“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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El arte sacro

Speciosus forma prae filiis hominum”

Salmo 44


(Extractos de una conferencia dictada el 30-XI-1995)


Cristo Risorto Miguel Angel 


estrella


Por la Encarnación del Verbo, la naturaleza divina veló su gloria al revestir la “forma servi” (Cf Flp 2, 6-11) A partir de la Resurrección, en cambio, la naturaleza humana se despoja de la “forma servi”, descubriendo la “forma Dei”.


Esta gloria del Verbo, a pesar de estar velada por la carne, se manifestó antes de la resurrección en diversas ocasiones, según el testimonio de los Evangelios.


Un caso significativo es la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.


Allí la gloria se manifiesta en su mismo cuerpo que aparece “vestido luminoso de la divinidad”, comparable a su apariciones posteriores a la Resurrección. Como si la luz de su naturaleza divina traspasase la opacidad del cuerpo humano del Redentor.


San Juan Damasceno enseña que el Verbo, al encarnarse, no perdió el esplendor de su divinidad, sino que la veló por amor a los hombres. Se podría decir que el verdadero milagro fue el ocultamiento de su gloria.


El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña (Nº 115 y ss.) que la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva “economía” de las imágenes.


“En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura, no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios… con el rostro descubierto contemplamos la gloria del Señor” (S. Juan Damasceno, imag, 1,16)


“Se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandeció como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve” (Cf Mt 17,2; Mc 9,3; Lc 9,29)


En el Tabor, la verdad encarnada resplandece con extraordinaria belleza.


Aquí se concreta de la forma más elevada posible la clásica definición de Platón, asumida luego por el Aquinate, según la cual la belleza es el “resplandor de la verdad”.


Dostoievski decía que “no hay ni puede haber nada más hermoso y perfecto que Cristo” y también que su naturaleza humana era “la imagen positivamente, absolutamente bella”.


Su personalidad es reflejo de la gloria del Padre. Pero el aspecto exterior de Jesús, sus rasgos, parece difícil de rastrear en los Evangelios y en los escritos de los Apóstoles: su preocupación básica es el Cristo glorioso, Hijo de Dios y Redentor y la clara afirmación de su verdadera Humanidad.


Cuando hablamos de la creación del universo y éste ser un efecto que no “queda” en el agente o causa, accedemos al ámbito de las operaciones “ad extra” de Dios. Son operaciones comunes a toda la Trinidad, que en éste caso es comunicación y donación del ser constituyendo una realidad distinta de sí.


Al hacer donación de sí, regala la existencia en la acción creadora, comunica su infinita bondad que, como tal, tiene a entregarse máximamente.


Esta nueva entidad, lleva en su misma constitución la impronta de su Hacedor, y por lo tanto encontramos en ella vestigios trinitarios: “todas estas cosas, creadas por el arte divino, manifiestan en sí cierta unidad, belleza y orden. Hay en todo esto unidad, ya se trata de naturalezas corpóreas, ya de las facultades anímicas; poseen algún grado de belleza, como las figura y cualidades de los cuerpos o las ciencias y el arte en las almas; y tienen cierto orden, como se observa en los pesos y la posición de los cuerpos, en los amores y los placeres del alma. Conocemos al Hacedor por las creaturas y descubrimos en éstas una cierta y digna proporción, el vestigio de la Trinidad. Es en esta Trinidad suma donde radica el origen supremo de todas las cosas, la belleza perfecta, el goce completo” (S. Agustín, De Trinitate)


Es el Hijo, la Causa Ejemplar de todo lo creado – “por él fueron hechas todas las cosas”­ - El Verbo es “el arte de Dios Padre” en el sentir de varios Padres de la Iglesia, la misma esencia divina pronunciada en el seno de la Trinidad Santísima. El Verbo es “el Cantor del Padre” como lo dijera Marechal.


Santo Tomás distingue dos tipos de imágenes: la que está en algo de la misma naturaleza y la se encuentra en algo de otra naturaleza.


“De la primera manera, el Hijo es la imagen del Padre; de la segunda, el hombre es llamado imagen de Dios. Y para indicar la imperfección de la imagen en el hombre no se dice simplemente que es imagen de Dios, sino que es a su imagen, por donde se significa cierto movimiento que tiende a la perfección.


En cambio del Hijo de Dios no se puede decir que sea a imagen, porque El es la perfecta imagen del Padre” (S. Th. I, q 35, 2)


De allí que si el Padre se complace en los hombres, es porque en ellos encuentra reflejado al Verbo, y de ese modo se complace siempre, en última instancia en su Imagen natural.


Facultad exclusiva de la especie humana es la creación artística.


El artista es capaz de hacer existir una nueva realidad, no ex nihilo, como Dios, pero sí totalmente original.


