“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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Año Sacerdotal

Envejecer en el Altar…


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Aquella vieja película “Los diez Mandamientos”, con los efectos especiales de su tiempo y su escenografía casi de cartulina tiene un maravilloso espíritu que interpreta el sentido de la Escritura más allá de su letra y es capaz de hacernos adentrar en lo que significa haberse encontrado con Dios.


Después de su inefable cita con el Señor del Horeb, Moisés aparece ante su mujer con un aspecto sensiblemente cambiado: ha envejecido.


Su rostro está resplandeciente, pero su belleza juvenil se ha tornado en la belleza de un venerable anciano: las arrugas surcan su rostro y sus cabellos están totalmente blancos.


Otro tanto podemos observar en una producción cinematográfica más reciente.

A un legislador honesto se le aparece Dios pidiéndole que construya un arca como la de Noé. Naturalmente va a resistirse y cada vez que quiere ir a su trabajo habitual se encuentra misteriosamente vestido con hábitos de patriarca, y sus largos cabellos y barba encanecidos.


Hace algún tiempo, finalizando la Misa, se me acerca casi al oído un joven sacerdote que me dice: “Ay, mi Ismael, ¡qué viejito que estás!...”


Y me quedé pensando en nuestro envejecer sacerdotal y sus causas.


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El gracioso retablo barroco de la colegiata está ahí. Juguetean sus formas de mármol al igual que las figuras manieristas de los “putti” y los apóstoles.


Seguirá ahí por mucho tiempo. Es demasiado bello para que las furias iconoclastas de las sucesivas reformas puedan con él. Los variados cambios a que se vio sujeta la iglesia no lo afectaron demasiado, a no ser por la pérdida de su primera grada.

Es un monumento grandioso... Y también risueño. Está ahí, sonriendo. Sonríe desde hace mucho tiempo. Sonríe y contempla.


Son muchas las generaciones de cristianos que se han postrado ante él.

Muchos sacerdotes oficiaron sus primeras misas y a diario se ofreció sobre su ara el sacrificio temporal de la Iglesia.

Fue testigo de muchas esperanzas: del juvenil sacerdocio qui laetificat iuventutem, de las promesas emocionadas de tantos esposos, de las lágrimas derramadas por tantos cuerpos que se despidieron, del barullo de los niños de Primera Comunión... De tantos sermones sentidos y tantos otros huecos...


Allí está, y sonríe. Sonríe porque sabe que nos sobrevivirá. Sabe que nosotros pasaremos y él seguirá allí. Tal vez le esté reservado del momento del Juicio. Quién sabe... El parece más eterno que nosotros. Ha visto crecer a muchos, los contempló en su juventud arrolladora y ahora ve que apenas pueden subir hasta él.


Y él siempre tan joven en su carne marmórea que parece que latieran las venas de sus columnas.


Los putti no se han cansado de sostener las grandes masas de piedra y a los apóstoles no se les ha movido ni un bucle ni acalambrado la pierna que tienen cruzada por más de un siglo. Tampoco se ha borrado la sonrisa de la Virgen.


Muchos dan su opinión sobre él. Muchos quisieron modificar su estructura.

Es verdad que ha temblado algunas veces... Y cómo! Pero la sonrisa le vuelve pronto, porque sabe que aunque algunos de sus miembros terminen en un rincón polvoriento y otros sean utilizados, con mucha suerte, para nuevos altares, el tendrá más vida que los vivos que cada tanto lo contemplan con despreocupada admiración.


El mira más impasible el paso del tiempo sobre los pobres hombres que envidian su esbeltez casi adolescente...


Monumento a la coherencia que el hombre no tiene y quiere proyectar en la materia obediente. Sí, obediente, pero burlona al final. Porque Dios puede hacer nueva la obediencia y hacerla de mármol…


Nosotros somos piedras vivas, sujetas al envejecimiento exterior, aunque el hombre interior se vaya renovando día a día. No somos de mármol. No somos Dorian Gray…


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Pío XII anciano, en la Elevación de la Forma


¿Será igual el envejecimiento de un altar que el envejecer del sacerdote?


¿Por qué se avejenta el hombre del Altar?


¿Las causas naturales? No nos interesan ahora.


Descontemos que la labor pastoral en sí supone un ponerse las 24 horas en total disponibilidad para la atención –en aquellas cosas que se refieren a Dios- del Pueblo para quien nos ordenamos.


Descontemos la genética (en la cual creo cada día más, porque gratiam supponit naturam) que tiene determinada sobre nosotros, como sobre cualquier mortal, la programación del paulatino decrecimiento de nuestro aspecto exterior y el desarrollo de nuestras afecciones internas.


