“Cuando era protestante yo notaba que mi religión era seca y triste, pero no mi vida; sin embargo siendo católico mi vida es triste y seca, pero no mi religión”

(Beato Card. John Henry Newman)

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La Piedad Litúrgica

Trasluz auténtico del Dogma


A mi inmerecido hijo espiritual, el Diácono Sebastián


“Ejercítate en la piedad, pues la piedad es útil para todo”

I Tim 4, 8.


Escribía el Abad Mario Righetti en su conocido libro “Historia de la Liturgia”:


La liturgia no sirve solamente para probar la divina tradición de las verdades reveladas, sino que es también la escuela práctica de la más fecunda y eficaz enseñanza dogmática.


El dogma, en efecto, que es como el alma invisible e informa toda la vida interior, queda vulgarizado, hecho más sencillo, fácil, intuitivo, mediante los ritos, las ceremonias y las fórmulas litúrgicas; hace revivir, a través del esplendor de la celebración de los divinos misterios y en el desarrollo anual progresivo de las fiestas eclesiásticas, el drama divino de nuestra redención con todas las circunstancias de lugares y de personas. Si, como está comprobado, la enseñanza resulta mucho más fácil y eficaz por medio de ejemplos, debemos convenir que la liturgia, en toda su múltiple variedad, es el primer catecismo del pueblo, que a través de los sentidos se dirige a sus mentes y a sus corazones.


Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia apelaban a ella sirviéndose de las ceremonias de los sacramentos y de las misas para vulgarizar las abstracciones del dogma e inculcarlo en las mentes de los fieles. Más tarde, en los siglos VII y VIII, cuando los pueblos no civilizados, terminadas sus grandes inmigraciones, se unieron en nuevas formas políticas sobre los territorios de la antigua civilización romana, vino a ser para ellos la Iglesia una potencia civilizadora y cristiana de primer orden, gracias sobre todo a la eficacia de su culto litúrgico. La majestad grandiosa de la liturgia, su rico simbolismo, la exquisita dulzura del canto sagrado, llenaban a aquellos rudos pueblos de una veneración sagrada por lo divino, que les abría la mente a las verdades de la fe y preparaba sus ánimos a los influjos benéficos de la civilización.”


A nadie que posea sensatez católica se le oculta que las verdades dogmáticas han de ser el alma de toda piedad cristiana y, tratándose de la liturgia, el dogma ha de informar todas sus formas. Una piedad que no tuviera basamento dogmático alguno sería desde todo punto de vista (cultual, pedagógico y psicológico) una piedad enervada, enfermiza y hasta blasfema.


Supuesto que la Iglesia, depositaria del mandato de Cristo Señor de predicar el Evangelio a toda criatura, ha cuidado desde siempre los elementos de la piedad, comencemos estableciendo qué cosa sea la “piedad” e intentemos probar que la piedad más auténtica es la piedad litúrgica. Piedad y dogma han estado inseparablemente unidos a partir de la primera “fractio panis” que los Apóstoles realizaron en memoria del Señor, quien en la Cena les había imperado: haec quotiesqumque fecerits in mei memoriam facietis.


La piedad es definida por el Aquinate como “el culto y servicio que prestamos a los padres, a la patria, a los parientes” mas ya que Dios es el principio del ser y del régimen, de un modo mucho más excelente que el padre o la patria… se llama por excelencia piedad el culto de Dios; como Dios por excelencia se llama Padre nuestro” (cf. S.Th. 2,2, q.101, 3).


El Santo Sacrificio de la Misa “officium pietatis” por excelencia, expresa de modo admirable este sentimiento profundo de la piedad del Padre, del mismo Jesucristo, de la Iglesia: “Orad hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea aceptable a Dios Padre Omnipotente”; “A ti, Clementísimo Padre, te rogamos y pedimos por Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro…”


Toda oración “litúrgica” viene a quedar informada por el espíritu de piedad que es manifestación de la filiación divina, efusión del alma. San Pedro recomendaba en su segunda Epístola la práctica de “santas conversaciones y piedades” (3,11) hasta “el día del advenimiento del Señor”. Todo el oficio de la liturgia se considera entonces, en expresión del Cardenal Gomá forma oficial de la piedad cristiana. Ninguna piedad “particular” podrá llenar el corazón cristiano como es capaz de hacerlo la piedad litúrgica. Su Santidad Benedicto XVI en su Encíclica “Spe salvi”, tras reconocer que para que la oración obre en nosotros su fuerza purificadora ha de ser por una parte muy personal (confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo) afirma taxativamente que por otro lado “ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente (n. 34) Seguidamente señala el ejemplo de algunos santos contemporáneos que han sabido encontrar en los textos de la sagrada liturgia el alimento para la piedad de sus almas en tiempos de grandes pruebas de todo orden.


El enmarañado bosque de “celebraciones” y “reuniones de oración” que ha venido creciendo en el recinto de nuestras pobres iglesias es un lamentable e ineficaz intento por llenar el vacío que ha dejado el abandono de los textos auténticos de la liturgia (el Misal, el Gradual, los antifonarios, los riquísimos y consoladores textos del Breviario Romano con sus textos de la Escritura y las Homilías de los Padres de la Iglesia, etc.). Rara vez se asiste a oficios que muevan a la piedad, al sentimiento de sabernos hijos de Dios sumergidos en el misterio de ser llamados “consortes de la naturaleza divina”. ¿De dónde han nacido las verdaderas obras maestras de la literatura devocional de los grandes Santos, sino de la fuente incontaminada de la piedad de la liturgia romana? ¿De dónde extrajeron San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Santa Gertrudis, Santa Brígida y tantísimos otros su celestial unción y esa penetrante y auténticamente sensible conciencia de la filiación divina, de la dependencia criatural y la conciencia de nuestras miserias, sino de esa roca en el desierto que por acción divina mana un agua que siempre sacia y no cansa? Su acceso a las fuentes de la liturgia han producido oraciones inmortales. Las que contemporáneamente se han venido componiendo por encargo con ocasiones más o menos coyunturales y con finalidad supuestamente “pastoral”, son de una factura lamentable, cuando no imprecisas y por tanto desconectadas del dogma. Horizontalistas en el mejor de los casos, empobrecedoras y opacantes de la veneración del misterio…