A partir de lo que en la filosofía del arte es llamada forma germinal, en la mente del artista, éste produce un nuevo ser autónomo que es la obra de arte concre, libremente concebida, como expresión reflexiva de la belleza bajo una forma sensible (Cf. “Arte y escolástica”, de J. Maritain)


La clase de existencia que el artista otorga a su obra presupone siempre su propia existencia, que a diferencia de la de Dios es “recibida”…


A su manera, la creación artística constituye una importante contribución a la naturaleza, ya que incorpora una serie de seres que no se encuentran en ella, objetos cuya existencia, esencia y estructura se justifican por el placer de aprehenderlos.


Lo bello – aquello cuya captación place-, es solamente para ser bello sin ninguna otra utilidad.


La belleza, el arte y la liturgia no pertenecen al reino de lo útil.


El artista ama su obra con un amor tan personal como si fuera su hija, pensando que no morirá del todo, perviviendo en la belleza formal que logró imprimirle, le deja “la mitad de su espíritu”.


Dejó una ventana abierta al absoluto, según Pío XII, para quien la función del arte es “romper el círculo estrecho y angustioso de lo finito en el cual el hombre está encerrado mientras vive acá abajo, y abrir como una ventana a su espíritu para que aspire a lo infinito”.


Concordamos con Maritain para quien el arte cristiano se define por el sujeto en quien se da y por el espíritu de donde procede; se dice arte cristiano o arte de cristiano, como se dice arte de abeja o arte de hombre.


Es el arte de la humanidad redimida. No puede un árbol bueno producir frutos malos; si somos, o al menos devenimos (como diría Castellani) cristianos, el fruto artístico será siempre cristiano, porque de la grandeza de la forma, que proviene del lado del espíritu, hablará la expresión sensible.


Claro, que no debemos creer que las buenas intenciones morales suplirán a la calidad de la técnica o de la inspiración y son suficientes para ejecutar una obra. Esto sería una falta contra la gratuidad de toda producción artística.


No estará de más recordar los ingredientes de la belleza, señalados por el Angélico:


“En primer lugar la integridad, o perfección; pues la cosas que están disminuidas, por eso mismo son defectuosas. Además la debida proporción, o sea consonancia. Y por último la claridad: por lo cual las cosas que tienen colores nítidos se dice que son bellas” (S.Th. I q 39 a 8)


Resurrección


Según Sertillanges, todo artista que abordare un asunto de fe, debiera tener en cuenta:


1) Una justa idea de los que es el dogma. Nada peor que una pálida aproximación. Piénsese, por ejemplo, que hasta el siglo XV no aparecen errores doctrinales en las reproducciones artísticas.


2) El artista no debe desdoblarse en artista y cristiano. Artista-cristiano de una sola pieza. La idea cristiana debe dominar sus facultades.


3) Debe desechar de sus producciones todo elemento hostil a la idea que ha intentado reproducir.


A esta altura de nuestra exposición ubiquemos al arte sacro.


El arte sacro, ya se ve es arte cristiano, y no todo arte cristiano es sacro, pues aunque su inspiración sea religiosa, no necesariamente ha de ser de hecho incorporado a un uso sagrado o decorar una iglesia.


En otro lugar se ha hablado de la finalidad de la destinación del arte sacro.


Si hemos dicho que el arte es una sobreabundancia gratuita de la riqueza interior del ser humano, el arte sacro llevará al hombre, como reflujo, a la adoración, a la oración y al amor de Dios.


No es que el arte tenga eficacia ex opere operato en nuestra vida religiosa: Dios no ha vinculado la verdad y la gracia a una expresión artística. Pero es un valiosísimo auxiliar –como la belleza litúrgica- ut lyra Christus. Recordemos cómo la belleza del culto católico ha sido de influencia decisiva en la conversión de muchos. Baste leer, por ejemplo, en las Confesiones de S. Agustín el relato de su estremecimiento con los cánticos en el templo y también las conmovedoras páginas de Paul Loewngar.


El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “El arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el Misterio trascendente de Dios, Belleza sobre eminente e invisible de Verdad y de Amor, manifestado en Cristo… belleza espiritual reflejada en la Santísima Virgen Madre de Dios, en los Ángeles y en los Santos” (cf 2502)


Estas son pautas de legitimación y parámetros de juicio que ya había recordado la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del último Concilio Vaticano: “por eso los obispos deben personalmente… vigilar y promover el arte sacro… y apartar con la misma atención religiosa de la liturgia y de los edificios de culto todo lo que no está de acuerdo con la verdad de la fe y la auténtica belleza del arte sacro” (S.C. 122-127)


Recordaba el Cardenal Ratzinger: “La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arte que ha surgido en su seno.


