“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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La identidad sacerdotal

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“spiritu principali confirma me…”

Ps. 50


La cultura imperante ha hecho de la provisoriedad y el constructivismo un postulado batiente en cualquier institución y expositor que se precie de “puesto al día”. En esa puesta constante al “día”, en la que el hoy mañana será superado. El perenne y saludable principio “in ómnibus rebus respice finem” (en todas las cosas mira la finalidad) ha sido reemplazado por la exaltación paroxística de la “metodología”. Me explico. Ya no importará tanto adónde vamos, sino el ir mismo. El estar en camino. El “méthodos” (plan, estrategia) importa más que la consecución del fin. Tanto impregna esta concepción a toda búsqueda de conocimiento que, para comprobar lo que decimos, en el área de las mal llamadas “ciencias de la educación”, la metodología en sí misma ha adquirido un puesto monárquico y absolutista al extremo de trabajar, por principio, en un constante y eterno replanteo de todo conocimiento. En un constante devenir hegeliano toda realidad será entonces objeto de reformulación. Sus propugnadores contarán siempre con oyentes asombrados por su dialéctica y sumisos a la hora de revisar de tiempo en tiempo la esencia de toda realidad, no dando nada por definitivo y haciendo de toda reforma (la que sea) un verdadero culto al que, cuanto más devoto fiel le sea, tanto más asegurado tendrá el aplauso de esta sociedad que, si hay algo que no sabe absolutamente, es adónde se dirige.


Porque no sabe lo que es y porque no sabe adónde va, siente la imperiosa necesidad de dibujar (sí, dibujar, ya que es incapaz de acabar un solo cuadro) el tan buscado e idolatrado perfil. Así nos encontramos que todas las instituciones han devenido en grupos de serios pensantes con cara de saber, que se sientan a pensar quiénes son. Naturaleza, roles, finalidad, justificación de la propia existencia, todo es objeto de una inacabable reformulación.


Se sientan a pensar padres, docentes, profesionales, grupos políticos, etc., etc., para descubrir quiénes son y legarle a la indefensa y virtualmente culpable siguiente generación la genialidad del propio perfil. “Crisis de identidad” se le ha llamado: eufemismo por inmadurez en el sentido más pleno del término. Y no podía quedar incontaminado el laboratorio teológico-pastoral de las mismas instituciones eclesiásticas (perdón por no decir eclesiales, señores aggiornados). Tanta búsqueda del perfil nos ha llevado a olvidar el mirar la cosas de frente.


Un deliberado regodeo en la duda


Quien constantemente se pregunta sobre su identidad es aplaudido por demostrar madurez y seriedad de pensamiento. Nada puede ya pensarse definitivo. El amor conyugal, entre otros conceptos victimados en nuestro tiempo, podría ser paradigma de lo que ocurre con la “identidad sacerdotal”. “Me quiere, no me quiere…” será el distraído juego de la margarita que va a decidir qué haré con mi vida.


Recuerdo que durante mis años de formación en el seminario, se me reprochó en más de una ocasión el “estar seguro”. Los pobres, sí, pobres compañeros que mostraban con cierto regodeo exhibicionista su inseguridad, su búsqueda constante del perfil, eran modelos de la “plena identificación con el –bendito- espíritu” de la formación. Plena identificación con el perfil del momento. Y los superiores, dibujantes a mano alzada de lo que a corto plazo sería el borroneo de la defección (vieron, señores, que no dije apostasía…).


No han bastado ni el mismo Evangelio, ni la Tradición Apostólica, ni el permanente Magisterio de Concilios y Papas para que lleguemos al añorado perfil… ¿No será que se habrá olvidado que la Iglesia ES DE Cristo? ¿Que Él dijo “… edificaré MI Iglesia.”? ¿No habremos llegado al límite del sacrilegio pensando y obrando como si Él hubiese hecho mal las cosas? ¿No son suficientes las definiciones del Apóstol sobre el perfil sacerdotal? Cuando dice (I Cor 4,1): “que nos tengan los hombres por ministros de Dios y dispensadores de los misterios de Cristo”, ¿qué quiso decir?


Si el perfil sacerdotal está sujeto a cuestiones tales como la cultura (o lo que queda de ella), el ambiente, los reclamos del mundo, el “triunfalismo” de los dueños del instante, y al “ármelo usted mismo” de las pretensiones del sincretismo religioso actual; entonces se ha hecho del estado sacerdotal la más lamentable de las vocaciones: la de la sal desvanecida.


Este perfil sacerdotal cuenta con sus máximas y sus modelos: no apasionarse por las verdades (del dogma y la moral católicos), el diálogo (que termina siendo un traspaso osmótico en el que el sacerdote lo pierde todo), no definirse, no chocar, con-fundirse con el pueblo, ser creativo en la liturgia, erigirse en especialista en cualquier materia temporal, multiplicar hasta el infinito las reuniones pastorales… todo, menos pelarse una hora las rodillas ante Quien debiera ser el Amor de su vida.


Y ahí nos tienen. Moviéndonos todo el día sin mover un corazón a la penitencia, sin “convencer de pecado al mundo”, sin convencimiento sobre la eficacia de los Sacramentos, ocultando nuestra condición de “segregados” por las mil y una razones que fueren. No contentamos al mundo ni servimos a Dios, ni a los hombres en lo que ellos necesitan de nosotros. Y el mundo, ya lo sabemos, es doblemente ladrón: primero nos robó a Dios y luego nos roba lo que creíamos obtener de nuestra inserción en él.


