“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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El corazón en la mano

“Fili, praebe mihi cor tuum…”

“Hijo, dame tu corazón…”

(5ta. Ant. Laudes

Fiesta del Sacratísimo

Corazón de Jesús)


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Nuestro Señor, a propósito de su controversia con los fariseos acerca de sus puntillosas costumbres de purificación, expondrá el sentido de la verdadera pureza que exigirá a sus discípulos, rectificando y purificando el concepto de lo que es verdaderamente puro (Cf Mc. 8, 1- 23; especialmente los vv 17-23).


La síntesis de su enseñanza es que lo que procede del interior del hombre – de su corazón- es lo que lo mancha, pues es “del corazón de los hombres de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, perversiones, dolo, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez..” (vv 21 y 22).


Ello nos inclina a considerar que la sanación del corazón se alcanza evitando que el pecado arraigue en él, hacer que salga, no para hacer lo suyo, sino para morir.


En la summula (enumerado), hecha por Jesucristo de estos trece pecados que anidan en el corazón humano, ocupa el primer lugar lo que se designa como dialogismoi, los malos pensamientos.

Son ellos los que impulsan al hombre, perturbado espiritualmente, a sacar afuera y concretar el mal que lleva dentro, y en ellos, de algún modo se resumen los demás pecados que siguen a continuación.


Hemos hablado anteriormente de la necesidad del invierno de los dolores de la vida para purificar ese corazón inmaduro y alcanzar el morado de una existencia identificada con la Pasión del Señor.

Dios conoce lo que hay dentro de nuestro corazón: Él lo ha entretejido desde nuestra concepción. Sabe qué podemos y qué no. Y también qué estamos dispuestos a hacer o no por re-orientarlo hacia Él.

Por ello nos pide constantemente la entrega de ese órgano (que juntamente con la lengua, en el decir de Santiago) es el más difícil de dominar, de ponerle bridas…


Meditando el salmo 138 (139) vemos cómo Dios es el único que sondea nuestro corazón y conoce sus fibras y sentimientos más profundos.

Nuestros “pensamientos” no son originariamente rectos a causa de la original orientación al mal con la que nuestra naturaleza nos programa desde Adán.


Fuente inagotable de engaños, errores en el juicio, trasposición de valores, angustias interminables, junto a un deseo inextinguible de plenitud, aceptación y amor a cualquier costa; el corazón del hombre no sólo saca de lo que lleva dentro, sino que él mismo quisiera salirse fuera de su pecho y lanzarse con la locura de la que sólo él es capaz, tras las criaturas que lo cautivan en búsqueda de una felicidad de la que tarda mucho en darse cuenta que se encuentra puertas adentro


En al artículo anterior hemos citado a Leopoldo Marechal, el poeta teologal que alcanzará en su breve y profundísimo tratado-ensayo sobre estética “Descenso y ascenso del alma por la belleza”, la mejor síntesis metafísica y ascética que en esta materia yo haya conocido hasta el presente.


Allí escribe:

“Dice Plotino, comentando esta odisea del alma: `Si es dado mirar las bellezas terrenales, no es útil correr tras ellas, sino aprender que son imágenes, vestigios y sombras. Si corriéramos tras las imágenes para tomarlas como si fuesen reales, seríamos como aquel hombre (Narciso) que queriendo alcanzar su imagen retratada en el agua, se sumergió en ella y pereció´. El alma busca su destino, y halla en la criatura una imagen de su destino, y en la imagen se pierde. Y el alma debe perderse, tal es su vocación gloriosa, pero no en la imagen de su destino, sino en su destino verdadero y final”.


Y a esta altura vamos llegando al centro de lo que queremos proponer.


Esta búsqueda, este correr tras la criatura, genera en nosotros algo que podríamos enunciar con aquella descripción hecha giro idiomático de andar en la vida con el corazón en la mano.

Mendigos del amor, y de todo lo que enumerábamos antes, llevamos el corazón en la mano, como ofreciéndolo –muchísimas veces a muy bajo y lamentable precio- a cambio no sabemos de qué ganancia para él.

Y para cualquiera que alguna vez haya tenido esta experiencia de andar por la vida con su corazón en la mano, además de poder perderlo en cualquier momento, casi siempre se lo han devuelto (como se tantea una fruta en el mercado para luego cambiarla sucesivamente por otra y otra) manoseado, ajado, sucio y por sobre todo desolado.


Cuando el hombre, iluminado por la gracia o por el sentido común de la vida (que se perfecciona con el paso del rojo al morado), ya que por inteligencia el alma posee y por amor es poseída, asume su señorío de Juez sobre las cosas –que le fue conferido desde la primera hora de su creación- e interroga a las cosas: “la esfinge devolverá su presa, y le revelará su secreto, por añadidura; porque las cosas –dice San Agustín- no responden sino al que las interroga como juez” (Op. Cit. C 5 “El Juez”).