El Señor se hace creíble por la grandeza sublima de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente, más que por los subterfugios que la apologética ha elaborado para justificar las numerosas sombras que oscurecen la trayectoria humana de la Iglesia. Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y, por lo tanto, humanizado el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza –y, por lo tanto de la verdad-, sin la cual el mundo no sería otra cosa que la antesala del infierno” (Cf. “Informe sobre la Fe”)


Más adelante comenta el Cardenal de un eminente teólogo, uno de los líderes del pensamiento posconciliar (cuyo nombre calla por prudencia), que le confesaba, sin empacho alguno, que se sentía un bárbaro en materia de arte.


Un teólogo que no ama el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera para lo bello no es cosa secundaria; se refleja necesariamente también en su teología”, concluía.


Lo que hace al artista, no es el artista; son los que oran. Y los que oran no obtienen otra cosa que lo que piden… El arte sacro es una consecuencia de la oración.


Muchos artesanos del Medioevo estaban guiados por monjes o ellos mismos lo eran. Y ya no sabemos si es un monje el artesano o u artista que para contemplar la Suma Belleza, ha elegido la libertad de un claustro.


Decía Miguel Ángel del Beato Angélico que fue preciso que Dios arrebatase al mismo cielo a este fraile para hacerle ver el modelo de sus imágenes saturadas de sacralidad…


Por más paganizantes que puedan parecernos los artistas del Renacimiento, seguían embebidos de la Fe. Cercanos a la Edad Media tumultuosa y apasionada, pero heroicamente cristiana, mantuvieron pura la fe, cuya profunda marca sobre nuestra civilización no han podido borrarla los posteriores siglos de cultura “antropocéntrica”.


Igual se produciría, inevitable, la ruptura entre la Fe y las facultades de la imaginación y la sensibilidad.


El jansenismo despojará al espíritu de la carne, con nefastas consecuencias no sólo en el arte, sino en la espiritualidad y la vida cristiana.


El gótico tenía por objeto representar ingenua y cándidamente los hechos concretos y las verdades históricas de la Fe a los ojos de la muchedumbre, como una gigantesca Biblia que se despliega en catequesis de piedra, luz y vidrio.


El arte posterior al Concilio de Trento, impropiamente llamado “barroco”, tendrá como objetivo mostrar con estrépito, elocuencia, grandiosidad y a menudo con el patetismo más emocionante ese espacio vacante, dispuesto a una posible manifestación apoteósica de la teología.


No olvidemos que la Teología, en su cúspide más alta –la doxología- y también la mística, no se exime del barroquismo, por la intrínseca limitación de nuestro pensamiento y nuestra palabra: Dios es inefable.


Lo que logramos expresar de Él, lo hacemos por acumulación de negaciones y afirmaciones…


Podríamos, entonces decir, que el gótico ha sido el arte de la cristiandad y el barroco el de la catolicidad.


Creo que, en tanto que aquel no conoció en su momento las divisiones en la sólida unidad de la Fe, éste fue una reacción al protestantismo que vació de humanidad y sobrenaturalidad el misterio de Cristo: un horror al vacío luterano de la sola fides y la sola Scriptura.


Extraigo algún párrafo de unas cartas de Marie-Charles Dulac:


“Hay algo que yo desearía y por lo cual ruego: que todo lo que es bello sea traído de vuelta a Dios y sirva para alabarlo. Todo lo que vemos en las criaturas y en la creación, todo debe serle devuelto, y lo que me aflige es ver a su Esposa, nuestra Madre, la Santa Iglesia, ornada de horrores. Es tan feo todo lo que manifiesta exteriormente, a ella que por dentro es tan bella; todos los esfuerzos se encaminan a hacerla grotesca; su cuerpo ha sido desde el comienzo entregado desnudo a las fieras; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla, mas luego la vanidad y por último la industria se mezclaron en esto y así disfrazada se la entrega al ridículo. Que es otro género de fiera, menos noble que un león y más malo…” (25-VI-1897)


Para quien se atreva a mirarlo de frente, mucho arte sacro actual exhibe todos nuestros pecados: debilidad, indigencia, timidez de a fe y del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural.


Pero sin embargo, el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorosa, paciente, y a la espera.


El hombre contemporáneo, y también muchos de nuestros cristianos, pretenden haberse vuelto esencialistas, capaces de prescindir y quedarse con lo único importante. Y a fuerza de pelar la cebolla, se han encontrado sin nada y con muchas lágrimas.


El sentido de lo sobrenatural nos hará redescubrir la legítima emoción religiosa que provoca el arte sacro y que los primitivos supieron captar y transmitir.


Alabad al Señor con maestría. No hay detalle que no pueda ser objeto de arte. Los detalles más pequeños de la crestería de una catedral gótica estaban hechos para que sólo Dios los viera desde Su altura.


El gusto artístico, la sensibilidad por el arte, deben ser educados.


Las obras de arte no fueron realizadas para ser expuestas en un museo o ser ejecutadas en auditorios, fuera del ámbito que les es propio. Este arte debe ser devuelto al Altísimo, a la Belleza misma.


P. Ismael


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