“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Libros comidos

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San Juan Evangelista


Días atrás reflexionábamos sobre la lenta digestión que sufre nuestra Iglesia de los principios magisteriales y su difícil asimilación a causa de diversas voluntades que entorpecen la llegada a todos los ámbitos de la buena simiente sembrada por Cristo y cuidada por Su Vicario en la tierra.


Quien tenga un mínimo conocimiento de la vocación profética de los vates del Antiguo Testamento y los mismos Apóstoles de Cristo, podrá recordar las penas, vicisitudes y resistencias de los mismos ante una misión que, amén de desinstalarlos de su pequeño mundo doméstico, los lanzó a situaciones más que incómodas: martiriales casi siempre.


Hoy se habla mucho de la denuncia profética en un sentido absolutamente unilateral, direccionado y tendencioso.


La denuncia del profeta (en la Escritura Santa) siempre tendrá que ver esencialmente con la infidelidad del pueblo a la Alianza que el Señor estableció con él.


Denuncia que podríamos sintetizar en el término idolatría.


Con perdón de los peritos biblistas y siendo necesaria una elemental “aclaración de términos” para el lector de sola buena voluntad; recordemos que, mejor que la acepción medieval (que deriva el término de phaino= mostrar con anticipación), la definición de profeta convendría derivarla de phemi= aquel que habla por otro.


Y también señalamos que muchos profetas, incluyendo los más tardíos, pertenecían a la clase sacerdotal y muchas veces el contenido de sus anuncios tenían que ver con el culto.


Y por añadir una última distinción elemental, digamos con Bouyer que, la continuidad de las más diversas profecías, constituye el signo más sensible de su autenticidad. Véase el cap. XII de Ezequiel sobre los falsos profetas.


El profeta es personalmente una víctima.

Víctima escogida por Dios, que sabe que Dios lo llama, pero no precisamente para qué y con la terrible carga de ir diciendo, en nombre de ese Dios, cosas que generalmente serán de difícil aceptación por parte de los destinatarios, cuando no de un rechazo absoluto de mensaje y mensajero.


El mayor riesgo del profeta será devenir en un perro mudo.


El profeta será también el hombre del Libro.

Sea que tenga que escribirlo o leerlo.


Consideremos dos episodios muy similares al respecto. Y también con sus variantes.

En ambos casos se trata de la vocación profética.


En primer término el de Ezequiel.


“Él me dijo: Hijo de hombre, come lo que tienes delante: come este rollo, y ve a hablar a los israelitas. Yo abrí mi boca y él me hizo comer ese rollo. Después me dijo: Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que yo te doy. Yo lo comí y era en mi boca dulce como la miel” (Ez 3, 1-3).


Luego encontramos el de San Juan.


“Y la voz que había oído desde el cielo me habló nuevamente, diciéndome: "Ve a tomar el pequeño libro que tiene abierto en la mano el Ángel que está de pie sobre el mar y sobre la tierra". Yo corrí hacia el Ángel y le rogué que me diera el pequeño libro, y él me respondió: "Toma y cómelo; será amargo para tu estómago, pero en tu boca será dulce como la miel". Yo tomé el pequeño libro de la mano del Ángel y lo comí: en mi boca era dulce como la miel, pero cuando terminé de comerlo, se volvió amargo en mi estómago. Entonces se me dijo: "Es necesario que profetices nuevamente acerca de una multitud de pueblos, de naciones, de lenguas y de reyes" (Ap 10, 8-11).


San Jerónimo entiende por este “comer” el libro, una tarea del sacerdote, el cual ha de rumiar y asimilar las Sagradas Escrituras para instruir a los fieles.


En ambos casos, el gusto del libro resultará dulce al paladar.

La Palabra de Dios será siempre más dulce que la miel que fluye del panal.


“Cuando yo hallé tus palabras,

me alimenté con ellas;

y tus palabras me eran el gozo

y la alegría de mi corazón,

porque llevo el nombre tuyo,,

oh Señor, Dios de los ejércitos”

(Jer 13, 16)


Desde el comienzo de nuestra vida intelectual creyente, y hasta el final de la existencia, la lectura de los libros Santos, resultan para todo sacerdote (que es profeta por el sacramento) un bocado dulce para el alma.


Quienes nos hemos pasado la vida, por gracia de Dios, saboreando la Palabra de Dios, sabemos bien lo que hemos comido.


No demoremos demasiado el notar el contraste de ambas visiones proféticas.


Siendo para ambos dulcísimo al paladar, en el caso del Vidente de Patmos, esa dulzura se transforma en fuertísima amargura.


Algo así como los dulces en muchos estómagos nuestros.

Pasado el placer de las papilas, ¡pobre estómago!

Debemos reconocer que la Palabra de Dios no es un mero regalo del paladar.


El Apóstol quería que los cristianos fuesen capaces de alimentos fuertes.

Los que comimos los Libros Santos, no los comimos para nuestro gusto y lustre personal.

No hemos recibido el conocimiento de las Escrituras y el ministerio de la predicación para nuestro chupeteo afectivo o investigación erudita.


Si en esto nos quedamos, estamos a mitad de camino: con la digestión a medio hacer.

De nada nos sirve el conocimiento si no transmitimos lo que Dios quiere.


Generalmente, el profeta no termina sus días gozando de una confortable jubilación que corone sus años de vida académica en los que disputó sutilmente entre logia, midrash, ágrapha, ipsissima verba, traspolaciones, etc.


Los que así concluyen “viven en los palacios de los reyes”, o en los palacios vaticanos…


El profeta, el sacerdote, que ha digerido esa Palabra, vivirá muchas veces con las entrañas amargadas porque ve qué lejos se encuentra el mundo – y también nuestra Iglesia- de asimilar la savia que la Vid quiere comunicar a sus sarmientos.


¡Cuánta amargura por contrastar cada día la infinidad de herejías, abusos litúrgicos, verdaderas profanaciones y demás ultrajes que padece nuestra Religión!


Aunque se nos amargue la vida, lo que hemos gustado de Dios, lo que Él nos ha dado gratuitamente, deberemos –hasta el último aliento- profetizarlo; esto es: hablar en nombre Suyo.


Día a día nos sorprenden quienes alegremente, o ignorando las Escrituras, o tergiversándolas a su gusto, buscan palabras (y gestos, y signos) “más cercanos a la sensibilidad contemporánea” y ensayan experiencias antropológicas parciales y subjetivas. (Cf Informe sobre la Fe, “Una catequesis hecha añicos”)


Y todo por agradar toda clase de paladares y estómagos espirituales.

No sea que al delicado hombre contemporáneo le resulte pesada, le caiga mal, la Palabra de Dios…


No debemos esperar otra cosa.

Los que se hacen violencia arrebatan el Reino.


No canonizo a los amargados, pero hay amarguras que garantizan que comimos bien: que estamos en la verdad, porque como decía Chesterton,


“…la historia se nos contará falsamente si dejamos de lado la tradición…

el único problema real es si nosotros vamos a entregar una tradición pura,

o una tradición corrupta”


P. Ismael


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