Sólo el alma juzgante de sí misma y capaz de ver a qué profundidades ha descendido por ir por la vida con el corazón en la mano, podrá nombrar con toda crudeza el estado de su corazón: su víscera más preciada ha sido deshilachada por la filosa navaja del hechizo de la criatura: la más sublime y peligrosa de todas las esfinges.


En el esquema marechaliano del Descenso y Ascenso, tras el juicio del hombre sobre la criatura, vendrá un de la misma que romperá las cadenas del rey amarrado e incapaz del retorno si no vuelve por el mismo camino por donde se perdió.

Tendrá que volver sobre sus pasos pues como decía Sören Kierkegaard “La felicidad es como una puerta que se abre hacia adentro. Para abrirla hay que dar humildemente un paso hacia atrás”.

El paso hacia atrás es, en realidad, un paso hacia arriba: hemos dicho que de los laberintos se sale por arriba.


La propuesta.


Mejor que llevar el corazón en la mano, es poner la mano sobre el corazón.

Esto está mejor.


Ya no seré el que vaya entregando mi corazón en la inestable esperanza del encuentro del alma gemela, la comprensión absoluta, la ternura inacabable, sino quien ponga honesta y fuertemente la mano sobre el corazón para sujetarlo, contenerlo, conducirlo…


“Corazón en la Cruz, corazón en la Cruz”, como gustaba repetir San Josemaría Escrivá.


Entonces el corazón volverá de la mano al pecho: el lugar que le corresponde ocupar en la anatomía espiritual que Dios ha pensado para nosotros, las más perfectas criaturas después de los ángeles; que, para su suerte o su envidia, no tienen corazón.


¿Podrá el hombre en ocasiones poner su corazón en la mano?

Ciertamente. Cuando se trate de ofrecérselo a Dios, su Padre y Creador:

“Hijo, dame tu corazón”


Y su postura será como la del Hijo de Dios que, en el bellísimo cuadro de Batoni lo sostiene en su mano izquierda y con la derecha se lo ofrece al hombre pecador.

¿Qué otra actitud nos corresponde a nosotros, receptores de tanto amor, que hacer lo mismo entregando nuestro corazón al Padre de las misericordias?


¿Y frente a nuestros prójimos qué haremos?

En la seguridad de que mi pensamiento puede ser mejorado, no dejaré por ello de decir que me parece mejor –en estos tiempos de tanta falsa caridad, insinceridad y diplomacia utilitarista- llevar nuestra mano con honestidad al pecho y hablar, actuar y amar con la mano sobre el corazón.

Seremos más dueños de nosotros mismos, menos sensibleros y amaremos mejor.


Porque lo que importa, como nos lo enseñó el Maestro, no es lo que sale, sino lo que está bien adentro.


P. Ismael


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El corazón maduro

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El Corazón de Jesús. Pompeo Batoni. Gesù, Roma


Logro auténticamente humano, si lo hay, no podrá ser otro que el dominio y posesión íntima de esa misteriosa víscera que nos diferencia de los ángeles (seres amantes, pero eviscerados) que en todos los lenguajes ha significado la profundidad más abisal de las cuerdas de nuestra voluntad: el corazón.


Hace pocos días celebrábamos con el calendario tradicional la fiesta de la Maternidad divina de María, instituida por S.S. Pío XI para conmemorar la definición dogmática de Éfeso.


Vinieron a mi recuerdo los primeros dibujos que aprendí a trazar cuando mi madre me llevaba mi mano de niño: entre ellos, el infaltable corazón que, ora atravesado de una flecha, ora como la flor de una planta exótica y con las más diversas formas improvisábamos sobre mi cuaderno de ilustraciones caseras.


Todavía está en mi memoria visual un curioso diseño que ella dibujara sobre el universo infinito de mi imaginación plástica y que me hizo entender por vez primera algo de la grandeza e insanabilidad del corazón humano.


Las figuras que trazábamos en general eran de formas graciosas, pero ella, hacia el final de los numerosos corazones dibujados, hizo uno que sombreó con la fuerza del lápiz rojo en el interior de su borde negro: me sorprendió muchísimo. ¿Mamá, por qué pintaste ese corazón casi negro? Y sus ojos, sus hermosos ojos castaños –los más hermosos y tristes que he visto en mi vida- me respondieron: “hijo, este es mi corazón”.


Allí se cortó la conversación y la clase de dibujo.


Nunca he olvidado el episodio y creo que fue a partir de allí cuando comencé a entender el carácter sufriente de su existencia que los años desplegarían en su pasión.


Al final de sus días, cuando la religiosa que la cuidaba la sentaba junto a una imagen de la Macarena, quedó pasmada al comparar el asombroso parecido de los ojos de Nuestra Señora con los de aquella anciana que ya casi no tenían luz. Lo que sí tenían era la misma tonalidad violácea que los circundaba. Tonalidad que yo conocía muy bien porque se había formado en ellos con el paso de sus años sufrientes y porque los ojos son las ventanas de todo corazón.