Despojado del sentido sobrenatural, el perfil del sacerdote viene a ser el del quijotesco “caballero de la triste figura”: un personaje sin sentido y un laico mal vestido. Escribía el Melifluo Doctor San Bernardo en su “Tratado sobre las costumbres y ministerio de los obispos” –que bien les vendría leerlo- : “…vos, sacerdote del Dios altísimo ¿a quién buscáis contentar con todo eso? ¿al mundo? ¿a Dios? Si deseáis agradar al mundo ¿para que os hicisteis sacerdote? Si queréis complacer a Dios ¿a qué permanecer mundano, siendo ministro suyo? Por eso yo digo que si todo vuestro intento es que el mundo se contente de vos, ¿cómo para eso os ha de aprovechar en nada el sacerdocio? El Apóstol exclama: Si contentara a los hombres, no sería siervo de Cristo (Gal 1,10)”.


Otro francés, Jean Guitton, indiscutido católico inteligente y nada sospechado de integrismo, se atrevió a advertir a los sacerdotes: “Los sacerdotes serán nuestros guías si permanecen en su propio terreno, que es inaccesible y necesario… Nosotros os pedimos ante todo y sobre todo, que nos deis a Dios, especialmente por medio de esos poderes que sólo vosotros tenéis: absolver y consagrar… Nosotros (los laicos) estamos dentro de lo relativo. Tenemos necesidad de ver en vosotros al absoluto que nos envuelve”.


¿Qué se perdió del “perfil”?


Siempre me ha impresionado al recitar el salmo 50 –el sublime llanto penitencial de David- el siguiente versículo: “Redde mihi laetitiam salutaris tui: et spiritu principali confirma me” (“Devuélveme la alegría de tu salvación: y confírmame con espíritu principal”). A mi juicio, aquí se encuentra la respuesta a nuestro interrogante. ¿Qué es lo que nunca podrá cambiar? ¿Cuál es la esencia metafísica y también “psicológica” de nuestro perfil? ¿Qué se ha perdido en los últimos tiempos del perfil que se busca sin querer encontrarlo? Porque encontrarlo obligaría a un cambio, el único cambio que el modernismo inconciente y enquistado no quiere hacer.


Después de haber pedido –con corazón contrito- la purificación y el perdón, el Rey Salmista ruega a Dios le conceda dos cosas: recuperar la alegría de saberse salvo con la salvación divina y ser confirmado en el espíritu principal. Voy a respetar la literalidad de la Vulgata y mantener el término “principal”. Podemos entender varias cosas y cada una de ellas nos aportará luz para ver cuál sea el espíritu sacerdotal. De ahora en adelante reemplazo el para nada bíblico termino “perfil” por “espíritu”. Así diremos, en lugar de “perfil sacerdotal”, “espíritu sacerdotal”.


¿Cómo concebir el “espíritu sacerdotal”? Acudamos a la expresión del salmo. “Espíritu principal” podrá ser vertido como “espíritu de príncipe”, “espíritu de principio”.


Primera acepción. El sacerdote debe ser confirmado en su “espíritu de príncipe”. Ha sido constituido en la dignidad más alta que un hombre pueda detentar sobre la tierra: siendo pobre, Dios ha hecho que “se siente entre los príncipes de la tierra”, lo ha “elevado desde el estiércol”. Espíritu de príncipe porque, siendo hijo de Dios por el Bautismo, mediante el sacramento del Orden y a su voz, Cristo mismo se le somete haciéndose realmente presente en sus manos temblorosas. Príncipe, porque es el primero que debe adorar, pedir perdón, ofrecer y dar gracias. Príncipe porque está al frente, “coram Deo” vuelto a Dios, presidiendo –en el auténtico sentido del término- Su Pueblo Santo.


Segunda acepción. El sacerdote es el hombre llamado a señalar “el principio”. Es el hombre que vuelve y enseña a volver al principio. Dios es el Principio de todo. Y el Principio de los principios. Y el sacerdote debe señalar los principios. Para que nadie se pierda, para que todos encontremos el “norte”, por no decir mejor el “oriente”. El Sacerdote orienta la creación hacia Dios, la religa.


Espíritu de príncipe, no principesco. Espíritu del principio, no principista. Él también es pastoreado, él también busca, como todo hombre, los principios, el Principio.


El sacerdote, ha dicho recientemente el Papa Benedicto XVI, "es hombre de la Palabra divina y de las cosas sagradas…” Luego, el perfil sacerdotal es el “espíritu principal”. Y en la recuperación de esta conciencia deberá centrarse el esfuerzo por purificar de toda la falsa palabrería que tanto daño le hace al sacerdocio católico y que tanto lo aleja de lo que Cristo quiso para sus “cristos”.


El Año Jubilar Sacerdotal promulgado por S. Santidad será ocasión para la responsabilidad personal de seguir buscando el perfil, o mirar de frente nuestras vidas y hacer de ellas lo que Jesucristo ha enseñado: "APRENDED DE MÍ..."


P. Ismael

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