La piedad es además Don del Espíritu Santo, consecutivo a la efusión de la gracia en el alma, que se plenifica en el Sacramento de la Confirmación. Hemos recibido el espíritu de hijos adoptivos que nos hace llamar a Dios “Padre nuestro”. Este Don no puede encontrar ocasión más favorable para derramarse en los hijos, que en toda acción litúrgica, y como dijimos más arriba, en la Acción por excelencia: el Santo Sacrificio de la Misa. En ella se alcanza el grado máximo de piedad cuando el sacerdote invita a los fieles a invocar al Padre con la oración salida del Corazón de Cristo: Audemus dicere… Nos atrevemos a decir: Pater noster…


El Don de Piedad nos lleva a ser reverentes. Nos sabemos hijos de Dios en su Hijo. Pero un hijo ha de conducirse con respeto y cuidado ante su Padre. El amor no puede andar en zapatillas. Se ha dicho (desde Tomás de Kempis) que la familiaridad genera el menosprecio. Nos sentimos tan hijos de Dios que ya podemos presentarnos ante Él como unos zaparrastrosos, distraídos habladores en el templo, mascando chicle, cuando no haciendo exhibición de desnudez ante el silencio cómplice del pastor-animador que “preside” la función. No se me tilde de talibán cuando me imagino al Señor haciendo un azote de cuerdas y diciendo en muchas de nuestras iglesias: “sacad todo esto de aquí…” El vibró con piedad (que sólo Él podía tener de un modo particularísimo) por las cosas de su Padre: “el celo por tu casa me consume”


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Cuatro notas, o caracteres ha señalado en su hermoso libro “El valor educativo de la liturgia católica”, el Cardenal Isidro Gomá y Tomás, a quien antes citábamos. Sobre ellos quisiera detenerme brevemente a modo de conclusión que nos ofreciera un criterio de discernimiento en tiempos de confusión y necesidad de discernir, valiéndome de sus titulados, permitiéndome una interpretación personal y actualizada.


Para el cultísimo Cardenal la piedad litúrgica, por su conexión con el Dogma católico es:


1) Llena y fuerte; 2) Filial; 3) Santamente severa; y 4) Auténtica.


1) Llena y fuerte. En su esencia. La liturgia nos ofrece la síntesis perfecta de los contenidos de fe. Nada queda fuera del alcance de sus expresiones: toda la historia de la salvación nos es presentada a lo largo del ciclo litúrgico (cristológico y santoral). Sus expresiones son fuertes y a la vez tiernas. Recórranse las rúbricas del Misal y se comprobará el vigor y la dulzura de gestos y palabras que se circunscriben en el estrecho y misterioso espacio del altar en el que se desarrolla el drama de nuestra Redención y allí veremos la majestad y la ternura del Padre, la entrega y el abrazo de Cristo desde la Cruz y la misma unción del Paráclito que todo lo penetra y convierte nuestros corazones enfermos.


2) Filial. Decía Fenelón sobre los ejercicios litúrgicos: “cuando son comprendidos, procuran el íntimo placer del amigo o del hijo ante el padre o el amigo. Escuela de respeto profundo es la Liturgia un medio de comunicación afectuosa con el Dios de quien viene toda paternidad”. Nunca somos más hijos del Padre que está en el Cielo que cuando nos comportamos conforme a la “etiqueta” que nuestra Madre la Iglesia nos impone para tratar a Su Esposo.


3) Santamente severa. También la flojedad puede filtrarse en la piedad. No es el diletantismo ni la emoción estética lo que ha de guiarnos en nuestro culto como hijos. Hemos de encontrar en la piedad litúrgica el equilibrio de nuestras mejores emociones, sin “abajarse a ser el alimento de una afectividad mórbida y una forma ingenuamente perversa de personal egoísmo” (Don Festugiére). No es juego de niños. Ellos están llamados a la confianza en Jesús que los abraza, pero la liturgia (y la Misa en particular) no se puede transformar en un show en el que ya no distingan entre el Sacrificio de Cristo y una contratación que hicieron sus padres de un payaso animador de su cumpleaños. Ejemplos sobran.


4) Auténtica. Queda sentado por lo que expresaba al comienzo. Cuanto más se acerque a la liturgia, la piedad será más legítima y eficaz. Una es la fe. Una la oración de la Iglesia. Uno el culto rendido al Dios Uno y Trino. Lamentamos el vaciamiento de los actos del culto pero pocos se animan a establecer el nexo de causalidad entre la avalancha de elementos extraños a la liturgia y la piedad inconsistente de muchos. “Piedad popular” es la expresión que aparece en muchos documentos. Ha de aclarase qué se entiende por ella. En casos no viene a ser otra cosa que la aceptación tácita de haberse equivocado fiero arrancándole, con furia iconoclasta, los elementos devocionales y de piedad al indefenso pueblo de Dios. “Piedad popular”. En otros casos es un eufemismo por el tranquilo trasbordo de supersticiones que nada tienen que ver con la pureza del mensaje cristiano y su modo de vivirlo en la piedad. ¡Pobre y denostada Edad Media a la que adjudican los eruditos liturgos actuales el añadido pegajoso de oraciones y rúbricas al primitivo modelo de la Synaxis eucarística! ¡Pobres los fieles cuando por errado (o diabólico) “criterio pastoral” son empujados a rezar y cantar con textos del último producto de laboratorio del exitoso creativo inculturado!


P. Ismael

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MEDITACIÓN EUCARÍSTICA

DEL NOMBRE Y LA OFRENDA


 

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Cuando uno promedia la vida, comprueba que la vocación al amor es, de diversas maneras (muchas veces marcada por signos confusos) una constante creciente no exenta de dolores y gozos mixturados. Todo hombre nace para el amor, aunque no siempre del amor. Sabemos que Dios está algo más que detrás de todo hombre que viene a este mundo. Se comprende que el amor no puede existir en sí mismo sino a condición de que tenga un nombre.


Que yo pueda nombrar al amor con un nombre humano, o con un nombre que Dios mismo se haya dado a Sí, revelándose al hombre de muchas maneras y en los últimos tiempos con el nombre de Amor, porque Él es Amor... Nombrar es amar. Evitar el nombre es el desamor. No quisiéramos nombrar a quien estamos traicionando. “Qué me daréis si os lo entrego”. No dijo el traidor “Qué me daréis a cambio de Jesús” Si lo hubiese nombrado no hubiera tenido cuerpo para traicionarlo. Cuando nombro, necesariamente amo. A los que detestamos, ni siquiera queremos nombrarlos.


