequesis de San Cirilo de Jerusalén y los sermones de San Bernardo y San Carlos Borromeo sobre el triple advenimiento de Cristo, conocidos por la mayoría de los lectores: el Adviento histórico, el metahistórico o parusíaco, y el intermedio a través de la gracia en el alma del creyente (tiempo pasado, futuro y presente)

 

Dom Carbol en su obra “La oración de la Iglesia”, se complace en citar una imagen utilizada a su vez por el P. Nilles para caracterizar a este tiempo que, durante cuatro semanas incompletas, resume y celebra toda la esperanza de la historia de la salvación.

En el escudo de armas de los obispos de Bizancio hay un águila de dos cabezas (armas del antiguo imperio bizantino, las del imperio ruso también) Una de sus cabezas mira al Asia, mientras la otra se dirige hacia el viejo Occidente.

Para Nilles podría colocarse a la entrada de esta estación litúrgica el águila de dos cabezas, una vuelta hacia los siglos del pasado, otra hacia los del porvenir.

 

En tanto que el recuerdo de la venida histórica del Señor, acaecida en un tiempo y un lugar concretos, nos invita a la dulce intimidad de Belén, apenas reconocido por un grupo de humildes elegidos, su venida Final, al consumarse los tiempos nos presenta a Cristo Glorioso, patente a todos los hombres, quien nos invita como los primeros cristianos a aguardar con aquel temor e impaciencia de sobra conocidos, su triunfal retorno.

Temporariamente ubicados en el estado intermedio de expectación, los que aún caminamos por entre las luces y las sombras de este mundo, intentaremos remozar en estos días el ansia por su silenciosa y pacificadora llegada a nuestros corazones vacilantes, amenazados por el pecado personal y el clima de pecado que respira nuestra sociedad.

 

Las tres Venidas de Cristo, sumo bien para los hombres del beneplácito (bonae voluntatis), encuentran su antagonista en el mal que ha “venido” al mundo con el pecado original –gestado por el Maligno- y los pecados de todos los hombres y sociedades a lo largo de los tiempos. Por el pecado vinieron todos los males para el hombre.

 

Es una pena que, por la consigna de suprimir, se haya quitado en el Novus Ordo, entre tantas cosas no sólo bellas, sino de contenido doctrinal, la especificación que detallaba la súplica siguiente a la recitación del Padrenuestro en la Misa Gregoriana: Líbranos, te pedimos Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros.

 

Al respecto comentaba Dom Próspero Guéranger en su bello libro “La Santa Misa Explicada”:

“Fortifícanos, Señor, porque nuestros pasados malos nos han dejado en lastimoso estado de flaqueza espiritual y estamos todavía convalecientes. Preservadnos de las tentaciones que al presente nos amenaza y de las aflicciones que nos agobian, así como de los pecados en que podemos incurrir. En fin defendednos de todos los males que pueden ocurrirnos en el porvenir…”

Una formidable expresión orante de la Iglesia que diariamente se recita, haciendo explícita esta consideración sobre los tiempos humanos.

 

Vine, vengo, vendré. Son los verbos que Jesucristo, Dios y Señor de la historia conjuga en la liturgia de estos días. Verbos que deben ponernos en estado de vigilancia, como los gallos que pican la aurora…

Que su llegada no nos encuentre dormidos, perdidos los reflejos cristianos, enervadas la fuerzas para poder para levantarnos y salir a su encuentro con las lámparas encendidas… Y ya sabemos que sin aceite no hay luz.

No podemos vivir como todo el mundo quienes esperamos durante las cuatro vigilias de la noche la llegada del Dueño de casa.

 

La liturgia nos insistirá en estos días: “Todos los que esperan en Ti, Señor, no serán confundidos”. Rorate coeli. La lluvia de las gracias divinas no serán negadas a quienes disponen la tierra de su corazón para que en ellos brote la salvación.

“El que da testimonio de esto dice: “Sí, vengo pronto”. “¡Así sea: ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20)

 

Nuestro mundo aún puede esperar otra Navidad.

 

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P. Ismael