“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Cosas de ingleses II

Salvar la cabeza

 

 

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“No tengo otra cosa que decir, My Lords, sino que, igual que el bienaventurado Apóstol Pablo, como leemos en los Actos de los Apóstoles, estuvo presente y consintió en la muerte de San Esteban, al guardar las túnicas de los que le apedreaban hasta morir, y, sin embargo, los dos son santos del cielo y serán siempre amigos, así también sinceramente confío y ruego por Sus Señorías, para que, aunque ahora en la tierra hayan sido jueces de mi condenación, sin embargo, nos podamos después reunir felizmente en el paraíso, en nuestra eterna salvación. Así también deseo que Dios Todopoderoso preserve y defienda a su Majestad el Rey y le envíe su inspiración” (Juicio a Tomás Moro, testimonio de Roper basado en las declaraciones de Sir Anthony St. Leer, Richard Heywood y John Webe).


Esta serena, evangélica y británica respuesta al terminar de escuchar su sentencia de muerte nos muestra qué había en el interior de aquel hombre que no solamente maduró su esperanza del Cielo durante su cautiverio en la Torre, sino también, con sentido de profecía de largo alcance, previó que la gracia de Dios estaría muy por encima de las tristes coyunturas humanas que le llevaron a él y a muchos católicos de tu tiempo a perder la vida por los derechos de Dios y su Iglesia.


No era la primera vez que la autoridad real sería la primera en “disponer” el camino de canonización para nuevos santos ingleses…


Varios siglos atrás un grupo de nobles fieles a otro Enrique – el II Plantagenet- urdieron el asesinato de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, que concretaron el 29 de diciembre de 1170 en su catedral, mientras asistía a vísperas con la comunidad monástica.


A la muerte de Moro, el furor real –cual si fuera el mismo demonio que en su momento poseyó a Enrique II- llega en su homónimo VIII Tudor, “defensor Fidei”, hasta la profanación de la tumba de Becket en Canterbury (ya venerado como santo) destrozando por manos de una turba enloquecida el cuerpo del mártir como una absurda revancha sobre quien había tenido la misma osadía: dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.


El cadáver de Sir Thomas, fue sepultado, en un principio, en la Iglesia de San Pedro ad Vincula, cercana a la Torre. Su cabeza, como sabemos, previo esclaldado, fue colocada en lo alto de una lanza, sustituyendo a la del Obispo John Fisher, en el puente de Londres. Margaret, la valiente hija de Moro, sobornó a un guardia para que le entregara la cabeza para guardarla como preciosa reliquia. Los caminos de la Providencia –que dirige la historia- permitieron que la cabeza de Santo Tomás Moro, descanse, hasta la actualidad, en St. Dunstan, una sencilla y oscura iglesia anglicana. En tanto que del cuerpo nada sabemos, por compartir una sepultura común con otros tantos ajusticiados, nos ha quedado la cabeza del Gran Canciller, custodiada y venerada en un lugar “no católico”.


El reciente y esperanzador rayo de luz que significa para la Iglesia de Cristo el decidido, aunque trabajoso retorno a la unidad de la Fe y el Gobierno de la Iglesia anglicana, no es, no puede ser fruto de meras gestiones y conveniencias humanas.


No será lo mío aquí, la pretensión de analizar, ni siquiera ofrecer una síntesis de la historia de este largo y doloroso camino.


La sangre de tantos mártires y el testimonio de tantos santos que fueron faros de aquella bendita Anglia, no podía quedar infecunda.


Algo más que un gesto de piedad filial encierra el episodio del rescate de la cabeza de Tomás Moro y su devota custodia en St. Dunstan.


El haber guardado esta iglesia la cabeza de Moro es haber guardado lo mejor de aquel hombre maravillosamente inglés, que no podía dejar de estar satisfecho de serlo y aquel inglés tan maravillosamente humano, que se adelantó con mucho, a pensar y vivir la vocación de los laicos a la santidad.


Su cabeza, como preciosa semilla plantada en una tierra que parecía tan reseca que nada habría de despertarla, será todavía ocasión de nuevos “milagros”.


Si tuviera que señalar una nota particular de la santidad británica ( y no se enfaden conmigo los lectores de mi propia lengua y raza) diría que se trata de una santidad “inteligente”. Una santidad de la cabeza. Sensatez, para ser precisos. No toda santidad es inteligente ni todo intelecto de un santo será siempre sensato. Dios nos ha llamado a la santidad. El equilibrio de la sensatez no siempre acompaña a un santo, quien por otro lado llega a serlo por haber amado y no por el mero hecho de poseer un dotado intelecto.


¿Qué ha salvado a Newman y otros tantísimos conversos del anglicanismo? ¿Su “progresismo afectivo”? ¿La agitación “política” de su vuelta a la verdadera Iglesia? No. Ni estas, ni muchas otras razones que pudieran buscarse. Su cabeza, y principalmente ella los llevaron a encontrarse con la Iglesia de Cristo, fuera de la cual no hay salvación.


Salvada la cabeza, el resto del cuerpo podrá recuperarse. Los redactores de los “Bestiarios” medievales pensaban de ciertas especies de ofidios que, aún cercenado su cuerpo, si conservaban la cabeza podían regenerar lo perdido y seguir vivos.


Cuando el cristianismo salva su pensamiento límpido y es capaz de mantener su necesaria baja temperatura (no pensar, y menos decidir, con la cabeza “caliente”) tiene asegurada una especial eficacia en sus frutos.


Entre nosotros los coletazos de algún esquema de “santidad” que hemos conocido y sufrido (con su voluntarismo a rajatabla y su particular universo ascético) son un ejemplo de  cristianismo de cabeza estrecha y cuadriculada que acentúa aún más las diferencias con los santos “inteligentes”.


Si la Iglesia de Inglaterra, en esta ocasión “salva la cabeza”, siendo una con la cabeza visible que Cristo ha constituido, se hará bien digna de sus Santos y sus Mártires.


Ya sabemos que uno se salva por lo que ama y no tanto por lo que entiende, porque Dios es inefable. Pero el que entiende, como se debe, lo que quiere amar, está más cerca de hacer el bien, aún después, o tal vez a causa del martirio que Dios ha señalado para él.


Harán falta, además de grandes penitentes, misioneros y todo lo que necesitamos, santos de buena cabeza, dispuestos a perderla por Cristo, para salvar el cuerpo, esto es, Su Iglesia.


P. Ismael


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