Judas ya no quería nombrar a quien le seguía amado. Tal vez pensaba secretamente que poner en sus labios tal nombre le hubiese asegurado el retorno. Y parece que ya no quería retornar. Pero el amor siempre tiene retorno. Y cuando se ama de verdad ya no hay retorno del amor. Y no hay pena más grande en el mundo que el desamor cuando es respuesta a un amor que se entrega como oblación. Cuando se evita nombrar al amor es que está huyendo de nosotros. Si el Señor dijo “Esto es mi cuerpo”, es porque quiso ser comido, es decir, ser amado de la manera más plena y humana que el hombre puede incorporar a sí el “objeto” de su amor. Los apóstoles ya no podían ayunar durante la cena porque su Maestro, su Esposo era todo pan. Sabía a pan, olía a pan. Y el pan solo puede comerse. Nada más. Nos cuesta entender que el amor necesita del cuerpo. Nos fascina meditar y cantar aquello de panis angelicus. ¡Como si los ángeles pudieran comer! ¡Sólo el hombre come, señores!


No rechazo la sublime expresión de los libros sapienciales (refiriéndose al maná) y la traslación del Aquinate –aquel enamorado eucarístico – pero el maná fue dado para un pueblo famélico y el Cordero-Pan para otro pueblo sujeto a la inevitable sacramentalidad de la existencia... Y el amor es de las entrañas. Y merece ser nombrado como tal. Nombrar al amor que existe y nos da vida. Todo un trabajo de fe. La obra de Dios consiste en que creamos en Aquel que El ha enviado. Trabajar la fe sabiendo que ésta se acrecienta en la medida en que tengamos cada día más hambre del Cuerpo del Señor... Pienso que nuestra integración al misterio del amor de Dios se resuelve en esta sístole y diástole del nombrar y el comer. En el primer movimiento Dios llama al hombre y el hombre clama a El desde el fondo de su indigencia. Si el hombre no quiere nombrar a Dios, no es porque desconozca como Jacob con quién lucha. Si no clamo es porque no quiero ser a mi vez llamado. Si llamo y me responden, escucharé a mi vez ese nombre nuevo que sólo puede conocer aquel que lo recibe escrito en “una piedrecita blanca” (Ap 2).


Pero Dios no llama simplemente para darnos un nombre. Haber llamado comporta estar dispuesto a ser ofrenda, ofrenda plena, ofrenda que ha de ser comida. He aquí el segundo movimiento. Dios viene a ser objeto de nuestros deseos y necesidad de nuestra vida. No podemos no alimentarnos. Me he preguntado con frecuencia que será esto de ser hostia viva y perfecta. Mi mente se va tras la imagen del Cordero degollado. Es un cordero todavía vivo. Agonizante para ser más preciso. Pascal decía que la agonía de Cristo durará hasta el fin del mundo... Se trata de un estado victimal como el del Cristo con los ojos entreabiertos en la cruz, sin haber sido aún traspasado. Todavía no se ha consumado la entrega definitiva. Me parece que la visión que San Juan contempla de este cordero victimado fuera una adecuada imagen de nuestro ser hostia viva. Una vez que hayamos cerrado los ojos a este mundo, no podemos ser más “hostias vivas”. En todo caso nuestra vida será el presentarnos con nuestras obras (más bien las manos vacías de las que habla la Santa lexoviense) ante el trono del Viviente y del Cordero. Entre tanto nuestro ser hostia viva creo se trata de una agonía por no ser todo lo que de Dios reclama la potencialidad del alma agobiada por su sed de plenitud y tironeada por el límite de su incapacidad natural.


El egoísmo del corazón infantil es quererlo todo para sí. El niño quiere absorber a su madre pero no resiste que su madre lo absorba. Queremos en el mejor de los casos comernos a un Dios que murió por nosotros horneado en la cruz para ser nuestro pan... Pero nos atemoriza dejarnos comer por El. Quedar como medio vivos o medio muertos en estado victimal. No queremos ser “corderos”. Llegado el momento de la entrega no nos portamos como corderos. No somos mansos. Y hasta parece que ya no escuchamos la voz del Pastor que nos ha llamado por nuestro nombre. Estamos impedidos para escuchar porque ya no podemos nombrar a Dios. No queremos que sea nuestra comida. Es lo peor que nos puede pasar. Ni víctimas ni comensales. Enteros y famélicos. Isaac salió entero de la oblación que su padre había determinado consumar por mandato divino. La hija de Jefté no estaba en la intencionalidad de su padre de ser ofrecida ella en sacrificio (Jefté parece no haber tenido tan claro que el relato del monte Moria condenaba ya todo sacrificio humano) Abraham ofrece el todo y Dios muta la ofrenda. No siempre coinciden la intencionalidad de la ofrenda con la voluntad de Dios y ésta con lo que el hombre cree que a Dios le agrada. En el primer caso el mandato viene de Dios. En el segundo es el hombre quien se adelanta. Esa es la gran diferencia: aunque sea costoso, visto lo que Dios quiere, su realización será redentora.


Cuando es el hombre quien establece la ofrenda y el modo de entregarla, tendrá muchas veces, como la hija de Jefté que ir a llorar por los montes... Los sacrificios mosaicos ofrecían la variedad de holocautómata, pacifica, communio; según la destrucción total o parcial de la víctima. Con la pulcra y sencilla excepción de Melquisedec, todos los sacrificios del Antiguo Testamento han tenido el derramamiento de la sangre el papel preponderante. De hecho la renovación incruenta del sacrificio de Cristo en la Cruz llevada a cabo cada vez que el sacerdote profiere Sus palabras y lo “llama” sobre el pan y el vino, re-presenta el derramamiento de la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna. Cristo es “destruido” por una parte y por otra resucita para ya no morir más. ¿Cómo se ofrenda el creyente siendo hostia viva de amor?


Pedro insiste en ello cuando nos exhorta a presentar nuestros cuerpos como hostias santas, vivientes... Medios vivos, medios muertos. Así comulgamos de veras con el cuerpo del Señor. En estado de disponibilidad, como corderos, así quedamos al recibirlo. No hemos muerto del todo realmente. No estamos enteros, porque completamos en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión mística de Cristo. Alguien ha pensado que al modo como recibimos a Cristo todo entero en la comunión eucarístico, así hemos de darnos al otro en “comunión entera”, sin que nada de lo que somos quede sin comulgarse. Audaz. ¿Ideal para todo creyente que se aventure a vivir una entrega total al amor del prójimo? ¿Puedo comulgar enteramente a mi prójimo del mismo modo que lo comprendo cuando lo nombro? Nombrar y comulgar. Nombrarlo y comulgarlo. Pablo se hubiera arrancado sus ojos por los corintios, ¡tan queridos llegaron a serle! Entrega de todo su ser. Hubiera deseado darles, junto con el evangelio que les predicó su vida misma. ¿Por qué? Porque su vivir era Cristo. Daba lo mismo.


