“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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VESTIMENTAS LITÚRGICAS

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“Tomó Rebeca vestidos de Esaú…, los mejores que tenía en casa,

y se los vistió a Jacob…; y con las pieles de los cabritos

le cubrió las manos y lo desnudo del cuello”

(Gén 27, 15-16)


También las vestiduras sacerdotales han sido blanco de la furia iconoclasta y reducidas o suprimidas en aras de un minimalismo que argumenta el uso del atuendo corriente de la era primitiva cristiana en las funciones de la liturgia.


Este “arqueologismo” insustentable mutó luego en muchos ámbitos hacia el abandono progresivo de todo signo por “motivos pastorales”: que el sacerdote sea uno más que no se diferencie del pueblo. Igualmente no faltan en el amplio mundillo de la moda clerical la aparición de híbridos tales como: estolas-casullas; albas-casullas; voladoras cogullas. E infaltables en nuestro continente, las estolas de factura incaica sin ningún símbolo cristiano, cuando no maya o azteca…


El Documento de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos del 25-03-2004 dice taxativamente: “Sea reprobado el abuso de que los sagrados ministros realicen la Santa Misa, incluso con la participación de sólo un asistente, sin llevar las vestiduras sagradas, o con sólo la estola sobre la cogulla monástica, o el hábito común de los religiosos, o la vestidura ordinaria, contra lo prescrito en los libros litúrgicos…” (cfr. Redemptionis Sacramentum, 126).


Con su raigambre en las antiguas vestiduras de los nobles romanos, -y si queremos remontarnos más atrás- en ornamentos sacerdotales y levíticos de la Antigua Ley- la indumentaria litúrgica destinada a la celebración de los Santos Misterios de nuestra Fe, entrañan, más allá de su “funcionalidad” ritual y su carácter distintivo en el orden de los ministros, un altísimo sentido espiritual.


El vestido en general es, en toda la historia de la cultura humana, un factor “termómetro” de la concepción antropológica y trascendente que haya imperado en esa etapa.


Destinadas a espiritualizar la “forma corporal”, las vestiduras talares (principalmente) han presentado a los ministros de la liturgia, “por encima” de la forma de vestir del seglar, creando así un compromiso de ser testigos vivos de lo que celebramos. No es superfluo o intrascendente que la Iglesia “revista” a sus ministros –por encima de su propio hábito- con otro ropaje propio de la acción sagrada.


Dejando para otra ocasión la interesantísima historia de la evolución de las vestiduras y ornamentos sagrados, sobre la que podemos leer con fruto textos cuidadamente científicos y católicos como los de Righetti o Gomá, vamos a detenernos en la significación espiritual que entraña para nosotros, sobre la base de la tradición, el revestir cada día los sagrados ornamentos [1].


Funcionalidad del origen, estilos… Más allá de ello, el sentido espiritual sigue teniendo una fuerza demostrativa tanto para el celebrante, como para el Pueblo de Dios, que merece sea revalorizada como fuente de piedad y expresión litúrgicas.


El sacerdote sube al altar al encuentro con el Dios vivo y verdadero, trascendente y sacramentado, “in conspectu divinae maiestatis tuae”, “revestido” o “sobrevestido” por la Iglesia, su Madre, quien como Rebeca a Jacob, recubre su pobre humanidad con los ropajes de Cristo –Sumo y Eterno Sacerdote- para que ofrezca al Padre la Víctima Inmaculada, por sus “innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los que están presentes, y también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos…” (Recomendación de la hostia, Missale Romanum, 1962).


No son nuestros méritos los que nos acreditan ante Dios. Son los méritos de la sacratísima Pasión y Muerte de Cristo Redentor los que nos hacen lo menos indignos posible de presentarnos ante Él. Al igual que Jacob, recubierto de las pieles de cabrito, el sacerdote se acerca a Dios para recibir de Él su bendición y ser otro mediador que atraiga del cielo toda bendición sobre la tierra. El Padre, como Isaac, no mira al sacerdote hombre, mira a su Hijo, perfecto Dios y perfecto Hombre que se inmola misteriosa, pero realmente sobre el ara.


Refresquemos la rica simbología de las vestiduras y ornamentos sacerdotales.


El Amito. (de amictus, cubierto, tapado), significa la fe, principio y fundamento de toda virtud, yelmo y escudo de salvación y también el velo con que fue cubierto el Rostro de Nuestro Señor. La oración para imponérselo pide a Dios aleje de la mente toda incursión diabólica.


