“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Curioso acuerdo

“teste David cum Sybila…”

 

Miguel %C3%81ngel Sibila eritrea

 

La sibila Eritrea. Capilla Sixtina 

 

estrella

 

 Tema imperante del Adviento es la vigilancia y la contemplación de la verdad acerca del retorno de Cristo y las grandes señales que han de acompañarlo.

En una sola ocasión, hasta lo que conozco, la liturgia y la teología no se han aproximado tanto con el mundo pagano, como en algunos textos de los Padres sintetizados poéticamente en la impresionante secuencia de la Misa de Difuntos, el Dies irae.

Me refiero al llamativo acuerdo entre Profetas y Sibilas que de consuno anuncian el fin de este mundo, la venida del Justo Juez y la gloria sempiterna de la bienaventuranza.

 

Alternando con idéntica majestad y belleza con los más grandes Profetas del Viejo Testamento, y compartiendo las pechinas del techo de la Sixtina, Miguel Ángel pintó aquellas misteriosas pitonisas del mundo pagano que conocemos como las Sibilas.

Es muy sugestiva la integración pictórica del genio de Buonarotti que expresa el pensamiento renacentista católico de la teología del sigo XVI, ya bastante distante de la síntesis escolástica.

 

Mujeres del mundo antiguo, extraordinariamente dotadas de un espíritu adivinatorio, su recuerdo se mantenía muy vivo en tiempos de San Agustín cuando redacta su De Civitate Dei.

Para el platonismo la teología necesariamente desemboca en la cúspide poética, ya que su grado más alto no admite otra cosa que un éxtasis manifestado en el arte de la poesía.

 

Plutarco escribía:

“Los hombres de esta época lejana tenían un temperamento naturalmente dotado de una feliz propensión a la poesía. Sus almas eran prendidas fácilmente de ardores, de ímpetus, de inspiraciones, y había en ellas una disposición que para manifestarse no tenía necesidad sino de un estímulo pequeño o sobresalto de la imaginación.

No eran sólo los filósofos y los astrónomos, los que eran prontamente arrebatados hacia su lenguaje habitual, la poesía, sino bajo el influjo de una ebriedad, de una emoción viva, o con la acción repentina de un sentimiento, de dolor o de una alegría, cada uno se dejaba llevar, en un círculo de amigos, a la improvisación poética”

(De oraculis, 23)

 

Las Sibilas ya gozaban de gran prestigio entre los autores cristianos de la primera era: Hermas, San Justino, Teófilo antioqueno, Clemente Alejandrino, Tertuliano y particularmente Lactancio.

San Agustín, basándose en Varrón fija su número, según diversos países: Libia, Tracia, Grecia, Eritrea, Samos, Cumas, Helesponto, Frigia y Tívoli.

Podríamos citar, además, a la Sibilia Tiburtina, quien le señalaría a Augusto el nacimiento del Salvador.

 

Virgilio divulgará algunos presagios de los oráculos sibilinos, particularmente el de la Sibilia de Cumas.

En el capítulo 23, del Libro XVII (Paralelismo entre las dos ciudades), Agustín se detendrá en el anuncio de la Sibila Eritrea, exponiendo sus dudas sobre la identificación de ésta con la Cumana, pues una leyenda decía que la Sibila de Cumas, celebérrima sobre las demás, había venido de Eritrea en tiempos remotos, siendo contemporánea a la de Éfeso.

“Porque tal vez aquella vate oyó algo en espíritu del único Salvador y se sintió inspirada a darlo a conocer”

Esta afirmación mesurada del santo de Hipona nos da una idea del lugar que le asignaba a los oráculos de las Sibilas, tan estimados, como dijimos, entre los primeros cristianos.

 

Es cierto que el Verbo de Dios envía su rocío a todas las almas, a todos los hombres, a unos más a otros menos.

De Diodoro Sículo viene este elogio de la mujer:

Mulieres sunt vates Deo plenae. Las mujeres tienen particular disposición para el vaticinio divino.

 

Vayamos al texto de Agustín.

 

“Esta Sibila de Eritrea escribió algunas profecías bien claras sobre Cristo; lo que yo mismo he leído en latín en unos versos defectuosos, debido, según supe después, a la impericia de cierto traductor. En efecto, el ilustre Flaciano, que fue procónsul, hombre de gran facilidad de palabra y vasta erudición, hablando un día conmigo de Cristo me presentó un códice griego que decía contener las profecías de la Sibila de Eritrea, dónde mostró cómo en determinado lugar el orden de las letras en el comienzo de los versos expresaban un acróstico claramente estas palabras: (texto griego), que en latín significan: Jesucristo, Hijo del Dios Salvador.

 

Estos versos latinos, cuyas primeras letras nos dan el sentido que hemos transcrito, tienen el siguiente contenido, según los tradujo un autor a la lengua latina y en verso:

 

“Señal del juicio: la tierra se humedecerá de sudor.