Abrazarlos y besarlos tiernamente era una prolongación de la synaxis que probablemente no celebraría a diario. Él y todos los santos se han presentado como corderos para ser inmolados y comidos. Y muchas veces la inmolación es el desprecio, el abandono, la angustia, el rechazo de su misma ofrenda. Pero mientras no seamos perfectos, puros... ¿podemos ofrecer nuestras imperfecciones como “materia comulgable”? ¿Me atreveré a ofrecer junto con un corazón bien intencionado mis defectos y hasta el mismo pecado que carga mi naturaleza y mi persona? Cuando digo amén a la comunión con mi prójimo, no puedo seleccionar qué vísceras habrán de ser quemadas fuera del campamento... Allá va todo. Cuando abrazo al prójimo-ofrenda todo es abrazado.


Porque el fuego que la ofrenda necesita para ser tal es el del amor. Y si éste es verdadero y no fatuo, purificará la ofrenda y al comulgante, borrará toda diferencia, derribará todo muro de separación. Y nacerá la ternura. Un ingrediente que no sazonó las víctimas típicas, pero que está en la entraña de toda eucaristización. El Cordero tiene entrañas de ternura y misericordia infinitas. Y quienes lo sigan dondequiera que vaya sabrán que nuestra alma sólo puede comulgarse bajo las especies de la ternura. Nombrar - Amar. Ofrecer - Comulgar.


Soy nombrado por mi propio nombre para una vocación: amar ofreciéndome y aceptando... Aunque ya nuestros altares y las vestiduras de sacerdotales no se empapan de la sangre del sacrificio, los que comulgan con el Cordero Degollado sabrán más de una vez de una herida sangrante en sus vidas... El que quiera entender, que ame.


P. Ismael


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Oración para pedir la beatificación

del Siervo de Dios

Papa Pío XII

(para la devoción privada)


Omnipotente y sempiterno Dios, que constituiste a tu siervo Eugenio sublimándolo a la dignidad pontifical de Vicario de Cristo como el Pastor Angélico Papa Pío XII y lo adornaste de heroicas virtudes y esclarecida sapiencia para gobernar tu Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, en dolorosas circunstancias y pruebas; dígnate glorificarlo ahora elevándolo a la gloria de los altares y concédenos por su intercesión el favor que te pedimos, si es para gloria Tuya, extensión de Tu Reino y paz para el mundo, la Iglesia y nuestras almas.


Te lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo, Quien contigo vive y reina, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

(Pídase la gracia que se desea obtener)

Pater. Ave. Gloria.

(Con licencia eclesiástica)

LOS SIGNOS LITÚRGICOS: EL LENGUAJE. DE LA POBREZA A LA HEREJÍA

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Todo ser creado admite, en su propio orden, y bajo la acción del hombre que ha recibido del Creador la peligrosísima misión de ponerle un “nombre” y transformarlo, un perfeccionamiento o un deterioro que obedecerá a la intencionalidad del mismo hombre.


La Iglesia, obra de Jesucristo, ha recibido de su Divino Fundador la misión de impregnar de sentido trascendente a todo el complejo mundo de los signos que utilizará en su liturgia. La parte esencial de esos signos fue determinada por el mismo Señor. El resto lo hizo la riquísima Tradición anclada en la fe de los cristianos de todos los siglos que nos precedieron.


Consciente de que a Dios, como supremo Hacedor, se le debe junto al culto de latría, dedicar y consagrar lo mejor de lo que dispone el hombre, desde siempre ha impregnado la liturgia el sentido de dejar que sea el Señor mismo quien le vaya señalando qué cosas, cómo y cuándo ofrecérselas.


El entonces Cardenal Ratzinger en su libro “El espíritu de la liturgia” (Ed. Cristiandad, Madrid, 2001), señalaba esta característica del culto: «El ser humano, de ningún modo puede, por sí mismo, “hacer” el culto; si Dios no se da a conocer, no acertará. Cuando Moisés le dice al faraón: “no sabemos todavía qué hemos de ofrecer a Yahveh” (Ex 10,26) realmente está mostrando, con estas palabras, una ley fundamental de toda liturgia. Si Dios no se manifiesta, el hombre puede, sin duda, en virtud de la noción de Dios inscrita en su interior, construir altares “al Dios desconocido” (cf. Hch 17,23); puede intentar alcanzarlo mediante el pensamiento, acercarse a Él a tientas, pero la liturgia verdadera presupone que Dios responde y muestra cómo podemos adorarle. De alguna forma necesita algo así como una “institución”». Consideremos esta genial afirmación del ahora Papa Benedicto XVI como punto de arranque de lo que queremos sostener en el presente artículo: la liturgia no es invención humana y a Dios ha de entregársele una ofrenda “sin defecto” (cf. el relato de la institución de la pascua judía, por no remontarnos a los comienzos y tener en cuenta la ofrenda “del justo Abel”).


Por no hacer prolija nuestra consideración y por no tener estas líneas una intencionalidad científica, quisiera que, plantados en el diagnóstico de nuestra realidad, reflexionáramos sobre el deterioro actual del signo (y por tanto del lenguaje) litúrgico, como un verdadero atentado, no ya sólo a la majestad de Dios y su trascendencia ontológica, sino además una degradación de nuestra misma capacidad como seres intelectuales, abiertos a la perfección espiritual, cultural, en una palabra, a enriquecernos con aquellas cosas mismas que le damos a Dios (por disposición suya) y que nos damos a nosotros mismos como actos santificantes y humanizantes de nuestra vida.


Entre las más sublimes capacidades y expresiones significantes del hombre, encontramos el lenguaje. Acto articulado del sonido y portador del concepto mental, la palabra se hace vehículo de la idea y del corazón. Habla de la grandeza del corazón. San Benito enseña en su Regla: mens nostra concordet voci nostrae (c. 19). A la sublime elevación de las verdades de nuestra Fe católica, no puede corresponderle sino la adecuada expresión verbal (y si queremos decir más: musical, plástica, etc.) en cuya plasmación la Iglesia a lo largo de los siglos ha comprometido la vida misma de sus Santos, sus Doctores y sus Concilios. Ex verbis inordinate prolatis, incurritur haeresis… De las palabras pronunciadas desordenadamente surgen las herejías, sentenciaba San Jerónimo.


