“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Un musculoso inteligente

Sansón:

Fuerza, amor y muerte


SamsonPhotobyRigaud


estrella


La historia de Sansón, referida por el libro de los Jueces (caps. 13 – 16) es uno de los relatos más conmovedoramente humanos de toda la Escritura, y a la vez más marcados por la voluntad divina que se sirve de los hombres a quienes eligió, aún a costa de sus debilidades y limitaciones.


Concebido milagrosamente de madre estéril, su nacimiento fue anunciado por un ángel quien le indicará con todo pormenor cómo habrá de iniciar en la vida y en la piedad a su pequeño hijo y cómo Dios suscitará en él una singular fuerza que le asistirá para liberar a Israel.


Al igual que Jeremías será consagrado al Señor desde el seno de su madre, como nazir de Dios.


Su padre Manóaj y su mujer vieron cuando el ángel –en su segunda aparición- se eleva en la llama del altar, hacia el cielo.


Nacido el niño, el Señor comenzó a excitarle en el campamento de Dan…


Las diversas intervenciones de Sansón a favor de su pueblo asediado por los filisteos, nos muestran que el robusto joven estaba pronto a cumplir su misión, aún a costa de diversas pérdidas a lo largo de su no tan larga existencia (fue Juez de Israel por espacio de veinte años).


Tras un fracaso matrimonial y algunos escarceos por debilidad de la carne, termina enamorándose de una mujer de la vaguada de Soreq, llamada Dalila.


Y aquí viene la sobradamente conocida historia del asedio de Dalila sobre Sansón para conocer de dónde provenía aquella extraordinaria fuerza con la que él vencía siempre a sus enemigos.


Su seductora insistencia, no tuvo inicialmente resultado sobre él.  Por tres veces Sansón burló su curiosidad y escapó de la muerte que Dalila había tramado con los filisteos.


“Como todos los días le asediaba con sus palabras y le importunaba, aburrido de la vida, le abrió su corazón y le dijo: “la navaja no ha pasado jamás por mi cabeza, porque soy nazir de Dios desde el vientre de mi madre…” (16, 16-17).


Al cortarle sus siete trenzas y despertado del sueño por su tramposa amante, había perdido su fuerza.


Los filisteos le vaciaron los ojos y, atándole con doble cadena de bronce lo pusieron a dar vueltas a la muela en la cárcel.


Sansón es un hombre común –bendecido por Dios- pero un hombre común al fin.


Sensible por la belleza. Y tanto, que la insistencia y el temor de perder un cariño humano, terminan por hacerle traicionar el sentido todo de su vida. Porque la belleza “es un signo misterioso de Dios al hombre” (Ruskin).


Perdió su hombría, perdió su vocación, perdió sus ojos, su dignidad y también el amor que por un breve tiempo juzgó eterno.


El “para siempre, para siempre” de los amores terrenales, le hizo perder el verdadero para siempre del amor del Señor


No lo juzgamos. Y más, lo comprendemos, tanto cuanto vemos en él a ese hombre simple y bendecido por Dios quien en un momento de absurda pasión, sufre una pérdida irreparable. Y habrá pensado de alguna manera similar aquello de S. Agustín: “Quare non hac hora finis turpitudinis meae?” (Conf. 1. 8 c. 12, 28).


Preso en la cárcel su cabellera vuelve a crecer, y puesto en ocasión de hacer de bufón de los filisteos en el templo de Dagón dirige a Dios esta plegaria que nos congela el alma:


“Domine Deus, memento mei, et redde mihi nunc fortitudinem pristinam, Deus meus, ut ulciscar me de hostibus meis, et pro amissione duorum luminum una ultionem recipiam” (16, 28).


“Señor Dios, acuérdate de mí, y devuélveme aquella fuerza del principio, para que me vengue de mis enemigos, por la pérdida de mis dos luminarias”.


sanson mata a los filisteos


Nos resultará difícil comprender, desde nuestra concepción moderna y prudente de tales decisiones, la inmolación de Sansón.


