“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Oración y Voluntad Divina

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“Entre todas las potencias movidas por la voluntad, se distingue la inteligencia, no sólo por su nobleza de facultad espiritual al igual que la voluntad, sino también por su proximidad, que la somete al influjo inmediato de la voluntad.

Y por eso después de la devoción, que es puramente un acto de la voluntad religiosa, ocupa el primer lugar entre los actos de religión la oración, por la cual la religión dirige a Dios la inteligencia humana” (S.Th. 2 2ae, q 83)

 

A partir de estas palabras del Aquinate, podemos tener una idea clara del valor de la oración como expresión de lo más excelso que el hombre puede hacer sobre la tierra: orar; esto es, hablar con Dios.

 

Orar responde a la naturaleza más noble del ser humano, dotado por el Creador de la capacidad de comunicarse con Él, pidiéndole aquellas cosas que más convienen para la salvación de su alma e incluso, la felicidad temporal, que no escapa en modo alguno a la Voluntad divina.

 

Como no sabemos pedir lo que conviene, Dios mismo, por su Verbo Eterno Encarnado, nos ha enseñado cómo debemos orar y qué debemos pedir.

Una de las grandes interrogantes del creyente es el por qué y en qué circunstancias Dios atiende a las peticiones que le dirigimos.

 

El P. Gardeil O.P., en su brillante y lamentablemente inacabada obra “La verdadera vida cristiana”, dedica uno de sus capítulos al papel de la oración en nuestra vida religiosa.

 

Allí señala que no dejamos de tener influencia sobre los hechos aunque no dispongamos de una eficacia absoluta. “Si no podemos mandar a uno por ejemplo, podemos por nuestra influencia disponer su espíritu, su voluntad… y si triunfamos, tenemos derecho a atribuirnos una parte, con frecuencia decisiva, en el resultado” (op. cit. “La oración”)

El genial dominico abordará a partir de este fundamento el punto de las cualidades dispositivas de la oración.

 

Intentaré sintetizar la magnífica respuesta tomista.

 

Dios tiene determinado concedernos aquellas gracias que le pediremos a lo largo de nuestra vida, sí y sólo si se las pedimos.

Pero nuestra experiencia de “orantes” puede comprobar que, habiendo pedido a Dios determinadas gracias, no siempre obtenemos de su largueza la intención de nuestras súplicas.

¿Para qué nos han servido entonces aquellas insistentes peticiones que durante tanto tiempo le hemos presentado?

 

Dejemos a Gardeil la palabra.

 

“Pero, ¿de dónde proviene esta causalidad dispositiva de la oración frente a las cosas que pedimos a Dios? Cuando rogamos a un hombre, el secreto de la eficacia de nuestros ruegos no es difícil de descubrir. El hombre es variable en sus voluntades. Podemos influir en esta variabilidad sea por la fuerza intrínseca de nuestras razones, sea por lo que añade a estas razones el interés afectuoso o compasivo que lo inclina hacia nosotros. Pero Dios tiene una voluntad inmutable. ¿Quién cambiará entonces lo que Él ha determinado para siempre en su sabiduría eterna?

Cuando planteamos este problema, no nos colocamos en el punto de vista de los adversarios de nuestra fe, de los que niegan la Providencia, o que convierten los designios divinos en un necesario e implacable Destino.

 

Pero con toda seriedad, tampoco podemos admitir que la voluntad de Dios cambie según nuestro deseo, que la oración pueda cambiar las disposiciones decididas por su infinita sabiduría desde toda la eternidad. Dios ya no sería Dios, si nosotros, sus pobres criaturas, pudiésemos influir eficazmente en Él y hacernos dueños del curso de las cosas humanas, si pudiésemos hacer que variara su voluntad. Nuestra oración ya no sería un culto, un honor prestado a Dios: sería un acto impío que destronaría a Dios de su sitial de Causa absolutamente primera de todo…”

La Providencia divina es inmutable en sus disposiciones, éste es el hecho y el dogma que dominan todo el problema…”

 

No oramos para torcer la voluntad divina ni para cambiar lo que Dios ha dispuesto hacer, sino para pedir que suceda lo que Dios, de antemano, ha determinado realizar que sucediera mediante nuestras oraciones.

Incluso el pecado, según Santo Tomás –que sigue en esto a S. Agustín- entra en el plan divino.