Quede claro que nuestro lenguaje, nuestro decir “adecuado” de Dios, en el presente estado de “viatores” será siempre incompleto. Ineffabilis, como lo define el Concilio IV de Letrán. Dios es inefable y no hay palabra ni concepto humano que puede adecuarse a lo que Dios es en su Esencia y vida intratrinitaria. Pero Él ha concedido al hombre, en expresión de San Agustín, el don de alabarle. Alabarle es una gracia que promueve en nosotros el Espíritu que nos sugiere aquellos gemidos inefables. Gracia de Dios es alabarle como Él quiere ser alabado y misión de la Iglesia cuidar y escoger entre los términos humanos aquellos que mejor expresan –insisto, dentro de nuestra limitación- lo que Él quiere que le digamos y cómo debamos decírselo.


El recorrido histórico y la genuina evolución de las expresiones que arrancan desde las primeras anáforas consignadas en la Didajé, pasando por los Ordines Romani, hasta llegar a la codificación de la Misa Gregoriana, realizada por obra de San Pío V, darán suficiente cuenta del creciente ars orandi de la Iglesia y el tecnicismo teológico-litúrgico que da como resultado un decir sublime, un significar formidable del claroscuro de la fe. Citar a esta altura el conocidísimo principio lex orandi, lex credendi, es acudir a una verdad suficientemente trillada, pero lamentablemente no puesta en práctica a la trágica hora de la verdad (o de la mentira) de las traducciones, el decir corriente de las cosas de nuestra fe.


Rota la universalidad de la lengua latina para la liturgia Romana, ardía la esperanza de que traductores no traditores sino de mentalidad católica, no traductores intérpretes, no traductores inventores, vertieran auténticamente la significación de las palabras y mantuvieran en la lengua vulgar el mejor decir, la palabra precisa que, supuesto el gran bien que significaría “entender” en la lengua materna la liturgia, habría de lograrse. Y con ello la tan ansiada vuelta de los fieles a nuestras iglesias, hoy más vacías que antes.


El primer mal ha sido la mundanización. “Iglesias mundanas, iglesias vacías” rezaba hace poco un artículo de Luis F. Pérez Bustamante. Ninguna verdad más cruda que ésta. La mundanización (desacralización) de los signos no nos ha reportado ningún valor evangelizador y mucho menos evangélico.


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De conformidad con este principio sentado – facilitar toda comprensión- no podía menos que descomponerse el auténtico sentido del “decir” las cosas de la fe. Queriendo traspasar los límites del misterio (¿qué otra cosa es la liturgia que la viva celebración de los misterios? como lo define Trento) se ha pasado de lo sublime a lo ridículo. Puestas en manos siniestras y mentes ideologizadas las tareas de traducción, ya no vemos detenerse esta ola que parece crecer de día en día y que va autodemoliendo cada vez más el sentido de la fe y la Iglesia. Y ya no tenemos los herejes refinados del pasado, que por lo menos algo de originalidad e inteligencia ostentaban… Hoy son demagogos e ignorantes pastores que confían a “expertos” de su mismo pelaje (el de corderos, cubriendo su realidad de lobos) los despojos que ya venían maltrechos de reformas y reformas de un pasado reciente.


El lenguaje religioso ha sido degradado, trivializado. Se evitan los términos “triunfalistas”. Dios ya no es el “Dios de majestad”. Dios es llamado sistemáticamente “Padre” sin respetar el Dominus de la Editio Typica. Ya no “Dominus” “Señor”, porque como me dijo un obispo encargado de la traición (o traducción) del Misal, la gente va a pensar en el Emperador Romano (¡¡¡¿¿¿???!!!) ¡Se están burlando del Pueblo de Dios al que dicen querer cuidar! Un proyecto presentado hace poco proponía quitar el “conmigo, indigno siervo tuyo” del Canon, referido a los señores obispos, porque la gente se iba a escandalizar (¡como si no se escandalizara ya con los ejemplos de vida de algunos prelados!). Les respondí a una consulta formal que me hicieron, que si ése era el principio, debían también sacar el “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” porque de otra manera estarían ofendiendo a los fieles ¿no? ¿Decir “indigno” no es lo mismo que decir “no soy digno”? Todo ha sido tocado menos la “omnipotencia episcopal”. He conocido tres ediciones del Misal “argentino”. Y dos del Pontifical Romano. Una más lamentable que otra. A modo de ejemplo de esta degradación del lenguaje de que hablamos, en la fórmula de la consagración del obispo Electo, el Pontifical anterior a la reforma decía: Spiritum principalis (espíritu principal, de príncipe). La segunda edición: espíritu de soberanía. La tercera espíritu de gobierno. Para la próxima ¿qué nos espera? Seguramente: espíritu de diputado. Es siempre el mismo principio “putrefaciente” de la fe de ir rebajándolo todo, so pretexto de “adaptación”, “puesta al día”.


La Editio Typica del Misal de Pablo VI dice: “beati qui ad coenam Agni vocati sunt” (felices los invitados a la cena del Cordero, cf. Ap ). Se prefirió la forma más protestante de “cena del Señor” porque “la gente va a pensar que se trata de un asado” (sic). Nunca se han visto mejor amalgamadas demagogia, ignorancia, herejía y desestima de la capacidad del Pueblo de Dios. Elimínense entonces de una vez: reparación, desagravio, oblación, pecado, etc. etc., porque el pueblo ya es incapaz de comprender, pues los Pastores son incapaces de creer que los fieles crean lo que ellos no creen…


Si miramos el Ofertorio, o lo que quedó en su lugar, la traducción de la así presentada beraká hebrea (y de paso, ¿qué tiene que ver el Sacrificio de Cristo que va a consumarse sobre el ara del Altar, con la oración de bendición de la mesa pascual judía?) fue realizada con intencionalidad. Veamos.


“Benedictus es Domine Deus universi quia de tua largitate accepimus… quem tibi offerimus fructum terrae et operis manuum hominum…” Tibi offerimus: a Ti te ofrecemos. Se tradujo por “presentamos”. El texto latino no dice “presentamus” sino “offerimus”. NO es lo mismo presentar que ofrecer. Lo que se presenta queda allí, así como está. Se acepta o no. Lo que se ofrece es transformado por quien lo recibe. Pregúntesele al pueblo: ¿será lo mismo decir “te presento a mi mujer” que “te ofrezco a mi mujer”?