Santo Tomás afirma que según San Agustín el que Sansón se sepultara con sus enemigos entre las ruinas del templo sólo se excusa por alguna secreta intimación del Espíritu Santo, que obraba milagros por su medio” (S.Th. 2-2 q. 64 a.5 ad 4).


No podemos concebir la muerte del fuerte Juez de Israel como un acto de suicidio o inmolación al modo de los fundamentalistas hombres bombas.


Su inmolación está revestida de una grandeza que no podemos comprender suficientemente.


Su vida, decíamos, se nos hace asimilable a la de tantos santos (así lo considera la Carta a los Hebreos) que nunca serán canonizados como fruto de un “proceso” llevado a cabo por un postulador de causas.


Había recibido una magnífica misión a cuya altura, en un momento de fragilidad, no pudo hallarse.


En todo momento fue leal a su Dios y, profundamente arrepentido de su flaqueza, lamentó durante su horroroso cautiverio, el haber pensado más en sí que en aquel pueblo que el Señor le había encomendado liberar.


El mal social en aquellos tiempos, no sólo podía provocarse por una dominación étnica o política, sino por la infiltración de la herejía que siempre sería el gran riesgo de Israel ante los pueblos circunvecinos.


El bien común y la honra del Dios de Israel hicieron su alma sensible a esa misteriosa moción de un Dios que nunca puede ser injusto, y menos con sus siervos.


Su ímpetu estuvo dominado por una grandeza que ya no entendemos.


Pero hay algo que todavía somos capaces de entender, al menos como principio, y es que la vida no es en sí misma un valor absoluto. Sigue siendo correctamente moral ponerla en riesgo –aún sabiendo que no saldremos bien parados del derrumbe- cuando se trata de salvar al prójimo injustamente agredido.


La vida es un valor relativo, dice relación a la vida eterna.


Y muchos mártires marcharon gozosos a una muerte segura cuando la Ley Divina estaba por encima de injustas leyes humanas o se enrolaron en la justa defensa de su Patria.


¿Cómo se repite en nuestra vida esta historia que nos parece poco común, pero que lo es más de lo que parece?


No se tratará ya de derribar el templo de Dagón de los filisteos.


Muchas veces podrá ocurrirnos que, a causa de nuestras caídas, hayamos perdido nuestro primer llamado y, fallando en la primera vocación, nos encontremos cegados por nuestro pecado y sin demasiadas posibilidades de ser el héroe que Dios soñó para nosotros.


Nuestra aquiescencia ante el mal, nuestra sensualidad consentida, nuestra falsa prudencia o diplomacia, nuestro miedo a destacarnos y comprometernos, en ocasiones pueden llevarnos a situaciones de las que no podemos volvernos atrás.


¿En cuántas ocasiones nos quedamos callados cuando deberíamos hablar?


¿Cuántas veces en aras de una falsa convivencia y unidad no nos atrevemos a poner las cosas en su sitio?


Cuando las cosas ya no pueden ponerse en su sitio porque lo que se construyó es un verdadero “templo de iniquidad”, no será la fuerza física, ni la violencia demoledora la que pueda corregir la impiedad imperante…


Pero tal vez habrá que pedirle a Dios aquella fuerza capaz de hacer presión sobre dos funestas columnas: la del acuerdo en el error y la del respeto humano, sobre las que se funda el edificio de la mentira; para plantarnos en medio de ellas y derribar con nuestra palabra, y sobre todo con nuestro testimonio, la diabólica edificación que ha llevado a tantos engañados a sumarse a la fiesta de la negación de Dios y su ley.


No perderemos la vida física. Seguramente el trabajo, el prestigio y la consideración de los “prudentes”. Pero tal vez ese sea el camino de nuestra propia redención y la de muchos inocentes engañados.


Estos serán los nuevos Sansones –débiles, pobres y un poco brutos- que estamos necesitando para vencer otras Dalilas más mentirosas y envenenadas.


P. Ismael


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