El Alba. Llamada así por su color blanco, es una de las más antiguas vestiduras sacerdotales. Recuerda el vestido de bodas que entre los orientales llevaban los convidados (Mt, 22-12). Simboliza por su color la inocencia, la pureza y la castidad; por su forma la perseverancia. Los alegoristas han visto en ella la vestidura blanca con que Jesús fue escarnecido por Herodes.


El Cíngulo. Es un ceñidor de lino, seda o lana, con que se sujeta el alba. Significa la pureza y la mortificación. Cristo nos exhorta a esperar su venida ceñidos (Lc. 12,35). Simboliza las cuerdas con que fue atado Jesús en el huerto, al igual que los azotes que padeció atado a la columna.


El Manípulo. Era, entre los antiguos romanos, un pañuelo destinado a secar el sudor y se llevaba en el brazo izquierdo. Significa la soga con que fue atado Jesús a la columna; la compunción del corazón y la paciencia en los trabajos de la vida presente, con la esperanza de la futura gloria. Es signo del servicio sacerdotal.


La Estola.“Orarium. Era una larga “bufanda” que abrigaba el cuello. Se le da el sentido de inmortalidad y es la insignia por excelencia de la dignidad sacerdotal. La usa el sacerdote en las funciones propias de su ministerio.


La casulla (“pequeña casita”) También llamada penula nobilis o planeta. Su sentido tropológico es la caridad, alma de todas las virtudes y que lo cubre y llena todo. Su sentido alegórico es el vestido de púrpura con que fue cubierto Jesús, por los soldados en el Pretorio; y su sentido anagógico, la gracia prometida a quien lleva con buena voluntad el yugo de Cristo.


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Revestido de Cristo en su porte exterior, el sacerdote, deberá estarlo interiormente por la gracia, como hombre nuevo re-creado en la justicia y la santidad de la verdad. No exhibe ante Dios más que su rostro y sus manos desnudas. Sus ojos se dirigirán a Él y se volverán al pueblo para ofrecer la paz. Sus manos –que bendicen y consagran también están preparadas para los clavos de la Pasión que deberá ser completada en su vida. Y todo su ser es signo de renuncia al “estilo del mundo”. Lejos de ser motivo de ostentación, los paramentos sagrados son una lección de humildad. No es el gusto personal, sino el mensaje de la Iglesia Oferente el que llega a nuestros ojos. No vemos en el sacerdote al simple hombre de la calle. Vemos al hombre “cargado” con el yugo suave y liviano de su vocación sacerdotal. Al sacerdote enamorado de su Misa, no le pesan los ornamentos. Diré una perogrullada: como cualquier otro sentirá calor o frío, pero su amor nupcial (y esto es la Misa, señores: encuentro esponsal de Cristo con su Iglesia y sus sacerdotes) transforma toda contingencia climática en ocasión de entrega. ¿Quieren tener ustedes un rápido diagnóstico de la piedad sacerdotal? Observen, si pueden hacerlo, cómo se reviste y sobre todo cómo se quita el sacerdote los ornamentos. Una escena bien demostrativa de lo que digo es aquella de una tristemente célebre serie televisiva sobre la vida de un sacerdote inescrupuloso. Es sintomático el momento en el que el personaje se quiere casi arrancar los ornamentos al término de una Misa y se le enreda el cíngulo de tal forma que debe pedir ayuda a uno de sus asistentes… Es claro, no podía servir a dos señores. O mejor, al Señor y a la señora.


Es claro y manifiesto que el hombre vale por lo que lleva dentro. Pero es igualmente claro que “de la grandeza del corazón habla la boca”. Luego será claro que nuestra grandeza también se muestra en el vestir. Y nadie sobre la tierra tiene mayor grandeza que aquel a quien Dios ha revestido.


P. Ismael


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[1] El equilibrista Plazaola, en su “El arte sacro actual” (Ed. B.A.C.) critica las formas tradicionales de los ornamentos, entre otros el corte “guitarra” o romano diciendo que los celebrantes semejaban “coleópteros” con su dura coraza de brocato. Más viriles y sacros sin duda que las gigantescas casullas de lamé que le sentarían mejor a Joan Crawford que a un humilde hombre del altar.


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