Sé que amó con todas sus fuerzas y sé también cuánto le costó amar, cuánto lloró: no recuerdo un día en que su pena andaluza no le brotara a raudales por aquellos soles que fueron siempre mi consuelo y mi dulzura.


Ella, que jamás había leído el “Laberinto de amor” de Marechal, poeta-teólogo de quien la separaban apenas unos veinte años, había vivido y retratado en su doméstica lección para su hijo aquella verdad tan cierta en materia de amor que el poeta porteño –fallecido en 1970- insertó en uno de sus más vibrantes poemas metafísicos:


Dirás al que reproche tu color extremado:

“Si el corazón madura, va del rojo al morado”


Cuando Marechal afirma que "si el corazón madura va del rojo al morado", no define un diagnóstico científico sobre disfunciones cardíacas, sino que sentencia, poética y sapiencialmente acerca de la madurez humana interior a través de la experiencia del sufrimiento. O cuando, casi de pasada, sentencia gráficamente – tomando como ejemplo esos laberintos que aparecen en las revistas de crucigramas, intrincados en el desarrollo del camino de salida en el plano horizontal, pero visibles desde lo alto -, que de soluciones inalcanzables para la debilidad humana, nos salva el recurso a Dios. Es el doble y profundo sentido de su dicho:


“En su noche toda mañana estriba:

De todo laberinto se sale por arriba”


Se abandona el ilusionado y prefabricado amor edulcorado que tiñe de bermellón los corazones juveniles, y brota el morado intenso de una cuaresma que no termina para el alma que ha madurado en el amor verdadero: para el corazón que madura su tonalidad será otra.


Un corazón se pone morado cuando, desencantado de los amores del mundo, divinamente endurecido para sus encantos, se añeja en el dolor del amor a la Cruz y sale por arriba de los intrincados vericuetos del amor puramente carnal que tiñe siempre a nuestra víscera en un rojo, casi rosado, demasiado optimista para ser real.


Siempre me ha inquietado el justo medio que ha de buscarse entre el optimismo prefabricado y el pesimismo militante: una suerte de piedra filosofal que de hecho sirva para vivir de veras.


Lo que me enseña la auténtica liturgia es que el cristiano no encuentra su madurez más que en la renuncia sin cortapisas, en el desprecio de los goces terrenos y en la esperanza en la vida eterna que no defrauda: todo ello va amoratando el corazón.


Y esta pátina que lo recubre por fuera, pues por dentro su sangre se espesa con el dolor de la propia pasión, lo hace fuerte: auténticamente un corazón crucificado.


Por eso, aquellos que pasan del rojo al morado son los únicos a los que me animaría a llamar cristianos, aunque ellos se hayan enterado poco del imperativo evangélico estote vos perfecti, sicut et Pater vestris coelestis perfectus est. Su perfección les viene de su pasión real.


Y allí en sus intimidades precordiales se ha producido la verdadera madurez: no el optimismo engañosamente transitorio, como así tampoco la irremediable amargura del hombre en su estado natural.


¿Quiénes tendrán una vida cardiológicamente espiritual más sana que un Francisco de Asís con sus miembros estigmatizados, una Teresa de Ávila con el corazón trasnsverberado y otros tantos con la delicadísima víscera incorrupta después de su muerte porque durante su vida el morado de la penitencia sustituyó al rojo, aún inmaduro, de pasiones superficiales?


¿Qué sabe de la vida –aún la natural y humana- aquel que no ha sufrido?


¿Qué sabe el alegre inconsciente que mixtura las efímeras alegrías humanas con la Sangre del Señor que comulga con indiferencia?


Los alegres despreocupados, los animalitos sanos, los groseros, los de corazón de muñeco, deberían causarnos verdadera pena, en tanto que los corazones que alcanzaron el tinte borravino del dolor se nos presentan como traslúcidas imágenes del Amor Crucificado que quiso que de su corazón ya sin latidos, brotasen todavía frutos de redención para los hombres…


¡Cuánto les ha enseñado la decepción del rojizo amor humano y cuánto los purificó el morado Amor Divino!

Duele. Pero madura…


Ellos son los que blanquearon sus vestiduras en la Sangre del Cordero y ofrecieron ese corazón dilatado en el dolor sobre el trono del Viviente y del Cordero.


Ellos son los que con sus venas coaguladas, a fuerza de dolor de amor, del laberinto engañoso de la vida, comprendieron que se sale por arriba, vestidos de morado, para recibir la blanca túnica nupcial en el cielo.


Algunas frutas necesitan de las heladas invernales para alcanzar su utilidad y sabor auténticos, en especial los citrus.


Como mi corazón nada tiene de fruta tropical y sí mucho del acidulado limón, sé muy bien que las heladas pasadas y venideras que cada invierno de esta vida le deparen, serán otras tantas oportunidades de revestirlo de ese color tan poco conocido del amor.


Y de ese color de amor desearía que me revistiesen los ornamentos sacerdotales, cuando la corteza de mi cuerpo se despida de este mundo.


P. Ismael


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