“Manuum hominum”: “de las manos de los hombres”. Se tradujo por “del trabajo DEL HOMBRE”. ¡No pudieron no ceder a la tentación tehilardiana!


Miremos ahora la bien “compuesta” Anáfora IV. Allí pone la Editio Typica [Cristo anunció] “redemptionem captivorum” (“la redención de los cautivos”, o sea presos de cualquier esclavitud de pasión) y se tradujo por: “la liberación de los oprimidos”. ¿Quién no ve aquí que es una interpretación que bien podría llevar la firma de Boff, Sobrino y todos los que se liberaron de la teología?


Al comienzo del Canon, el texto latino dice: “una cum Papa nostro… et Antistite nostro…”. Se tradujo: “con el Papa… y nuestro Obispo…” Ya se ve claro, parece que el Papa es menos nuestro que nuestro Obispo. Otra sutil forma de ampliar la omnímoda presencia del “episcopado” y hacer aparecer lejana la persona del Sumo Pontífice.


Esto atendiendo sólo a la traducción, ya que no entramos en la estructura de los grandes cambios introducidos en la esencia misma del lenguaje, los “inventos” litúrgicos, tales como el aditamento de la aclamación “tuyo es el reino” de origen protestante, detección que si la acentuase en este artículo, habría de llevarme al análisis del Novus Ordo, motivación que no está en la intencionalidad del título con que lo encabezamos.


Y finalmente, vencieron imponiendo el “ustedes”. Remito al respecto a las serias refutaciones que se han hecho sobre el particular. La forzada repetición del pronombre que obligadamente habrá de colocarse para saber si se trata de la segunda o tercera persona del plural, la falta de correspondencia o incongruencia en el diálogo entre el celebrante y la asamblea, da por resultado un “híbrido” que en nada glorifica a la lengua española hablada en Argentina. Duele sobre todo la incoherencia. ¿Por qué se mantiene entonces el “tú”, el “ti”, el “contigo”? Si el celebrante ha de decir: “El Señor esté con ustedes”, la asamblea deberá responder: “y con Usted”, o bien, “y con vos”, para ser más porteños, o “con vos, ch’amigo”, si de un correntino se tratase.


Las traducciones del Leccionario no son menos lamentables. En el relato de la visión del Ezequiel (el agua que sale del templo) se traduce Templo por “Casa”. En el lenguaje hablado no hay distinción de mayúsculas. La pobre señora que escucha con atención la Liturgia de Palabra pensará que Ezequiel vivía en una casa muy grande que tenía cuatro puertas: una mirando al levante, otra al poniente, otra al norte y otra al mediodía…


Pareciera se tratase del trasbordo de los términos de un profano poco informado al decir del seminarista y clérigo de cualquier orden. Hasta hace algunos años esto estaba medianamente salvado, pero ya parece todo perdido. Las Letanías Lauretanas también tuvieron su “toque”. Ya no es más “Regina Virginum”, Reina de la Vírgenes, sino “Reina de los que se conservan puros”. Se perdió el valor de la virginidad y más su predicación. Pura también era mi abuelita, pero no era virgen.


Saliendo ya de los textos del Misal con su recognitio y todo el acervo oracional católico “tocado” voy a citar algunas expresiones que ya se han hecho clásicas, pasando, como dije, del lenguaje de un “extraño” al tema, al decir de muchos “licenciados” en universidades romanas:

“Prédica”, en lugar de homilía, sermón, etc.

“¿Dónde nos cambiamos la ropa?” (¡!!!!!), por “¿dónde nos revestimos?”;

vestición”, por “imposición de los ornamentos”. ¿Qué somos? Monjitas?


Ya no se habla de ministros “sagrados”; ministros del Altar; ornamentos “sagrados”. Somos “agentes de pastoral” que, “oportunamente” usamos “vestiduras” adecuadas.


Ya no más “música sacra”, sino “ministerio de la música”. Unos verdaderos alaridos disonantes y la puesta de notas a expresiones que son, a mi modo de ver “inmusicables”. Díganme ustedes: ¿Qué notas admiten expresiones como “iglesia diocesana”, “misión intercontinental”, etc.?


Cuando no valoramos el don de Dios, Él puede quitárnoslo. Como lo hizo con su viña amada de Israel, para entregarla a otro Pueblo que produjera frutos a su tiempo.


Todo el riquísimo y milenario ritual de los sacramentos despojado de sus “elementos” y signos. Fuera la sal del rito del Bautismo. Ahora las catequistas (que también hacen “cirujeo” litúrgico) entregan frasquitos de sal a los niños para enseñarles que somos “sal de la tierra”. Y en cierto modo está bien. Es una lección. Los ministros sagrados han tirado los signos por tierra (y merecerán por haber perdido su sabor, ser pisoteados por los hombres…) mientras que algunas personas con algún “sensus fidei” recogen los despojos execrados y de algún modo preservan el valor del significante…


Los clásicos enemigos del hombre de los que habla la Nueva Ley: el demonio, el mundo y la carne; también han sido “resignificados”. Con el mundo hay que “dialogar”, la carne hay que “asumirla” y el “demonio” ¡quién sabe si existe!. Por lo menos en las catequesis escolares y homiléticas es un ilustre y útil desparecido más.


Y como la tentación de triunfalismo –que parecen no padecerla estos alquimistas de la liturgia- siempre tiene fuerza sobre cualquier hijo de Adán, su lenguaje “espiritual” es común con el de los dueños del instante: “diálogo”, “tolerancia”, “no discriminación”, “respeto”. Todo esto en un sentido bastante inferior a lo que un buen epicúreo del siglo I podría haber propuesto a sus contemporáneos. Así creen que ganan al pueblo y que les facilitan la compresión de nuestros santos misterios. Pero su búsqueda bien delatada es el triunfalismo… de sus ideas. No ya las de Cristo.