 

Vendrá del cielo el Rey que reinará por los siglos; es decir, estará en la carne para juzgar al orbe, por donde el incrédulo y el fiel, al final ya de los tiempos, verán al Dios excelso con sus santos.

 

Con su carne estarán presentes las almas, que juzga él mismo, mientras yace el orbe en enmarañados zarzales.

 

Los hombres rechazarán sus simulacros, y también toda riqueza.

 

Buscando el mar y el cielo, quemará el fuego, en las tierras; desbaratará las puertas del sombrío Averno.

 

En cambio, se otorgará una luz brillante al cuerpo de los santos, mientras a los culpables les abrasará eterna llama.

 

Descubriendo los actos ocultos, cantará entonces cada uno sus secretos, y abrirá Dios los corazones a la luz.

 

Habrá entonces también lamentos, rechinarán todos con sus dientes.

 

Se arrebatará al sol su resplandor, desaparecerá el coro de los astros.

 

Se transformará el cielo, morirá el esplendor de la luna; derribará las colinas, levantará desde el hondo los valles.

 

Nada sublime o elevado quedará en las cosas humanas.

 

Ya se igualan los montes con los campos, y acabará por completo el azul del mar; desaparecerá la tierra resquebrajada; así también el fuego abrasará fuentes y ríos.

 

Pero entonces la trompeta lanzará triste sonido desde el alto orbe, lamentando el miserable espectáculo y los múltiples agobios, y abriéndose la tierra dejará ver el caos del Tártaro.

 

Aquí se presentarán los reyes juntos ante el Señor.

 

Bajará fuego del cielo y un torrente de azufre”.

 

 

 

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 Sibila Cumana

 

 

Por razón de brevedad omito los párrafos siguientes en los que S. Agustín, haciendo verdadera gala de su capacidad continúa con las interpretaciones numéricas sobre el acróstico y desemboca en el término pez, referido a Cristo.

 

Más adelante dirá:

“Por otra parte, esta Sibila de Eritrea o, como piensan otros, de Cumas, en toda la profecía –de la que es una mínima lo citado- no tiene parte alguna que pueda referirse al culto de los dioses falsos o fabricados. Antes bien, habla tan abiertamente contra ellos y contra sus adoradores que parece deber ser catalogada entre los que pertenecen a la ciudad de Dios”

 

Si hemos leído atentamente los extractos de San Agustín, no nos ha de costar demasiado entender por qué los Padres de la Iglesia vieron en estas adivinas las semina verbi (semillas del Verbo) esparcidas también, fuera del campo estricto de la Revelación bíblica, es decir, en el mundo pagano que, a su modo, también debía buscar a Dios –siquiera a tientas- como lo enseñan el libro de la Sabiduría (c. 13) y San Pablo en su carta a los Romanos (c. 1)

 

Probablemente más parecidas en su porte a una curandera de aldea que a las helénicas figuras de Miguel Ángel, encerradas tal vez en cuevas o cobertizos, las Sibilas fueron ese prototipo de mujeres intuitivas y arrojadas que la humanidad produce y eleva para dar lecciones a los sabios varones de cada tiempo.

Dotadas del poder profético, no les faltaba el buen sentido y, también, creo yo, el savoir-faire femenino que, en más de una ocasión, reduce al varón a la objetividad de la tierra, como en el caso de Diotime, quien al final del Banquete deja boquiabiertos a los ingeniosos disertantes sobre el amor…

 

 

Aproximándose la Navidad, los cristianos nos lamentamos de la “paganización” que ha sufrido la celebración central de nuestra cultura y nuestra religión.

Y es que la Navidad, además de ser el misterio central de nuestra fe, es el hecho histórico más grande e importante de la historia de la humanidad: divide, cuanto menos, en un antes y un después de Él.

 

Considero que la venida de Cristo al mundo – y también el fin del mundo con su retorno glorioso- es algo que afecta y compromete a todos los hombres mucho más allá del ámbito de la fe que profesan… Confío me interprete el lector.

 

Queremos significar que el hecho histórico de la Venida de Cristo a este mundo reviste tal magnitud que debemos aceptar que también los que están fuera del cuerpo visible de la Iglesia, a su modo, y por caminos que sólo Dios conoce, tengan su percepción del misterio y no puedan no celebrarlo.

 

Es tan fuerte el impacto de la Encarnación que, aún quienes no profesen la fe verdadera, no podrán nunca sustraerse de ese efecto exultante, festivo y poético que le dio a la tierra el gran misterio de piedad por el cual Dios se hizo Hombre.

 

Es posible que el tonto, el superficial, el mundano, el borrachín, la casquivana y el esnobista nos sorprendan descubriendo cosas que nuestra tranquila mirada de entendedores y especialistas no haya logrado ver en esta tierra a la que todavía Dios ama con infinita ternura.

 

Es posible, porque cuando nosotros callamos, las piedras profetizan.

 

P. Ismael

 

 

 

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Fuentes: “Obras de San Agustín”. Tomo XVII.  Ed. BAC