“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Celibato sacerdotal

Vacío para Dios…

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Cuando en el año 63 de nuestra era, Pompeyo el Grande irrumpe en el Templo de Jerusalén, llegando a entrar en el “santo de los santos”, la morada del Dios de Israel y el lugar más santo de toda la tierra, se encontró con un recinto misteriosamente oscuro y vacío (“nulla intus deum efigie vacuam sedem et inania arcana” Tácito, Historia, V,9).


Efectivamente, el tercer Templo, reconstruido por Herodes, cuyo santuario había superado en altura al de Salomón, todavía terminándose en su detalles decorativos en tiempos de Cristo, ofrecía esta impresión al pagano desconocedor de la historia del pueblo del Señor de los Ejércitos. Rodeado de imponentes pórticos y amplios patios concéntricos, el Santuario –con su gigantesca puerta cubierta por el pesadísimo “velo” de jacinto- era visitado una sola vez al año, el día del Kippur, por el Sumo Sacerdote quien, al entrar con su rostro cubierto apoyaba un incensario en el suelo donde otrora se encontraba el Arca “del que se sienta sobre los Querubines” y pronunciaba el Santísimo Nombre del Tetragrama.


Misteriosamente ocultada, según la tradición, por Jeremías, el Arca de la Alianza (que en su interior contenía las Tablas de la Ley, la vara de Aarón y reliquias del Maná), había dejado su lugar en el Santuario absolutamente vacío. Al reconstruirse el Templo –conforme al primer Tabernáculo y sobre los planos de Salomón- nadie pensó en suprimir aquel recinto que ya no guardaría nada, que sería vacuam sedem


Ningún judío piadoso, ni siquiera el mismo Jesús, hubieran afirmado que Dios ya no habitaba en aquel Templo, orgullo de su nación y morada del Altísimo. El Santuario estaba vació, sin el Arca, pero no sin Dios.


Pensando en el celibato sacerdotal de la Nueva Ley de la Gracia, sobre el que tanto se ha dicho y escrito en los últimos tiempos, creo que la imagen más sublime que podemos encontrar para compararlo es precisamente ésta: la de un espacio vacío para Dios.


Consejo evangélico, ley eclesiástica, estado de perfección y santidad, renuncia al mundo, disponibilidad para el servicio, anuncio de la vida futura, etc., todas ellas razones y fundamentos de esta oblación de la propia carne que hace el sacerdote, no alcanzan a expresar, en mi parecer, la significación impresionante como la de un vacío para ser llenado por la presencia viva del Dios Viviente.


Los tiempos actuales (y también la “arquitectura” actual del sacerdocio) mal que les pese a los pastoralistas, es inocultablemente “barroca”. A ver si me explico. El barroco, como tendencia de un arte y una cultura, se ha derivado de horror vacui = vacui horror (horror al vacío). No tomo la expresión “barroco” en su acepción positiva, como el rechazo del vacío protestante (en la Teología y en el culto). La Teología católica, es ciertamente barroca. Ello era recordado, en su momento, por el entonces Cardenal Ratzinger, quien fundamentaba que la Revelación en sí misma, tiene horror por el vacío.


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Nos referimos más bien a la tendencia del hombre contemporáneo del espanto ante los “espacios” vacíos: muchos desesperan en la vida porque se sienten “vacíos”. El mundo de actividades, encuentros y demás acciones humanas de nuestra sociedad buscará siempre “llenar” de cosas los tiempos y los ámbitos de los hombres. El vacío y su vértigo desesperan al hombre de hoy. Una sala vacía será para él un “desperdicio”. Aunque habitemos en casas muy amplias, tendemos a “ocupar” todos los espacios. Y cuando nos quedamos solos, porque partieron nuestros familiares, ocupamos con nuestras cosas cada rincón.


Como a todo ha de buscársele una “utilidad”, una razón que “justifique” su existencia o sostenga su práctica, también al celibato sacerdotal se le ha “pegado” su certificación de existencia en la sociedad actual. Y ya tendremos que armarnos para explicarle al mundo (constante, obligado y riesgoso interlocutor del ministro de Dios) “para qué” sirve el sacerdocio y su celibato. Sentimos que no estamos con este mundo tan necesitado si le decimos –como es verdad- que el sacerdocio y el celibato, no sirven “para” sino “A”. Más que servir para, el celibato es servir “A Dios”.


Por haber pensado de la forma que decíamos, muchos sacerdotes han perdido el sentido de sus vidas, experimentan que tienen que “pedir permiso” (y muchas veces pedir perdón) al mundo, por ser un “artículo de lujo”, un “bicho raro” consagrado a ser habitado en su corazón nada más que por Dios y sólo por Él.


Con horror al vacío en nuestras vidas, nos hemos entregado al frenesí de la actividad, de lo “pastoral”, de lo “misional” en un movimiento progresivamente acelerado que termina por infartar el corazón sacerdotal de tan lleno de planes, recursos humanos y proyectos temporales que transformaron al “Ministro del Altar” en “Agente pastoral”. Se tiene vergüenza de ser un “consagrado”, un desocupado ¡cuando hay tantas cosas para hacer! Muchos sacerdotes “hiper activos” si se detuvieran un instante, caerían muertos. Y esto, como el menor mal.


El horror al vacío afectivo, a la esterilidad de la vida, a la inutilidad de la existencia, al no ser amado por un amor humano, se ha cobrado muchas vidas sacerdotales. Y lo peor: la aceptación de la idolátrica convivencia del Dios Santo con los propios “señores”. Doble vida, que le dicen…


Donde está o donde estuvo el Arca ya no hay lugar para otra cosa.


Traspasados los hedores y el calor del atrio de los gentiles, el murmurante retintín de las oraciones del patio de las Mujeres y el de los Israelitas, el Santuario tenía el frescor sacral de un silencioso vacío disponible al misterio. Eso es nuestro celibato: silencio y disponibilidad en primer término PARA DIOS. Ámbito sólo habitado por Él. Sí, renuncia, sin ninguna duda. Soledad. Sin explicaciones ni compensaciones. Bendita “inutilidad” para el mundo y fecundidad para el Evangelio.


Esto nada tendrá que ver con guardar en nuestro corazón el amor a nuestros prójimos y otorgarles lo mejor que podemos darle: el perdón de sus pecados y el Cuerpo del Señor.


El vacío para Dios tiene mucho que ver con el oficio sacerdotal: la oblación y la consumación del sacrificio. En la oblación del sacrificio del sacerdote intervienen dos cosas: el sacrificio y la devoción. El efecto propio del sacerdocio es el que se sigue del sacrificio (Cf. S.Th. 3,22,4 ad 2; 5,6 ad 2)


Hostia con la Hostia, Víctima continente con la Víctima Inmaculada, cada día el Sacerdote de Cristo entra con devoción en el Santuario del Altar para dejar llenar el vacío santo de su pobre corazón por la Presencia Real. Y por tres veces le dice al Dios Tres veces Santo: “Domine, non sum dignus…”


 

P. Ismael


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