La nuncupata oración “Por la Patria” es un verdadero muestrario de la pobreza en el decir de nuestra Conferencia Episcopal: “María desde Luján nos dice: ¡Argentina canta y camina!” ¡Así estamos!, como la cigarra. Mejor le hubieran hecho decir a Nuestra Señora el único “consejo” que dio en su vida: “Haced lo que Él os diga”. Sus documentos –casi todos de índole social, que no dejan una pizca de espiritualidad para los fieles- son de una redacción lamentable. “Navega mar adentro” ¿Para qué? ¿Para llevar al creyente a qué profundidades? Adentrarlos ¿en qué misterio? Para pescar, dirán. Y luego llevar el fruto de la pesca a la más triste de las mediocridades. Nada se dice claro. Se defiende la vida concebida, pero ¿qué pastor repite el sexto mandamiento del Decálogo: No fornicar? ¿Quién se anima a llamar la cosas por su nombre? ¿Por el nombre que Dios mismo les da en la Revelación? “Mar adentro”, “Misión”, no “apostolado”. “Naufraga mar adentro”, debió llamarse.


“La Semana Santa es la semana de Dios” acabo de leer en una pastoral de un obispo poseso de frivolidad. Se han quitado los adjetivos de “santa”, “sagrada” a casi todas las funciones, personas, instituciones, textos y manifestaciones de la Iglesia. A los ministros ya no les gusta ser “sagrados”, más bien prefieren ser “encarnados”… no se sabe en qué.


Me argüirá algún ingenuo que todas las reformas y modificaciones que se han ido introduciendo tienen en su base el haber sido solicitadas por las Conferencias Episcopales. En su simple afirmación está la respuesta. Claro, así es. A ese tal le recordaría las palabras del Cardenal Ratzinger en su entrevista con V. Messori (Informe sobre la Fe): “No debemos olvidar que las conferencias episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal como la quiso Cristo; solamente tienen una función práctica, concreta”.


¿Qué pensar de ello? ¿Podemos creer que se trata de una ignorancia inculpable? Imposible. Se trata de traición. Y de idolatría. Es decir, la sustitución de la imagen (signo, palabra) del Dios verdadero, por una sutil variante. ¿Actuaron así los Apóstoles? ¿Adaptaron el Evangelio al mundo pagano al que terminaron convirtiendo desde sus raíces? ¿Se preguntaron si los habitantes de Creta, Herculano o Alejandría iban a comprender aquello de que Cristo se hacía presente cada vez que partían el pan? O dijeron más bien: “Él tiene palabras de vida eterna. ¿Ustedes también quieren irse?”. Y como eran ecuménicos, dejaron la puerta abierta…


Creo oportuno dejar, por ahora, estas reflexiones en suspensivo, cerrándolas con la continuación del pensamiento del ahora Santo Padre en su libro arriba citado: “La apostasía es más sutil. No se da el paso abierto de Dios al ídolo, sino que, aparentemente, se permanece al lado del mismo Dios: la pretensión es glorificar al Dios que sacó a Israel de Egipto y se intenta hacerlo representando debidamente su fuerza misteriosa en la figura del becerro. Aparentemente todo es correcto, el ritual parece ajustarse a lo prescrito. Y, a pesar de ello, es una apostasía y una idolatría”.


P. Ismael


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Para empezar... Algo de lo que puede el arte en la fe y la fe en el arte


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Regina Pacis


No había pensado escribir sobre este cuadro fascinante, hasta que, una conferencia aceptada pacíficamente, me obligó a quedarme deliciosamente una vez más ante uno de los cuadros más bellos que he contemplado “en vivo”.


Guardo en mi memoria algunos detalles sobre su procedencia que me diera la persona a quien le fuera obsequiado este lienzo. Se lo donó una familia que le aseguró fue pintado por un desconocido artista que trabajó para Mussolini. El cuadro ha encontrado su destino en los muros de una escuela católica.


La descpripción


Se trata de un lienzo redondo circunscrito en un marco cuadrado con relieves florales y bordura torzada.


Tres figuras delicadísimas ocupan la atención: la Virgen María, el Niño Jesús en su falda extendiendo una rama de olivo a una mujer llorosa que la aplica con suavidad a su pecho y reclina su cabeza en el hombro derecho de la Virgen. Ésta, a su vez, apoya su mejilla en la cabeza de la mujer y le sostiene con dulzura la cabeza, como queriendo calmar su dolor. Detrás del trío – que podemos encajar en una pirámide perfecta- se despliega en abanico un tupido olivo. Sobre la falda de la Virgen descansa otra rama olivo más pequeña.


Los integrantes de esta dramática tríada, en su estructura piramidal insinúan una rotación propia y relacional de una a otra. La cabeza de la Virgen rota hacia la derecha, la de la mujer hacia la izquierda. Los brazos y las piernas del Niño tienen también una rotación que se corresponde con la de la pierna derecha de la Virgen. Las manos de la mujer –recibiendo la amplia rama- se corresponden en dirección con las del Niño que sostiene el tronco. No pude dejar de pensar en la leonardesca pirámide de tirabuzón del conjunto de Santa Ana, la Virgen y el Niño del misterioso y polifacético florentino.


Al fondo, a cada lado del olivo, en “pendant”, dos pares de figuras apenas insinuadas completan la escena.


Con excepción de los pañales del Niño –de tonalidad rosa viejo- los restantes colores del lienzo o son verdosos o se derivan o acercan al oliva. El velo de María –sujetado graciosamente por una cinta- se desarrolla en grises. El vestido es de un verde agua agrisado, y cruza su pecho otra cinta que lo sujeta con doble vuelta en torno a la cintura. Desde el brazo izquierdo, con el cual sostiene al Niño, y cubriendo la parte de la falda, rompe la monotonía un manto verde seco con matices azules.


La mujer llorosa está enfundada en un vestido, probablemente de una pieza, verde negruzco, de gran opacidad. Su cabeza literalmente “emerge” del ropaje.


Me han llamado también la atención los ojos de los personajes. La Virgen tiene los ojos entornados, casi cerrados. Los de la mujer –verdaderamente patéticos. Se dirigen con dolor y esperanza hacia el rostro de María. El Niño mira dulcemente, casi sin entender, el rostro de la mujer.


Los tres personajes tiene la misma tonalidad de piel, sin faltarle el esfumado verdoso en la sombras. Pocas veces he visto el color del olivo logrado con tanta perfección. Toda la coloración causa en el espectador una transmisión ambiental del cromatismo “verdeante” que sugiere descanso y paz… El paso del tiempo también ha patinado estupendamente el lienzo.


La interpretación


Pienso que el tema central es la Paz. El olivo del fondo, la rama tendida y recibida, la ramita en la falda… El simbolismo bíblico del olivo me recuerda la paloma que regresa al arca con esta prenda de “fin de guerra” y preanuncio de la alianza noáquica. También pensé en los dos testigos del olivo de Zacarías y el Apocalipsis.