 

¿Qué queremos decir cuando hablamos de causalidad dispositiva de la oración?

Simplemente que la oración nos dispone para el cumplimiento de la inmutable voluntad divina.

 

La oración más perfecta es la oración de Cristo.

Nuestro Señor, en el huerto de los Olivos, nos da un perfecto ejemplo de esta disponibilidad a la Voluntad santísima de Dios.

Todo lo que Cristo pidió a su Padre indefectiblemente había de cumplirse.

“Yo sé que siempre me escuchas” le dice Jesús a Su Padre…

Pero en el Huerto, el Redentor pone una condicional: “Padre, si es tu voluntad que pase este cáliz sin que yo lo beba…”

En nuestro caso, todo lo que pedimos a Dios ha de tener también esta condicional.

 

¿Y entonces para qué pedir si lo que Dios ha dispuesto ha de cumplirse indefectiblemente?

Precisamente por eso. Porque nuestras peticiones nos disponen para el cumplimiento de la voluntad de Dios.

 

La oración adquiere entonces una dimensión insospechada.

Nos dispara desde el interesado y raso plano de nuestros intereses personales al plan de la Providencia para el gobierno del mundo.

Nuestras vidas se insertan en el desconocido pero maravilloso plan que Dios tiene sobre sus criaturas. Un plan amoroso y sublime.

Fuimos a la oración con unas intenciones concretas y determinadas y nos empeñamos en presentarle a la Divina Majestad todas las razones de conveniencia que creíamos irrebatibles a fin de obtener un determinado desenlace de los acontecimientos.

Dios no resolvió esos acontecimientos en la línea de nuestros argumentos.

 

¿Y para qué nos sirvió la oración?

Para disponer nuestro espíritu al cumplimiento de Su Voluntad.

¿No es ya suficiente y grandiosa obra el que hayamos salido de la oración con el convencimiento de que suceda lo que suceda –conforme o no a nuestra visión de las cosas- ello será lo mejor para nosotros y para el mundo entero?

Una fe muy ilustrada podrá comprenderlo.

Las visiones limitadas, temporales y estrechas, sentirán que Dios ya no nos escucha y que la oración fue inútil.

 

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Siempre me ha llamado la atención el sentido que la gente común le da al término “resignación”.

Escuchaba con frecuencia esta palabra en el contexto exequial de las condolencias expresadas con motivo de la partida de un ser querido.

Término de comadres que no alcanza a entender lo que se está diciendo.

Se entiende entonces la “resignación” como el último recurso ante las plegarias no atendidas. Es como un “bueno, ya que Dios no te ha escuchado, que te conceda quedarte quietecita… No contenta, pero resignada ante lo irreparable”.

 

Será interesante le devolvamos al término su auténtico sentido.

Re signare. “Volver a signar”; “volver a significar, a marcar”.

A eso nos dispone la oración: a re- significar la intencionalidad de nuestra voluntad. A marcarla con el signo de la Voluntad Divina.

Si lo que pedimos en la oración no fue concedido, el resultado de nuestra petición no fue en vano: ahora entendemos lo que Dios quería. Y ello nos ha de consolar, e incluso, llenar de gozo.

 

Re-signamos el sentido de nuestras intenciones –siempre marcadas por la pobreza de nuestra visión humana- a lo que Dios, en su infinita sabiduría, dispone sobre cada uno de nosotros.

Ciertamente, estamos convencidos de la bondad y “necesidad” de nuestras oraciones de petición. Mas ello no nos garantiza que esa sea la Voluntad de Dios.

 

Ello no nos exime de pedir lo bueno, más aún, nos exige pedirlo cada día.

La salud espiritual de los cristianos; la tranquilidad en el orden; la justicia social; la extirpación del error y el triunfo de la verdad, son cosas que siempre hemos de pedir y de lo que estamos seguros Dios no ha de desatender su oportuna concesión.

 

¡Cuántas veces las almas finas se levantan de la oración casi como abandonando lo que habían comenzado a pedir con insistencia dándose cuenta que lo que mejor que Dios puede hacer es lo que Él quiera y no tanto lo que ellas fueron a rogarle en su oración!

 

¡Señor! ¡Lo que Tú quieras! ¡Como Tú lo quieras! ¡Cuando Tú lo quieras!

 

Y así, la oración ha dispuesto adecuadamente nuestro espíritu y vino a constituir un verdadero acto de religión.

P. Ismael

 

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