“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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apostilla

Perder la cabeza…


SalomeconlacabezadeSanJuanBautista


estrella


Alentado por el comentario del atento lector al último post, a modo de apostilla propongo la consideración del tema desde otro ángulo, aunque el resultado final sea similar.


Hay diversas maneras de “perder la cabeza”.


Por envidia: sin llegar a perderla materialmente (porque Dios le pondrá luego una marca en su frente) Caín “pierde” su cabeza y enloquece de envidia cuando ve que Dios mira con agrado la fresca oblación de su hermano y no considera sus verduritas pasadas como primicias de su trabajo.


Por presunción: Es el caso de Goliat, quien con toda la maquinaria de su armadura desprecia el aspecto delicado del joven David y jura por sus dioses entregar el cuerpo del futuro Rey de Israel a las aves de cielo y termina siendo él mismo pasto de las bestias del campo.


Por sensualidad: Holofernes quiso acrecentar su harén con la pulcrísima y valerosa Judith, quien terminó cercenando su cabeza y llevándola como trofeo de la ignominiosa derrota que por una mujer sufrieron los enemigos de Israel. Sobre ello hablamos in extenso en el artículo sobre el anathema oblivionis”.


En el libro de Daniel encontramos la historia de la “Casta Susana”. Dos ancianos de aparente reputación y con mucho poder, pierden la cabeza y arrastrados por la pasión, acusan a la joven, llevándola al extremo de una muerte cierta. Dios que se acuerda de sus pobres, por la intervención inteligente de un jovencito, desbarata su planes y terminan perdiendo literalmente sus cabezas, salvándose una vida inocente.


En el episodio de la degollación de Juan el Bautista, hay dos cabezas que se pierden.


       La de Herodes que se pierde en sí misma, aunque continuara “pegada” a su lujurioso cuerpo. “Pierde la cabeza” por la sicalíptica danza de Salomé. Un solemne juramento, en el contexto de una real borrachera, le hará lamentar haberse ido en su palabras que no fueron otra cosa que la manifestación de sus ideas perdidas y confusas. Más le importó el respeto humano que las lecciones de buen pensar que pudieron haberle quedado de sus inquietantes charlas con el Precursor.


       La de Juan. Fruto de su recia coherencia de hombre-león, ruge y urge hasta último momento a preparar los caminos rectos para la llegada de Aquel a quien no se considera digno de desatar las correas de sus sandalias. La pérdida de su cabeza no fue sin sentido.


“El que pierda su vida por Mí, y por el evangelio, la ganará”.


Ejemplo de quien su vivir era Cristo, es la muerte de Pablo. Tildado de habérsele “sumido el cerebro por sus muchas letras”, pronto se sentiría a punto de ser derramado como una libación. Su apelación al César le mereció el “privilegio” de la muerte de un ciudadano romano: en Tre Fontane rodará la preclara cabeza de aquel que tan estrechamente estuvo unido a Cefas (Cabeza) y sería con el Príncipe de los Apóstoles, considerado “columna” de la naciente Iglesia de Cristo.


Contra Cristo o por Él. Las dos formas más habituales de perder la cabeza y ganarse el cielo o el infierno.


Pero los que perdieron la cabeza por querer conservarla (es decir contra Cristo) no sólo se perdieron el paraíso, sino que adelantaron su infierno en corto y miserable tiempo de vida que les quedara en este mundo…


“Signata est super nos lumen vultus tui, Domine”… Cuando la capacidad del intelecto que, creado por Dios como chispa divina (y por lo tanto más asistido que la voluntad para ser “deslumbrado” por la verdad) no domina –generalmente por acallamiento violento de la voluntad- en el sujeto dominado por la pasión que “enceguece”, el hombre vivirá una verdadera tortura. No suele ser tan débil la inteligencia que pueda ser muerta de un solo golpe de transgresión.


El hombre que acalla su conciencia y la “cauteriza” no está suficientemente libre de los reclamos que, desde su abismo interior, le hará de por vida, en tanto no ponga de nuevo sus asuntos en orden.


En un tercer género de personajes que perdieron su cabeza “temporariamente”, podríamos señalar algunos exponentes que más bien nos representan a nosotros, que todavía –en nuestro estado de viatores- no hemos logrado la tan deseada “santidad de la inteligencia”.


Pongamos algunos ejemplos de aquellos que por un tiempo (tal vez algunas horas, nomás) abandonaron su sensatez para perder la cabeza.


El piadoso y manso Rey David perdió la cabeza al levantarse de la siesta y ver desde su terraza la belleza ebúrnea de Betsabé en un patio inferior del palacio. Señalado por el dedo del Profeta Natán, se humillará diciendo: “Peccavi” y el Miserere” (salmo 50) será el más impresionante llanto del alma arrepentida, que tendrá siempre presente su pecado.


Su pacífico y sapientísimo hijo Salomón, tras haber sido bendecido por Dios con el más alto de los dones: la Sapiencia que desciende de lo alto; el poder y la gloria de que se revistió, la honra de los reyes vecinos y el entonces permitido amor de tantas mujeres, hacia el final de su vida, en su vejez, pierde su cabeza (su ciencia, su sabiduría) por el amor desenfrenado a mujeres extranjeras que le arrastraron nada menos que a la idolatría. Pero tocado su corazón, al final, pidió perdón.


Influenciado por Jezabel, hija del rey de Sidón, Acaz pierde su cabeza por un pobre terrenito lindero con su palacio y manda matar a su dueño de una manera cobarde e infame. Cuando se dispone a tomar posesión de tan miserable botín, el Profeta le sale al encuentro. Acaz se arrepiente y Dios perdona su vida.


Nosotros podemos descubrirnos en estos personajes de la Escritura y en muchos otros que alguna vez, por los motivos que fueran, no le dieron la primacía a esa parte de nuestro cuerpo que está, no en vano, más alta que todas, más cerca de cielo, para de él recibir la luz de la sensatez, del sentido común y de la Fe.


A un acérrimo amigo mío de antaño que tenía gran aprecio por mi corazón, le pedí una vez que, si tenía que elegir entre mi corazón y mi cabeza, se quedara con ésta última. Los caminos que cada caminante tiene (que son siempre personalísimamente propios) le llevaron a nunca quedarse con mi cabeza y no tan a la larga, o más bien antes, olvidarse del corazón.


Siempre pido para él que su cabeza no invente fantasmas y su corazón se doblegue a la verdad, porque a veces llamamos “conciencia” a nuestros caprichos, miedos o comodidades.


Sé que una cabeza de águila, un corazón de paloma y un estómago de rinoceronte, son los mejores atributos de todo buen fraile y también de todo cristiano.


No tendremos que arrepentirnos demasiado en la vida de haber basado nuestras decisiones en los dictámenes de la recta razón y sí mucho de lo que los impulsos del corazón (ese órgano tan retorcido e inescrutable¸en expresión de Jeremías) pueden influenciar en nuestro actuar como hombres y cristianos a la hora de valorar cuándo conviene salvar la cabeza y cuándo perderla.


P. Ismael


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