La paz en un don de Jesucristo, Rey Pacífico, nuevo Salomón, Princeps Pacis… más grande que Salomón. Es el primer saludo del Señor resucitado “Paz a vosotros…” Viene de Él. “Mi paz os dejo, os doy mi paz… pero no como el mundo la da…”.


Si es exacta la información de que se trata de un pintor del Duce la ubicación histórica del lienzo no es tan ardua. Debe datarse antes o durante la Segunda Gran Guerra. Y es más que obvio que “la paz” sea un tema suficientemente amplio, tratado y deseado más allá de la temática de un cuadro “religioso”. Cuando más miro el cuadro – no sé fundamentarlo convincentemente- vienen a mi pensamiento más el sufrido Benedicto XV que Pío XI o su inmortal Sucesor, Pío XII, Pontífices de aquel período.


¿Quién es esa lacrimosa mujer que se ampara en María y toca sin tocar la rama de Olivo? ¿Es la imagen de Italia o Roma profetizada por el Dante que “piange, vedova e sola…” clamando noche y día “Cesare mío” por qué no me asistes? ¿Es el alma cristiana, abandonada a sus propias fuerzas y aplastada por su pecado? ¿Es la Iglesia, Esposa Inmaculada de Cristo, como Él, sufriente, lacerada de tantas calamidades de afuera y de adentro? En cualquier caso tiene sus ojos colgados de María (“como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora…”), se reclina con gran confianza en su seno, y la Señora, por su parte, adopta una actitud por demás dulce y entregada. Casi me parece que María descansa sobre la cabeza de la mujer y se adormece, como diciéndole: “ya pasará… tú, quédate aquí con nosotros…”


También el Divino Niño tiene una paz casi despreocupada que contrasta notoriamente con el doliente rostro ardido por las lágrimas. Sostiene con la natural torpeza (nada manierista) de los niño, pero con llamativa firmeza esa rama que parece superarlo. Ambos quisieran decirle a la mujer que la paz ya está en ellos como en su fuente, que solamente en sus brazos superabunda. Viendo la beatitud de la Madre y su Niño el profano le diría a la enlutada mujer: “si ellos te tratan así, ¡cambia tu cara!”. Pero ella tiene sus motivos. Y Madre e Hijo lo saben.


Si se tratase de mi primera hipótesis (Italia, Roma o la Europa destrozada por la guerra, que llora como Raquel a sus hijos) el estallido del olivo y su efecto pacificante es un grato consuelo y una promesa. Si del alma que descansa en María, esa rama es un claro adelanto de las verdes praderas hacia las que la atrae el Buen Pastor y una vara florecida de salvación de la que puede asirse con seguridad tras escuchar y reconocer su voz. ¿Será demasiado “protestante” recordarle al católico medio de hoy que sólo Cristo salva?...


Hablé al comienzo de las figuras apenas esbozadas en “pendant” del segundo plano. El primer grupo (el de la izquierda) me parecen Adán y Eva en un abrazo de dolor. El segundo (a la derecha) tal vez represente a la misma pareja inclinándose sobre el suelo al que volverán, en actitud de trabajarlo con esfuerzo. Si es así, como yo lo veo, el telón de fondo es el después del pecado original. Lo llamaríamos teológicamente el instante postlapsario) Ese es el motivo de fondo, bien que intencionadamente olvidado por alguna teología y mucha catequesis educativa actual, sobre el que se borda esta pirámide color esperanza (y conste que ésta última expresión la escribí en este artículo que tiene más de tres lustros, antes de la canción de Diego Torres…)


Me queda mi última hipótesis: la Santa Iglesia. ¿Será ella esa Madre feliz de hijos con sus brotes de olivo en torno a la mesa del Señor? Puedo ver en esa mujer en traje de penitente, a nuestra Madre, la Santa Iglesia, que siente el dolor en el alma cuando se le niega no sólo el título, sino la realidad misma de su maternidad y santidad intrínsecas. Puedo ver a la Iglesia, peregrina entre las sombras y figuras de este mundo, que sólo encuentra su esperanza en el don de Cristo y el cobijo de la Reina de la Paz. Puedo ver a la Iglesia sufriente en los pobres y humillados, en los enfermos –más pobres que nadie-, en los creyentes realmente marginados que no militan en pro de la “no discriminación”. Puedo ver a la Iglesia asolada por sus maliciosos y declarados enemigos y desolada por el abandono escandaloso de sus hijos ingratos. Quisiera mostrar esta imagen de la Iglesia, a la espera ansiosa del don de Cristo, al prefabricado optimista y al snobista inculturado que se dispone a estudiar su misterio entre el mate y mate de un taller misionero…


Aún concediendo que el cuadro de mi meditación se focalice en este valle de lágrimas, no podemos soslayar su fuerte realismo teológico y su dramatismo expresivo a la vez que su dulzura.


“El Espíritu y la Esposa dicen ¡Ven!...” El Señor da su paz a los que la buscan y corren tras ella. Y ha querido otorgarla a través de las manos de su Madre, a quien con verdad llamamos “Regina pacis” , por ser Madre del Autor de la Paz.


Dicen los que saben que un cuadro no se termina. Se deja. Se deja de trabajar, porque siempre admitiría una continuación en su pintura. Dejo yo también mi lectura del cuadro, para seguir mirándolo e invitar a mirarlo.


P. Ismael

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Presentación

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Soleares... Soledades... Para ser fiel a mis orígenes.


Es el canto profundo del andaluz que siente la pena.


Soleares de lunes santo: barroquismo que necesita el alma para entender el misterio... Para ser fiel a la naturaleza del hombre: sólo frente a Dios y al misterio. Y porque como dijo otro andaluz: en la soledad se encuentra lo que a la soledad se lleva.


En la soledad de mis transcurridos "cincuenta". En la soledad sacral y liviana de mi sacerdocio. En la soledad de la fe de la Iglesia querida por Jesucristo. En la soledad que tal vez busqué o se me dio como gracia..., mis pobres pensamientos, a pedido de algunos que una vez creyeron en mí y más creen en Quien yo creo.


Serán "ensayos". Y sobre todo "ensayos de soledad" ... porque estos artículos (muchos de ellos escritos hace años) quedaron en "soledad" por largo tiempo y quisiera compartirlos, por si a alguien les sirvieran. Y junto con lo mío, también alguna cosa, que va con mi pensamiento y que me ha parecido pueda ser útil. Esas cosas también hoy están bien abandonadas y en soledad.


P. Ismael Box


 

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