Descontemos también el desgaste de tanta incomprensión, ingratitudes, intrigas, celotipias y demás cruces que a la mayoría de los sacerdotes les asigna Dios en su Providencia para identificarlos con su Hijo Paciente.


Me detengo en una consideración que me parece “natural” sea una causa de nuestro aspecto “presbiteral”. Fuimos constituidos sacramentalmente “ancianos”.


Y si quisimos ordenarnos “con todo nuestro ser”, será lógico que lo interior también se nos trasluzca hacia fuera.


Cada vez que el Sacerdote de Cristo “sube” al Altar, al igual que Moisés, penetra en el misterio del Dios Escondido.


Un Dios que se esconde para que el hombre lo encuentre.


Recordemos que el Horeb no fue solamente rayos y resplandor. El Horeb era una montaña “tenebrosa”. Moisés se internaba en el misterio de la oscuridad, desde el que no sabía cómo saldría.


No se puede ver a Dios y seguir viviendo. Pero quien como Moisés llega a ver siquiera la orla de su vestido, no saldrá igual cuando termine su cita con Él.


Si nuestra vida es casi como un mirar a Dios “cara a cara”, si nuestra existencia es enfrentarnos con el misterio del Eterno Sacrificio del Calvario, no es absurdo pensar que ese contacto tan cercano con el Dios Eterno, El que está siendo, nos introduzca por una hora apenas, frente a Aquel para quien un día son como mil años y mil años como un día.


En la Edad Media existía la piadosa creencia que durante el tiempo de la celebración de la Misa –como el tiempo se detenía, o absorbía en la eternidad- los asistentes no envejecían.


Pero también podemos pensar que cuando todas las potencias del hombre-sacerdote se ponen en su máxima tensión hacia el sacrum, cuando es invadido por ese terror sacrum que causaba escalofrío a los Patriarcas, su flaca humanidad es afectada por aquel Anciano de Siglos.


Todos los Siglos eternos del Dios que habita en las Tinieblas del misterio se le vienen encima.


“Ver” cada día la maravillosa zarza eucarística que se consume de amor por los hombres, tocarla con las manos, es un trabajo de alto riesgo.


Si en verdad creemos, como lo creemos, en el poder que irradia esta maravillosa Presencia Real, no podemos dudar que es como tocar un uranio divino: a la larga tanto poder hará lo suyo en nuestras vidas.


Si tocar la Eucaristía no nos ha presbiterizado lo suficiente, es que no sabemos lo que hacemos…


Quien celebra con esta conciencia, seguro que termina su Misa con un verdadero agotamiento de todo su ser: su cuerpo, su mente, su sentimientos; están cargados y obumbrados por aquellas tinieblas que cubrieron toda la tierra en momento de la Expiración del Cordero Inmaculado.


Al volver del Altar, el hombre-sacerdote ha envejecido. Por ello a la Misa siguiente se acerca rogándole a Dios que renueve su juventud y pidiéndole que le devuelva la alegría de la salvación para que esperando en Él pueda todavía confesarle con la cítara.


La Santa Misa es verdaderamente un trabajo. Y un trabajo extenuante.


Quien celebre con todo su ser lo habrá experimentado. Y el trabajo duro envejece nuestro cuerpo.


Ese es el misterioso y pendular movimiento del Altar Horeb al que cada día subimos y bajamos: juventud y envejecimiento.


“¡Qué viejo que se lo ve, Padre!”

“¡Cuánto tiempo pasado con Dios, Sacerdote!”


Pero a la larga, el Presbítero (anciano desde sus veinticuatro, veintitrés, menos años), será como el altar magnífico que con el tiempo, se patinó de unción, experiencia, y mira risueño el paso de Dios por su vida y la de sus hijos y hermanos.


¡Acuérdate, Señor, de la vida de tus ancianos y envejecidos sacerdotes!


Gastaron su juventud entrando cada día en tu Santuario del Amor que consume. Del Amor que termina pidiéndonos todo.


Mira sus manos temblorosas que apenas pueden elevarte y contempla sus gestos torpes y el temblor de sus blancas cabezas, y la inseguridad de sus pasos vacilantes.


Los preparas ya para el último ascenso a un Altar no construido por manos humanas.


A un Altar que no será ya reformado.


Y considera sobre todo a aquellos que vivieron de y para tu Altar de la tierra y nos legaron y nos legan el mejor, el único sentido de nuestras vidas: envejecer junto al ‘Amor Amorum’.


Tú, Amor de los Amores, que puedes hacer de nuestra vejez una maravillosa obra de arte: la de serte fieles a Ti, ‘usque ad mortem’.


Ecce nova facio omnia (Ap 21, 3).


P. Ismael


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